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lunes, 19 de julio de 2010

Misión: matar a Franco


El 2 de marzo de 1938, Harold Adrian Russell Philby, al que todos llamaban Kim, un periodista inglés que trabajaba como corresponsal durante la Guerra Civil española para el diario inglés The Times, iba a ver por primera vez en persona al general Francisco Franco. La valentía y el arrojo que había mostrado semanas atrás, en la batalla de Teruel, durante un bombardeo del bando republicano en el que terminó levemente herido, le habían valido la Cruz Roja al Mérito Militar, que el jefe del bando nacional le iba a imponer. También habían pesado bastante las crónicas “objetivas e independientes” que su prestigioso diario había publicado sobre distintos acontecimientos de la guerra y en las que se dejaban traslucir las bondades de Franco y sus soldados.

Muchas personalidades civiles y militares iban a estar presentes en el importante acto. Destacados miembros del cuerpo diplomático acreditado, numerosos mandos militares, periodistas nacionales e internacionales, e incluso hasta era posible que asistiera algún miembro de la Iglesia. Kim Philby, tan buen observador como conversador, habitualmente despreocupado de su apariencia, pero ese día reconvertido en un perfecto caballero inglés, no paraba de observar con discreción a la guardia del general. Allí estaba su escolta personal, integrada por requetés navarros. Había leído que en su mayoría eran ex combatientes de los Tercios de Lácor, Montejurra y María de las Nieves, que guardaban las dependencias de Franco y su familia. Todos y cada uno de ellos estaban dispuestos a entregar su vida antes de permitir que alguien rozara un brazo a Franco. En el trayecto, Philby había podido ver a numerosos guardias civiles y legionarios que protegían la zona exterior, sin contar a la guardia mora, siempre cerca por si se le necesitaba.

Todos los allí presentes le saludaban como si fuera uno de ellos, aunque sabían perfectamente que era un distante periodista inglés. Lo que ninguno, sin excepción, conocía era que llevaba varios años trabajando para el NKVD, el servicio secreto ruso. Y que su principal encargo en territorio español no era informar a Moscú de los detalles tácticos y estratégicos del conflicto. Su misión principal era… matar a Franco.

En diciembre de 1922, un Lenin enfermo redactó unas notas a manera de testamento político en las que proponía a sus camaradas la separación de Stalin como secretario general del partido, y en las que le calificaba como demasiado brutal. El Comité Central conoció el documento en mayo de 1924 y se negó a facilitárselo a los delegados del XIII Congreso, permitiendo así que Stalin pudiera continuar en su puesto y asumir posteriormente el poder absoluto, tras ir asesinado a todos los que se le ponían por delante. Si el nada blando Lenin consideraba demasiado brutal a Stalin, poco más se puede decir sobre el carácter salvaje de un hombre que cada vez que alguien se le cruzaba entre ceja y ceja, no porque se le opusiera, sino porque él pensaba que le hacía frente, su primera y única reacción era ordenar que lo mataran.

Cuando el fascismo empezó a levantar sus muros en Europa, Stalin duplicó su trabajo de limpieza interior para combatir ferozmente a los nuevos enemigos del comunismo, ideología que él deseaba exportar a todo el mundo. En octubre de 1936 dirigió una carta a los comunistas españoles en la que dejaba sobradamente claras sus intenciones futuras: “La liberación de España del yugo de los reaccionarios fascistas no es sólo de la incumbencia de los españoles, sino la causa común de toda la humanidad progresista”.

Antes de iniciarse la Guerra Civil española, Stalin tomó la decisión personal de acabar con la vida de Franco, quien era uno de los representantes más detestados de su odiado fascismo. Para el cumplimiento de la delicada misión contó con Nikolai Yezhov, jefe de la NKVD, el Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos, precursor del conocido KGB, aunque todavía más temido y odiado. Los dos años en que Yezhov mandó la NKVD fueron de una crueldad sin límites. Llevó a cabo las purgas requeridas por Stalin con un sadismo que le valió el apodo de “enano sangriento” –medía poco más de un metro y medio-. Muchos fueron los dirigentes extranjeros que ordenó matar, y en la mayor parte de los casos con éxito. Uno de ellos fue Andrés Nin, asesinado en España en 1937. Nin había fundado el Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), más cercano a Trotski que a Stalin, motivo por el cual terminó siendo detenido en plena guerra, luego fue torturado y finalmente asesinado. Otra muesca en la lista de éxitos de Yezhov.

El jefe de la NKVD encargó a uno de sus hombres, Theodor Maly, que había sido destinado a Londres a principios de 1936 como jefe de las operaciones encubiertas, que buscara entre sus agentes ingleses a uno que pudiera infiltrarse en España, que no despertara recelos entre los fascistas, para asesinar al general Franco. El plan estaba en marcha, sólo hacía falta encontrar la mano que tuviera las agallas para empuñar el arma.

El elegido iba a ser Kim Philby, uno de los mejores espías del siglo XX. Un hombre que desde los veinte años estuvo metido en el espionaje y jamás contó a su famoso padre o a alguna de sus numerosas mujeres la doble vida que llevaba. Precisamente su padre le ayudó en sus inicios, siempre ignorante de los peligrosos manejos de su hijo. Harry Saint John Philby envió a su hijo a los mejores y más caros colegios, donde se formaba la elite dirigente inglesa que se enorgullecía de tener como principal baluarte la caballerosidad. En 1929 lo envió a Cambridge a estudiar historia y economía, y Kim no tardó en apuntarse a la Sociedad Socialista de la universidad. Le fascinaban el lujo y las mujeres, pero al mismo tiempo era un convencido comunista. En 1933 se entrevistó con uno de sus profesores, Maurice Dobb, con el que compartía sus ideas. Le pidió que le buscara un camino para colaborar más intensamente con la revolución. Pocos meses después, era captado por el servicio secreto ruso.

Lo primero que hizo la NKVD fue enviarlo a Viena, donde aprendió alemán y algo que sería mucho más útil para la doble vida que iba a llevar: las técnicas de espionaje. Allí trabajó como periodista y en sus ratos libres comenzó a ejecutar pequeñas misiones para el servicio secreto soviético, como ayudar a salir del país a comunistas perseguidos por el gobierno austriaco.

En mayo de 1934 regresó a Inglaterra. Su controlador, Arnold Henrikhovitch Deutsch, le encargó cumplir una misión especial: infiltrarse en el servicio secreto inglés. No tardó mucho en intentarlo enviando una solicitud oficial de ingreso. La respuesta fue igual de rápida: “No”. Deutsch se percató rápidamente de que había cometido un grave error. En aquella época el espionaje nunca aceptaba candidatos comunistas o que hubieran mostrado simpatías por Stalin.

Sin abandonar la idea, el controlador y su incipiente agente cambiaron de estrategia. Philby buscó trabajo como periodista y no tardó en conseguirlo gracias a las influencias de su madre rica y de sus amigos de Cambridge, todos pertenecientes a familias poderosas. Al mismo tiempo, abandonó los círculos comunistas de la ciudad y empezó a acudir a reuniones en las que contaba a quien quería escucharle que había cambiado de ideas. Y lo hizo de una manera tan radical y convincente que se apuntó a la Hermandad Anglo-Alemana, una asociación pro-nazi.

En este cambio de personalidad estaba inmerso cuando estalló la Guerra Civil española y recibió un mensaje de Theodor Maly, el nuevo jefe de operaciones ilegales en territorio británico. Maly, que se hacía pasar por un banquero llamado Paul Hardt, junto con Deutsch, alias “Otto”, guiaron los inicios de la carrera de espía del antiguo estudiante de Cambridge. Hardt, pero también Otto, le ordenaron abandonar todo lo que estuviese haciendo, buscarse una tapadera adecuada y creíble y viajar a España para conseguir información y, si podía, asesinar –nada más y nada menos- al general Franco.

El trabajo de periodista era muy adecuado para poder entrar en España, conseguir una acreditación en el bando nacional, moverse con cierta libertad por un país en guerra, ir informando de todo lo que ocurría y esperar la ocasión propicia para pegarle dos tiros al general. Seguro que su espíritu indómito le llevó a esas consideraciones, que inmediatamente se tornarían en un proyecto bastante difícil de plasmar en realidad.

Philby, más que un periodista, era un novato que trataba de abrirse camino en la profesión. El trabajo que ejercía estaba bien como pretexto para mantenerse ocupado mientras limpiaba su nombre y reintentaba que le admitieran en el MI5, pero no había adquirido el prestigio necesario para conseguir que un gran medio le enviara de corresponsal. Fuera del pequeño trabajo que había conseguido gracias a la recomendación de su madre, sólo había participado en el proyecto de una revista económica amparada por la Hermandad Anglo-Alemana a la que pertenecía. El número uno nunca llegó a salir, pero consiguió ser recibido con conocimiento público por el embajador alemán en Gran Bretaña y por el mismísimo rey de la propaganda nazi, Joseph Goebbels. Eso le era muy útil para su cambio de imagen, pero no servía para nada como experiencia para llegar a ser corresponsal de guerra. No obstante, lo intentó en varios medios, pero todas las puertas se le cerraron.

Bloqueado por la situación, demostró su capacidad para saltar cualquier obstáculo. Recurrió a la persona a la que jamás quiso pedir nada, pero que era la última posibilidad que le quedaba. John Philby, su padre, estaba muy enfadado con él por su veleidades comunistas, y no tardó en alegrar el rostro cuando escuchó a su hijo decir no sólo que había cambiado, sino que estaba en perfectas relaciones con la derecha política, como así era en realidad. Feliz por la vuelta al redil de Kim, le ayudó a conseguir que la agencia de colaboraciones London General Press le contratara. No era gran cosa, pero tampoco podía aspirar a más y el sueldo bajo le daba igual. El más difícil todavía fue que logró que el embajador que representaba a Franco en Inglaterra, Jacobo Fitz James Stuart, duque de Alba, le extendiera rápidamente un visado para poder trabajar en España. Ya podía emprender el viaje y lo hizo en enero de 1937.

Kim Philby fue un topo que siempre tuvo la suerte de trabajar con controladores que no tiraban demasiado de la cuerda. Confiaban en sus capacidades y nunca los defraudó, por lo que le dejaban moverse con libertad sin achucharle demasiado. Tras su llegada a España, con cierta autonomía para moverse por la zona nacional, se dedicó a conocer el terreno y a aprovecharse de su trabajo como periodista para ir de una ciudad a otra, de un frente a otro, sin parar. El asesinato de Franco era su gran misión, pero mientras llegaba el momento se dedicaba a pasar informes a la NKVD rusa de todo lo que veía, especialmente de la presencia de los fascistas alemanes e italianos en suelo español y el envío por parte de los primeros de aviadores y de los segundos de tropa de infantería. Obviamente, mandaba artículos a su agencia y maniobraba para conseguir que The Times le contratara, porque sabía que se le abrirían muchas más puertas trabajando para el periódico inglés más importante e influyente. No tardó mucho en conseguirlo, eso sí, después de que su padre oportunamente comiera con el subdirector del diario.

El pretexto de rubricar el contrato con su nuevo periódico le permitió regresar a Londres y aprovechar para reunirse con Otto y Hardt, que le facilitaron nuevos sistemas de envío para sus informes e instrucciones concretas sobre su misión de acabar con Franco. A su regreso amplió sus relaciones con españoles influyentes de la mejor manera que sabía: liándose con Frances Lindsay Hogg, una actriz canadiense enamorada del sol, los toros y la comida local, a pesar de estar casada, algo que nunca fue un impedimento para el joven inglés. “Lady” Lindsay era mucho mayor que Kim y perdió la cabeza por él, que siempre tuvo claro que la antigua actriz era su pasaporte para entrar en los círculos más poderosos de la España que apoyaba a Franco. Cuando un miembro de los servicios de información alemanes se acercó a él para saber si tendría inconveniente en permitirle intentar tener una relación con “lady” Lindsay, Kim le abrió encantado las puertas de par en par para obtener información a cambio de compartir a la chica. Poco caballeroso, pero muy útil para un espía.

El momento más complicado que hubo de afrontar Philby en esa época tuvo lugar durante un viaje a Córdoba. Le habían asegurado que no necesitaba visado y cuando una patrulla de la Guardia Civil se lo solicitó, no les quedó más opción que llevárselo al cuartel. Inicialmente no se sintió preocupado, porque sabía que su acreditación estaba en regla y las autoridades fascistas le avalarían, pero su rostro se demudó cuando cayó en la cuenta de que en el bolsillo del pantalón tenía una hoja con las claves de transmisión de mensajes a sus amigos rusos. Su sangre fría le salvó. Aprovechando un momento de despiste de los guardias civiles, Philby se comió la hoja de papel que habría descubierto que era un agente del NKVD.

Aparte de ese momento tan delicado, vivió otro que trastocó a su favor la situación durante su estancia en España. El 31 de diciembre de 1937, un grupo de periodistas extranjeros se montaron en varios vehículos para cubrir la información de la batalla de Teruel. Partieron de Zaragoza y en mitad del trayecto se pararon en un pueblo a estirar las piernas. Hacía mucho frío, pero a los españoles que les guiaban no les importó y se bajaron a descansar. Los corresponsales de guerra optaron por permanecer en los vehículos para resguardarse de las inclemencias del tiempo. No habían pasado unos minutos cuando un cañón ruso perteneciente al ejército republicano lanzó uno de sus proyectiles, que impactó de lleno en el vehículo de los periodistas matando a los enviados especiales de la agencia Reuter, Associated Press y Newsweek. Sólo quedó vivo Philby, que tuvo la suerte de estar sentado al lado del conductor, aunque sufrió heridas leves en la cabeza y en las muñecas. Así es la guerra: un cañón fabricado por los rusos casi mata a su mejor topo.

Philby fue trasladado a un hospital y no tardó en mandar una crónica narrando los acontecimientos de ese día, que tuvo mucha repercusión en varios países. Pero con una medida e intencionada modestia, evitó relatar los daños que él había sufrido en el bombardeo. La modestia sólo era aparente, porque en realidad Philby temía que si contaba toda la verdad su periódico reaccionara ordenándole regresar inmediatamente a Londres, con lo que acabaría su misión de espionaje y ya no podría asesinar a Franco. Nuevamente, todo le salió bien. Sin haberlo previsto, otros periodistas sí contaron lo que realmente había pasado y se convirtió en un héroe en Inglaterra y en España, hasta el punto de que el general Franco decidió condecorarle personalmente en un acto que le serviría de propaganda de cara al extranjero.

Durante la ceremonia, con Franco tan cerca, era su oportunidad de matarle. Sin embargo, no llegó ni siquiera a intentarlo, porque él y sus controladores rusos sabían que el siguiente en morir habría sido él. No cejó en su empeño. Desde ese momento fue invitado y muy bien recibido en todos aquellos ambientes que un extranjero y además británico habría tenido vetados. Pasó a convertirse en “el inglés condecorado por Franco” y todos le guardaron mucho respeto. Philby siguió mandando periódicamente información a Moscú, esperando que le dieran la orden de ejecutar el plan que había sido uno de los principales motivos de su llegada a España.

A los pocos meses de aquel bombardeo, su principal jefe, Theodor Maly, fue llamado a Moscú, donde la fiebre de traidores que padecían Stalin y el jefe del NKVD, Yezhov, hizo que fuera asesinado. Otto también fue retirado de Londres pero no le asesinaron. Algo que sí hicieron poco después con el jefe de ambos, Yezhov. La desaparición de sus contactos rusos pudo ser el motivo, nunca suficientemente explicado, por el que finalmente Philby no intentara ejecutar la orden de asesinato.

Documentos confidenciales desclasificados en noviembre de 2001 por el servicio secreto británico detallan que el general Walter Krivitsky, un desertor soviético había confirmado la existencia de la operación, aunque sin dar el nombre de Philby. Decía que el encargado de ejecutar el asesinato era un joven inglés, periodista de buena familia, idealista y fanático antinazi. Una descripción que señala indudablemente al jefe del clan de Cambridge, que durante muchísimos años más estuvo espiando al servicio secreto inglés para los rusos.

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