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viernes, 21 de junio de 2013

Lutero y la Reforma (2)

(Viene de la entrada anterior)

La escasez de dinero tiende a provocar crisis constitucionales en los Estados y el papado no fue una excepción. Sus ingresos por esta época se elevaban a medio millón de ducados, menos de la mitad del presupuesto que tenía Venecia. Los papas más honestos tendían a ser los más endeudados. Alejandro VI, el peor de los papas, mantuvo una posición solvente; la mayoría de sus predecesores y sus sucesores inmediatos estaba desesperada. Pero se suponía universalmente que todos los papas eran muy ricos –no debemos subestimar nunca el poderoso efecto de la ignorancia de los secretos de Estado en la historia-.

En 1514, Alberto de Brandeburgo, arzobispo de Magdeburgo y administrador de Halberstadt, fue elegido arzobispo de Maguncia. En aquella época, los cargos episcopales no sólo implicaban unas tareas pastorales, sino que llevaban anejos unos beneficios políticos y económicos extraordinarios, hasta tal punto que buen número de ellos eran cubiertos por miembros de la nobleza, que contaban así con bienes y poder más que suficientes para competir con otros títulos. El arzobispado de Maguncia era uno de los puestos más ambicionados no sólo por las rentas inherentes al mismo, sino también porque permitía participar en la elección del emperador, un privilegio limitado a un número muy reducido de personas y susceptible de convertir a su poseedor en receptor de abundantes sobornos. Al acceder a esta sede, Alberto de Brandeburgo acumulaba, sin embargo, una extraordinaria cantidad de beneficios y por ello se le hacía necesaria una dispensa papal.

La dispensa en sí sólo planteaba un problema: el Papa siempre estaba dispuesto a concederla, pero a cambio del abono de una cantidad proporcional al favor concedido. En este caso exigió de Alberto 24.000 ducados, una cifra fabulosa e imposible de entregar al contado. Como forma de ayudarle a cubrirla, el Papa León X (uno de los pontífices más corruptos
en una época no especialmente caracterizada por la honradez del papado) ofreció a Alberto la concesión del permiso para la predicación de las indulgencias en sus territorios. De esta acción todavía iban a lucrarse más personas. Por un lado, por supuesto, se encontraba Alberto, que lograría pagar al Papa la dispensa para ocupar su codiciado arzobispado, pero además la banca de los Fugger recibiría dinero a cambio de adelantar parte de los futuros ingresos de la venta de las indulgencias, el emperador Maximiliano obtendría parte de los derechos y, sobre todo, el Papa se embolsaría el 50% de la recaudación para concluir la construcción de la basílica de San Pedro en Roma.

Para comprender lo que significaba la venta de indulgencias,
hay que situarse en la mentalidad de la Europa del Bajo Medievo. En esos siglos cobró una gran importancia la creencia en el purgatorio. Aunque el dogma no fue definido como tal hasta el siglo XV, ya contaba con precedentes de los siglos anteriores y había recibido un inmenso impulso por dos razones fundamentales. La primera era la absoluta convicción de que la mayoría de los seres humanos no resultaban tan perversos como para ir al infierno ni tan bondadosos como para merecer el cielo. De ahí se desprendía que para los hijos fieles (pero bastante pecadores) de la Iglesia debía existir un lugar intermedio en el que fueran purificados durante un tiempo más o menos prolongado, pero desde donde pudieran finalmente alcanzar el cielo. La segunda consistía en el hecho terrible de lo efímero de la existencia, una circunstancia angustiosamente evidente en unos años en los que la peste o la guerra habían despoblado casi por completo regiones enteras de Europa.

Inicialmente, la creencia en el purgatorio no había estado ligada a las indulgencias pero no tardó mucho en relacionarse. Resultaba obvio que si el Papa era el custodio del tesoro de los méritos de Cristo y de los santos, podía aplicarlos a los fieles para que, a cambio de ciertas prácticas, éstos sufrieran por menos tiempo en el purgatorio. No pasaron muchos años antes de que semejantes concesiones fueran obtenidas mediante pago y crearan, como en el caso que nos ocupa, un negocio extraordinario.

Como todas las ventas, ésta también se valía de recursos propagandísticos. Sus vendedores afirmaban, por ejemplo, que apenas sonaban en el platillo las monedas con las que se habían comprado las indulgencias, el alma prisionera en el purgatorio volaba libre hasta el cielo. Además, dado que semejante beneficio podía adquirirse no sólo para uno mismo sino también para otros, no pocas familias dedicaban una parte de sus recursos a beneficiar a sus seres queridos ya difuntos que padecían en el purgatorio.

No era la única forma censurable de obtener dinero. El arzobispo Alberto realizaba una exposición permanente y lucrativa de reliquias, alrededor de 9.000 artículos, que incluía los cuerpos enteros de algunos santos, un hueso de Isaac, el maná de Moisés traído del desierto, un fragmento de la zarza ardiente de Moisés, un jarro de Canaan (en su interior había vino), un pedazo de la corona de espinas y una de las piedras que habían provocado la muerte de san Esteban. El elector de la cercana Sajonia, Federico el Sabio, también tenía su colección de reliquias, unos 17.433 fragmentos de huesos y el cuerpo entero de uno de los Santos Inocentes, exhibido todo ello para recaudar dinero. Federico entendió que su venta de indulgencias y la exposición del arzobispo Alberto le estaba haciendo la competencia; además, quería detener la exportación de oro y plata amonedados. Por lo tanto, prohibió la venta en sus territorios y se enfureció cuando algunos súbditos se limitaron a cruzar la frontera para comprarlas.

Lutero, que a la sazón contaba 34 años, consideró que semejante conducta era indigna y decidió comunicarlo en un escrito privado y muy respetuoso a su obispo, el prelado de Brandeburgo, y a Alberto de Maguncia, que era el responsable de aquella campaña concreta de venta de indulgencias. Dicho escrito fue elaborado siguiendo el uso propio de los profesores universitarios, es decir, redactando un conjunto de tesis que podían ser discutidas con diversos argumentos a favor o negadas con otros en contra. Así nacieron las Noventa y Cinco tesis.

Por cierto, que existe una controversia histórica acerca de si realmente Lutero colgó sus Tesis en la puerta de la iglesia del castillo de Wittenberg -dato que menciona Philipp Melanchthon en un escrito de 1546. Algunos historiadores cuestionan ese testimonio ya que Lutero no se trasladó a Wittenberg hasta un año después y no existe evidencia contemporánea de tal hecho. Otros argumentan que tal evidencia es innecesaria: la costumbre de la Universidad de Wittemberg era precisamente esa: colgar los argumentos de una disputa en aquel lugar; por lo que no se trataba de algo excepcional que hubiera llamado la atención de manera particular.

Las primeras tesis de Lutero apuntan al hecho de que Jesucristo ordenó hacer penitencia, literalmente: "arrepentíos" en el texto del Evangelio, pero que ésta es una actitud de vida que supera el sacramento del mismo nombre. Precisamente por ello, el Papa no puede remitir ninguna pena a menos que previamente lo haya hecho Dios o que sea una pena impuesta por sí mismo. De esto se desprendía que afirmar que la compra de las indulgencia sacaba a las almas del purgatorio de manera indiscriminada no era sino mentir, ya que el Papa no disponía de ese poder.

A fin de cuentas, la predicación de las indulgencias no sólo se basaba en una lectura incorrecta del derecho canónico, sino que además servía para satisfacer la avaricia de determinadas personas y colocar en peligro de condenación a aquellos que creían sus prédicas carentes de base real.

En realidad, según Lutero, mediante predicaciones de este tipo, se estaba pasando por alto que Dios
perdona a los creyentes que se arrepienten y no a los que compran una carta de indulgencia. La clave del perdón divino se halla en que la persona se vuelva a Cristo con arrepentimiento y no en que se adquieran indulgencias. Con arrepentimiento y sin indulgencias es posible el perdón, pero sin arrepentimiento y con indulgencias la condenación es segura. Por otro lado, había que insistir también en el hecho de que las indulgencias nunca pueden ser superiores a determinadas obras de la vida cristiana. Aún más, el hecho de no ayudar a los pobres para adquirir indulgencias o de privar a la familia de lo necesario para comprarlas era una abominación que debía ser combatida.

En multitud de colectivos rígidamente jerarquizados o donde la personalidad del máximo dirigente es esencial para la cohesión, suele ser común ante los abusos una reacción psicológica consistente en culpar de ellos no a la cabeza sino a los estratos intermedios, e incluso pensar que si la cabeza supiera realmente lo que está sucediendo, cortaría por lo sano. En este mismo sentido, Lutero –que seguía siendo un fiel hijo de la Iglesia católica- estimaba que el escándalo de las indulgencias no tenía relación con el Papa y que éste lo suprimiría de raíz si supiera lo que estaba sucediendo.

Para Lutero, que tenía un concepto idealizado del Papa que no se correspondía en este caso con la
realidad, resultaba obvio que el centro de la vida cristiana, que debía girar en torno a la predicación del evangelio, no podía verse sustituido por la venta de indulgencias. Ésa era la cuestión fundamental: la de que la misión de la Iglesia era predicar el Evangelio. Al permitir que cuestiones como las indulgencias centraran la atención de las personas, lo único que se lograba era que apartaran su vista del verdadero mensaje de salvación.

Partiendo de estos puntos de vista iniciales (la desvergüenza y la codicia de los predicadores de indulgencias, la convicción de que el Papa no podía estar de acuerdo con aquellos abusos y la importancia central de la predicación del Evangelio), Lutero podía afirmar que las indulgencias en sí, pese a su carácter de escasa relevancia, no eran malas y que, precisamente por ello, resultaba imperativo que la predicación referida a las mismas se sujetara a unos límites, más que desbordados en aquel momento. De lo contrario, la Iglesia Católica tendría que exponerse a críticas, no exentas de mala fe y de chacota, pero, a la vez, nutridas de razón que sólo podían hacer daño por la parte mayor o menor de verdad que contenían.

Para Lutero, aquellas objeciones no implicaban mala fe en términos generales. Por el contrario, constituían un grito de preocupación que podía brotar de las gargantas más sinceramente leales al papado y, por ello, más angustiadas por lo que estaba sucediendo. La solución, desde su punto de vista, no podía consistir en sofocar aquellos clamores sino en acabar con unos abusos que causaban el escándalo de los fieles formados, deformaban las concepciones espirituales de los más sencillos y arrojaban un nada pequeño descrédito sobre la jerarquía.

En su conjunto, por lo tanto, las Noventa y cinco tesis eran un escrito profundamente católico e impregnado de una encomiable preocupación por el pueblo de Dios y la imagen de la jerarquía ante éste. Además, en buena medida, lo expuesto por Lutero ya había sido señalado por autores anteriores e incluso cabe decir que con mayor virulencia. Sin embargo, el monje agustino no supo captar que la coyuntura no podía ser humanamente más desfavorable. Ni el Papa ni los obispos eran tan desinteresados como él parecía creer y, desde luego, en aquellos momentos necesitaban dinero con una fuerza mayor de la que les impulsaba a cubrir su labor pastoral. 




(Continúa en la siguiente entrada)

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