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miércoles, 28 de mayo de 2014

El Rey Escorpión: los orígenes de la monarquía en Egipto


Los antiguos egipcios tenían una clara visión de su historia. Como consta en el Canon Real de Turín, una lista de reyes escrita sobre papiro en la dinastía XIX del Imperio Nuevo y reiterada por el sacerdote egipcio Manetón en sus escritos del siglo III a.C., Egipto fue creado por los dioses en la noche de los tiempos y después fue gobernado por ellos durante muchos siglos. A esto siguió una sucesión de semidioses, también conocidos como los Seguidores de Horus. Luego llegaron los reyes de Egipto, de los cuales el primero fue Menes, y se fueron sucediendo en un linaje ininterrumpido a lo largo de las generaciones. De modo que en el Canon Real de Turín, así como en otras listas de reyes del mismo período ramésida, Menes aparece tradicionalmente como el primer rey de Egipto.

Manetón clasificó, además, el sistema de dinastías que sigue vigente hoy en día, según el cual Menes fue el primer rey de la dinastía I, tras ocupar el trono después del último de los semidioses. Menes se identifica a menudo con el rey conocido como Narmer en las inscripciones contemporáneas a la dinastía I. De ahí que en numerosos relatos sobre la historia del antiguo Egipto aparezca Narmer encabezando la lista de monarcas.

Sin embargo, la identificación de los primeros reyes de Egipto no resulta tan sencilla como lo arriba expuesto. Los propios antiguos egipcios eran algo ambiguos al tratar sobre los orígenes de la realeza. Aunque las listas de reyes del Imperio Nuevo suelen empezar con Menes, los anales reales (relatos anuales de acontecimientos relevantes) recopilados mil años antes, durante el Imperio Antiguo, incluían como anterior a una línea de dirigentes más antigua. En el fragmento más largo conservado de dichos anales, que se conoce como la Piedra de Palermo, estos primeros reyes ocupaban la primera línea. En la época en que se escribieron los anales se conocía bien poco acerca de estos primeros
reyes, así que la Piedra de Palermo simplemente menciona sus nombres. ¿Conformaban estos dirigentes predecesores de la dinastía I una tradición inventada, similar a los semidioses de Manetón? ¿O bien conservan un vago recuerdo de un verdadero linaje de reyes que gobernaron Egipto antes del principio de la historia documentada?.

Las excavaciones recientes han reportado enormes avances en nuestra comprensión de los orígenes del antiguo Egipto. A pesar de que Narmer fue, sin duda, una figura fundamental en la historia de Egipto, y de que las generaciones posteriores lo consideraran como el fundador de la primera línea real de la dinastía I, hoy en día está claro que no fue el primer rey de Egipto. La labor arqueológica en el antiguo cementerio real de Abido ha descubierto tumbas que preceden a la de Narmer y cuya arquitectura y contenido las identifican como reales. A resultas de esto, los egiptólogos han ideado el término “dinastía 0” para referirse al grupo de reyes anteriores a la dinastía I.

Desgraciadamente, las inscripciones jeroglíficas primitivas son famosas por la dificultad que
presentan para ser descifradas, lo cual ha llevado a disputas sobre la identificación de los predecesores de Narmer. Por ejemplo, dos de las tumbas reales en Abido contenían inscripciones fragmentarias que a primera vista parecían ofrecer los nombres de sus ocupantes reales. No obstante, el nombre que se lee como rey Ro podría, de hecho, referirse a los objetos destinados a la boca (ro) del rey, mientras que las inscripciones atribuidas a un rey llamado Qa podrían aludir al espíritu (ka) del mismo. En otras palabras, es posible que ambas “tumbas” sean, de hecho, cámaras complementarias pertenecientes a otro entierro real cercano, quizás el de Narmer. De modo que ¡tan pronto como aparecen nuevos reyes se desvanecen de nuevo!

La Paleta de Narmer es probablemente la expresión visual más asombrosa de la realeza primitiva egipcia, pero no es el único monumento real procedente de los albores de la historia egipcia. Un extremo de una maza de piedra decorada encontrada en la misma época y el mismo yacimiento –Hieracómpolis- que la paleta ilustra un aspecto distinto de los rituales reales: la inauguración de un canal de riego. El rey representado realizando este acto se identifica mediante dos signos jeroglíficos grabados frente a su rostro, un escorpión y una escarapela. Dado que la escarapela se empleaba en este primer período para simbolizar el concepto de “dirigente”, el rey se suele identificar como rey Escorpión. Sin embargo, algunos egiptólogos prefieren interpretar el escorpión como algo más que un mero nombre. E incluso unos cuantos argumentan que el rey en cuestión es, de hecho, Narmer, basándose en las grandes similitudes estilísticas entre el extremo de la maza y la Paleta de Narmer.

Si el rey Escorpión fue verdaderamente un rey distinto debió de haber reinado aproximadamente en la misma época que Narmer, aunque no se ha hallado en el cementerio real de Abido ninguna tumba que pueda atribuírsele con toda seguridad. Dado que Heracómpolis está en el extremo sur de Egipto, se ha sugerido que Escorpión podría haber sido un rey local que gobernó la parte meridional del valle del Nilo, mientras que Narmer reinó más al norte. La verdad es que Hieracómpolis fue un importante centro durante los siglos anteriores a la dinastía I, y parece que perdió relevancia frente a Abido, su rival septentrional, hacia las últimas etapas de la unificación egipcia.

En la actualidad, Escorpión sigue apareciendo en muchas de las listas reales de los primeros monarcas, pero su posición en ellas no está bien fundamentada.


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domingo, 25 de mayo de 2014

La sede de la CIA


La Agencia Central de Inteligencia (CIA) es la encargada de obtener información relevante para la seguridad nacional y de facilitarla al Gobierno y a los legisladores de Washington. Además de poseer la que seguramente sea la mejor red de espías del mundo, también actúa en misiones secretas si así lo exige el Presidente. Su sede se encuentra en Langley, condado de Fairfax (Virginia) y ocupa uno de los edificios más seguros del mundo.

El Gobierno de EEUU ha estado recabando información tanto en su territorio como en el extranjero desde que los ingleses fueron expulsados de Norteamérica en el siglo XVIII, pero la existencia de la CIA es bastante más reciente. En la década de 1880, tanto la Marina como el Ejército tenían sus propios servicios de espionaje, pero después de la Primera Guerra Mundial, sus respectivos cometidos pasaron a ser competencia del Departamento de Investigaciones, precursor del FBI. En 1941, con EEUU preparado para intervenir en la Segunda Guerra Mundial, el presidente Roosevelt nombró a William J.Dawson coordinador de información. En menos de un año, Dawson empezó a dirigir la nueva Oficina de Servicios Estratégicos (OSS por sus siglas en inglés).

Aunque desapareció tras la guerra, la OSS estableció el patrón para la creación de la CIA, la cual se fundó en 1947, durante el mandato del presidente Truman.

Hoy, la CIA cuenta con cuatro grandes secciones: el Servicio Nacional Clandestino, que supervisa el trabajo de una red de espías; la Dirección de Ciencia y Tecnología, donde se analizan los medios de comunicación, fotografías por satélite e información similar para recabar datos; la Dirección de Inteligencia, que evalúa la información conseguida por los dos departamentos anteriores, y la Dirección de Administración, que lleva todo lo relacionado con el personal y la administración.

El Centro George Bush –situado al oeste de la capital- tiene una extensión de más de cien hectáreas
entre el edificio Antiguo de las Oficinas Centrales (OHB por sus siglas en inglés) y el edificio Nuevo de las Oficinas Centrales (NHB por sus siglas en inglés). Aunque el código postal del centro pertenece a Langley –donde el presidente Madison y su mujer se escondieron cuando se escaparon del asedio de Washington en 1812-, ahora es un barrio, absorbido en 1910, de McLean.

El OHB fue diseñado por el despacho de arquitectos Harrison & Abramovitz y se construyó entre 1959 y 1961. El NHB se construyó entre 1984 y 1991 siguiendo los planos trazados por el despacho de Smith, Hinchman & Grylls. Se encuentra en la ladera de una montaña detrás del OHB y los dos edificios casi se funden el uno con el otro. El NHB está formado por dos bloques de oficinas de seis pisos, incluyendo un vestíbulo de cristal de cuatro pisos de altura. Durante la construcción del edificio en 1985, se llevó a cabo una ceremonia de colocación de la primera piedra en la que se insertó una cápsula del tiempo con objetos relacionados con la agencia para ser abierta en el futuro. La caja contenía, entre otras cosas, una copia del credo de la CIA, un medallón simbólico de la CIA, una cámara de espía diminuta y un microchip criptográfico.

El nombre del complejo ha provocado alguna que otra sonrisa, ya que el George Bush que más recientemente ha estado en el poder no es conocido precisamente por sus brillantes declaraciones (aunque puede que sea un error subestimarle). Lo cierto es que el complejo de la CIA lleva el nombre George H.W.Bush, padre de George W.Bush, porque fue el primer director de la CIA que alcanzó el cargo de mayor rango del país al asumir la presidencia en 1988. Bush padre dirigió la Agencia Central de Inteligencia entre 1976 y 1977, y el edificio fue rebautizado en su honor en 1999.

Todo lo relacionado con la CIA es confidencial, incluso el número de trabajadores y su presupuesto anual. Se ha insinuado que su presupuesto es en realidad ilimitado, aunque siempre se ha negado en declaraciones oficiales. Las últimas cifras que se han hecho públicas datan de los años noventa y hablan de una suma de más de 26.000 millones reservados para gastos en inteligencia. Es muy probable que los gastos de la CIA se hayan incrementado después del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001, cuando la CIA fue duramente criticada por fracasar en su cometido.

Las medidas de seguridad del centro George Bush son totalmente confidenciales y el acceso al
edificio está restringido únicamente el personal autorizado. La página web de la organización explica que no está permitida la entrada a los ciudadanos por “motivos de logística y seguridad”.

La CIA suscita opiniones de todo tipo. Para algunos, su trabajo es la base sobre la que se apoya la seguridad nacional. Para otros, su reputación está marcada por el fracaso, desde la falta de información del OSS sobre el ataque de Japón a Pearl Harbor hasta los fallos evidenciados tras los ataques del 11 de septiembre. Otros se preguntan quién supervisa a la CIA y con qué eficacia. A lo mejor alguien podría contestar estas preguntas desde el centro de inteligencia George Bush, pero no parece probable.

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sábado, 24 de mayo de 2014

Espadas y Espadachines



Gladiadores, Caballeros y Mosqueteros convirtieron la espada y la esgrima en algo más que ataque y defensa. Armas como la Joyeuse de Carlomagno, o la Tizona del Cid fueron símbolos de majestad que enaltecieron la práctica de esta forma de lucha con arma blanca y su modalidad más ritual, los duelos singulares. Un itinerario completado por los samuráis, para los que el arte de manejar la espada era el camino hacia la sabiduría a través del combate.

Tras saludar a su adversario, el tirador iniciará su ataque con un golpe ligero contra el hierro de este, para que los aceros se calienten. A continuación, lanzará su primera acometida, que el defensor deberá parar sin que tenga derecho a ejecutar respuesta hasta que el lance haya concluido. Cuando el atacante vuelva a la posición en garde, el reposteur podrá empezar su maniobra o, si es su voluntad, desestabilizar el ritmo de su enemigo postergando su golpe unos segundos, en una respuesta à temps perdu. El buen tirador siempre situará adelantado su pie importante, no avanzará ni retorcerá más de unos centímetros, volteará su muñeca con soltura y no portará daga en la otra mano.

Así más o menos hablaba, en 1686, uno de los mejores maestros de esgrima, el francés André de Liancour, profesor de caballeros y reyes. Era el momento en que alboreaba un nuevo mundo para la milenaria espada, el arma que habían mitificado el rey Arturo y el Cid. Ya en el siglo XVII, los violentos enfrentamientos callejeros entre espadachines comenzaron a transformarse en la esgrima deportiva, no menos mortífera –sobre todo mientras duraron los duelos- pero mucho más noble y bella. Era el tránsito entre las dos grandes épocas que han marcado la historia de la espada, arma de caballeros y reyes pero también de gladiadores y rufianes.

El primer forjador de espadas martilleó una hoja metálica en la Creta minoica hacia los años 1500-1100 a.de C. Las referencias más tempranas sobre su uso corresponden a lugares tan distintos como el Egipto de Ramsés III (donde aparece en varios relieves); la guerrera Asiria (país en el que se instituyó la esgrima como deporte), e incluso se habla de ella en la gran obra épica hindú, el Mahabharata, que narra la formación de los sacerdotes guerreros de Brahma: “Diestras y certeras son las estocadas y paradas de sus armas, que flamean y fulguran”.

Entre las civilizaciones clásicas, los griegos no dieron demasiada importancia a la espada, que era un
arma secundaria para la infantería hoplita. Los infantes recurrían a ella tras arrojar su lanza o cuando ésta se había roto. Los primeros momentos de gloria debieron esperar al invento de los combates de gladiadores por los romanos en el 264 a. de C. Los luchadores llamados mirmillones portaban escudo como protección y espada para el ataque; con ella debían enfrentarse a los reciarios, pertrechados con red y tridente, y a los tracios, que usaban la daga. Se los entrenaba concienzudamente en escuelas creadas a tal efecto, todo para divertir al pueblo y a la aristocracia; los mejores gladiadores eran auténticas estrellas de la época. Los peores ya se sabe cómo acababan.

Al emperador Carlomagno siempre lo acompañaba su espada Joyeuse (“gozosa”). Fue el primer monarca para el que el arma, más allá de su valor práctico como instrumento de ataque o defensa, adquirió categoría de símbolo: se lo representaba portándola y legó a sus tres hijos sus preferidas. En la Edad Media, la espada dejó de ser una simple herramienta de trabajo para los guerreros y se transformó en un emblema de poder y majestad, dotada de cualidades místicas que en algunos casos evolucionaron hasta reflejar la verdadera valía de un hombre.

Hombres como el Cid, que tanto en la gloria como en el destierro llevaba su inseparable Tizona, situaron la espada en el centro del código de honor medieval. Se le atribuyó nobleza a ella misma y a quien la portaba y se la dotó de conexiones religiosas: un caballero besaba la cruz de su espada antes de combatir y el propio título de caballero se otorgaba haciendo una señal de la cruz con ella al aspirante. Excalibur, la mágica espada del rey Arturo, es el máximo ejemplo de la entronización de esta arma convertida en privilegio de aquel que tuviera las cualidades para unir un reino escindido entre señores feudales enfrentados, en una clara simbología política que también lo es religiosa, ya que el reinado del legendario monarca de Camelot sirve como alegoría del tránsito del paganismo al triunfo de la cristiandad en la Inglaterra céltica.

La formación de este espíritu caballeresco tuvo como corolario la irrupción de justas y torneos en la
sociedad medieval a partir del año 1056. En ellos, la espada era el arma predilecta y decisiva en el llamado combate singular, que solía seguir al enfrentamiento inicial a caballo con lanzas. El primer golpe era prerrogativa del desafiado. De todas formas, aunque exista una imagen del caballero andante medieval como experto espadachín, su técnica guerrera era más tosca que la esgrima ortodoxa que se iba a imponer en los siglos XVI y XVII. Y es que los combatientes del Medievo utilizaban pesadas espadas, que excedían del kilo y medio, e iban equipados con resistentes armaduras metálicas que, en su conjunto, podían sumar 25 kilos de peso repartidos por todo el cuerpo. Por tanto, las estocadas con la punta del arma hubieran resultado poco eficaces contra un enemigo tan protegido y la espada se utilizaba primordialmente para aporrear al oponente a base de mandobles asestados con el filo o, incluso, a golpes de pomo.

Caso aparte constituyen los samuráis, para quienes la espada era la sabiduría, el medio del lograr la satori, la perfección espiritual. El manejo de la espada purificaba a quien lo dominaba y lo libraba de toda mácula moral. Los samurái –el nombre significa originalmente “criado”- eran guerreros profesionales a cuenta de un señor que surgieron en Japón a finales del siglo XIII, tras el intento de invasión del país por los gobernantes mongoles de China. Ellos formaron una de las cinco clases sociales en que se organizó la civilización nipona medieval (las otras cuatro eran las de los nobles, granjeros, artesanos y mercaderes).

Su ascenso social llegó a la cima a finales del siglo XVI, cuando los samuráis se convirtieron en la casta dominante al ser desarmados todos los campesinos por orden del sogún (“generalísimo”) de Japón y quedar ellos con el monopolio de la espada. Los samuráis ya conformaban una casta cerrada en 1603, situada en lo más alto del escalafón social, como salvaguarda militar de un poder político que era una suerte de feudalismo centralizado. Mantuvieron esta posición hasta la llamada Rebelión Satsuma de 1876, en la que 25.000 samuráis se alzaron contra el gobierno Meiji, durante veinte días y fueron derrotados tras una dura batalla.

Los samuráis cultivaban la práctica de la esgrima como una doctrina del guerrero, el bushido,
conectada al budismo, el sintoísmo y la filosofía confuciana tan tempranamente arraigados en Japón. El bushido es la subyugación del yo, la capacidad de soportar el dolor de un entrenamiento extenuante cultivando la serenidad mental cuando uno se enfrenta a la certeza de la muerte. Estos principios morales pasaban directamente a la esgrima mediante el kendo, la doctrina de la espada, en la que se empezaba a educar a los samuráis al cumplir los 5 años. Además de una disciplina rigurosa y austera, se exigía al maestro sumergirse en aspectos existenciales hasta alcanzar un estado casi místico llamado munen (“sin pensamiento”). Lo explicaba un epigrama de una de las mejores escuelas de esgrima del período samurái: “La victoria es para aquel que, incluso antes del combate, no piensa para nada en sí mismo”.

Volvamos a Occidente. El progreso en el uso de la espada se asentó, y mucho, sobre los llamados maestros que, a partir de la invención de la imprenta en 1450, redactaron multitud de tratados sobre el tema, consumidos por el público de la época como auténticos best sellers. Pero la primera aportación importante no fue obra de un especialista sino del polifacético Camillo Agrippa –conocido por ser el autor del obelisco de la plaza de San Pedro en Roma- que escribió “Tratado sobre la ciencia de las armas con un diálogo filosófico”, ilustrado con unos grabados atribuidos a Miguel Ángel, amigo del autor y también esgrimista habitual. Camorrista y rufián, Agrippa señaló las ventajas de la estocada sobre el golpe y definió las cuatro posiciones de guardia básicas (prima, secunda, terza y quarta), que aún hoy siguen siendo estudiadas. También, muy en la línea del entusiasmo científico del renacimiento, estudió los movimientos de cabeceo de los gallos de pelea para inventar nuevas fintas de espada.

Poco a poco desaparecieron las pesadas armaduras y los caballeros se apearon de sus cabalgaduras,
pero las espadas siguieron siendo parte fundamental del atuendo, evolucionando en medida y peso para adaptarse a las nuevas formas de vestir. Con el final del siglo XVII, Europa se convirtió en un gigantesco escenario de duelos, “sacramentos del asesinato”, como se los llamó. En el momento de la pelea, el uso de la espada se complementaba con el de una daga en la otra mano, lo que daba lugar a duelos en los que el juego sucio estaba a la orden del día. Es la esgrima del capitán Alatriste, que con tanta propiedad narra Arturo Pérez-Reverte en todas las aventuras de este personaje del Siglo de Oro español.

En este punto es conveniente distinguir las diferentes armas de la época. La espada es la más antigua arma metálica de mano fabricada por el hombre. Primero de bronce, luego de hierro y finalmente de acero con un alma de hierro puro, se han hecho de todas las longitudes y formas, desde la espada muy corta y ancha de doble filo de los gladiadores romanos hasta la alargada y curva katana japonesa.

La demanda de las emociones de un duelo, pero sin arriesgarse a las heridas que comportaba, llevó a que durante el reinado de Luis XIV apareciera un arma ligera, de sección rectangular y con un botón que cubría la punta de la hoja. Así, el florete fue la primera arma deportiva de la historia y su introducción en los salones de Versalles vino pareja a una serie de exigentes reglas que incluyeron la limitación de los tocados.

Descendiente de la cimitarra turca, el sable se introdujo en Europa en el siglo XVIII como un arma pesada y curva que permitía golpes de filo. Se convirtió en la favorita de militares y esgrimistas húngaros y fue adoptada por estadistas como Napoleón, que llevaba habitualmente una cimitarra de los mamelucos, traída de Egipto.

En el teatro isabelino inglés de principios del siglo XVII, la correcta representación de los
enfrentamientos entre espadachines era fundamental. El público, que tenía bastante práctica en el asunto, no dudaba en abuchear a los actores menos convincentes o diestros a la hora de ejecutar estocadas. William Shakespeare –que tuvo problemas con la ley en 1589 cuando fue sorprendido en una reyerta callejera empuñando una espada- se esmeró muchísimo en conseguir dramáticos encuentros de espada y sus obras fueron aclamadas también en este aspecto. Ahí están el duelo entre Hamlet y Laertes, para el que el primero confesará haberse “ejercitado de forma continua”, y el dramático combate que, en Romeo y Julieta, enfrenta a Mercucio y Tibaldo. Shakespeare también aborda otro aspecto mítico del mundo de la espada, el de su fabricación, cuando subraya el origen toledano del arma que utiliza Otelo, el celoso moro de Venecia.

Y es que Toledo, donde ya se forjaban armas blancas en la Edad de Bronce, adquirió una fama mundial en el Renacimiento cuando las tropas españolas dieron a probar a más de un enemigo las espadas que enseñaron a forjar artesanos sirios venidos durante la época musulmana a la ciudad de las tres culturas. Esta dominación permitió importar la técnica de los herreros de Damasco, otra de las grandes forjas de la historia. Así surgieron las famosas jinetas, espadas árabes que adoptaron los cristianos. Los toledanos fueron expertos en la obtención de acero a partir de hierro combinado con elementos como carbono o azufre, que dotaron a sus espadas de la mezcla de dureza y flexibilidad tan valorada por los caballeros.

Pero, en ese siglo XVII que fue, sin duda, la gran centuria de la esgrima, Francia destacó sobre cualquier otro país. Fue la época de los mosqueteros, bajo el reinado de Luis XIII, quien durante su largo mandato de 33 años (1610-1643) se debatió entre su reconocimiento racional de que sería deseable proscribir los duelos y su romántica nostalgia de los
lejanos días de la caballería. El predominio galo se asentó sobre los principios establecidos por la Academia de Esgrima Francesa, que había sido creada por el rey Carlos IX en 1567 y que, en 1605, produjo su primer código de normas esgrimísticas compilado por el maestro Le Perché de Coudray.

Los mosqueteros fueron creados en 1605 como guardia personal del rey Enrique IV; originalmente se los llamaba carabineros porque iban equipados con carabinas. Luis XIII los rearmó con mosquetes, y de ahí su nombre. Sobre Dartagnan, el famoso héroe de Alejandro Dumas, ya hablamos en otra entrada.

La Revolución Francesa cambió el curso de la esgrima, que fue prácticamente borrada del mapa por los jacobinos y muchos de sus principales maestros murieron en la guillotina. Así, el escenario predilecto de su práctica en Occidente se trasladó a los dos grandes Estados monárquicos del continente: Inglaterra y Austria. Los duelos con sangre derramada fueron decayendo desde que empezaran a ser prohibidos en la mayoría de los países durante el siglo XVIII,
aunque en Alemania pervivieron durante mucho tiempo; de hecho, aún se practican en cierta medida hoy en día. Bajo el nombre de mensur, su escenario predilecto eran las universidades y enfrentaban a las fraternidades de estudiantes, que se encontraban en las tabernas para enzarzarse en duelos a cara descubierta, lo cual provocaba frecuentes cicatrices, motivo de orgullo. Uno de los aficionados a estos encuentros fue el pendenciero estudiante de la universidad de Gotinga Otto von Bismarck, llamado a ser el Canciller de Hierro.

Más allá de las tabernas germanas, la esgrima se fue circunscribiendo, durante el siglo XIX, al ámbito deportivo, y alcanzó categoría olímpica desde los primeros juegos modernos de 1896. También mantuvo su valor simbólico, aunque cada vez más centrado en torno al Ejército y la mística castrense, ya que el poder político caminaba hacia la esfera civil. La espada continuó siendo un arma oficial de varios ejércitos hasta la Primera Guerra Mundial. Y en fecha tan tardía como 1942, los soldados americanos eran instruidos en la lucha contra un adversario armado con florete o espada, como demuestran las fotografías de manuales militares de la época. Tras la derrota de Japón y Alemania en
1945, a ambos países se les prohibió fabricar o poseer espadas.

Algún temor ritual debe producir aún la espada, una suerte de atavismo arcano que se pierde en las leyendas de Excalibur y llega hasta el curioso empeño de Franco por hacerse con la Tizona del Cid durante la dictadura. Seguramente porque, de Toledo a Versalles, de los samuráis hasta los mosqueteros, muchos esgrimistas subscribirían la frase del novelista Eiji Yoshikawa: “La espada habría de ser muchísimo más que una simple arma; tenía que ser la respuesta a los interrogantes de la vida”.

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miércoles, 7 de mayo de 2014

Los macarrones




Es incierto el origen histórico de la diversidad de alimentos que englobamos actualmente con el nombre de pasta. Según una edición de 1929 de la revista gastronómica The Macaroni Journal, Marco Polo, en una de sus exploraciones marítimas de Asia, mandó a tierra un marinero de su tripulación para reponer las provisiones de agua dulce. Al desembarcar, el marinero encontró una aldea en la que un nativo y su mujer estaban preparando un extraño alimento en forma de largos hilos que cocían en agua hirviendo. El marinero probó aquel manjar y, enterado por los nativos del secreto de su preparación, lo llevó a Italia, donde la elaboración de la pasta se hizo pronto muy popular. Contaba la revista, además, que el nombre del marinero no era otro que Spaghetti.

Hoy se sabe que esta historia es totalmente falsa. Marco Polo dijo haber comido lasaña elaborada con harina del árbol del pan en Fanfur –lo que se supone que es hoy en día Sumatra-. Sin embargo, la narración de Marco Polo fue publicada en 1298 y hoy sabemos que, veintiún años antes, el notario genovés Scarpa hablaba ya de los macarrones. Mucho antes, los antiguos etruscos comían pasta hecha en casa, como atestiguan los relieves encontrados en una tumba del siglo IV a.C.. Sin embargo, los antiguos romanos no la conocieron. En China, hay indicios de que ya se comía al menos desde finales del siglo I. Para unos, la pasta comenzó a comerse en Italia en la ciudad de Génova; otros creen que fueron los árabes quienes la introdujeron en Sicilia durante el siglo XI. Lo que sí se sabe es que fueron los napolitanos quienes comenzaron a consumirla y producirla a gran escala a principios del siglo XIX.

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Abonos, Fertilizantes e Insecticidas – Los peligros del progreso agrícola




La modernización de las técnicas agrícolas y el notable aumento en las producciones de los últimos años han ido inevitablemente unidos a un incremento en la utilización de productos fertilizantes y plaguicidas, frente a cuyas ventajas en este sentido se contraponen los riesgos y peligros que su uso excesivo o inadecuado puede conllevar para la salud pública y el medio ambiente.

La modernización de la agricultura y el espectacular aumento productivo de los últimos tiempos han ido inevitablemente acompañados –además de un incremento en la mecanización y en el consumo de agua- por la utilización de abonos y fertilizantes, que aumentan decisivamente la producción, y de productos insecticidas que disminuyen las pérdidas ocasionadas por plagas y enfermedades. Pero no son productos totalmente inocuos en ningún sentido.

Los insecticidas se utilizan frecuentemente como plaguicidas tanto en el medio agrícola como en el forestal para combatir a determinadas especies de insectos que, por algún motivo –condiciones climáticas favorables para su proliferación, inexistencia de enemigos naturales por tratarse de especies no endémicas de la zona…-, aumentan sus poblaciones de manera alarmante, causando plagas.

Los primeros utilizados fueron compuestos minerales de origen inorgánico, tales como los arsenicales de plomo y calcio, el azufre y sus compuestos, etcétera, y también otros de origen vegetal, como la nicotina –extraída del tabaco-, la piretrina –obtenida de las flores de ciertos crisantemos- y la rotenona –procedente de las raíces de ciertas plantas tropicales-.

A finales de 1939, se sintetizó en Suiza por primera vez un compuesto con propiedades insecticidas: el DDT. Tan efectivo fue para combatir los piojos y otros vectores de enfermedades humanas que se convirtió en secreto de guerra y se utilizó a gran escala, aplicado directamente sobre el cuerpo de los soldados aliados como protección contra los piojos y también contra la malaria y otras enfermedades de zonas pantanosas e
insalubres. Posteriormente, se siguió utilizando en programas de erradicación del paludismo y son millones las personas que deben su vida y su salud a este insecticida que, no obstante, actualmente está prohibido en casi todo el mundo.

El DDT fue el primero de los llamados insecticidas orgánicos de síntesis –los que se obtienen mediante síntesis química-, que se clasifican en tres grupos: organoclorados, organofosforados y carbamatos.

Los organoclorados –y, entre ellos, el DDT- son bastante persistentes y, por ello, por su toxicidad crónica y por su capacidad de bioconcentración, los más peligrosos han sido retirados del mercado o se ha restringido mucho su uso. Los insecticidas organofosforados resultan muy eficaces, pues su persistencia es escasa y su toxicidad bastante alta.
Los carbamatos, muy utilizados para desinsectar animales domésticos por su menor toxicidad, son también poco persistentes y se degradan fácilmente.

Recientemente, han aparecido otros insecticidas de características toxicológicas y modos de actuación muy distintos y, en general, menos dañinos ecológicamente y menos peligrosos que los anteriores. Son los llamados insecticidas de tercera generación, entre los que se pueden citar a los piretroides de síntesis, que actúan por contacto y tienen un rápido efecto de inmovilización sobre los insectos. Su toxicidad es, en general, elevada para insectos y animales de sangre fría, pero muy baja para los de sangre caliente.

Otro grupo es el de los inhibidores de crecimiento, que interfieren en la formación de la quitina que
compone la cutícula externa o piel del insecto, impidiendo que se desarrolle y llegue al estado adulto al ser incapaz de mudar su cutícula, por lo que muere deshidratado. La toxicidad de estos productos es muy baja o casi nula; además, al ser muy específicos y actuar por ingestión, los demás animales no sufren daño. Por último, las hormonas juveniles son productos que actúan sobre el metabolismo de los insectos provocando su muerte prematura, razón por la cual se emplean contra los que causan daño como adultos y no en sus fases larvarias, como mosquitos y otros dípteros.

Como ya se ha dicho, los tratamientos masivos de las plagas con productos químicos presentan una serie de inconvenientes que hacen desaconsejable su uso indiscriminado y asiduo, a no ser que la amenaza sea verdaderamente grave y no se pueda remediar con otros métodos más sencillos y menos nocivos. Algunos efectos perjudiciales de fertilizantes y plaguicidas son:

-Sobre la fauna: Muerte por intoxicación de gran número de animales; alteraciones en el desarrollo embrionario de invertebrados; variaciones en la composición o morfología de los huevos de distintas aves; alteración de las cadenas alimentarias naturales.

-Sobre la misma plaga: Pérdida progresiva de eficacia, al desarrollar el insecto patógeno resistencia al producto; Reinvasión de plagas controladas anteriormente y que, al librarse de sus enemigos naturales, logran un nivel reproductivo superior al habitual.

-Sobre la salud humana: Presencia de residuos de los productos en los alimentos; intoxicación de las personas que los aplican.

-Sobre el medio ambiente: Contaminación de aguas superficiales y subterráneas; efecto de algunos productos sobre la atmósfera –como el bromuro de metilo, perjudicial para la capa de ozono-.

Todas las acciones llevadas a cabo sobre los ecosistemas forestales deben orientarse a la estabilización y el equilibrio entre las diferentes especies que los pueblan. En tal sentido, para mantener el buen estado sanitario de las masas vegetales se debe dar una especial importancia a las medidas preventivas, integrándolas con el resto de las operaciones de manejo del monte. Pero, en caso de que la plaga se desate, hay que tender a evitar –en lo posible- los tratamientos químicos masivos que pueden ocasionar contaminación y toxicidad directa sobre la fauna y poner en peligro el equilibrio del sistema. Para ello, resulta especialmente útil la llamada lucha integrada, método de control de plagas que consiste en utilizar todos los factores naturales perjudiciales para el insecto –introducción, colonización y promoción de los parásitos y predadores que causan la plaga, plantación de especies vegetales más resistentes…-, complementados con los métodos artificiales que se estimen convenientes en cada caso. Así se consigue reducir al mínimo la cantidad de producto plaguicida empleado y, por tanto, sus efectos nocivos sobre el ecosistema.

El riesgo en cuanto a toxicidad y contaminación del uso de los fertilizantes agrícolas es similar: los venenos que incorporan son asimilados por los organismos de los niveles inferiores de la cadena alimentaria, transmitiéndose posteriormente a lo largo de ella y acumulándose en grandes cantidades en los animales de niveles superiores.

Se llama fertilizante o abono a toda sustancia orgánica o inorgánica, natural o sintética, que aporta a
las plantas uno o varios elementos nutritivos que éstas necesitan para su buen desarrollo. Estos elementos nutritivos se dividen en macroelementos o macronutrientes –necesarios en mayores cantidades-, de entre los cuales los principales son el nitrógeno, el fósforo y el potasio, y microementos o micronutrientes –necesarios en menores proporciones, aunque igualmente vitales para las plantas-: magnesio, hierro, cloro, cobalto, cobre, molibdeno y cinc. De los tres macroelementos principales, el nitrógeno es el fundamental para el crecimiento de las plantas, que lo absorben gradualmente a lo largo prácticamente de todo su ciclo de crecimiento. El fósforo incide fundamentalmente en la formación de las raíces, en la floración y en la fecundación, y forma gran parte de lo que se podría llamar el esqueleto de la planta. El potasio da mayor resistencia a la planta frente a las plagas, enfermedades y sequía, actuando a la vez como vehículo de transporte de las sustancias que la planta usa como reserva.

En el suelo, existen unos valores críticos de macro y microelementos por debajo de los cuales el desarrollo de las plantas no es óptimo y, por tanto, la producción agrícola no alcanza su máximo potencial, lo que hace necesario el abonado que corrija las carencias del suelo, la restitución de los elementos fertilizantes exportados por cultivos anteriores o el aumento de las reservas de estos nutrientes en el suelo.


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sábado, 3 de mayo de 2014

Richard Feynman – Un físico atípico


 



Fue, ante todo, un físico genial, probablemente miembro de esa élite de científicos que han marcado al siglo XX. Y sin duda fue eso, y mucho más; por ejemplo, un percusionista genial enamorado de la samba y los bongós, un pedagogo maestro de profesores y un humorista cuyo ingenio podía llegar a parecer inagotable.

Feynman había nacido en 1918 en Nueva York; sus padres, judíos no practicantes, le animaron desde pequeñito a hacer preguntas que desafiaban al sentido común y, al mismo tiempo, a no perder nunca el sentido del humor por malas que fueran las perspectivas. Y aquellas recomendaciones no cayeron en saco roto; el niño era genial, pero su carácter divergente e inquieto, sin duda estimulado en casa, le ayudó a conseguir casi todo lo que quiso en la vida. Aún no tenía 15 años y había montado un pequeño negocio para arreglar; en un laboratorio que se había montado él mismo, las radios y otros enseres domésticos de los vecinos, incluidas las cerraduras. Al mismo tiempo, y como pasatiempo casi ocioso, descubrió por sí mismo las principales reglas de la trigonometría, el álgebra, las series infinitas e incluso el cálculo diferencial e integral.

No es extraño que con esos antecedentes fuera admitido en el casi inaccesible MIT de Boston, donde se graduó en 1939. Para doctorarse eligió Princeton, en New Jersey, cerca de su Nueva York natal. Y lo hizo apenas tres años después, en 1942. Ese mismo año fue invitado por Robert Wilson, quien ganaría el Nobel en 1978 por descubrir la radiación de fondo
del Universo, a integrarse en el Proyecto Manhattan, para lo que tuvo que desplazarse a Los Álamos, en Nuevo México. Allí trabajó en el grupo liderado por Hans Bethe, quien recibiría en 1967 el premio Nobel por explicar el origen de la energía de las estrellas debido a la fusión termonuclear que transforma el hidrógeno en helio.

Cuando Feynman dejó el Proyecto Manhattan –la primera bomba atómica de prueba fue detonada en julio de 1945, en Alamogordo, también en Nuevo México, y las bombas sobre Hiroshima y Nagasaki que terminaron con la guerra fueron lanzadas en los primeros días de agosto-,
Robert Oppenheimer quiso llevárselo consigo a Berkeley, en California, mientras que su hermano, Frank Oppenheimer, que sin duda admiraba las dotes pedagógicas, divulgativas y humorísticas de Feynman, quiso convencerle para montar algún sistema de enseñanza informal e interactiva de la física. Frank acabaría fundando, sin Feynman, el primer museo interactivo de las ciencias, el hoy famoso Exploratorium de San Francisco, cuyo modelo siguen en la actualidad cerca de 5.000 centros de ciencia en todo el mundo, una quincena de ellos en España.

Pero Feynman no hizo caso a ninguno de los dos hermanos Oppenheimer, ni tampoco atendió la muy seria oferta que le había hecho el Instituto de Estudios Avanzados de su propia universidad, Princeton; un centro que le ofrecía trabajar nada menos que junto a Albert Einstein y los famosos matemáticos Kurt Gödel y Von Neumann. Al final decidió seguir a Bethe, su antiguo jefe en Los Álamos, hasta la Universidad de Cornell, en Ithaca (estado de Nueva York). Allí estuvo investigando por su cuenta en cuestiones de física teórica que más adelante le valdrían el Nobel, y sobre todo dando clases, que era su pasión. Pero a los cinco años, su lado aventurero le llevó a Brasil, donde estuvo casi un decenio dando conferencias y, de paso, impregnándose de la música local. De hecho llegó a desfilar en una escuela de samba durante el famoso carnaval de Río de Janeiro. Se incorporó a finales de los cincuenta al famoso Caltech (Instituto Tecnológico de California), en Pasadena, junto a Los Ángeles. En 1968 introdujo allí nuevos conceptos en la comprensión de las subpartículas de las que podrían estar formadas las partícula pesadas; las llamó “partones”, concepto que acabaría afinando poco después Murray Gell-Mann al identificar a los quarks como componentes de protones y neutrones.

Por cierto, en aquellos años Feynman también colaboró con Gell-Mann en la puesta a punto de la
Teoría de la Desintegración Beta, característica de la fuerza nuclear débil, una de las cuatro fuerzas esenciales del universo, junto a la gravitación, el electromagnetismo y la fuerza nuclear fuerte.

En esa época, durante el decenio de los sesenta, Feynman realizó aportaciones innovadoras a muchas ramas de la física, que luego iban a conducir a la concesión de diversos premios Nobel a colegas suyos, premios que él hubiera podido muy bien compartir. Fue el inventor de unos sencillos esquemas, los famosos Diagramas de Feynman, para estudiar las interacciones y propiedades de las partículas subatómicas de manera tan simple como exacta. No solo trabajó con Gell-Mann en la comprensión de la desintegración débil, y colaboró inicialmente con él en la idea de lo que luego se llamaron quarks, sino que formuló las leyes de la electrodinámica cuántica –lo que le valió a él su propio Nobel en 1965-, como teoría para explicar de manera completa el submundo de las partículas elementales, que ya incluía a los quarks. Y abordó igualmente la explicación de la superfluidez que afecta a un tipo de helio, llamado Helio III, a temperaturas muy próximas al cero absoluto (algo menos de -273 ºC).

Por cierto, Gell-Mann recibió el Nobel en 1969 por sus investigaciones sobre los quarks; bien hubiera podido compartirlo con Feynman pero, claro, éste lo había recibido cuatro años antes por la cromodinámica cuántica, y tampoco había que abusar.

En 1986, tras el terrible accidente del transbordador espacial Challenger, Feynman fue convocado por la NASA, junto a otros sabios, para intentar determinar la causa del fallo. Pero las cortapisas administrativas –los contratistas de la NASA eran empresas privadas, muy celosas de sus procedimientos- le impidieron trabajar como él quería, por lo que cortó por lo sano y reprodujo una parte de la unión entre los diversos cohetes que conforman el lanzador, emitiendo la hipótesis de que las juntas de sellado en forma de anillo (en inglés, O-ring) habían sido construidas con una especie de silicona que podría haberse agrietado al contacto con el combustible de la nave, que está compuesto de oxígeno e hidrógeno líquidos, a muchos grados bajo cero. Feynman hizo sus propias pruebas, de manera un tanto rudimentaria pero sumamente eficaz, sumergiendo una parte de aquel material comprimido dentro de un balde con agua helada. En realidad demostró que fue un fallo tonto, casi inexplicable; pero no fue detectado por ningún control de calidad, ni de la empresa fabricante ni de la NASA.

La figura de Feynman se hizo muy pronto legendaria en el mundo de la Física. Y no solo por sus
hallazgos, sin duda geniales, sino por muchas de sus otras habilidades. Una buena muestra de ello es el hecho de que, cuando estaban encerrados en Los Álamos diseñando la primera bomba atómica, como se aburría por culpa del obligado confinamiento, se dedicaba a abrir los más complicados archivadores y cajas fuertes, en los que se guardaban documentos y materiales clasificados como alto secreto miliar. Incluso dejaba dentro una notita diciendo que aquello era una tentación para los ladrones y espías, porque era muy fácil de violar. Muchas de esas anécdotas las cuenta en uno de sus libros más divertidos, cuyo título es “¿Está usted de broma, señor Feynman?”.

Fue original y excéntrico casi para todo; por ejemplo, era un excelente dibujante pero jamás quiso firmar con su nombre obra alguna. Y eso que, con el seudónimo de Ofey, llegó a ganar dinero con esa habilidad. Y seguro que fue capaz de ver el lado insólito incluso cuando su vida llegó al final: enfermó a la vez de dos tipos de cáncer extremadamente raros que le llevaron a la tumba en 1988, cuando estaba a punto de cumplir los setenta años de edad.

La inteligencia, la mentalidad divergente y, en suma, la genialidad de un sabio no tienen por qué estar reñidas con el buen humor y las ganas de vivir con intensidad lo que nos ofrece el día a día en otro orden de cosas. El ejemplo de Richard Feynman así lo demuestra.

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