Toda película se inicia cuando un guión cinematográfico aterriza en la mesa de algún ejecutivo de una empresa productora. El manuscrito se presenta al modo tradicional: encuadernado en espiral, título y autor en la primera página y sinopsis en la segunda. En todas las siguientes, hasta un número de cien, se suceden textos que abarcan el ancho de la página –las descripciones de la acción- y otros, centrados y de menor anchura, contienen los diálogos encabezados por el nombre de los distintos personajes.
El papel del guionista es fundamental. A partir de la obra escrita se construirá la película, pero su baza no está tanto en la elección de una buena historia como en el férreo manejo de su desarrollo y estructura. Y casi nunca es tarea fácil conseguirlo. Al encaje de bolillos que supone entrelazar con ritmo y cadencia los diálogos y acciones que se traducirán en imágenes, se une el reto de narrar la historia sin ninguna concesión a la literatura: la más bella de las descripciones no servirá de nada si no se puede materializar en el rodaje. La concisión en el lenguaje es la norma inexcusable en cualquier guión cinematográfico que se precie de serlo. En cuanto a la extensión, en la medida estándar se calcula que cada página corresponde a un minuto de película.
Así, el guión se coloca en una estantería donde convive durante un tiempo con otros muchos de su especie. Al fin, llega el día en que le toca el turno y alguien lo lee, le parece interesante y se pone en contacto con el autor. Puede que sean necesarios ciertos cambios: dotar a la obra de mayor ritmo, la protagonista tiene que ser más joven y además, si se decidiera producir la película, algunas secuencias tendrían que transformarse para abaratar costes. Si el guionista se aviene a los cambios, puede realizar varias nuevas versiones hasta que el productor –puede que asociado con otras empresas del ramo- queda satisfecho con el resultado.
Muchas veces se presenta al productor como el auténtico malo de la película, pues su poder sobre ella resulta absoluto. No en vano es quien pone el dinero, bien de su propio bolsillo, bien asociándose con terceros –coproductores- o llamando a las puertas de otros inversores financieros. Así las cosas, el productor disfruta de todas las prerrogativas, desde la introducción de cambios en el guión o el encargo de nuevas versiones, hasta, por supuesto, la elección del equipo artístico –especialmente los actores principales- y técnico. Él es, en definitiva, quien pone en marcha la película. La omnipotente industria cinematográfica estadounidense convierte el departamento de producción de cada película en una especie de miniempresa, con su jefe –el productor ejecutivo o diseñador de producción-, y sus empleados: asistentes, secretarias, contables, administradores…
Se comienza ahora el proceso de preproducción. Se hace un desglose previo del guión, secuencia por secuencia, para presupuestar el producto: rodaje de día o de noche, en interior o en exterior, personajes que intervienen, vestuario, decorados, efectos especiales… Hay que determinar también quién va a ser el director. Sobre él recae la máxima responsabilidad artística de la película y la conducción de todo el equipo de rodaje.
Con el guión definitivo en sus manos, ya dividido en secuencias y tipos de planos, el director debe narrar en imágenes lo escrito por el guionista. Y lo hará –o debería hacerlo- aportando su estilo personal, su particular punto de vista. Una misma historia puede ser relatada visualmente desde el naturalismo o el realismo sucio más exagerados, hasta el estilo surrealista o esperpéntico. La elección del color, la luz o el ángulo de la cámara, entre otros parámetros, serán decisivos para crear la atmósfera deseada. Labor suya es también lograr imprimir el ritmo adecuado a la cinta –sin baches ni acelerones- y, por supuesto, dirigir la interpretación de los actores, procurando sacar el máximo partido a sus recursos dramáticos. El oficio y el talento del director se pone a prueba, en fin, en cada toma, en cada plano y en cada secuencia. Su responsabilidad sobre el resultado final resulta, pues, enorme. De hecho, contra él suelen apuntar los dardos de la crítica cuando se trata de descalificar una película.
El papel del guionista es fundamental. A partir de la obra escrita se construirá la película, pero su baza no está tanto en la elección de una buena historia como en el férreo manejo de su desarrollo y estructura. Y casi nunca es tarea fácil conseguirlo. Al encaje de bolillos que supone entrelazar con ritmo y cadencia los diálogos y acciones que se traducirán en imágenes, se une el reto de narrar la historia sin ninguna concesión a la literatura: la más bella de las descripciones no servirá de nada si no se puede materializar en el rodaje. La concisión en el lenguaje es la norma inexcusable en cualquier guión cinematográfico que se precie de serlo. En cuanto a la extensión, en la medida estándar se calcula que cada página corresponde a un minuto de película.
Así, el guión se coloca en una estantería donde convive durante un tiempo con otros muchos de su especie. Al fin, llega el día en que le toca el turno y alguien lo lee, le parece interesante y se pone en contacto con el autor. Puede que sean necesarios ciertos cambios: dotar a la obra de mayor ritmo, la protagonista tiene que ser más joven y además, si se decidiera producir la película, algunas secuencias tendrían que transformarse para abaratar costes. Si el guionista se aviene a los cambios, puede realizar varias nuevas versiones hasta que el productor –puede que asociado con otras empresas del ramo- queda satisfecho con el resultado.
Muchas veces se presenta al productor como el auténtico malo de la película, pues su poder sobre ella resulta absoluto. No en vano es quien pone el dinero, bien de su propio bolsillo, bien asociándose con terceros –coproductores- o llamando a las puertas de otros inversores financieros. Así las cosas, el productor disfruta de todas las prerrogativas, desde la introducción de cambios en el guión o el encargo de nuevas versiones, hasta, por supuesto, la elección del equipo artístico –especialmente los actores principales- y técnico. Él es, en definitiva, quien pone en marcha la película. La omnipotente industria cinematográfica estadounidense convierte el departamento de producción de cada película en una especie de miniempresa, con su jefe –el productor ejecutivo o diseñador de producción-, y sus empleados: asistentes, secretarias, contables, administradores…
Se comienza ahora el proceso de preproducción. Se hace un desglose previo del guión, secuencia por secuencia, para presupuestar el producto: rodaje de día o de noche, en interior o en exterior, personajes que intervienen, vestuario, decorados, efectos especiales… Hay que determinar también quién va a ser el director. Sobre él recae la máxima responsabilidad artística de la película y la conducción de todo el equipo de rodaje.
Con el guión definitivo en sus manos, ya dividido en secuencias y tipos de planos, el director debe narrar en imágenes lo escrito por el guionista. Y lo hará –o debería hacerlo- aportando su estilo personal, su particular punto de vista. Una misma historia puede ser relatada visualmente desde el naturalismo o el realismo sucio más exagerados, hasta el estilo surrealista o esperpéntico. La elección del color, la luz o el ángulo de la cámara, entre otros parámetros, serán decisivos para crear la atmósfera deseada. Labor suya es también lograr imprimir el ritmo adecuado a la cinta –sin baches ni acelerones- y, por supuesto, dirigir la interpretación de los actores, procurando sacar el máximo partido a sus recursos dramáticos. El oficio y el talento del director se pone a prueba, en fin, en cada toma, en cada plano y en cada secuencia. Su responsabilidad sobre el resultado final resulta, pues, enorme. De hecho, contra él suelen apuntar los dardos de la crítica cuando se trata de descalificar una película.
El director, tras varias entrevistas con el guionista, sugiere a la productora el actor y la actriz que podrían interpretar a los personajes principales. Con ellos se intentar llegar a un acuerdo, pero puede que no sea posible. Se contrata entonces a un profesional del casting o director de reparto para solucionar el problema. Su tarea es seleccionar no solo a los actores principales, sino también a los secundarios y a todos los de reparto, que son aquellos que, según la definición legal: “interpretan personajes con un texto no superior a ocho líneas y éstas con un máximo de cuarenta espacios mecanografiados”.
Mientras, el jefe y sus asistentes de producción ponen en marcha toda la maquinaria: fechas del rodaje, contratación del equipo técnico, construcción de algunos interiores en un plató, alquiler de cámaras y maquinaria, gestión de permisos para rodar en zonas urbanas… Como la película puede requerir algunas secuencias rodadas en exteriores, se puede contratar también a un especialista en localizaciones, encargado de buscar los lugares –paisajes, pueblos, edificios- más parecidos a los descritos en el guión.
A continuación, tras las reuniones del director con los actores para los ensayos –si hay tiempo para ello-, el guionista y el director de fotografía, comienza el rodaje. El director de fotografía es quien materializa el estilo visual que el director desea imprimir a la película: viste y arropa con luz las diferentes situaciones, enmarca personajes y paisajes, dota de vida a la cámara poniéndola en movimiento y no descansa hasta lograr el mejor efecto cromático de las imágenes. En los créditos de las producciones estadounidenses, junto al nombre del director de fotografía aparecen de vez en cuando las siglas A.S.C., que corresponden a la American Society of Cinematographers, una asociación a la cual pertenecen los profesionales más prestigiosos. Su trabajo resulta tan meticuloso que, en ocasiones, imponen a los equipos de rodaje desesperantes tiempos de espera hasta que la luz o el encuadre queden perfectos. Bajo las órdenes del director de fotografía están el operador de cámara –a veces él mismo ejerce tal función- y sus ayudantes, así como los departamentos de electricistas y maquinistas.
Mal que pese a los cinéfilos, todavía son legión los espectadores que se adentran en la sala de exhibición a ver “una de Tom Cruise” o “una de Julia Roberts”. Así de potente puede ser el carisma de los actores principales, hasta el punto de anular con su glamour al verdadero artífice del producto: el director. Y es que ellos y ellas son capaces de comerse la pantalla y concentrar para sí toda la atención del patio de butacas, a veces incluso al margen de la acción o, lo que es peor, a pesar de sus limitaciones dramáticas. Pero el cine es una industria y está demostrado que el reclamo de poner nombres conocidos en el cartel funciona. Sin embargo, el reto del actor o la actriz reside en que el espectador olvide a la persona y se adentre en el personaje. No todos lo consiguen pero, si lo hacen, se debe que han sido correctamente guiados por un buen director. No hay que olvidar tampoco al resto de los actores que arropan a los protagonistas y los ayudan a lucirse.
El equipo técnico es el conjunto de personas que hacen su trabajo detrás de la cámara, exceptuando al director y al responsable de la fotografía, cuyas labores se amplían a la parcela artística. Fundamental, por ejemplo, es la labor minuciosa de la script o secretaria del rodaje, encargada de vigilar que los objetos y personajes que aparecen en un plano mantengan idéntica posición en el siguiente, teniendo en cuenta que entre el rodaje de uno y otro pueden mediar horas o incluso días. También es su tarea anotar la duración de los planos y las tomas dadas por buenas, datos que resultarán decisivos durante el montaje de la película. No menos importante es el trabajo del director artístico, responsable del diseño de los decorados. Los integrantes de un equipo de rodaje pueden ser legión: operadores, ayudantes de dirección, responsables del sonido, maquilladores, técnicos de efectos especiales, iluminadores….
La duración del rodaje es variable. Las secuencias de exteriores son las más caras, puesto que requieren trasladar a todo el equipo, a veces a otros países, y eso significa hoteles, dietas, alquiler de automóviles, permisos… hay que contar, además, con la meteorología, puesto que si llueve y el equipo permanece parado, el presupuesto se encarece.
El rodaje es la última oportunidad para introducir cambios, puesto que cuando el material filmado llega a la sala de montaje, no existe ya posibilidad de retorno. Al montador llega el fruto del rodaje, que deberá ordenar, cortar y empalmar, fotograma a fotograma para crear la forma final de la película buscando el ritmo y la armonía. No deja de ser un tanto angustioso manejar un material filmado sobre el que ya no hay vuelta atrás. Sin embargo, la labor resulta tan apasionante que pocos directores excusan su asistencia a tal proceso. No en vano, se trata de dar el brillo y el esplendor definitivo a su obra.
Después llega la sincronización del sonido, la corrección y equilibrio del color, la inclusión de efectos especiales rodados aparte y, en fin, todo el proceso de postproducción que dejaría lista la película para la exhibición. Por supuesto, la elección de la banda sonora resulta un asunto delicado, ya que ésta contribuye a crear tensión, alimentar el drama o acentuar la comedia.
Ya se ha rodado y editado la película. Ahora hay que darla a conocer. Aquí entra en acción la empresa distribuidora. Su negocio consiste en explotar el filme en salas comerciales a cambio de un porcentaje de taquilla u otro tipo de acuerdo económico. El empresario puede decidir no arriesgarse si el producto tiene fisuras: actores o directores desconocidos, guión difícil o escasez de medios de producción. Muchas veces se equivocan y comprueban que otra empresa competidora ha hecho excelente negocio con ese filme que desdeñaron. O, por el contrario, deciden arriesgarse… y pierden. Una vez encontrada una distribuidora, el departamento de marketing comienza a trabajar remitiendo pressbooks -información escrita sobre la película- a todos los medios de comunicación, invitando a personajes famosos y, en fin, todo lo que se pueda esperar de un acontecimiento de este tipo.
El último eslabón en la cadena son las salas de exhibición, los cines. Afortunadamente, han quedado atrás aquellos tiempos en los que el silbido y el pataleo recorrían el patio de butacas cuando el fotograma quedaba congelado en la pantalla y una masa negruzca lo engullía rápidamente evidenciando lo peor: el celuloide se había quemado. Hoy, las modernas salas de exhibición disponen de una altísima tecnología que garantiza una proyección impecable. Al menos, en teoría. En cualquier caso, el empresario exhibidor, propietario de la sala de cine, se convierte en otro gran escollo para quien quiera estrenar un filme. Tras las ofertas de la distribuidora, también puede poner las mismas pegas y declinar la exhibición del producto. En nuestro país, y a pesar de las cuotas de pantalla que obligan a proyectar un porcentaje de filmes españoles, los exhibidores –como en el resto de Europa- suelen apostar por la taquilla fácil que proporcionan las películas de Hollywood. La competencia de la televisión resulta enorme y ellos necesitan reclamos espectaculares… aunque a veces carezcan de calidad.
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