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miércoles, 30 de julio de 2014

La Cábala – El misticismo judío y el esoterismo cristiano


La Cábala nació hace uno dos mil años como una corriente mística y mágica dentro del judaísmo. Durante los últimos 500 años, ha sido practicada tanto por judíos, para quien ha sido una parte esencial de su fe, como por no judíos, para quienes ha sido tanto una manera de intentar traer a los judíos al cristianismo como una sabiduría esotérica y mágica.

El término “cábala” procede del hebreo quabalah, que significa “tradición”. No es posible determinar la fecha en que surge, pues, durante gran parte de su historia, ha sido transmitida oralmente por maestros guía para evitar los peligros que se suponían inherentes a este misticismo: la Cábala consistía en acercarse a Dios conociendo los secretos de la Torah o Pentateuco, libro que, según la tradición judía, el Creador comunicó a Moisés. De acuerdo con esta tesis, ya en los primeros tiempos de la Historia de Israel, a la interpretación exotérica o externa de la Torah se habría sumado otra esotérica u oculta. Para otros, sin embargo, la Cábala es un aporte posterior a la cultura judía. En realidad, ¿cómo se originó la Cábala?

Buen número de los seguidores de la Cábala e incluso de sus aficionados han mostrado un enorme interés por situar sus orígenes en tiempos caracterizados por una considerable antigüedad. Para ellos, la referencia a los sabios citados por Daniel (12,10) sería un ejemplo de esa sabiduría cabalística de la misma manera que un texto como el contenido en el libro apócrifo de IV Esdras (14, 5-6), donde se dice que Moisés recibió una serie de preceptos de los que unos debían “declarar” y otros “ocultar”.

Sin embargo, la verdad es que ninguno de los dos ejemplos citados menciona la Cábala y todavía menos su contenido ulterior. El pasaje de Daniel habla simplemente de cómo los sabios sabrán enfrentarse con dificultades al final de los tiempos y el texto de IV Esdras sólo pretende dotar de legitimidad su propio contenido que, desde luego, no era cabalístico. De hecho, no hay nada en la Biblia o en los textos apócrifos y seudoepigráficos de los últimos siglos antes del cristianismo que tenga nada que ver con la Cábala, ya sea ésta especulativa o práctica.

Para encontrarnos con algunos aspectos paralelos como la utilización del Tetragrámaton –y de otros nombres de Dios- con fines mágicos tenemos que esperar a la práctica de las comunidades judías de Babilonia donde estos comportamientos penetraron por influencia caldea, y eso difícilmente sucedió antes del siglo IV d.C., es decir, cuando los primeros estratos del Talmud ya estaban más que asentados.

El primer libro conocido de magia y cosmología judía, el Libro de la Creación –Sefer Yetzira-, apareció entre los siglos III y VI. La Creación es descrita como un proceso que implica a 10 números divinos –sefirot- de Dios el Creador y 22 letras del alfabeto hebreo que no utiliza las vocales. Estos 32 elementos constituyen las “32 rutas de la sabiduría secreta”. El Talmud ya había dado entrada a buen número de ideas orientales –persas y babilónicas- ajenas a la Biblia pero con un enorme poder de sugestión- Entre ellas se hallaba la ya mencionada referencia al valor mágico de las letras del alfabeto –algo ausente de la Biblia- y una angelología muy sofisticada que choca con la enormemente sencilla de las Escrituras. De hecho –dicho sea de paso-, la angelología cristiana siempre ha sido más simple que la judía precisamente porque sigue la línea contenida en la Biblia y no la trazada en el Talmud.

Ese mismo origen babilónico que estamos señalando posiblemente subyace también en algunos conceptos como el Adán Kadmon o las kelipot que posteriormente serían absorbidos por la Cábala y las mismas raíces talmúdicas se hallan en figuras como las del Metatron o creador del mundo que el Talmud llega a identificar con el mismo Dios. A pesar de todo, el caldo de cultivo que semejantes conceptos –extrabíblicos y extrajudíos, pero absorbidos por el judaísmo talmúdico- crearon no era, sin embargo, lo que actualmente conocemos por Cábala.

El hecho de que todo el proceso se produjera en Oriente y a partir de fuentes extrabíblicas de carácter
no pocas veces gnóstico e incluso mágico explica más que sobradamente por qué semejantes conceptos eran desconocidos en un Occidente donde las comunidades judías mostraban, por otra parte, un notable apego al Talmud. De hecho, la primera llegada de semejantes ideas –que generosamente podríamos llamar pre-cabalísticas- no se produjo hasta mediados del siglo IX cuando Aarón b.Samuel llegó a Italia procedente de Babilonia. Aarón b.Samuel distaba mucho de haber desarrollado un hábeas cabalístico pero en sus enseñanzas ya aparecían algunos de los elementos posteriores del mismo. De hecho, la denominada Cábala alemana –que derivaba, según propia confesión, de Aarón b.Samuel- no aparecería hasta finales del siglo XII.

Fue precisamente en el siglo XII cuando apareció el Libro del Resplandor o Claridad –Sefer ha bahir- que tuvo una influencia decisiva no sólo en el misticismo esotérico, sino en el judaísmo en general, pues, además de considerar a las sefirot herramientas de creación y sustentación del Universo, introdujo el concepto de transmigración de las almas y fortaleció los fundamentos de la Cábala, proporcionando un extenso material místico.

En el siglo siguiente, apareció en España el Libro de la Imagen –Sefer ha temuna-, que abundaba en la idea de los ciclos cósmicos, cada uno de los cuales proporcionaría una interpretación de la Torah de acuerdo a un atributo divino. El judaísmo era, pues, no una religión de verdades inmutables, sino una en la que cada ciclo o eón, tenía una Torah diferente.

Fue también en España donde por esa época se produjeron dos aportaciones de capital importancia. La primera se debió a Shlomo ben Yehudah Ibn Gabirol, también conocido como Avicebrón (c.1021-c.1058). El malagueño Gabirol era un personaje absolutamente genial que podía repentizar poesía en árabe con dieciséis años, escribir gramáticas de hebreo en la pubertad y redactar obras de filosofía y teología en la primera juventud. Buen conocedor de la filosofía de Platón –aunque a través de traducciones al árabe-, Gabirol dio un enorme impulso a la Cábala mística posterior a través de su Fuente de la Vida (Mekor Hayim) que fue conocida por los filósofos cristianos medievales a través de su traducción latina (Fons vitae) y que generalmente fue considerada una obra cristiana hasta que Tomás de Aquino se dedicó a atacarla.

El segundo gran aporte pre-cabalista fue el de Mosheh ben Maimón, más conocido como Maimónides o Rambam (1135-1204). Filósofo, matemático y físico nacido en Córdoba, Maimónides se vio obligado a abandonar la ciudad por la presión islámica y
acabó sus días en El Cairo tras un triste paso por la tierra de Israel. Al igual que Gabirol, Maimónides conocía muy bien la filosofía griega –en especial la aristotélica- y supo incorporar elementos de la misma al judaísmo abriendo camino a la Cábala posterior. De hecho, su idea sobre la ausencia de atributos en Dios pesaría mucho en la configuración cabalística de Dios como En-Sof.

Tanto Maimónides como Gabirol fueron perseguidos y exiliados –en los dos casos por el islam- y quizá haya que buscar en esa circunstancia un especial interés por entender filosóficamente un mundo hostil y una habilidad notable para la especulación. En ambos autores percibimos, además –y éste es uno de los factores que diferencia enormemente la Cábala especulativa de sus raíces mágicas babilónicas- un interés notable por el vivir de manera adecuada en este mundo. Maimónides, de hecho, fue un erudito de la Torah que marcaría con su obra Misneh Torah el devenir de las generaciones judías venideras.

La obra de Maimónides –que no era propiamente un cabalista- transcurrió en paralelo a la de Azriel (1160-1238), que sí lo era y que se convirtió merecidamente en el centro de un pequeño núcleo de cabalistas con sede en Gerona. En Azriel ya encontramos casi cuajada la Cábala especulativa que después desarrollarían discípulos suyos como Isaac ben Sheshet y Nahmanides. Sin embargo, aún no nos encontramos con un producto plenamente concluido de ese saber cabalista. De hecho, este producto no sería otro que el Zohar que nacería en tierras de Castilla.

Escrito en torno a los años 1280 y 1286 por Moisés de León, el Zohar –o libro del Resplandor- es una obra pseudoepigráfica. Su autor era consciente de hasta qué punto sus ideas podían chocar con el judaísmo ortodoxo y presentó la obra como redactada por Simón Bar Yojai, un rabino del siglo II d.C. No hace falta decir que el análisis lingüístico del texto y las fuentes que se pueden desvelar convierten semejante pretensión en inadmisible. Pero, con todo, el Zohar iba a cosechar un éxito extraordinario hasta el punto de que puede considerarse casi como la primera obra cabalística de categoría y, desde luego, como base fundamental de la Cábala posterior. A partir del Zohar podemos decir que la Cábala existe. Con anterioridad a este libro o no hay Cábala o sus formulaciones son todavía parciales e imperfectas.

El Zohar, escrito en un arameo ciertamente peculiar, presenta una cosmología en cuya cima se
encuentra Dios incognoscible e inmutable, Ein Sof, infinito. Sólo sus emanaciones presentadas como esferas (sefirot) permiten que el poder divino se irradie para crear el cosmos y también para que podamos conocerlo. El entendimiento de esas sefirot permite, por lo tanto, comprender el cosmos y la vida pero, a la vez, arroja una luz especial sobre la Historia de Israel y la obediencia a la Torah. De hecho, el cumplimiento del menor mandamiento adquiere una trascendencia cósmica y permite que el mundo, aún sin saberlo, avance hacia su redención final. De manera no poco sugestiva, el ser humano obra bien, ya no sólo para obtener su salvación, sino para colaborar en la causa de Dios en el cosmos.

Según la cábala, el universo está gobernado no por un sólo Dios sino por varias deidades, con diversas personalidades y papeles, emanadas a partir de una remota y distante Causa Primera. Omitiendo muchos detalles, se puede resumir el sistema de la siguiente manera: partiendo de la Primera Causa emanaron o nacieron, primero un dios masculino llamado “Sabiduría” o “Padre”, y después una diosa femenina llamada “Conocimiento” o “Madre”. Del matrimonio de estos dos nació un par de dioses más jóvenes: Hijo, que tiene también muchos otros nombres como “Cara Pequeña” o “El Sacrosanto”; e Hija, llamada también “Señora” (o “Matronit”, palabra derivada del latín), “Shekhinah”, •”Reina”, etc. Estos dos dioses más jóvenes tendrían que unirse, pero su unión se ve impedida por las maquinaciones de Satán, que en este sistema es un personaje muy importante e independiente. La Creación fue acometida por la Primera Causa con el fin de permitirles que se unieran, pero debido a la Caída se desunieron más que nunca y, lo que es más, Satán consiguió acercarse mucho a la divina Hija e incluso llegó a violarla (bien de forma aparente, bien de hecho: las opiniones al respecto discrepan).

La creación del pueblo judío se acometió con el fin de enmendar la ruptura causada por Adán y Eva, y bajo el Monte Sinaí esto se consiguió durante un tiempo: el dios masculino Hijo, encarnado en Moisés, se unió con la diosa Shekhinah. Desgraciadamente, el pecado del Becerro de Oro volvió de nuevo a producir desunión en la divinidad; pero el arrepentimiento del pueblo judío ha enmendado hasta cierto punto las cosas.

De modo similar, se cree que cada incidente de la historia bíblica judía guarda relación con la unión o desunión de la pareja divina. La conquista judía de Palestina contra los cananeos y la construcción del primer y el segundo Templo son acontecimientos especialmente propicios para esa unión, mientras que la destrucción de ambos Templos y el exilio de los judíos de Tierra Santa son meros signos externos no sólo de la desunión divina sino, además, de una verdadera “prostitución con dioses extranjeros”: Hija cae más estrechamente bajo el poder de Satán, mientras Hijo se lleva a la cama a diversos personajes satánicos femeninos en lugar de a su legítima esposa.

El deber de los judíos piadosos es restaurar a través de sus plegarias y actos religiosos la perfecta unidad divina, bajo forma de unión sexual, entre las divinidades masculina y femenina. Así, antes de la mayoría de los actos rituales que todo judío devoto ha de realizar muchas veces al día, se recita la siguiente fórmula cabalística: “En aras de la unión del Sacrosanto y su Shekhinah...”. Las plegarias matinales judías también están organizadas para promover esta unión sexual, aunque sólo sea momentáneamente. Las partes sucesivas de la plegaria se corresponden místicamente con estadios sucesivos de la unión: en un momento dado la diosa se aproxima con sus doncellas, en otro el dios le pasa el brazo por el cuello y le acaricia el pecho, y finalmente se supone que tiene lugar el acto sexual.

Otras plegarias o actos religiosos, tal y como los interpretan los cabalistas, están concebidos para engañar a diversos ángeles (imaginados como deidades menores con cierto grado de independencia) o para propiciar a Satán. En cierto punto de la plegaria matinal, se pronuncian algunos versos en arameo (en vez del más habitual hebreo). Se supone que éste es un medio de engañar a los ángeles que tienen a su cargo las puertas por las que las plegarias entran al cielo y que tienen el poder de bloquear las plegarias de los devotos. Los ángeles sólo entienden el hebreo y se quedan desconcertados con los versos arameos; como son algo lentos de entendederas (cabe suponer que son mucho menos inteligentes que los cabalistas) abren las puertas y en ese momento todas las plegarias, incluidas las que están en hebreo, entran.

Veamos otro ejemplo: tanto antes como después de una comida, un judío devoto se lava ritualmente las manos, pronunciando una plegaria especial. En una de estas dos ocasiones está adorando a Dios al promover la unión divina de Hijo e Hija; pero en la otra está adorando a Satán, al que le gustan tanto las plegarias y los actos rituales judíos que cuando se le ofrecen unos cuantos se mantiene ocupado durante un rato y se olvida de acosar a la divina Hija. Es más, los cabalistas creen que algunos de los sacrificios quemados en el Templo iban dirigidos a Satán. Por ejemplo, se supone que los setenta bueyes sacrificados durante los siete días de la fiesta de los Tabernáculos (Números, 29) se le ofrecían a Satán en tanto que señor de todos los gentiles, con el fin de mantenerle demasiado ocupado como para interferir en el octavo día, cuando se le hace el sacrificio a Dios.

Para algunos cabalistas, todas las letras de la Torah –“fuego negro sobre fuego blanco”- estaban presentes ante Dios en el momento de crear el mundo: cualquier combinación y, por tanto, cualquier universo, habría sido posible. Como estaban sin ordenar, no había ni vocales ni signos de puntuación. Pero hubo un factor que determinó que aquellas letras se unieran de la manera que conocemos: el pecado de Adán y Eva. Sólo cuando venga el Mesías, reordenará Dios –YHVH- la Torah, pero, por el momento, al hombre no le queda otra alternativa que descubrir todos los secretos y combinaciones de la Torah para acercarse al pensamiento divino original. Para ello utiliza tres técnicas: el notaricón, la gematrya y la temurá.

El notaricón consiste en tomar las iniciales u otra letras de una serie de palabras para formar otra,
para cifrar y descifrar textos. Por ejemplo, al leer las iniciales de la pregunta de Moisés “¿Quién subirá por nosotros a los cielos?”, se obtiene MYLH, es decir, “circuncisión”; para obtener la respuesta, el cabalista tomó en cuenta las letras finales, YHVH –YaHVeH-, por lo que la indicación parece clara: “El circunciso de reunirá con Dios”.

La gematrya utiliza la característica del hebreo de que los números se representan con letras, por lo que cada palabra tiene un valor numérico –la suma de todas sus letras-. Cuando el cabalista encontraba palabras con valores iguales, entendía qeu estaba ante una analogía fundamental del pensamiento de Dios; una de las búsquedas principales fue encontrar palabras análogas al propio YHVH-cuyo valor es 72-: por ejemplo, la serpiente de Moisés.

La temurá consistía en permutar las letras, cosa especialmente sencilla en el hebreo, puesto que no utiliza las vocales –de hecho, ésta fue la forma en que creó Dios el mundo-. El cabalista Moisés Cordovero (1522-1570) se rpeguntó por qué en el Deuteronomio se prohíbe llevar al mismo tiempo ropas que mezclen la lana con el lino y, mediante la combinatoria, se respondió que las mismas letras que forman esta prohibición podrían haber formado un texto que advirtiera a Adán de que no cambiara su vestidura de luz por piel de serpiente.

Como puede imaginarse, esta visión cabalística no tardó en encontrar detractores que, cosa lógica,
surgieron de entre los rabinos principales de la época. Para ellos, aquella interpretación cabalística excedía otros aportes previos de origen oriental –ciertamente era así- y entraba en peligrosas interpretaciones sobre la relación entre Dios y sus criaturas. No les faltaba razón si examinamos la cuestión en términos objetivos pero la Cábala iba a abrirse camino por una serie de razones de considerable importancia. En primer lugar, aunque la Cábala no había formado parte de las Escrituras, procuraba empero no oponerse a ellas en cuestiones éticas como el cumplimiento del sábado, la práctica de la circuncisión o la obediencia al resto de la Torah tal y como aparece interpretada en el Talmud. En otras palabras, uno se podía someter a la práctica talmúdica y, a la vez, aceptar las enseñanzas de la Cábala.

En segundo lugar, la Cábala tenía la pretensión de aportar una interpretación del mundo que concediera consuelo en medio de enormes dificultades. Que Maimónides y Gabirol –ambos exiliados- fueran dos de sus precursores no resulta extraño sino, hasta cierto punto, lógico. Finalmente, la Cábala –en su vertiente práctica y no especulativa- supuestamente contaba con resortes mágicos para alterar una realidad difícil y hostil. Que esto no fue así en la práctica resulta fuera de toda duda, pero no es menos cierto que proporcionó esperanza a generaciones enteras de judíos –como los expulsados de España en 1492- en tiempos de especial dificultad.

No fue mal resultado en términos históricos para un proceso que comenzó con la aceptación de fórmulas mágicas de origen babilónico integradas en el período talmúdico, que continuó con la aceptación de algunas enseñanzas orientales de carácter esotérico, que se enriqueció –tras su llegada a Occidente en el siglo IX- con los aportes indirectos de carácter filosófico de Gabirol y Maimónides y que, finalmente, tras intentos en Provenza y Cataluña, terminó de cuajar en los siglos XII y XIII en Castilla, para desde allí proyectarse a toda Europa especialmente a partir del siglo XV.

Durante los siglos XVII y XVIII, el judaísmo recibió una fuerte influencia de la Cábala, pero el transfugismo masivo a causa del pseudomesías Shabbatai Tzevi (1626-1676), considerado el mayor movimiento mesiánico judío tras la destrucción del Templo, y el auge de un cabalismo popular que acabó en superstición terminaron con su influencia. Sin embargo, varios místicos, magos y filósofos cristianos se interesaron por esta doctrina y, desde el Renacimiento, no hubo esoterista desconocedor de la Cábala: algunos, para encontrar sentidos ocultos en las escrituras; otros, para encontrar argumentos con que convertir a los judíos al cristianismo.

La Cábala es, naturalmente, una doctrina esotérica, y su estudio detallado se restringía a los eruditos. En Europa, sobre todo después de 1750, se tomaron medidas extremas para mantenerla en secreto y para prohibir su estudio a todos aquellos que no fueran eruditos maduros, y en el caso de éstos bajo una estricta supervisión. En la Europa del este, las masas judías sin educar no conocían realmente la doctrina cabalística; pero la Cábala les llegó bajo forma de superstición y de prácticas mágicas.

Progresivamente, la Cábala se fue mezclando con todas las corrientes esotéricas: hermetismo, neoplatonismo, pitagorismo, rosacruces…Incluso, insignes científicos como Isaac Newton, que también dedicó mucho de su tiempo a la alquimia, se interesaron por ella. Sin embargo, la Cábala no judía sufre del grave inconveniente de la traducción –generalmente de mala calidad-, aparte de que sus prácticas son intrínsecamente intraducibles: si Dios pensó el mundo en hebreo, no tiene sentido estudiar el texto en traducciones.

Ya en los primeros tiempos hubo quien usaba la Cábala con fines mágicos –hecho denunciado por los propios cabalistas-, y esta práctica ha sido la principal corriente que ha sobrevivido hasta nuestros días a través de personajes de principios del siglo XX como el mago Aleister Crowley, apodado La Bestia 666.

Hay que hacer varias observaciones relativas a este sistema y a su importancia para la comprensión correcta del judaísmo, tanto en su período clásico como en su implicación política actual en la práctica sionista. Primero, con independencia de todo lo que se pueda decir sobre este sistema cabalístico, no se puede considerar monoteísta a no ser que se esté también dispuesto a considerar como ”monoteístas” al hinduismo, a la religión grecorromana tardía o incluso a la religión del antiguo Egipto.

En segundo lugar, la verdadera naturaleza del judaísmo clásico queda ilustrada por la facilidad con la
que fue adoptado este sistema. La fe y las creencias (a excepción de las creencias nacionalistas) juegan un papel extremadamente pequeño en el judaísmo clásico. Lo que es de suprema importancia es el acto ritual, más que la significación que se supone que tiene ese acto o la creencia que lo acompaña. Así pues, en los tiempos en que una minoría de judíos religiosos se negó a aceptar la Cábala (como ocurre también en la actualidad), podía verse a unos cuantos judíos ejecutando un ritual religioso determinado en la creencia de que era un acto de adoración a Dios, mientras que otros hacían exactamente lo mismo con la intención de propiciar a Satán; pero siempre y cuando el acto fuera el mismo, rezarían juntos y seguirían siendo miembros de la misma congregación, por mucho que se tuviesen antipatía. Sin embargo, si en lugar de atreverse a introducir una innovación en la intención vinculada al lavado de manos ritual, alguien lo hiciera en la manera de lavarse, sin duda se seguiría un auténtico cisma.

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domingo, 27 de julio de 2014

Los orígenes del Arte – La exteriorización de los sentimientos humanos


El arte es una de las más básicas y admirables manifestaciones de nuestra especie. Espejo fiel de los gustos, las costumbres y las creencias de todas las civilizaciones y culturas, y expresado a través de las formas y estilos más diversos, su esencia, nacida de la innata necesidad del hombre por exteriorizar sus sentimientos, lo convierte en la representación más atemporal y universal de la creación humana.

Una de las más bellas ideas surgidas acerca de la invención de la pintura aparece en una antigua leyenda griega que fue recogida por los autores clásicos latinos Plinio el Viejo (h.23-79) y Quintiliano (h.30-100); en ella, se relata cómo una muchacha, queriendo retener la imagen de su amado antes de partir, dibujó su retrato perfilando la sombra que el joven proyectaba contra un muro. Esta idílica y romántica historia refleja el interés que siempre ha despertado el conocimiento del verdadero origen de una de las más altas manifestaciones de la humanidad: el arte.

La creatividad es una de las principales características que distinguen al hombre del resto de las
especies animales, pero el cómo y el por qué surgió este particular modo de expresión humana han sido motivo de múltiples hipótesis y controversias. Si bien es cierto que algunos objetos pertenecientes a nuestro pasado remoto ya parecen evidenciar una intención ornamental o simbólica –como el asta de buey hallada en Pech de l´Acé, Francia, grabada con una serie de incisiones y que se remonta nada menos que a 300.000 años atrás-, se trata de ejemplos únicos y aislados que sólo sirven para dar una explicación subjetiva y confusa. Para comprender mejor las razones que motivaron la aparición del arte como tal, unido a la creatividad y a la estética, debemos situarnos en el Paleolítico Superior, periodo durante el cual se desarrollo, en especial entre 20.000 y 10.000 años atrás, una intensa actividad artística.

El primer hallazgo pictórico que fue atribuido a nuestros antepasados prehistóricos –aunque durante un tiempo recibido con cierto escepticismo- fue las pinturas rupestres de Altamira, encontradas en Cantabria, España, en 1879. Al igual que muchas otras pinturas y grabados descubiertos con posterioridad, su alto grado de perfección desconcertó a los estudiosos de la época en la idea de que el arte, como cualquier otra actividad en fase de desarrollo, debería haber evolucionado desde formas más rudimentarias para ir mejorando con el tiempo. El error de esta interpretación parte de considerar al perfecto acabado de obras como las de Altamira como fruto de un continuo aprendizaje técnico y meramente imitativo en lugar de ser el resultado final de un complejo proceso mental de observación, comparación, asociación, selección y memoria, surgido tras la toma de conciencia por el hombre de su capacidad para transformar la Naturaleza, que lo condujo primero a una abstracción simbólica de las formas y que desencadenó finalmente la creación, mostrada con más o menos talento o habilidad y –aunque no siempre unida a una experiencia previa- destinada a adaptarse con el tiempo a ciertos convencionalismos.

Se desconocen las razones que llevaron al hombre a exteriorizar su creatividad. Diversas conjeturas atribuyen la génesis artística a los motivos más variados, desde su finalidad ritual y territorial asociada a funciones sociales y religiosas –por ejemplo, como magia propiciatoria para la caza- hasta su origen utilitario y ornamental.

En este sentido, se ha señalado la posibilidad de que el arte entendido desde su faceta decorativa y
estética hubiera aparecido antes –aunque no demasiado- que como expresión simbólica y representativa, como un impulso espontáneo, meramente visual y ornamental, placentero y mimético, de diseños abstractos, destinado al adorno de los útiles y elementos cotidianos fabricados por el hombre. Una idea a la que se opone el prehistoriador y antropólogo Leroi-Gourhan que otorga a todo rasgo artístico, aun oculto por su apariencia decorativa, una razón y un significado de gran importancia social.

El arte, en todas sus facetas, ha actuado desde sus inicios como uno de los principales medios de comunicación, expresión y deleite, al provocar en el hombre, a través de sus formas sensoriales primarias, respuestas emocionales de carácter universal. Pero también ha cumplido una importante función social al permitir recrear, transmitir y conservar las peculiaridades, tradiciones y costumbres comunes de cada cultura, además de ser el principal portador de recuerdos, sentimientos y necesidades individuales y colectivas. Por esto no es de extrañar que las manifestaciones artísticas, al permitir exteriorizar y desarrollar las imágenes inconscientes y ficticias elaboradas en nuestro cerebro, adquirieran inmediatamente un carácter simbólico y que su principal temática fuera durante siglos inspirada por las creencias y la mitología cuyas raíces se hunden en la indisoluble relación del hombre con la Naturaleza.

Esto nos conduce hacia otro aspecto esencial en la concepción de las artes –sobre todo de las plásticas-: las diferencias entre la reproducción naturalista y la creación abstracta. Durante muchos siglos, la cultura occidental ha relacionado la calidad artística con el grado de verosimilitud de la representación, desplazando a las formas abstractas, tal como antes se ha señalado, hacia un papel secundario, cercano a la decoración y al primitivismo.

Así, cuanto más avanzado fuese el grado de civilización, más perfecto e ilusionista debería ser su arte. Esta idea se desarrolló ampliamente a partir del mundo clásico, para el cual el fin del arte era la imitación de la naturaleza visible. En aquel contexto, eran valorados aquellos artistas que, desde su experiencia visual y racional, y mediante la hábil fusión de lo real y lo imaginario, lograban sintetizar y expresar mejor la belleza; algo que pronto se tradujo en la sistematización de las formas y en la búsqueda del orden y de las proporciones ideales.

Estas premisas se mantuvieron hasta el siglo XIX, si bien para entonces muchos ya se sintieron
conmovidos por el carácter personal y transgresor nacido del impulso creativo o de la inspiración, que interpretaban como una muestra de profunda genialidad, tal como ocurriría con Miguel Ángel (1475-1564) o, más tarde, con Goya (1748-1828), algunas de cuyas obras, de formas extremas y en apariencia desagradables, se apartaban de las normas académicas y fueron causa de opiniones encontradas.

Pero no hay que olvidar que el desarrollo naturalista fue paralelo al proceso de abstracción, hasta el punto de que en el mismo arte paleolítico se pueden encontrar muestras de representaciones en las que aparecen juntas formas esquemáticas y figuras extremadamente realistas; una visión sincrética próxima al verdadero propósito creativo humano, nacido de los sentimientos e impulsos subconscientes más puros.

Esta búsqueda y representación inconsciente e intuitiva de la esencia humana –tratada con naturalidad por los artistas primitivos e, incluso, por los niños- es la que ha conducido a la creación y desarrollo de la abstracción en el arte moderno, cuyo propósito no está condicionado por el mero placer visual o la fácil comprensión ofrecida por las formas, temáticas e imágenes realistas. Un cambio que ha causado la desorientación del espectador, acostumbrado largo tiempo a identificar y reconocer con facilidad los mensajes transmitidos por el arte tradicional y al que, paradójicamente, le supone un gran esfuerzo intelectual alcanzar la comprensión de las formas más íntimas y personales de la creación artística.

La verdadera intención y finalidad del arte no ha variado mucho desde sus orígenes hasta la actualidad. Sometido a la opinión del público y utilizado a veces como medio de propaganda social atemperada, la deformación cultural y la manipulación de cualquiera de sus formas queda relegada frente a la imperante necesidad de los seres humanos de expresar sus deseos y exteriorizar su complejo mundo interior.

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miércoles, 23 de julio de 2014

¿De dónde vienen las manchas de edad?


En las personas mayores, en el reverso de las manos o en la cara suelen aparecer unas manchas marrones, como grandes manchas hepáticas. Se llaman manchas de la edad y no son un síntoma de enfermedad ni de la inminencia de un desenlace fatal, tal y como piensan algunos.

Estas modificaciones de la epidermis se producen porque en ella se acumulan unos pigmentos que ya no desaparecen. Estos pigmentos están encargados de proteger la piel de los denominados radicales libres que aparecen, por ejemplo, en mayor cantidad si se recibe una radiación frecuente de rayos ultravioleta. Los radicales libres son agresivas moléculas de oxígeno activo. Se puede rebajar su formación a base de fortalecer el sistema inmunológico, renunciando al consumo de tóxicos y exponiendo lo menos posible la piel a la radiación ultravioleta. Ésa es una forma de influir o evitar la formación de estas manchas de edad.

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domingo, 20 de julio de 2014

¿Duermen los peces?



Se puede definir el sueño como un estado fisiológico normal, natural y periódico que se caracteriza por la suspensión de la vigilancia y la disminución de ciertas funciones como la actividad muscular, la circulación sanguínea y la respiración. En esa situación de reposo del cuerpo y del espíritu, los ojos están normalmente cerrados y no hay pensamiento consciente ni movimiento voluntario. Esta descripción, sin embargo, que corresponde perfectamente a la actitud de una persona dormida, no nos ayuda nada a saber si a los peces les afecta.

En su medio natural, el pez está a priori muy bien situado… para hacer pompas. Sólo que, aparte de algunos individuos entre las 375 especies de tiburones o las 465 especies de rayas, los peces no tienen párpados. Aunque algunas variedades poseen una membrana que protege los ojos contra posibles elementos irritantes, no hay ni una sola variedad de peces con párpados opacos que eviten toda visión.

En tales condiciones, es imposible cerrar el ojo para echar un sueñecito. Y si son peces de alta mar, nunca dejan de nadar. Así que, con respecto al postulado de partida, ¿la carencia de párpados y la constante actividad muscular significan realmente que los peces no pueden dormir? Por supuesto que no, aunque los peces tienen su manera especial de adormilarse cuando les llega el sueño.

Por ejemplo, el pez de roca se queda simplemente quieto cuando dormita y parece que flota. De hecho, no duerme profundamente y está atento a cualquier peligro. Los buceadores descubren a veces peces que están tranquilamente apoyados en una roca. Otros parecen descansar sobre la cola, con sus grandes ojos muy abiertos. Cuando están en este estado semicomatoso, es fácil acercárseles hasta el punto de que muchos buceadores hábiles llegan a pescarlos con la mano. Pero cualquier ligero temblor les hace escapar inmediatamente, demostrando así que no son totalmente inconscientes del peligro.

En alta mar hay muchas especies que no dejan de nadar. No obstante, en algunos momentos parecen reducir su actividad para contentarse con una especie de duermevela. Un poco como las personas sentadas sin gran convencimiento ante la televisión, con el ojo semicerrado y las neuronas relajadas. Sin embargo, si entra alguien en el salón, el televidente sabe conectarse enseguida a la realidad del entorno, aunque le sea imposible decir lo que estaba pasando en la pantalla. En resumen: puesta en tal situación, dejando flotar el espíritu entre dos aguas, un poco adormilada y con el párpado medio cerrado, la persona en cuestión no estaría muy lejos de dormir como un pez.

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¿Nos quedaremos sin oxígeno respirable?




He aquí por qué deberíamos estar preocupados: el petróleo, el carbón, el gas, la madera y otras sustancias orgánicas quemadas requieren oxígeno molecular, el O2 que respiramos, para romper las uniones de carbono e hidrógeno y liberar energía. Esta reacción, que se conoce mejor como combustión, también apareja cada átomo de carbón liberado con carga positiva con dos átomos de oxígeno con carga negativa, y forma el dióxido de carbono o CO2.

Aunque esto disminuye la cantidad de O2 en la atmósfera, por ahora no hay necesidad de almacenar oxígeno en depósitos en el sótano. El gas de la atmósfera está compuesto por un 78% de nitrógeno, pero el oxígeno molecular le va a la zaga con el 20,94%. El uno y pico por ciento restante cae en la “otra” categoría, sobre todo vapor de agua pero también argón e hidrógeno; el CO2 solo supone el 0.04% de lo que respiramos.

A causa de esta relativa abundancia de oxígeno atmosférico, los científicos no temen que las emisiones de carbón acaben con las reservas de oxígeno. Incluso si quemáramos 9.000 millones de toneladas de combustibles fósiles, el oxígeno en la atmósfera solo se reduciría en un 20,88%. En comparación, solo quemamos 6.35 millones de toneladas cada año en todo el mundo. E incluso en este caso, otro de los efectos que esta acción supondría para el medio ambiente –más contaminación de partículas, temperaturas más altas- sería mucho, mucho peor que la disminución de oxígeno.

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¿Qué es la corona solar?


La corona solar es una parte del sol que se extiende hacia afuera desde la superficie. Que se llame “corona” parece bastante adecuado tratándose del monarca de nuestro sistema solar. Como la corona no es muy densa, resulta difícil observarla.

Sin embargo, durante un eclipse solar, la luna bloquea la luz del sol y podemos ver la corona en todo su esplendor. Los observatorios en el espacio nos mandan imágenes de su forma en constante cambio, modelada por los campos magnéticos y por el viento solar, que se compone de partículas cargadas emitidas por el sol. La corona está a más de 2 millones de grados centígrados; curiosamente mucho más caliente que la superficie del sol. Aún no se tiene una explicación precisa para esto, pero parece que los campos magnéticos son responsables de esta alta temperatura.

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viernes, 18 de julio de 2014

Registro de imágenes: Fotografía, Cine y Vídeo – La imagen se hace memoria



Durante mucho tiempo, la idea de inmortalizar imágenes se convirtió en una obsesión para el ser humano. Después de un primer acercamiento con la aparición de la fotografía, hasta finales del siglo XIX no tomó forma la idea de proyectar imágenes en movimiento. Tras la llegada del cine en color y el despegue de la televisión, quedaba la posibilidad de registrar imágenes bajo un formato accesible parea el gran público: el vídeo. Todos ellos, fotografía, cine y vídeo se encuentran a nuestro alcance, formando parte de una realidad tan cotidiana como desconocida.

Si se toma una caja cerrada, se pinta de negro en su parte interior y se perfora de tal forma que la luz pase a través de un orificio e incida sobre una superficie fotosensible, ante nuestros ojos aparecerá un instrumento óptico capaz de realizar fotografías. Ésta es l a cámara fotográfica más elemental. A pesar de su simplicidad, esta rústica cámara es incapaz de definir perfectamente una imagen. Para conseguir un enfoque adecuado y una reproducción veraz de la imagen, es necesario recurrir a cámaras más complejas, que basen su funcionamiento en simples principios ópticos y químicos.

La lente u objetivo de la cámara proyecta una imagen reducida del objeto deseado sobre una película fotográfica. Ésta contiene haluros de plata,
que son compuestos salinos que bajo la acción de la luz se descomponen formando pequeños gránulos de plata metálica negra. Al disparar la cámara, se abre el obturador, que deja pasar la luz durante una fracción de segundo. Se forma entonces una imagen inapreciable en la que ya existen algunos átomos de plata cuyo número aumenta al aumentar la luz. Al revelar la fotografía, se separan estas partículas de la plata y, tras un baño en una solución fijadora, se disuelven los haluros de plata no impresionados, formándose lo que se conoce como negativo, imagen invertida en la que los puntos claros aparecen como oscuros y viceversa. La imagen positiva, correcta, se obtiene mediante un procedimiento parecido: el negativo se coloca sobre un papel sensible a la luz y se impresiona. Tras un baño revelador, la imagen se fija y se oscurece.

En el caso de las fotografías en color, el procedimiento se basa en la descomposición en los tres colores fundamentales: rojo, verde y amarillo, usándose un solo negativo con tres capas superpuestas y sensibles a cada color fundamental.

Cuando se habla de Polaroid, normalmente se asocia este término con la famosa cámara que lleva su
nombre, pero el procedimiento fotográfico polaroid permitía obtener instantáneamente cualquier tipo de imágenes sobre superficies fotosensibles. Su principal ventaja reside en poder realizar imágenes en blanco y negro en pocos segundos; en menos de 60 en color.

Descubierto por Edwin H.Land en 1948, este proceso basa su funcionamiento en la utilización de una tira de película para el negativo y otra para el positivo, entre las que se encuentra el material para llevar a cabo el revelado y la fijación de imágenes. Sus enormes posibilidades no sólo se derivan de las puramente fotográficas, sino que, en la actualidad, ciencia y tecnología se benefician de su utilización en campos como la radiografía.

La aparición de las primeras imágenes en movimiento es fruto de las investigaciones del estadounidense Thomas Alva Edison (1847-1931) y del francés Louis Lumière (1864-1948). Hasta entonces, las únicas aproximaciones a la proyección de imágenes se basaban en la rueda animada, que permitía contemplar imágenes situadas sobre un disco que se hacía girar.

Fue Lumière, junto con su hermano, quien ideó en 1895 el primer cinematógrafo basado en el mecanismo de arrastre de la película, y con él filmó la primera película de la historia: Salida de los obreros de las fábricas Lumière.

La técnica cinematográfica moderna tradicional se ha basado en la obtención de un gran número de
negativos que, tras una fase de montaje, dan lugar a una cinta de celuloide muy larga y con miles de imágenes tomadas una tras otra. Cada movimiento captado por la cámara se descompone en muchísimas imágenes, pero nuestro ojo sólo las percibe de forma ininterrumpida, ya que no puede distinguir impresiones luminosas que se suceden rápidamente. La sucesión de imágenes es de 24 por segundo, lo que proporciona la sensación de continuidad, aunque los efectos de cámara lenta o rápida pueden conseguirse grabando más imágenes por segundo o grabando 24 imágenes en más de un segundo.

El registro de sonido puede ser efectuado en directo, durante el rodaje, o mediante el doblaje sincronizado. En cualquier caso, las grabaciones de sonido se hallan en el borde de la cinta y, por medio de células fotoeléctricas, se transforman en señales eléctricas que se transmitirán a los altavoces de la sala de proyección.

El proceso finaliza con la mezcla de imágenes, sonido, efectos especiales y posterior impresión del resultado en copias para su distribución.

Parece lógico pensar que si el sonido convertido en señales eléctricas fue posible grabarlo en una cinta magnética para después reproducirlo, una vez convertidas las imágenes en señales eléctricas, éstas podían ser registradas de forma parecida. Utilizando la misma filosofía que en el audio, que consiste en grabar la información longitudinalmente sobre la cinta, se hicieron algunas tentativas para grabar de esta forma señales de vídeo. Los inconvenientes surgieron por el enorme volumen de los equipos, debido a la anchura de la cinta y la altísima velocidad a la que tenía que desplazarse ésta, lo que implicaba que, para una grabación del orden de una hora, se necesitarían unos 150 km de cinta.

La grabación longitudinal dio paso a la transversal, que permitía longitudes de cinta menores. Más
adelante, ésta se sustituyó por la grabación helicoidal, utilizada después en todos los sistemas de grabación. Por otra parte, cuando la señal de televisión pasó de monocroma a policroma, se produjeron nuevas exigencias, basadas en la necesidad de grabación conjunta de las señales de luminancia y crominancia.

El fundamento de la grabación magnética es idéntido para señales de audio, vídeo o cualesquiera otras. La cabeza, tanto para reproducción como para grabación, es un soporte de aleación férrica formado por dos piezas polares entre las que existe un espacio llamado entrehierro, donde se coloca la cinta. Sobre las cabezas se arrollan unos bobinados por los que se inyecta o extrae la señal. Al grabar, a la bobina se le aplica la señal que se pretende registrar y, por ello, a través de dicha bobina circulará una corriente proporcional a la señal. Esto origina que se forme un campo magnético cuyas líneas se cierran exactamente en el entrehierro, donde se coloca la cinta virgen.

Al poner en contacto el entrehierro con la cinta –que posee un revestimiento magnético-, las líneas del campo magnético se cierran sobre la cinta y las partículas magnéticas –que contienen la información- se orientan según el valor del campo magnético. Como la cinta se desplaza respecto a la cabeza, en cada zona de la cinta queda registrada la información presente en la cabeza cuando se encontraba sobre ella.

En el proceso de reproducción, el fundamento es el mismo, sólo que en este caso es la orientación de las partículas sobre la cinta la que origina el campo magnético, que esta vez se cierra a través de la cabeza. Esta señal, una vez convertida en eléctrica, llega a nosotros a través del receptor de televisión.

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martes, 15 de julio de 2014

Construcción de Puentes – El justo equilibrio entre seguridad y estética



Para llegar desde los simples puentes de madera prehistóricos hasta los robustos puentes actuales, algunos con varios kilómetros de largo, han debido transcurrir más de dos milenios. La intención sigue siendo, sin embargo, la misma: salvar obstáculos y unir zonas físicamente separadas.

Desde la más remota antigüedad, y por los motivos más diversos, el ser humano ha inventado infinidad de medios para salvar obstáculos geográficos. Los primeros y más sencillos fueron los utilizados para salvar el curso de ríos pequeños: desde una presa de piedras amontonadas hasta troncos de árboles caídos podían servir para pasar al otro lado. A medida que las distancias que había que atravesar se hacían mayores, las técnicas iban mejorando. Los romanos, grandes viajeros, desarrollaron mucho los métodos de construcción de puentes tanto de madera como de piedra. La solidez de estos últimos queda irrefutablemente demostrada por la abundancia de sus restos: piénsese en los puentes de Alcántara (Cáceres, España), Gualdalquivir (Córdoba, España), Gard (Francia) o Santo Ángel (Roma)-. El arco de medio punto con bóvedas construidas con grandes piedras sillares fue su estilo más generalizado.

La ventaja de la piedra frente a la madera pronto resultó evidente. Tras el esplendor romano, en la Edad Media, los puentes se caracterizaron por su irregularidad: las piedras, tanto de sillería como de mampostería, se acumulaban sin mucho esmero formando grandes pilas y arcos desequilibrados de forma ojival. El resultado era unos puentes menos robustos y estéticos. La tendencia de la época se consumó en un estilo tendente a la monumentalidad más que a la belleza. Llegado el siglo XVIII, apareció un tipo de arco que, lateralmente, estaba formado por varias circunferencias trazadas desde distintos centros que se cortaban.

En el siglo XIX llegaron los grandes avances constructivos. A principios del siglo XX, surgió la
figura del ingeniero de caminos, canales y puertos. Comenzaron a construirse grandes obras públicas y, en particular, grandes puentes, aún de sillería y mampostería o, en algunos casos, de ladrillo. Pero la verdadera revolución llegó con el ferrocarril, a mediados del XIX. Las líneas férreas exigían tener poca inclinación y ser lo más rectas posible, por lo que, a menudo, había que salvar numerosos obstáculos. De ahí surgió la necesidad de construir puentes pero, sobre todo, de hacerlos mayores y más económicos: la solución fue, primero, el acero y, luego, el hormigón armado. Ya por entonces comenzó a fabricarse algún que otro puente colgante.

El ingeniero Sejourne dio un gran impulso al proponer sustituir las bóvedas continuas dispuestas a lo ancho del puente por arcos paralelos en los frentes. Con ello resultaban unos puentes mucho más económicos y ligeros. A principios del siglo XX, el hormigón pretensado –que incluye en su interior una armadura de barras de acero- compartía un puesto de privilegio junto al hormigón armado y al acero en el tendido de puentes.

En el proyecto de construcción de un puente, lo más frecuente es la realización de un concurso regional o nacional en cuyas normas se incluyan las principales características que debe poseer la construcción: anchura del carril, tipo de tráfico que va a sustentar, condiciones esperadas de
circulación, zonas donde se pueden construir los pilares, condiciones de la navegación por debajo del puente –caso de estar éste destinado a cruzar un río-…

Cumplidas todas estas normas administrativas, y una vez resuelto el concurso, los ingenieros comienzan la planificación del puente. Primero, se realizan cálculos aproximados y, de acuerdo a la experiencia del constructor y a las condiciones económicas impuestas por el presupuesto, se esboza un proyecto. Así se determina, en principio, si se debe construir un puente colgante o de cables inclinados, cuántos pilares deben levantarse, cuántos de ellos han de ser pilares portadores y si han de ser de acero u hormigón, si el tablero debe ser de hormigón pretensado o no….

Tras esta primera fase viene la definitiva del diseño del puente. Se establece un modelo de cálculo en el que puedan simularse los efectos que sobre el puente tendrán las diferentes condiciones –cambios bruscos de temperatura, fuerza del viento, cargas y esfuerzos imprimidos por el tráfico…-. Así, por ejemplo, en los puentes-carretera, la densidad de la calzada, entre otras características, se fija en función de las fuerzas que el tráfico va a imprimir sobre ella. Para determinar dicha densidad, se modelizan los vehículos típicos que lo van a atravesar –por ejemplo, camiones-tipo de 30 toneladas-. Los puentes-raíl –destinados al paso de trenes-, por su parte, tienen la sobrecarga determinada en función de trenes-tipo de unas 25 toneladas. Además, la altura del puente depende de su posible ulterior electrificación.

También existen unas condiciones rigurosas impuestas en función del tipo de vía sobre la que pasan.
Así, cuando el obstáculo franqueado es una carretera, se imponen restricciones como que el puente no reduzca la visibilidad a los vehículos que lo atraviesan por debajo ni produzca estrechamientos en la calzada. Además, ha de poseer una altura mínima de 4.75 m para las autopistas y 5,5 m para las líneas férreas electrificadas. En el caso de los puentes que cruzan ríos, se imponen más restricciones: la anchura está impuesta por la del lecho del río durante el estiaje, mientras que la altura mínima viene fijada por la crecida anual del río.

Además, hay que prevenir las condiciones contingentes que pueda llegar a padecer el puente: terremotos, choque de un barco contra uno de los pilares o que un avión lo haga contra los cables de sujeción. Se elabora finalmente un modelo en ordenador del puente mediante el cual se estudian todas y cada una de las fuerzas que existen sobre cada elemento, y al que se somete, además, a todo tipo de presiones y flexiones para ver cuáles serían los efectos. Si los resultados de estos efectos no concuerdan con los establecidos por las diferentes normativas y criterios de selección, ha de ser rediseñado, en pro de su seguridad. También lo será si, aun cumpliendo las condiciones mínimas de seguridad, resultara antieconómica su construcción.

Una vez obtenidos los planos y determinados los materiales necesarios y las características físicas del
puente, se realizan unas primeras mediciones –referentes, por ejemplo, a los puntos de anclaje de los cables-. Además, como a menudo se proponen ideas nuevas para algunas partes de la construcción, éstas han de ser probadas por separado: por ejemplo, un nuevo tipo de cable o de sujeción debe pasar, antes de ser instalado en un puente real, unas pruebas rigurosas de resistencia y de eficacia.

El resultado final de todo este proceso de proyección es el plano de construcción y montaje. Ya sólo queda llevar a cabo la magna obra de construcción.

Tal vez el mayor problema en la construcción de puentes sea que no pueden ser montados en serie:
las condiciones del terreno, del obstáculo que hay que salvar o de la circulación que va a sostener impiden que los métodos de diseño y de construcción puedan ser siempre los mismos.

En los puentes de acero, gran parte del trabajo se realiza en las fábricas: el soldado, el cortado y el ajuste de las piezas, por ejemplo. Tras transportar al lugar las distintas piezas prefabricadas, se procede al montaje de los pilones, sobre los que se colocan, por medio de grúas, las distintas partes del tablero. Otro tipo distinto de grúas –grúas de pórtico- va trasladando las piezas desde la parte ya montada del puente a los siguientes puntos que se van a construir. Los puentes de hormigón, por el contrario, no pueden ser prefabricados: el hormigón ha de fraguarse en el sitio. Para ello, deben montarse andamiajes, armazones y encofrados muy sólidos en lugares no siempre bien accesibles: montañas, ríos… En ellos, se introduce el hormigón hasta su secado, facilitado a menudo mediante baños de vapor de agua.

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