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sábado, 24 de mayo de 2014

Espadas y Espadachines



Gladiadores, Caballeros y Mosqueteros convirtieron la espada y la esgrima en algo más que ataque y defensa. Armas como la Joyeuse de Carlomagno, o la Tizona del Cid fueron símbolos de majestad que enaltecieron la práctica de esta forma de lucha con arma blanca y su modalidad más ritual, los duelos singulares. Un itinerario completado por los samuráis, para los que el arte de manejar la espada era el camino hacia la sabiduría a través del combate.

Tras saludar a su adversario, el tirador iniciará su ataque con un golpe ligero contra el hierro de este, para que los aceros se calienten. A continuación, lanzará su primera acometida, que el defensor deberá parar sin que tenga derecho a ejecutar respuesta hasta que el lance haya concluido. Cuando el atacante vuelva a la posición en garde, el reposteur podrá empezar su maniobra o, si es su voluntad, desestabilizar el ritmo de su enemigo postergando su golpe unos segundos, en una respuesta à temps perdu. El buen tirador siempre situará adelantado su pie importante, no avanzará ni retorcerá más de unos centímetros, volteará su muñeca con soltura y no portará daga en la otra mano.

Así más o menos hablaba, en 1686, uno de los mejores maestros de esgrima, el francés André de Liancour, profesor de caballeros y reyes. Era el momento en que alboreaba un nuevo mundo para la milenaria espada, el arma que habían mitificado el rey Arturo y el Cid. Ya en el siglo XVII, los violentos enfrentamientos callejeros entre espadachines comenzaron a transformarse en la esgrima deportiva, no menos mortífera –sobre todo mientras duraron los duelos- pero mucho más noble y bella. Era el tránsito entre las dos grandes épocas que han marcado la historia de la espada, arma de caballeros y reyes pero también de gladiadores y rufianes.

El primer forjador de espadas martilleó una hoja metálica en la Creta minoica hacia los años 1500-1100 a.de C. Las referencias más tempranas sobre su uso corresponden a lugares tan distintos como el Egipto de Ramsés III (donde aparece en varios relieves); la guerrera Asiria (país en el que se instituyó la esgrima como deporte), e incluso se habla de ella en la gran obra épica hindú, el Mahabharata, que narra la formación de los sacerdotes guerreros de Brahma: “Diestras y certeras son las estocadas y paradas de sus armas, que flamean y fulguran”.

Entre las civilizaciones clásicas, los griegos no dieron demasiada importancia a la espada, que era un
arma secundaria para la infantería hoplita. Los infantes recurrían a ella tras arrojar su lanza o cuando ésta se había roto. Los primeros momentos de gloria debieron esperar al invento de los combates de gladiadores por los romanos en el 264 a. de C. Los luchadores llamados mirmillones portaban escudo como protección y espada para el ataque; con ella debían enfrentarse a los reciarios, pertrechados con red y tridente, y a los tracios, que usaban la daga. Se los entrenaba concienzudamente en escuelas creadas a tal efecto, todo para divertir al pueblo y a la aristocracia; los mejores gladiadores eran auténticas estrellas de la época. Los peores ya se sabe cómo acababan.

Al emperador Carlomagno siempre lo acompañaba su espada Joyeuse (“gozosa”). Fue el primer monarca para el que el arma, más allá de su valor práctico como instrumento de ataque o defensa, adquirió categoría de símbolo: se lo representaba portándola y legó a sus tres hijos sus preferidas. En la Edad Media, la espada dejó de ser una simple herramienta de trabajo para los guerreros y se transformó en un emblema de poder y majestad, dotada de cualidades místicas que en algunos casos evolucionaron hasta reflejar la verdadera valía de un hombre.

Hombres como el Cid, que tanto en la gloria como en el destierro llevaba su inseparable Tizona, situaron la espada en el centro del código de honor medieval. Se le atribuyó nobleza a ella misma y a quien la portaba y se la dotó de conexiones religiosas: un caballero besaba la cruz de su espada antes de combatir y el propio título de caballero se otorgaba haciendo una señal de la cruz con ella al aspirante. Excalibur, la mágica espada del rey Arturo, es el máximo ejemplo de la entronización de esta arma convertida en privilegio de aquel que tuviera las cualidades para unir un reino escindido entre señores feudales enfrentados, en una clara simbología política que también lo es religiosa, ya que el reinado del legendario monarca de Camelot sirve como alegoría del tránsito del paganismo al triunfo de la cristiandad en la Inglaterra céltica.

La formación de este espíritu caballeresco tuvo como corolario la irrupción de justas y torneos en la
sociedad medieval a partir del año 1056. En ellos, la espada era el arma predilecta y decisiva en el llamado combate singular, que solía seguir al enfrentamiento inicial a caballo con lanzas. El primer golpe era prerrogativa del desafiado. De todas formas, aunque exista una imagen del caballero andante medieval como experto espadachín, su técnica guerrera era más tosca que la esgrima ortodoxa que se iba a imponer en los siglos XVI y XVII. Y es que los combatientes del Medievo utilizaban pesadas espadas, que excedían del kilo y medio, e iban equipados con resistentes armaduras metálicas que, en su conjunto, podían sumar 25 kilos de peso repartidos por todo el cuerpo. Por tanto, las estocadas con la punta del arma hubieran resultado poco eficaces contra un enemigo tan protegido y la espada se utilizaba primordialmente para aporrear al oponente a base de mandobles asestados con el filo o, incluso, a golpes de pomo.

Caso aparte constituyen los samuráis, para quienes la espada era la sabiduría, el medio del lograr la satori, la perfección espiritual. El manejo de la espada purificaba a quien lo dominaba y lo libraba de toda mácula moral. Los samurái –el nombre significa originalmente “criado”- eran guerreros profesionales a cuenta de un señor que surgieron en Japón a finales del siglo XIII, tras el intento de invasión del país por los gobernantes mongoles de China. Ellos formaron una de las cinco clases sociales en que se organizó la civilización nipona medieval (las otras cuatro eran las de los nobles, granjeros, artesanos y mercaderes).

Su ascenso social llegó a la cima a finales del siglo XVI, cuando los samuráis se convirtieron en la casta dominante al ser desarmados todos los campesinos por orden del sogún (“generalísimo”) de Japón y quedar ellos con el monopolio de la espada. Los samuráis ya conformaban una casta cerrada en 1603, situada en lo más alto del escalafón social, como salvaguarda militar de un poder político que era una suerte de feudalismo centralizado. Mantuvieron esta posición hasta la llamada Rebelión Satsuma de 1876, en la que 25.000 samuráis se alzaron contra el gobierno Meiji, durante veinte días y fueron derrotados tras una dura batalla.

Los samuráis cultivaban la práctica de la esgrima como una doctrina del guerrero, el bushido,
conectada al budismo, el sintoísmo y la filosofía confuciana tan tempranamente arraigados en Japón. El bushido es la subyugación del yo, la capacidad de soportar el dolor de un entrenamiento extenuante cultivando la serenidad mental cuando uno se enfrenta a la certeza de la muerte. Estos principios morales pasaban directamente a la esgrima mediante el kendo, la doctrina de la espada, en la que se empezaba a educar a los samuráis al cumplir los 5 años. Además de una disciplina rigurosa y austera, se exigía al maestro sumergirse en aspectos existenciales hasta alcanzar un estado casi místico llamado munen (“sin pensamiento”). Lo explicaba un epigrama de una de las mejores escuelas de esgrima del período samurái: “La victoria es para aquel que, incluso antes del combate, no piensa para nada en sí mismo”.

Volvamos a Occidente. El progreso en el uso de la espada se asentó, y mucho, sobre los llamados maestros que, a partir de la invención de la imprenta en 1450, redactaron multitud de tratados sobre el tema, consumidos por el público de la época como auténticos best sellers. Pero la primera aportación importante no fue obra de un especialista sino del polifacético Camillo Agrippa –conocido por ser el autor del obelisco de la plaza de San Pedro en Roma- que escribió “Tratado sobre la ciencia de las armas con un diálogo filosófico”, ilustrado con unos grabados atribuidos a Miguel Ángel, amigo del autor y también esgrimista habitual. Camorrista y rufián, Agrippa señaló las ventajas de la estocada sobre el golpe y definió las cuatro posiciones de guardia básicas (prima, secunda, terza y quarta), que aún hoy siguen siendo estudiadas. También, muy en la línea del entusiasmo científico del renacimiento, estudió los movimientos de cabeceo de los gallos de pelea para inventar nuevas fintas de espada.

Poco a poco desaparecieron las pesadas armaduras y los caballeros se apearon de sus cabalgaduras,
pero las espadas siguieron siendo parte fundamental del atuendo, evolucionando en medida y peso para adaptarse a las nuevas formas de vestir. Con el final del siglo XVII, Europa se convirtió en un gigantesco escenario de duelos, “sacramentos del asesinato”, como se los llamó. En el momento de la pelea, el uso de la espada se complementaba con el de una daga en la otra mano, lo que daba lugar a duelos en los que el juego sucio estaba a la orden del día. Es la esgrima del capitán Alatriste, que con tanta propiedad narra Arturo Pérez-Reverte en todas las aventuras de este personaje del Siglo de Oro español.

En este punto es conveniente distinguir las diferentes armas de la época. La espada es la más antigua arma metálica de mano fabricada por el hombre. Primero de bronce, luego de hierro y finalmente de acero con un alma de hierro puro, se han hecho de todas las longitudes y formas, desde la espada muy corta y ancha de doble filo de los gladiadores romanos hasta la alargada y curva katana japonesa.

La demanda de las emociones de un duelo, pero sin arriesgarse a las heridas que comportaba, llevó a que durante el reinado de Luis XIV apareciera un arma ligera, de sección rectangular y con un botón que cubría la punta de la hoja. Así, el florete fue la primera arma deportiva de la historia y su introducción en los salones de Versalles vino pareja a una serie de exigentes reglas que incluyeron la limitación de los tocados.

Descendiente de la cimitarra turca, el sable se introdujo en Europa en el siglo XVIII como un arma pesada y curva que permitía golpes de filo. Se convirtió en la favorita de militares y esgrimistas húngaros y fue adoptada por estadistas como Napoleón, que llevaba habitualmente una cimitarra de los mamelucos, traída de Egipto.

En el teatro isabelino inglés de principios del siglo XVII, la correcta representación de los
enfrentamientos entre espadachines era fundamental. El público, que tenía bastante práctica en el asunto, no dudaba en abuchear a los actores menos convincentes o diestros a la hora de ejecutar estocadas. William Shakespeare –que tuvo problemas con la ley en 1589 cuando fue sorprendido en una reyerta callejera empuñando una espada- se esmeró muchísimo en conseguir dramáticos encuentros de espada y sus obras fueron aclamadas también en este aspecto. Ahí están el duelo entre Hamlet y Laertes, para el que el primero confesará haberse “ejercitado de forma continua”, y el dramático combate que, en Romeo y Julieta, enfrenta a Mercucio y Tibaldo. Shakespeare también aborda otro aspecto mítico del mundo de la espada, el de su fabricación, cuando subraya el origen toledano del arma que utiliza Otelo, el celoso moro de Venecia.

Y es que Toledo, donde ya se forjaban armas blancas en la Edad de Bronce, adquirió una fama mundial en el Renacimiento cuando las tropas españolas dieron a probar a más de un enemigo las espadas que enseñaron a forjar artesanos sirios venidos durante la época musulmana a la ciudad de las tres culturas. Esta dominación permitió importar la técnica de los herreros de Damasco, otra de las grandes forjas de la historia. Así surgieron las famosas jinetas, espadas árabes que adoptaron los cristianos. Los toledanos fueron expertos en la obtención de acero a partir de hierro combinado con elementos como carbono o azufre, que dotaron a sus espadas de la mezcla de dureza y flexibilidad tan valorada por los caballeros.

Pero, en ese siglo XVII que fue, sin duda, la gran centuria de la esgrima, Francia destacó sobre cualquier otro país. Fue la época de los mosqueteros, bajo el reinado de Luis XIII, quien durante su largo mandato de 33 años (1610-1643) se debatió entre su reconocimiento racional de que sería deseable proscribir los duelos y su romántica nostalgia de los
lejanos días de la caballería. El predominio galo se asentó sobre los principios establecidos por la Academia de Esgrima Francesa, que había sido creada por el rey Carlos IX en 1567 y que, en 1605, produjo su primer código de normas esgrimísticas compilado por el maestro Le Perché de Coudray.

Los mosqueteros fueron creados en 1605 como guardia personal del rey Enrique IV; originalmente se los llamaba carabineros porque iban equipados con carabinas. Luis XIII los rearmó con mosquetes, y de ahí su nombre. Sobre Dartagnan, el famoso héroe de Alejandro Dumas, ya hablamos en otra entrada.

La Revolución Francesa cambió el curso de la esgrima, que fue prácticamente borrada del mapa por los jacobinos y muchos de sus principales maestros murieron en la guillotina. Así, el escenario predilecto de su práctica en Occidente se trasladó a los dos grandes Estados monárquicos del continente: Inglaterra y Austria. Los duelos con sangre derramada fueron decayendo desde que empezaran a ser prohibidos en la mayoría de los países durante el siglo XVIII,
aunque en Alemania pervivieron durante mucho tiempo; de hecho, aún se practican en cierta medida hoy en día. Bajo el nombre de mensur, su escenario predilecto eran las universidades y enfrentaban a las fraternidades de estudiantes, que se encontraban en las tabernas para enzarzarse en duelos a cara descubierta, lo cual provocaba frecuentes cicatrices, motivo de orgullo. Uno de los aficionados a estos encuentros fue el pendenciero estudiante de la universidad de Gotinga Otto von Bismarck, llamado a ser el Canciller de Hierro.

Más allá de las tabernas germanas, la esgrima se fue circunscribiendo, durante el siglo XIX, al ámbito deportivo, y alcanzó categoría olímpica desde los primeros juegos modernos de 1896. También mantuvo su valor simbólico, aunque cada vez más centrado en torno al Ejército y la mística castrense, ya que el poder político caminaba hacia la esfera civil. La espada continuó siendo un arma oficial de varios ejércitos hasta la Primera Guerra Mundial. Y en fecha tan tardía como 1942, los soldados americanos eran instruidos en la lucha contra un adversario armado con florete o espada, como demuestran las fotografías de manuales militares de la época. Tras la derrota de Japón y Alemania en
1945, a ambos países se les prohibió fabricar o poseer espadas.

Algún temor ritual debe producir aún la espada, una suerte de atavismo arcano que se pierde en las leyendas de Excalibur y llega hasta el curioso empeño de Franco por hacerse con la Tizona del Cid durante la dictadura. Seguramente porque, de Toledo a Versalles, de los samuráis hasta los mosqueteros, muchos esgrimistas subscribirían la frase del novelista Eiji Yoshikawa: “La espada habría de ser muchísimo más que una simple arma; tenía que ser la respuesta a los interrogantes de la vida”.

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