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sábado, 29 de junio de 2013

La Guerra de Crimea y la Carga de la Brigada Ligera (y 2)






(Viene de la entrada anterior)

En medio de esta confusión y muerte, comenzaron en serio los planes para invadir Crimea. Incluso si las filas no hubieran sido diezmadas por la enfermedad, los aliados tendrían que hacer frente a dos dificultades: se tenía a mano muy poca información del tamaño de las fuerzas rusas en Crimea. En segundo lugar, no existía plan de invasión. Había, además, necesidad de trabajar en consorcio con los franceses y los turcos, cuestión siempre difícil.

Tras varios desencuentros y discusiones, el 14 de septiembre comenzaron sin oposición enemiga los desembarcos en la bahía de Calamita, 13 km al sur del puerto de Eupatoria. Los observadores rusos se mantenían a distancia; sin que los aliados lo supieran, las fuerzas rusas estaban concentradas en una posición fuerte en las riberas del río Alma, entre ellos y su objetivo. Los rusos combatirían en el terreno de su propia elección, desde defensas preparadas. No sentían la necesidad de interferir los desembarcos.

Al principio, ciertamente, los desembarcos se desarrollaron de manera fluida. Pero pasado el día 14, las lluvias y galernas comenzaron a azotar a las expuestas playas. No antes de cinco días desembarcaron completamente los 20.000 hombres y sus equipos. Al fin, el 19 de septiembre, antes de que el calor asfixiante y el polvo los silenciara, unas bandas de música condujeron a los aliados al sur de la cabeza de puente. Hacia el mediodía, muchos de los caminantes, carentes de los suministros más elementales, incluso los médicos y sanitarios, habían caído presas de la fatiga o la enfermedad y la Brigada Ligera de Caballería estuvo a punto de caer en una emboscada.

Al día siguiente, las tropas aliadas, que avanzaban con los franceses y los turcos en el costado derecho, próximo al mar, se vieron obligadas a librar una gran batalla en el río Alma, donde los rusos habían concentrado formaciones potentes en las colinas de ambos lados del camino de postas a Sebastopol. Los británicos iniciaron el ataque a dos reductos del otro lado del río y sufrieron cuantiosas pérdidas por el contraataque enemigo tras recibir órdenes de alto el fuego en medio del asalto ruso, porque el Estado Mayor, en plena confusión, estaba convencido de que los que avanzaban hacia ellos eran franceses.

El verdadero objetivo era el puerto marítimo de Sebastopol, dividido en dos por una ancha bahía. La
captura de la zona norte, por sí misma, no garantizaba la caída de las instalaciones de los astilleros ni de la principal ciudad hacia el sur. Los aliados (que no habían pensado anteriormente cómo tomar realmente Sebastopol) se enfrentaban a un serio dilema: atacar el norte, expuestos a los cañones de las fortificaciones del sur, de las flotas ancladas y las defensas del norte; o rodear Sebastopol hacia las tierras altas del sur de la ciudad. Como los aliados no tenían botes para cruzar la bahía hacia el sur en caso de atacar el norte, decidieron realizar la marcha de flanco y atacar desde el sur.

De esta forma, los británicos tomaron posesión de la minúscula bahía de Balaclava, al sur, que sería su puerto de aprovisionamiento mientras duró la guerra de Crimea. Desde allí, las tropas francesas e inglesas comenzaron el asedio a Sebastopol. Los duros trabajos de atrincheramiento necesarios en previsión de un ataque ruso destinado a socorrer a la guarnición de Sebastopol fueron una prueba terrible para los soldados británicos, hambrientos y mal equipados. El 25 de octubre, camuflados por la niebla del amanecer, los rusos atacaron. Mientras éstos abandonaban una línea de reductos que protegía las cercanías de Balaklava, sonaba la alarma en los campamentos franceses y británicos, situados a una distancia de cinco kilómetros.

La primera en reaccionar fue la división de caballería inglesa de Lord Lucan, compuesta por una brigada pesada y otra ligera. Cuando se dio la orden de montar, los caballos no habían bebido y los hombres no habían comido nada. Se puso en marcha para cubrir la retirada de los turcos.

En principio, la infantería era necesaria. Cuando las 1ª y 4ª divisiones británicas y dos francesas salieron de sus posiciones delante de Sebastopol, el camino al puerto de Balaklava sólo estaba protegido por 500 Highlander del 93º Regimiento y algunos hombres de otras unidades, todos a las órdenes del general sir Colin Campbell.

Desde la cima de la colina de Sapoune, que dominaba el teatro de operaciones, el comandante en jefe
británico, lord Raglan, y su estado mayor observaban con temor el asalto de la caballería rusa contra los Highlander. Pero en dos andanadas, consiguieron rechazar el ataque. Los espectadores iban a ver todavía más. La Brigada Pesada del general sir James Scarlett, reducida por la enfermedad a 600 hombres, estaba en posición en una hondonada del terreno, lo que le impedía ver aproximarse al enemigo, seis veces más numeroso: 3.500 jinetes rusos llegaron al galope y se formaron a 350 metros de los Scots Grey y de los Inniskilling. Sus trompetas tocaron a carga. Como el difícil terreno no permitía el galope, ni siquiera el trote, era preciso ir al paso. Los británicos entablaron un cuerpo a cuerpo con los rusos y abrieron una brecha en sus filas. Por otro lado, los 4º y 5º Dragones de la Guardia cargaron desde los flancos y desordenaron todavía más las filas rusas.

Este éxito de la Brigada Pesada señaló el final de toda acción en este sector, el valle meridional, justo encima de Balaklava. Tras un periodo de tregua, se reemprendió el combate en el valle del Norte, al otro lado de la colina de Causeway, pequeña elevación de terreno que corría a lo largo de la carretera de Vorontzov, principal ruta de avituallamiento de los Aliados y que unía Balaklava con sus atrincheramientos delante de Sebastopol. La carretera estaba protegida por reductos que los rusos capturaron a los turcos al iniciarse la batalla.

Al enviar la división de caballería el valle del Norte, lejos de la infantería, lord Raglan realizaba los
preparativos para uno de los hechos de armas más audaces, y también más inútiles, de la historia militar británica: la Carga de la Brigada Ligera. Al creer que el enemigo intentaba evacuar los cañones de los reductos perdidos en la colina de Causeway, el comandante británico decidió impedírselo. Su orden a lord Lucan era urgente y por ello no se la confió a un ayuda de campo de servicio sino a un oficial del 15º de Húsares, el capitán Luis Nolan, un soldado obsesionado por la superioridad de su arma. “Lord Raglan –decía esa orden- desea ver a la caballería avanzar sin demora hacia el frente para que impida al enemigo llevarse los cañones”. Desde el lugar en que se encontraba Lucan no podía observar la maniobra de evacuación rusa. Por ello, pidió aclaraciones a Nolan.

Éste dio una interpretación errónea a las instrucciones de Raglan y señaló claramente a la artillería rusa emplazada en batería a 2.5 km de distancia, en el extremo del valle del Norte y dijo a Lucan: “Ahí están el enemigo y sus cañones, milord”. El ejército ruso estaba desplegado detrás. Era una operación suicida, pero Lucan sólo podía obedecer. Todavía se discute si Nolan comprendió mal el mensaje de lord Raglan a lord Lucan o si interpretó abusivamente la orden para probar que tenía razón al sostener que la caballería ligera era irresistible. El caso es que Lucan encargó esta misión a la brigada ligera, que mandaba su hermano lord Cardigan, mientras que la brigada pesada tras el combate precedente, quedaba en reserva.

La orden debió sorprender a Cardigan, dado que jamás se había pedido a la caballería que atacara a la artillería sin apoyo de la infantería. No por ello preparó menos a sus escuadrones para la carga: la enfermedad había reducido sus efectivos a 673 hombres montados sobre caballos en muy malas condiciones. Cuando Raglan y su Estado Mayor comprendieron lo que ocurría, quedaron consternados. Rápidamente enviaron mensajeros hacia el valle, pero ya era demasiado tarde.

En el siglo XIX, los jinetes partían al paso, después pasaban al trote, luego al galope y llegaban hasta el enemigo a galope de carga. Cubrían una distancia de 900 m en unos siete minutos. Cuando se encontraban a una distancia entre los 900 y 500 m, la artillería enemiga tenía tiempo para realizar nueve disparos de balas o metralla. Entre los 550 y 180 m el cañón podía disparar bien dos balas o bien tres botes de metralla. En los últimos 180 metros, que se recorrían al galope, el cañón podía disparar dos veces metralla. El 70% de los proyectiles utilizados eran balas. Era el proyectil más eficaz y seguro: uno solo de ellos podía destruir un carro. Disparado contra una columna en formación abría una brecha a lo largo de varias filas de jinetes. La carga de la Brigada Ligera, como hemos dicho, era, pues, un suicidio.

Bajo el fuego de los cañones rusos, la brigada ligera cerró filas. A través de las nubes de humo que se
intercalaban con los destellos de los disparos, Cardigan conducía a los supervivientes de su primer ataque sobre las baterías rusas atacando con sus sables a todos los servidores que no se habían protegido bajo su pieza.

Contra toda lógica, la Brigada Ligera llegó hasta los cañones enemigos, pero no contaba con medios para sacarlos de las baterías. Los valientes que todavía permanecían sobre su silla de montar se reagruparon como pudieron y rehicieron sus líneas bajo la metralla, hostigados por los cosacos del ala derecha rusa.

Apenas llegó el último soldado renqueando al abrigo de la sierra de Sapoune, comenzaron las recriminaciones. ¿Quién era el responsable del penoso estado de la Brigada Ligera? Solamente la pérdida de 475 caballos había anulado su efectividad como fuerza combatiente.

Cabalgando hacia el llano, Raglan censuraba furiosamente a Cardigan: “¿Qué quería usted hacer al
atacar de frente a una batería en contra de los usos de la guerra y de las costumbres del Ejército?” A lo que replicó ahogadamente el jefe de la Brigada Ligera: “Milord, espero que no me culpe, porque recibí la orden de atacar de mi oficial superior, delante de mis tropas”. Tampoco Lucan escapó de los reproches del comandante en jefe: “¡Usted ha arruinado a la Brigada Ligera!”, exclamaba amargamente, para continuar haciendo hincapié en que su orden había sido avanzar a las “alturas” y recuperar “nuestros perdidos cañones ingleses”.

La disputa sobre lo que ocurrió verbalmente entre individuos y quién era, por lo tanto, responsable de la debacle, continuaron durante años. Incluían acusaciones cruzadas, declaraciones en el Parlamento y ante los tribunales. Cardigan y Lucan se detestaban mutuamente, por lo que su relación era fría, formal y profesional. No cabía una discusión racional. Nolan, un medio italiano visceral, despechado y obsesionado con la gloria, pudo haber sido el auténtico responsable, pero su muerte –fue de los primeros en caer- alejó cualquier posibilidad de revisión posterior.

El poeta romántico Tennyson inmortalizaría la carga de la Brigada Ligera como una marcha enfebrecida hacia las fauces de la muerte… pero en realidad sólo se trató de una triste suma de errores, malinterpretaciones, orgullo y arrogancia.

Aparte del hecho de que la carga de Balaklava demostró una vez más que las fuerzas de maniobra, como la caballería, necesitaban el apoyo de las otras armas para consolidar sus posibles ganancias tácticas (lección que no se asumió en su totalidad hasta mediados del siglo XX), quedó también de manifiesto algo que se reveló en toda su magnitud durante la Primera Guerra Mundial: que la caballería clásica empezaba a perder su papel secular frente a la emergencia de las nuevas armas, en especial la artillería y después las ametralladoras. Pero esta conclusión no encontró eco, y durante la Gran Guerra las grandes concentraciones de jinetes dispuestas por ambos bandos se limitaron a realizar funciones de exploración o permanecieron inmóviles a la espera de una explotación del éxito que las características del propio conflicto hicieron imposible. Sólo a partir de entonces comenzó a plantearse seriamente el futuro de la caballería clásica y a hablarse de mecanización.

En 1855, la subida al trono del zar Alejandro II, deseoso de restablecer la paz, y la ocupación de Sebastopol por los Aliados, llevaron a la apertura de negociaciones que concluyeron con el Tratado de París de 1856, por el que Rusia reconocía la integridad del Imperio otomano y renunciaba a sus exigencias territoriales. Además, aceptaba la neutralidad del mar Negro. Por su parte, el Sultán se comprometió a mejorar la situación de sus súbditos cristianos.

Sin embargo, el tratado no aportó una solución duradera. Turquía no llevó a cabo las reformas prometidas y Rusia aprovechó la guerra franco-alemana para denunciar la cláusula de neutralidad del mar Negro. La “Cuestión de Oriente” iba a constituir un problema europeo hasta el inicio de la Primera Guerra Mundial.

En Gran Bretaña, la incompetencia de los mandos y los reveses sufridos por las tropas provocaron la adopción de reformas y una mejora de las condiciones de servicio en el Ejército.

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viernes, 28 de junio de 2013

1854-La Guerra de Crimea y la Carga de la Brigada Ligera (1)


El 14 de septiembre de 1854, las tropas de una fuerza expedicionaria británica, dirigida por lord FitzRoy Raglan, iniciaron el desembarco en las playas de la península de Crimea, en la bahía de Calamita, 51 km al norte de su objetivo final, el puerto marítimo ruso de Sebastopol. Por delante les quedaban dieciocho meses de miseria inesperada para los afortunados que sobrevivieron. Una corta campaña de castigo, que finalizó con la rápida conquista de Sebastopol, resultó ser un espejismo.

Había viejas razones para la guerra en la que se vio envuelto el ejército de Raglan. Los británicos temían que Rusia invadiera el decadente imperio turco, que se extendía a ambos lados del estrecho del Bósforo por Asia Menor y una Europa sudoriental. Desde el siglo XVIII, los sucesivos zares se habían expandido hacia el sur por Crimea y Ucrania y más hacia el este, por el Cáucaso. Amenazaban con aplastar a Turquía para ocupar su lugar como potencia. Sin embargo, la región del Cáucaso, montañosa y con una población diseminada, presentaba grandes problemas militares.

Los Balcanes, en el sureste de Europa, más allá de la desembocadura del Danubio en el mar Negro, eran otra cosa. No había nacionalidades eslavas pero eran cristianos en su mayoría. Rusia se sentía particularmente afín a ellas. Establecer un protectorado religioso sobre los catorce millones de súbditos balcánicos de Turquía, llegó a ser el principal objetivo del zar. Era innegable que eso permitiría un grado de influencia política sobre Turquía, porque Rusia albergaba una ambición ardiente por el control del Bósforo y los Dardanelos, permitiendo así el paso de barcos de guerra desde Sebastopol (su principal base en el mar Negro) hacia el Mediterráneo. Para conseguirlo, el zar debería dominar Turquía e, idealmente, ejercer su influencia sobre Constantinopla.

La perspectiva de un desenlace tal, alarmó sobremanera al gobierno británico. El peligro no era pura fantasía. Durante la guerra de independencia griega (1821-9), un ejército ruso había invadido los Balcanes, avanzando hasta las proximidades de Constantinopla. Sólo la presión de otras potencias europeas aseguró su retirada. Durante una larga disputa (1831-41) entre Turquía y el gobernador de Egipto, Mehmet Alí (que era nominalmente vasallo del Sultán), Rusia casi consiguió ganar no sólo la influencia religiosa que buscaba en los Balcanes, sino un poder político más amplio sobre el gobierno de Turquía, a cambio de ayuda militar. En secreto, el Sultán accedía a cerrar, a petición de Rusia, el paso por los estrechos a todos los barcos de guerra extranjeros. Sabido esto, Inglaterra tomó las riendas para anular este subterfugio.

A pesar de considerar a Turquía como “el hombre enfermo de Europa”, a punto de desintegrarse y, por lo tanto, madura para tomarla, el zar Nicolás I no descansaba. Una disputa religiosa trivial le dio la oportunidad de intentarlo de nuevo. En 1852 se produjo una disputa por la custodia de los santos lugares de Jerusalén (turca en aquel momento) y Rusia reclamó una vez más el protectorado de los cristianos balcánicos. Los barcos de guerra ingleses habían persuadido a Rusia de no debilitar a Turquía en el pasado, por lo que en junio de 1853 partió de Malta una flota, bajo el mando del vicealmirante Dundas, hacia las proximidades de los Dardanelos…” para proteger a Turquía contra un ataque no provocado y en defensa de su independencia”. El zar no se impresionó en absoluto. Poco después, envió tropas a través de su frontera suroccidental para ocupar Moldavia y Valaquia (actualmente Rumania, entonces dos provincias de Turquía) y obtener “sin guerra… sus (de Rusia) justas demandas”. El zar alegaba que acudía “en defensa de la religión ortodoxa”, de lo que no estaban convencidas ni Turquía ni otras potencias europeas.

Rusia desatendió un ultimátum turco para retirarse y, finalmente, el 23 de octubre de 1853, el sultán declaró la guerra. El día anterior, barcos de guerra británicos y franceses habían penetrado en el mar Negro. Sin embargo, en ese momento ni Francia ni Inglaterra consideraban seriamente el desembarco de una fuerza expedicionaria. Las fuertes defensas turcas, reforzadas considerablemente desde el último avance de Rusia hacia el sur, hacía más de veinte años, bloqueaban la ruta del enemigo a lo largo del Danubio. En Inglaterra no existía ni entusiasmo popular ni voluntad política de implicarse más. Los turcos parecían dominar la situación.

Todo esto cambió de manera dramática el 30 de noviembre de 1853, cuando una escuadra rusa disparó bombas explosivas en vez de bolas macizas contra el puerto de Sinope, 482 km al este de Constantinopla, masacrando a 4.000 marineros turcos. En la prensa y en los círculos públicos de entusiastas se urgió al gobierno inglés a actuar de un modo positivo: desplegando sólo las flotas, los británicos y los franceses habían intervenido solamente “para traicionar a la infortunada Turquía”. Se tachó a los ministros de lord Aberdeen de “imbéciles y esbirros de Rusia” y una caricatura hiriente mostraba al primer ministro limpiando las botas del zar. El Westminster Review tocaba después un punto comercial sensible, al argüir que “nuestro camino a la India…(y) nuestro comercio con todas las naciones libres” estaban en peligro.

Más conscientes que un público mal informado de las dificultades de verse envueltos en una guerra con tan gran y poderoso enemigo, los gobiernos británico y francés se movían con precaución. El 4 de enero de 1854, sus flotas penetraban en el mar Negro con las increíbles órdenes (considerando que ninguno de los dos países estaba entonces en guerra con Rusia) de atacar a los barcos de guerra rusos si se negaban a volver a puerto.

Las demandas de acción contra Nicolas I (descrito como “ese diablo con forma humana”) crecían a medida que se desvanecían las esperanzas diplomáticas de resolver la crisis. El 27 de febrero, en un último intento de convencer al zar de que los británicos iban realmente en serio, el ministro de Exteriores envió un ultimátum a San Petersrburgo. Debía anunciarse en el plazo de de seis días un compromiso de retirarse de Moldavia y Valaquia para el 30 de abril: “La negativa o el silencio…(sería) equivalente a una declaración de guerra”. Nicolas I no se digno contestar. Así, Inglaterra entró en la que fue reconocida como “la guerra contra Rusia”, más tarde llamada “Guerra de Crimea” , por ser allí donde tendría lugar la mayor parte del combate.

En Inglaterra, desde el comienzo de 1854, a medida que la situación política se deterioraba, se había
reunido gradualmente una fuerza expedicionaria, designada al principio simplemente “para el Este”. Su comandante sería lord Raglan, un veterano de 64 años, ex secretario militar del duque de Wellington y a la sazón intendente general del Cuerpo de Pertrechos de Guerra. Indudablemente valiente (primero en el asalto a Badajoz durante las guerras napoleónicas y con la pérdida de un brazo en Waterloo), Raglan, sin embargo, no había mandado nunca tropa en combate; y durante la mayoría de los últimos cuarenta años había ocupado puestos puramente administrativos. Los jefes de sus divisiones también tenían experiencia diversa. Sólo uno tenía menos de sesenta años y sólo dos habían mandado una división en combate.

Lord Raglan tuvo una influencia considerable en la elección de sus oficiales superiores y oficiales inmediatos de su Estado Mayor, pero los regimientos asignados a las divisiones los determinó el jefe de administración del Ejército de los Guardias a Caballo de Londres, el comandante en jefe lord Harding. Éste, sin embargo, no controlaba ni a la artillería ni a los ingenieros; en teoría lo hacía Raglan en su calidad de intendente general. Rodeado de un Estado Mayor que luego fue denominado “nido de bobos”, casi todos tan viejos e inexpertos como él, y como él nombrados en función de sus parentescos, quizá no deban cargarse sobre lord Raglan todas las culpas de lo que sería una desastrosa campaña.

De camino, la Marina Real protegería a las tropas, que serían transportadas en una colección variopinta de barcos de vela y a vapor, muchos de los cuales se habían requisado especialmente. Una vez en tierra, el transporte terrestre y los abastecimientos (distintos de las necesidades estrictamente militares, como las municiones) se facilitarían (o no, según se viera) por el Departamento del Comisariado de Organización Civil, responsable ante el Departamento del Tesoro de Londres. Como mínimo, el jefe de la fuerza expedicionaria se enfrentaba a una tarea difícil, aparte de conseguir la derrota del enemigo. Sin control directo sobre el Comisariado, teniendo que pedir ayuda (incluso cooperación directa en las operaciones) a un almirante independiente, que siempre podría alegar incapacidad de actuar sin autorización expresa del almirantazgo, a 4.800 km de distancia, y consciente de que las tropas de Pertrechos de Guerra en teoría (y frecuentemente en la práctica) debían su fidelidad postrera a Londres, Raglan debía tratar también con los mandos franceses y turcos al mismo nivel. Para colmo de males, los británicos tenían en Crimea menos tropas que el resto de sus aliados.

Todos estos problemas quedaban para el futuro, mientras que, incluso antes de expirar el ultimátum inglés, las tropas comenzaban a salir de Inglaterra hacia Turquía. Su cometido preciso era incierto. Algunos confiaban sin duda en llegar sólo hasta Malta, antes de que los rusos vieran que los aliados iban en serio y retrocedieran.

El 22 de febrero los soldados británicos comenzaron a abandonar su patria. Durante los tres meses
siguientes, zarparon, desde una serie de puertos, buques de transporte que se detenían en Gibraltar antes de llegar a Malta. Allí la acción parecía lejana. El clima moderado incitaba a la relajación. Pero aquello no podía durar.

El 30 de marzo, las tropas comenzaron a partir hacia Turquía. El 8 de abril, al llegar a Gallípoli, se encontraron con una clara carencia de alojamiento y alimentos. Los franceses se habían quedado con las mejores zonas. Hacia finales de mayo, unos 18.000 británicos y 22.000 franceses saturaban esta pequeña ciudad, desesperados por la desilusión, “raquíticos, sucios y arruinados (con) conjuntos abominables de mugre estancada, ennegrecidos de olores insoportables”. Para alivio suyo, a primeros de junio, la mayoría de los británicos zarparon hacia el norte, a Constantinopla y Scutari, pero las condiciones allí no eran mejores: para desilusión suya, el calor extremo se añadía a la incomodidad de las tropas. Muchos se solazaban en el alcohol: una noche se contabilizaron 2.400 británicos borrachos.

En parte porque la situación militar en el Danubio permanecía sin resolver –los rusos estaban concentrados amenazadoramente en las dos provincias- y en parte buscando cuarteles más frescos, tras una breve estancia, muchos ingleses y franceses zarparon hacia el mar Negro, a Varna, en la Bulgaria ocupada por Turquía. La primera impresión desde el mar, un delicioso puertecito, se borró rápidamente con una inspección más cercana. Las calles eran estrechas, llenas de socavones e inclinadas hacia un fétido sumidero central. Y, una vez más, los franceses se instalaron en los mejores alojamientos disponibles. Desde el punto de vista militar, los atracaderos recién construidos eran inadecuados para la clase de fuerzas que había que desembarcar: los caballos se descargaban en botes de remos, para transportarlos a tierra, en medio de coces y berridos. Esto era un desembarco sin oposición en un territorio amigo. Lord Raglan ya sabía que tendría que invadir Crimea. Los augurios para tal acción, a juzgar por la actuación en Varna, distaban de ser buenos.

Varna y sus aledaños no podían abastecer, obviamente, a unas fuerzas aliadas de ahora 50.000 hombres, por lo que muchos regimientos británicos se desplazaron 32 km tierra adentro, a los valles de Devna y Aladyn, en el camino hacia el cuartel general turco de Shumla y bien situados, también, para cerrar la penetración rusa por el sur del Danubio. Los atractivos asentamientos de los nuevos
campamentos resultaron ser falsos. Los abastecimientos de frutos silvestres y venados fueron rápidamente consumidos por los ávidos comensales. Y lo que fue mucho peor, una enfermedad mortal diezmó las filas. El 11 de julio apareció el cólera en los campamentos franceses y se extendió rápidamente a los ingleses; en una quincena murieron 600 hombres. Se desplazaron apresuradamente los campamentos, pero los nuevos emplazamientos sirvieron de poco. Después, el 10 de agosto, en Varna, un fuego destruyó unos almacenes muy necesarios. Pronto se extendió el cólera hasta las flotas alejadas de la costa.

(Finaliza en la siguiente entrada)
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miércoles, 26 de junio de 2013

Banderas en la Luna



 
Prueba de lo dificultoso que puede llegar a ser todo en el espacio y lo poco heroico que se parece a lo que nos muestra a veces la televisión es la historia de la primera bandera que plantaron los astronautas americanos en la Luna.

De entre los millones de páginas de documentación que generó el primer alunizaje de la misión Apollo, hay uno de nueve páginas presentado en la 26ª reunión anual de la Asociación Norteamericana de Vexilología. La vexilología es la disciplina dedicada al estudio de las banderas y el documento se titulaba: “Donde ninguna bandera ha ido antes: política y aspectos técnicos de situar una bandera en la Luna”.

Las reuniones comenzaron cinco meses antes del lanzamiento del Apollo 11. El recién formado Comité de Actividades Simbólicas para el Alunizaje se reunió para debatir lo apropiado o no de plantar una bandera en nuestro satélite. El Tratado del Espacio Exterior, del cual es firmante Estados Unidos, prohíbe reclamar soberanía sobre los cuerpos astrales. ¿Era posible plantar una bandera sin parecer que se estaba tomando posesión de la Luna? Se pensó –y rechazó- una solución menos polémica: utilizar una caja con banderas en miniatura de todas las naciones. La bandera americana iría a la Luna.

Pero para llevar una bandera a nuestro querido satélite era imprescindible la colaboración de la
División de Servicios Técnicos de la NASA. Una bandera no ondea sin viento. La Luna no tiene atmósfera ni, por tanto, viento. Y aunque sólo cuenta con un sexto de la gravedad terrestre, eso ya es suficiente para tumbar la bandera de forma bien poco honrosa. Así que se incorporó un travesaño al mástil y un dobladillo cosido a lo largo de la parte superior de la bandera. Ahora sí que las barras y estrellas parecerían desplegarse ante el viento –el efecto fue lo suficientemente convincente como para animar durante décadas a los teóricos de la conspiración- aunque, de hecho, la bandera colgaba como una cortina más que como un glorioso símbolo patrio.

Aún quedaban otros problemas que solventar. ¿Dónde guardar un mástil en el atestado interior del Módulo Lunar? Se nombraron ingenieros para que diseñaran un mástil retraible, pero incluso entonces seguía sin haber sitio. El “kit” de la bandera lunar tendría que colocarse en el exterior del vehículo, pero eso significaría que debería ser capaz de aguantar la temperatura de 1.000 ºC generados por el cercano motor de descenso. Se realizaron pruebas. La bandera se fundía a 150 ºC. Se llamó a la División de Estructuras y Mecánica de la NASA para que ideara algo y el resultado fue una funda protectora elaborada a base de capas de aluminio, acero y aislante Thermoflex.

 


Justo cuando parecía que el tema de la bandera ya estaba solucionado, alguien señaló que los astronautas, debido a los voluminosos trajes presurizados que llevaban, dispondrían de limitada capacidad de movimiento y agarre manual. ¿Serían capaces de extraer mástil y bandera de su funda aislante? ¿O harían el ridículo delante de millones de espectadores forcejeando inútilmente? ¿Permitirían sus trajes la amplitud de movimiento necesaria para extender el mástil? Sólo había una manera de saberlo: se fabricaron prototipos y la tripulación inició una serie de simulaciones con el objetivo de aprender a plantar la bandera.

Y, por fin, llegó el gran día. Se embaló la bandera (un proceso de cuatro etapas supervisado por el jefe de calidad), se montó sobre el Módulo Lunar (once etapas) y se lanzó a la Luna junto con todo el resto del equipo. Y todo para que, al final, el mástil telescópico no se extendiera completamente y el suelo lunar fuera tan duro que Neil Armstrong no pudo clavarlo más que unos quince o veinte centímetros. Los técnicos conjeturaron que la bandera había sido dañada por la ignición del Módulo de Ascenso.

En el espacio no hay nada, pero nada sencillo. Ni siquiera plantar una simple bandera.

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martes, 25 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (y 4)





(Viene de la entrada anterior)

En 1522, y ante las noticias que le llegaban de la situación en Wittenberg, Lutero decidió abandonar el castillo de Wartburg y dirigirse a aquella localidad. A partir de ese momento, la Reforma se convirtió en una realidad fáctica que trascendió de las simples formulaciones teológicas. Lutero comenzó por suprimir la confesión, los ayunos o las misas privadas, en la convicción de que no se contemplaban en las Sagradas Escrituras y de que regresar a la pureza de un cristianismo como el del Nuevo Testamento era una meta alcanzable. Sin embargo, su optimismo al respecto no le acompañaría mucho tiempo.

Quizá haya que datar en el año 1523 su renuncia a lograr una plena restauración del cristianismo primitivo tal y como él la entendía. En uno de sus escritos menos conocidos, "Acerca del tercer orden del culto", Lutero señala lo que, a su juicio, sería una Iglesia realmente reformada que hubiera vuelto al auténtico espíritu del Nuevo Testamento. Se trataría de una congregación donde la gente se reuniera para orar, escuchar la Biblia y celebrar la Eucaristía y donde, además, existiera un fondo de ayuda para los necesitados.

La descripción, conmovedora en su sencillez, recuerda mucho a la de las comunidades primitivas que aparecen en las cartas del apóstol Pablo. Sin embargo, Lutero indica a continuación que, por desgracia, no conoce gente que esté dispuesta a formar parte de un grupo de esas características y deja entender que, a la fuerza, la Reforma tendría que ser muy limitada en sus logros espirituales. Curiosamente, el hombre que propugnaba la fe en contraposición a las obras muertas manifestaba en ese escrito su carencia de fe en una reforma total. Desde luego, a partir del año siguiente, en que contrajo matrimonio con la antigua monja Catalina Bora, Lutero llegó a la conclusión, de manera más o menos consciente y con un sentido muy providencialista, de que su futuro estaba ligado al triunfo de los príncipes.

No resulta por ello sorprendente que apoyara la terrible represión que estos nobles realizaron contra los campesinos alemanes y de la que vamos a hablar a continuación. Y es que la postura de Lutero encerraba un peligro tan grande como el de continuar viviendo con una Iglesia corrupta. Pasar a depender de los príncipes implicaba ratificar ciegamente el orden social que ellos representaban, un orden social que necesitaba cambios y reformas tanto como el clerical.

Una de las consecuencias de todo este complejo proceso socio-religioso apareció en 1524: la explosión ideológica provocada por la protesta luterana se mezcló con el descontento económico, dando como resultado una rebelión campesina. No era de extrañar. Era difícil separar un ataque contra un aspecto concreto de la autoridad -en este caso la Iglesia- de un desafío a otro -el poder político. Fue precisamente esta tendencia al caos y la anarquía que habían exhibido con frecuencia los reformistas, lo que arruinaba la misma reforma que exigían. Esa fue una de las razones por las que la Iglesia había permanecido tanto tiempo sin ser reformada.

En 1524 los campesinos alemanes estaban agobiados por sus condiciones sociales y económicas.
Encontraron una voz en Thomas Münzer, cuyos primeros sermones se dirigían contra la Iglesia y especialmente contra el clero. Aunque influido por las ideas de Lutero, este sacerdote alemán fue mucho más lejos y llegó a verse a sí mismo como una especie de profeta del Antiguo Testamento. Habiendo roto con Lutero, Münzer trató de persuadir a algunos de los príncipes alemanes para que usaran su poder militar para reforzar sus ideas religiosas. Más tarde, desesperó de obtener el apoyo incluso de los príncipes más favorables declarando: “Los grandes hacen lo que pueden para impedir que el pueblo perciba la verdad”. El paso siguiente fue denunciar la propiedad privada y predicar la revolución.

En 1525, Münzer condujo a 6.000 campesinos pobremente equipados contra las fuertemente armadas tropas del duque Jorge de Sajonia, convencido de que aquella era la “última batalla”, en la que Dios le concedería la victoria. Pero Münzer fue pronto capturado y, habiéndose retractado de sus “errores”, fue decapitado en Muelhausen el 27 de mayo. Los comentaristas han debatido el hecho de si Münzer era un político radical, al morir como un mártir en los albores de la Revuelta de los campesinos en 1525; o si era un simple fanático que se preocupaba poco del coste humano en aras de las verdades religiosas.

¿Y qué pintó Lutero en este lamentable asunto? Lutero quiso apartarse de aquel movimiento,
temiendo que su Reforma quedara comprometida al asociársela con el radicalismo de Münzer. Entendió que podía salvarla únicamente sacrificando a los campesinos. Por consiguiente, no sólo se diferenció de los milenaristas y los extremistas, sino que incluso ordenó a los príncipes que los aplastasen. En su terrible escrito “Contra las hordas asesinas y ladronas de campesinos”, se identificó totalmente con el orden vigente y conservador y con la contrarrevolución. Pidió a los príncipes “que blandiesen sus espadas, para liberar, salvar, ayudar y compadecer a las pobres gentes obligadas a unirse a los campesinos, pero con respecto a los perversos, aplastad, apuñalad y masacrad a todos los que podáis”. “Estos tiempos son tan extraordinarios que un príncipe puede ganar el cielo más fácilmente mediante el derramamiento de sangre que con la plegaria” “No es posible razonar con un rebelde: la mejor respuesta es golpearle en la cara hasta que le brote sangre por la nariz”.

Mediante esta implacable defensa de la cruzada anticampesina, Lutero evitó el callejón sin salida al que habían llegado anteriores movimientos milenaristas, y demostró que su buena fe social como reformador conservador lo convertía en un hombre con quien los príncipes podían negociar. Después, Lutero siempre se mantuvo cerca de sus apoyos seculares.

Esa dependencia del poder político que iba a manifestar el luteranismo –no, por cierto, otras ramas
del protestantismo- quedó reforzada cuando la Dieta de Spira (1526) estableció el derecho de los príncipes a organizar iglesias nacionales. Sin embargo, no iba a tardar en hacer acto de presencia uno de los males congénitos del protestantismo: su terrible tendencia hacia la fragmentación. En 1529, en el Coloquio de Marburgo, Lutero y Zwinglio, un teólogo seguidor de Erasmo que había comenzado la reforma en Suiza, quedaron definitivamente separados por su distinta comprensión de la Eucaristía. El principio de libre examen, de no sujeción a jerarquía alguna, acentuaba la autonomía individual y subrayaba la libertad de conciencia, pero, al mismo tiempo, alimentaba un subjetivismo que llevaría al protestantismo a dividirse una y otra vez en los siglos siguientes sin posibilidad de conciliación confesional. Dos años después, la sanción del matrimonio bígamo de Felipe de Hesse resaltó la dependencia cada vez mayor que Lutero tenía de la protección de los príncipes.

En 1529, los príncipes reformadores presentaron su “protesta” contra los poderes católicos en la Dieta de Spier; dos años más tarde el movimiento protestante adquirió una organización militar mediante la formación de la Liga Schmalkáldica, ampliada en 1539 de modo que incluyera una amplia región de Alemania. A partir de este momento ya no fue posible exterminar al movimiento luterano; el papado y sus aliados seculares afrontaron la necesidad de elegir el compromiso o el cisma permanente.

El consenso abrumador de los estadistas seculares era que podía concertarse un compromiso para llegar a la reconciliación y que para obtenerlo debía convocarse a un concilio universal. Ésta fue la política del emperador Carlos V desde el principio de la controversia. Su propósito principal fue la reunificación de Alemania, y advirtió que esto podría realizarse únicamente mediante la restauración de la unidad religiosa. Sin embargo, para la corona francesa el propósito era la división permanente de Alemania y por consiguiente la Francia aplicó toda su influencia para imposibilitar la realización de un concilio satisfactorio. Clemente VII y su sucesor, Pablo III, también estaban decididos a evitar un concilio que, como ellos advertían, debía terminar con la destrucción del poder papal; y su táctica de dar largas tuvo éxito.

Hacia 1599, Lutero y su Iglesia estaban seguros, y el propio Lutero ya no tenía interés en un compromiso, o más bien no creía que el papado pudiese ser persuadido de ello bajo ninguna circunstancia. Los protagonistas principales se habían retirado del diálogo. Pero en ambos bandos había muchos que aún creían que era posible salvar la distancia. Según ellos veían las cosas, en ciertos aspectos Lutero era más católico que muchos de sus antagonistas católicos romanos.

Como resultado de presiones de ambas partes, durante el período que va de 1539 a 1541 se celebró una serie de coloquios. En todo caso, éstos aportaron la respuesta a la pregunta: ¿la escisión de la Reforma era inevitable?

El primer encuentro, celebrado en Hagenau en 1540, fracasó a causa de una preparación inadecuada.
Hubo otra reunión en Worms; allí la discusión fue transferida a una Dieta reunida en Regensburgo en marzo de 1541. El coloquio fue inaugurado por Carlos V en persona, que expresó la esperanza de que fuera posible restablecer rápidamente la unidad en presencia de la renovada presión turca. Lutero no estaba presente en Regensburgo; creía que el esfuerzo para unirse con Roma a medio camino, en una solución de compromiso, era inútil y boicoteó los coloquios. Carlos V había estado dispuesto a aceptar una sencilla declaración de compromiso, al igual que el grupo de príncipes alemanes. Pero los extremistas de ambos bandos se impusieron.

Los factores políticos –los franceses, los duques bávaros y el papado por una parte, y por otra la Liga Schmalkáldica de Lutero y el Elector de Sajonia- tuvieron tanto que ver como la teología con este fracaso. Fue la última oportunidad de concertar un compromiso. Cuando cinco años más tarde el concilio general se reunió en Trento, los moderados se habían dispersado, la Iglesia católica era un cuerpo desafiante e intransigente que ya no pensaba en otra cosa que en el fuego y la espada, y Carlos V desesperaba de la unidad. Lutero falleció durante la primera sesión, en 1546, y el hecho apenas llamo la atención, salvo para motivar brutales expresiones de pesar porque ya no era posible quemarlo.

Además, por esa época y como ya hemos apuntado, el propio movimiento protestante estaba irremediablemente dividido: ya no había un frente unido con el cual el catolicismo pudiese negociar. Zwinglio, Martín Bucer, Juan Calvino… A mediados del siglo XVI había tres formas de religión oficial en Occidente: el catolicismo papal, la cristiandad estatal (luteranismo) y la teocracia calvinista.
El cisma estaba consumado.

¿Logró Lutero lo que pretendía, es decir, el regreso de la Iglesia a la pureza del cristianismo descrito
en el Nuevo Testamento? Por mucha simpatía que se pueda sentir hacia los esfuerzos del reformador, debe responderse de manera negativa. Difícilmente podría considerarse que una iglesia que dependía del apoyo del príncipe para sobrevivir y cuyo grado de reforma era, según propia confesión de Lutero, limitado, respondiera a un modelo neotestamentario. Por otro lado, la referencia al principio de Sola Scriptura creaba las bases ideales para una atomización creciente del protestantismo. Si para los católicos Lutero era el culpable de desgarrar la túnica ya dividida de Cristo, para muchos protestantes lo sería de no llevar la Reforma hasta sus últimas consecuencias.

El protestantismo que acababa de nacer muy pronto quedaría articulado en torno a tres ejes fundamentales: el que consistía en afirmar que la Biblia era la única regla infalible de fe y conducta (sola Scriptura); el que insistía en que sólo Cristo era salvador y mediador entre Dios y los hombres (solo Christo) y el que sostenía que la salvación no podía obtenerse por los méritos propios sino mediante la fe en el sacrificio de Cristo (sola fide).

Pero además proporcionaría un extraordinario armazón ideológico a la crítica de las instituciones y de cualquier idea aceptada por razones de autoridad desde la teología a las ciencias de la Naturaleza. No resulta extraño que de él partieran a fin de cuentas fenómenos como la revolución científica del siglo XVI, los primeros derechos reconocidos como inalienables por los gobernantes o la democracia moderna. En apenas unos años, el protestantismo controlaría media Europa y estaría llamado a reunir prácticamente a la mitad de los miembros de todas las confesiones cristianas del mundo. Sin duda, se trató de una gigantesca labor para un movimiento que dio sus primeros pasos el día que un monje decidió, de manera respetuosa y sometida a la jerarquía, quejarse de algunos abusos relacionados con la venta de indulgencias. El escrito que entonces redactó sirvió para cambiar la Historia.

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lunes, 24 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (3)







(Viene de la entrada anterior)

Quizá de no haber sido ésa la situación, de no haber requerido el Papa sumas tan grandes para concluir la construcción de la basílica de San Pedro en Roma, de no haber necesitado Alberto de Brandengurgo tanto dinero para pagar la dispensa papal, la respuesta a Lutero habría sido comedida y todo habría quedado en un mero intercambio de opiniones teológicas que en nada habrían afectado al edificio eclesial. Sin embargo, las cosas discurrieron de una manera muy diferente y las Noventa y cinco tesis cambiaron de manera radical la historia.

La reacción de Alberto de Brandenburgo, que había recibido las Tesis acompañadas de una carta de Lutero escrita en un tono exquisitamente respetuoso, no se hizo esperar. Necesitaba imperiosamente dinero y, desde luego, no estaba dispuesto a que un monje le pusiera impedimentos de carácter teológico para alcanzar sus fines. De manera inmediata, escribió al papa León X pidiéndole que interviniera.

La respuesta del Papa consistió en remitir el asunto a la jurisdicción de los agustinos, cuya siguiente reunión capitular iba a celebrarse en Heidelberg. Muchos esperaban que Lutero sería condenado y acabaría en la hoguera, pero lo que sucedió fue algo completamente distinto, ya que buen número de agustinos consideraron que las críticas de su compañero de orden estaban más que justificadas.

León X decidió entonces seguir otro camino. La dieta imperial de Augsburgo debía reunirse en breve y a ella tenía que acudir el cardenal Cayetano con la misión de convencer a los príncipes alemanes a fin de que se unieran en un proyecto papal de cruzada contra los turcos y pagaran un impuesto con esta finalidad. El Papa decidió que Cayetano podía entrevistarse con Lutero e intentar solucionar el problema. Provisto de un salvoconducto del emperador, un recurso que de nada había servido en el siglo anterior a Jan Huss para escapar de la hoguera, Lutero acudió a entrevistarse con el cardenal. El encuentro concluyó en fracaso, porque el prelado sólo deseaba una retractación total y el monje pretendía que previamente se le mostrara en qué estaba equivocado. En otro contexto, Lutero habría terminado en la hoguera, pero en aquel tiempo las circunstancias se desarrollaron a su favor.

Para empezar, se produjo la muerte del emperador Maximiliano, que no había contemplado la actitud
de Lutero con ninguna simpatía. Pero además se dio la circunstancia de que el Papa tenía interés en que los poderes políticos se mantuvieran débiles y enfrentados a fin de poder disfrutar de una mayor influencia. Esa situación se produciría, en opinión de León X, si el elegido como nuevo emperador de Alemania era Federico de Sajonia. Sin embargo, este príncipe era el protector de Lutero (no porque aceptara sus puntos de vista, sino porque no deseaba que se le condenara sin un juicio justo) y ese hecho decidió al Papa a posponer la condena del agustino. Éste, como gesto de buena voluntad, se declaró dispuesto a no entrar en nuevas controversias si sus adversarios hacían lo mismo.

Esta breve tregua se esfumó por unas razones tan políticas como las que habían provocado su comienzo. Federico no fue elegido emperador, sino Carlos I de España y entonces el Papa decidió que había llegado el momento de ajustarle las cuentas al monje díscolo. Para ello, sin embargo, se necesitaba una base más sólida que la existente hasta entonces. Era preciso acusar con fundamento a Lutero de hereje. Con tal finalidad, Juan Eck retó a un debate público en Leipzig a Carldstadt, uno de los alumnos de Lutero. Éste se percató fácilmente de que el objetivo de Eck era atacarle a él a través de un discípulo y se manifestó dispuesto a intervenir en la disputa.

Cuando se produjo el enfrentamiento entre Lutero y Eck, en 1519, se puso pronto de manifiesto lo que cada uno de ellos pretendía. Lutero era muy superior a su adversario en el conocimiento de la Biblia e intentó mostrar cómo ésta era imposible de conciliar con ciertas prácticas. Sin embargo, Eck conocía mucho mejor el derecho canónico, y no tuvo dificultad en llevar el debate a su terreno y lograr que Lutero afirmara que un cristiano con la Biblia tiene más autoridad que los papas y los concilios contra ella.

En realidad, semejante afirmación recordaba otras muy similares en espíritu, como la carta de Pablo a
los Gálatas, pero en aquellos momentos el resultado inmediato fue que se pudiera encuadrar a Lutero en el terreno de la herejía. Eck había buscado un pretexto que permitiera la condena de Lutero, su salida de la ortodoxia católica, y sin duda lo había encontrado. León X redactó la bula Exsurge Domine, en virtud de la cual ordenaba que los libros de Lutero fueran quemados y se le daban sesenta días de plazo para retractarse so pena de excomunión y anatema. Lutero respondió a la condena de León X apelando a la tradición multisecular de negación del poder que se consideraba ilegítimo. Procedió, por lo tanto, a quemar la bula papal. La reacción de León X resultó también lógica: excomulgó a Lutero mediante la bula Decet Romanum Pontificem de 3 de enero de 1521.

Unos meses antes Lutero había escrito varios tratados teológicos que no hacían sino confirmar su
separación de Roma: "An den christlichen Adel deutscher Nation" (“A la nobleza cristiana de la nación alemana”) definía los medios mediante los cuales podía establecerse, y de hecho se afirmaba, una nueva religión. Al convocar a los príncipes alemanes con el fin de que reformasen la Iglesia en virtud de su cargo, Lutero estaba dando un importante paso, pero al proceder así respondía a una tradición constitucional cristiana perfectamente firme. El supuesto medieval era que la sociedad respondía a una unidad fundamental. Era apropiado, incluso obligatorio, que el clero rechazara el regnum de la autoridad laica y convocase a los cristianos para corregirla. La inversa también era válida, y podía pedirse al regnum que corrigiese al sacerdotium. Ambos pertenecían a la sociedad, es decir, a la Iglesia. El clero había fracasado manifiesta y repetidamente en la ejecución de su tarea, que era eliminar los abusos. Por lo tanto, debía recurrirse al otro poder de la Iglesia, el secular.

Escribió también "De Captivitate Babylonica Ecclesiae" (en que sostenía que la Iglesia estaba en la cautividad babilónica al negar la comunión bajo las dos especies a los laicos y afirmar la transubstanciación y el carácter sacrificial de la Eucaristía) y "Von der Freiheit eines Christenmenschen" (en que negaba la necesidad de las obras para la salvación, ya que ésta era un regalo gratuito de Dios entregado a los que tenían fe en el carácter expiatorio de la muerte de Cristo en la cruz). Lutero no solo estaba repitiendo posturas muy cercanas a las de personajes como Jan Hus –que había ardido en la hoguera como hereje- sino que además cuestionaba sin ambages una institución, la papal, que desde hacía varios siglos estaba siendo objeto de encendidas controversias y que en las últimas décadas no había dejado de incurrir en comportamientos de enorme torpeza.

Para ese entonces, Lutero había dejado de ser el monje convencido de la buena fe de la jerarquía y preocupado por su honra. Pero, sobre todo, había encontrado un instrumento que se demostraría formidable en el enfrentamiento que acababa de estallar. Éste no era otro que la fe en que la teología y la práctica cristiana debían sustentarse sólo en la Biblia como Palabra de Dios. Precisamente por ello, ningún hombre o autoridad jerárquica podían pretender con razón situarse por encima de lo contenido en aquélla.

El monje, que no temía al Papa, tampoco se dejó intimidar por las amenazas del emperador Carlos V
en la Dieta de Worms. Ante la insistencia de que se retractara, Lutero dio una respuesta que se encuentra en la raíz de todas las declaraciones posteriores a favor de los derechos humanos y la libertad de conciencia: “Ni puedo ni deseo retractarme de cosa alguna ya que el ir contra la conciencia no es justo ni seguro. Dios me ayude. Amén”. Lutero habría acabado entonces en la hoguera de no ser porque el Elector de Sajonia lo secuestró y ocultó en su castillo de Wartburg.

Uno de los rasgos sorprendentes de Lutero era su capacidad para orar, herencia de su educación en un buen monasterio. Le agradaba pasar tres horas diarias rezando, las manos unidas, frente a una ventana abierta. La importancia atribuida a la oración íntima como verdadera alternativa para el cristianismo mecánico fue el elemento individual más poderoso de la atracción que Lutero ejerció sobre los laicos de todas las clases, y eso en lugares muy alejados de Alemania; su concepto de las plegarias cotidianas hogareñas, fue el sustento de la devoción a la familia con la que asoció su desdeñoso repudio del celibato clerical y que se reflejó en su propio y cálido círculo personal.

Lutero evangelizaba concentrando la atención en unos pocos mensajes relativamente simples, que se difundían mediante la repetición incansable y una energía furiosa. A partir de 1517, cuando por primera vez comenzó a escribir, compuso un libro cada quincena (más de cien volúmenes a su muerte). Los treinta escritos iniciales, entre 1517 y 1520, sumaron un tercio de millón de ejemplares; sus principales opúsculos merecieron veintenas de ediciones.

Además, durante los meses que permaneció encerrado en Wartburg, comenzó una labor que iba a
marcar de manera extraordinaria el curso de la historia posterior. Me refiero a su traducción de la Biblia a una lengua vernácula. Auténtico monumento de la lengua alemana y excelente trabajo de traductor, puede decirse que a ella se debe la creación de una lengua alemana moderna. Pero la importancia de esta tarea excedió con mucho lo lingüístico y lo literario. En realidad, deriva del hecho de que procedió a colocar la Biblia en manos del pueblo llano, lo que no solo sacudiría la cosmovisión política y social, sino que además tendría fecundas repercusiones en el panorama educativo. A partir de ese momento, el mundo protestante –todavía en ciernes- se caracterizaría por su vinculación a un texto escrito y con ello obligaría a alfabetizar a poblaciones que no podían ser instruidas mediante el uso de las imágenes (¿acaso no están proscritas por la Biblia en Éxodo 20,4 y ss?), sino solo recurriendo a la letra impresa. Además, al admitir el principio de libertad de examen de cada fiel, sentaría las bases de una individualidad no solo crítica, sino también generalizada, porque la lectura del texto sagrado no quedaría limitado a las clases instruidas conocedoras del latín, sino que se abriría a todo el pueblo.

Sus Tesis, tratados y reflexiones se tradujeron más rápido que nunca antes se había hecho con otros libros. La imprenta era un invento reciente, pero a pleno rendimiento. En dos semanas, una copia de sus Tesis ya estaba disponible por toda Alemania y en dos meses en toda Europa. 




(Finaliza en la siguiente entrada)
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viernes, 21 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (2)

(Viene de la entrada anterior)

La escasez de dinero tiende a provocar crisis constitucionales en los Estados y el papado no fue una excepción. Sus ingresos por esta época se elevaban a medio millón de ducados, menos de la mitad del presupuesto que tenía Venecia. Los papas más honestos tendían a ser los más endeudados. Alejandro VI, el peor de los papas, mantuvo una posición solvente; la mayoría de sus predecesores y sus sucesores inmediatos estaba desesperada. Pero se suponía universalmente que todos los papas eran muy ricos –no debemos subestimar nunca el poderoso efecto de la ignorancia de los secretos de Estado en la historia-.

En 1514, Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Magdeburgo y administrador de Halberstadt, fue elegido arzobispo de Maguncia. En aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban unas tareas pastorales, sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios, hasta tal punto que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza, que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos. El arzobispado de Maguncia era uno de los puestos más ambicionados no sólo por las rentas inherentes al mismo, sino también porque permitía participar en la elección del emperador, un privilegio limitado a un número muy reducido de personas y susceptible de convertir a su poseedor en receptor de abundantes sobornos. Al acceder a esta sede, Alberto de Brandeburgo acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal.

La dispensa en sí sólo planteaba un problema: el Papa siempre estaba dispuesto a concederla, pero a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto 24.000 ducados, una cifra fabulosa e imposible de entregar al contado. Como forma de ayudarle a cubrirla, el Papa León X (uno de los pontífices más corruptos
en una época no especialmente caracterizada por la honradez del papado) ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios. De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, se encontraba Alberto, que lograría pagar al Papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el Papa se embolsaría el 50% de la recaudación para concluir la construcción de la basílica de San Pedro en Roma.

Para comprender lo que significaba la venta de indulgencias,
hay que situarse en la mentalidad de la Europa del Bajo Medievo. En esos siglos cobró una gran importancia la creencia en el purgatorio. Aunque el dogma no fue definido como tal hasta el siglo XV, ya contaba con precedentes de los siglos anteriores y había recibido un inmenso impulso por dos razones fundamentales. La primera era la absoluta convicción de que la mayoría de los seres humanos no resultaban tan perversos como para ir al infierno ni tan bondadosos como para merecer el cielo. De ahí se desprendía que para los hijos fieles (pero bastante pecadores) de la Iglesia debía existir un lugar intermedio en el que fueran purificados durante un tiempo más o menos prolongado, pero desde donde pudieran finalmente alcanzar el cielo. La segunda consistía en el hecho terrible de lo efímero de la existencia, una circunstancia angustiosamente evidente en unos años en los que la peste o la guerra habían despoblado casi por completo regiones enteras de Europa.

Inicialmente, la creencia en el purgatorio no había estado ligada a las indulgencias pero no tardó mucho en relacionarse. Resultaba obvio que si el Papa era el custodio del tesoro de los méritos de Cristo y de los santos, podía aplicarlos a los fieles para que, a cambio de ciertas prácticas, éstos sufrieran por menos tiempo en el purgatorio. No pasaron muchos años antes de que semejantes concesiones fueran obtenidas mediante pago y crearan, como en el caso que nos ocupa, un negocio extraordinario.

Como todas las ventas, ésta también se valía de recursos propagandísticos. Sus vendedores afirmaban, por ejemplo, que apenas sonaban en el platillo las monedas con las que se habían comprado las indulgencias, el alma prisionera en el purgatorio volaba libre hasta el cielo. Además, dado que semejante beneficio podía adquirirse no sólo para uno mismo sino también para otros, no pocas familias dedicaban una parte de sus recursos a beneficiar a sus seres queridos ya difuntos que padecían en el purgatorio.

No era la única forma censurable de obtener dinero. El arzobispo Alberto realizaba una exposición permanente y lucrativa de reliquias, alrededor de 9.000 artículos, que incluía los cuerpos enteros de algunos santos, un hueso de Isaac, el maná de Moisés traído del desierto, un fragmento de la zarza ardiente de Moisés, un jarro de Canaan (en su interior había vino), un pedazo de la corona de espinas y una de las piedras que habían provocado la muerte de san Esteban. El elector de la cercana Sajonia, Federico el Sabio, también tenía su colección de reliquias, unos 17.433 fragmentos de huesos y el cuerpo entero de uno de los Santos Inocentes, exhibido todo ello para recaudar dinero. Federico entendió que su venta de indulgencias y la exposición del arzobispo Alberto le estaba haciendo la competencia; además, quería detener la exportación de oro y plata amonedados. Por lo tanto, prohibió la venta en sus territorios y se enfureció cuando algunos súbditos se limitaron a cruzar la frontera para comprarlas.

Lutero, que a la sazón contaba 34 años, consideró que semejante conducta era indigna y decidió comunicarlo en un escrito privado y muy respetuoso a su obispo, el prelado de Brandeburgo, y a Alberto de Maguncia, que era el responsable de aquella campaña concreta de venta de indulgencias. Dicho escrito fue elaborado siguiendo el uso propio de los profesores universitarios, es decir, redactando un conjunto de tesis que podían ser discutidas con diversos argumentos a favor o negadas con otros en contra. Así nacieron las Noventa y Cinco tesis.

Por cierto, que existe una controversia histórica acerca de si realmente Lutero colgó sus Tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg -dato que menciona Philipp Melanchthon en un escrito de 1546. Algunos historiadores cuestionan ese testimonio ya que Lutero no se trasladó a Wittenberg hasta un año después y no existe evidencia contemporánea de tal hecho. Otros argumentan que tal evidencia es innecesaria: la costumbre de la Universidad de Wittemberg era precisamente esa: colgar los argumentos de una disputa en aquel lugar; por lo que no se trataba de algo excepcional que hubiera llamado la atención de manera particular.

Las primeras tesis de Lutero apuntan al hecho de que Jesucristo ordenó hacer penitencia, literalmente: "arrepentíos" en el texto del Evangelio, pero que ésta es una actitud de vida que supera el sacramento del mismo nombre. Precisamente por ello, el Papa no puede remitir ninguna pena a menos que previamente lo haya hecho Dios o que sea una pena impuesta por sí mismo. De esto se desprendía que afirmar que la compra de las indulgencia sacaba a las almas del purgatorio de manera indiscriminada no era sino mentir, ya que el Papa no disponía de ese poder.

A fin de cuentas, la predicación de las indulgencias no sólo se basaba en una lectura incorrecta del derecho canónico, sino que además servía para satisfacer la avaricia de determinadas personas y colocar en peligro de condenación a aquellos que creían sus prédicas carentes de base real.

En realidad, según Lutero, mediante predicaciones de este tipo, se estaba pasando por alto que Dios
perdona a los creyentes que se arrepienten y no a los que compran una carta de indulgencia. La clave del perdón divino se halla en que la persona se vuelva a Cristo con arrepentimiento y no en que se adquieran indulgencias. Con arrepentimiento y sin indulgencias es posible el perdón, pero sin arrepentimiento y con indulgencias la condenación es segura. Por otro lado, había que insistir también en el hecho de que las indulgencias nunca pueden ser superiores a determinadas obras de la vida cristiana. Aún más, el hecho de no ayudar a los pobres para adquirir indulgencias o de privar a la familia de lo necesario para comprarlas era una abominación que debía ser combatida.

En multitud de colectivos rígidamente jerarquizados o donde la personalidad del máximo dirigente es esencial para la cohesión, suele ser común ante los abusos una reacción psicológica consistente en culpar de ellos no a la cabeza sino a los estratos intermedios, e incluso pensar que si la cabeza supiera realmente lo que está sucediendo, cortaría por lo sano. En este mismo sentido, Lutero –que seguía siendo un fiel hijo de la Iglesia católica- estimaba que el escándalo de las indulgencias no tenía relación con el Papa y que éste lo suprimiría de raíz si supiera lo que estaba sucediendo.

Para Lutero, que tenía un concepto idealizado del Papa que no se correspondía en este caso con la
realidad, resultaba obvio que el centro de la vida cristiana, que debía girar en torno a la predicación del evangelio, no podía verse sustituido por la venta de indulgencias. Ésa era la cuestión fundamental: la de que la misión de la Iglesia era predicar el Evangelio. Al permitir que cuestiones como las indulgencias centraran la atención de las personas, lo único que se lograba era que apartaran su vista del verdadero mensaje de salvación.

Partiendo de estos puntos de vista iniciales (la desvergüenza y la codicia de los predicadores de indulgencias, la convicción de que el Papa no podía estar de acuerdo con aquellos abusos y la importancia central de la predicación del Evangelio), Lutero podía afirmar que las indulgencias en sí, pese a su carácter de escasa relevancia, no eran malas y que, precisamente por ello, resultaba imperativo que la predicación referida a las mismas se sujetara a unos límites, más que desbordados en aquel momento. De lo contrario, la Iglesia Católica tendría que exponerse a críticas, no exentas de mala fe y de chacota, pero, a la vez, nutridas de razón que sólo podían hacer daño por la parte mayor o menor de verdad que contenían.

Para Lutero, aquellas objeciones no implicaban mala fe en términos generales. Por el contrario, constituían un grito de preocupación que podía brotar de las gargantas más sinceramente leales al papado y, por ello, más angustiadas por lo que estaba sucediendo. La solución, desde su punto de vista, no podía consistir en sofocar aquellos clamores sino en acabar con unos abusos que causaban el escándalo de los fieles formados, deformaban las concepciones espirituales de los más sencillos y arrojaban un nada pequeño descrédito sobre la jerarquía.

En su conjunto, por lo tanto, las Noventa y cinco tesis eran un escrito profundamente católico e impregnado de una encomiable preocupación por el pueblo de Dios y la imagen de la jerarquía ante éste. Además, en buena medida, lo expuesto por Lutero ya había sido señalado por autores anteriores e incluso cabe decir que con mayor virulencia. Sin embargo, el monje agustino no supo captar que la coyuntura no podía ser humanamente más desfavorable. Ni el Papa ni los obispos eran tan desinteresados como él parecía creer y, desde luego, en aquellos momentos necesitaban dinero con una fuerza mayor de la que les impulsaba a cubrir su labor pastoral. 




(Continúa en la siguiente entrada)

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