span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} saber si ocupa lugar: julio 2009

miércoles, 29 de julio de 2009

El origen del tupperware


Earl S.Tupper comenzó ejerciendo de químico para Du Pont durante la década de 1930 antes de montar su propio negocio. Hacia 1940 oyó hablar de un nuevo material, el polietileno termoplástico desarrollado en Inglaterra que se empleaba para recubrir cables eléctricos. La mayor parte de los plásticos utilizados en la época eran termoendurecidos, es decir, materiales prensados por calor y presión como la baquelita, el galalith o la ebonita. Tupper presentó a la dirección de Du Pont su idea de aprovechar ese nuevo plástico para crear contenedores de uso doméstico en 1942. Ya como equipo, Tupper-Du Pont desarrollaron con éxito una versión más refinada del nuevo plástico que Tupper bautizó como Poly-T, “el material del futuro”. También idearon un sistema nuevo de moldes por inyección.

En 1946, recién superada la economía de guerra, Tupper Plastics lanzó su gama de fiambreras. El plástico blando facilitaba la conservación de los alimentos en un contenedor sellado al vacío. Tupper estaba seguro de que su invento conquistaría el mercado; habló incluso en términos de “tupperización” de Estados Unidos. Pese al fuerte crecimiento de la nueva industria del plástico, el público absorbía toda la producción de Tupperware de tal modo que en 1950 la mayor parte del polímero fabricado por Du Pont iba destinado a Tupper.


Los artículos resultaban muy novedosos: eran inodoros, irrompibles, sólidos, coloridos y baratos. Hasta entonces, el plástico había servido básicamente para reemplazar a materiales más caros a los que trataba de imitar, como en el caso del costoso nácar, pero en adelante dejó de limitarse a la imitación y empezó a presentarse en alegres colores y con características innovadoras que le garantizaban su nicho de mercado.



En 1951, Tupper tomó una decisión sorprendente: retiró todos sus productos de las tiendas y comenzó a venderlos exclusivamente en las llamadas “fiestas” de Tupperware, reuniones organizadas por viajantes femeninas en entornos domésticos privados. La representante de ventas Brownie Wise, que obtuvo un gran éxito al aplicar dicha medida, fue quien convenció a Tupper para que cambiara el sistema de comercialización. De ese modo la firma logró un entorno de venta más directo que en cualquier tipo de tienda. Los posibles compradores se informaban sobre los productos mediante demostraciones y además podían utilizarlos para comprobar personalmente su eficacia. Este método de venta y de distribución, todavía vigente en la actualidad, le reportó a Tupper un éxito notable y duradero, y Wise ocupó la vicepresidencia de la empresa durante muchos años.
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miércoles, 22 de julio de 2009

El origen de la botella de Coca Cola


John Stith Pemberton, respetado farmacéutico de Atlanta, Georgia, era un hombre creativo, al igual que otros farmacéuticos profesionales de su tiempo, muchos de los cuales bordeaban el curanderismo; creó sus propias recetas secretas para curar a unos clientes enfermos. Su primer brebaje fue un jarabe para la tos, Globe of Flower, que no obtuvo buenos resultados. Su siguiente creación fue Extract of Stylinger, que también fracasó a la hora de proporcionarle el éxito que soñaba, incluso su French Wine of Coca apenas logró ventas. Los clientes se quejaban de que todos sus preparados sabían muy mal.

Sin embargo, el 8 de mayo de 1886, el mismo año en que se erigió la Estatua de la Libertad, el otro gran símbolo norteamericano, Pemberton preparó una nueva variante sobre el fuego de su jardín trasero que –tras un lento arranque- cambiaría el mundo. Una vez hubo diluido su oscuro jarabe con soda, algunos de los clientes de su farmacia se ofrecieron a probar la bebida. Durante el primer año sólo se vendieron unos 3.200 vasos, ya fuese como medicina o como refresco. Incluso insinuando que la bebida podía incrementar la potencia sexual del bebedor sólo causó un impacto moderado en las ventas. Su socio, Frank Robinson, inventó el nombre Coca-Cola y también fue responsable de la estilizada tipografía que se viene usando desde entonces, prácticamente inalterada, a modo de marca de fábrica y de nombre del producto mismo.

Unos años después de la muerte de Pemberton, los derechos se vendieron a Asa Candler, que fundó la compañía Coca-Cola en Atlanta en 1892. El jarabe se distribuía entre las heladerías del distrito y se diluía con soda en el vaso del cliente. En 1894, varias embotelladoras obtuvieron el permiso para rellenar los envases con una combinación del jarabe y soda a condición de que la elaboración del jarabe quedara en manos de Coca-Cola Company, que seguiría siendo la responsable de toda la publicidad. Este sistema de franquicia es el que todavía se usa en la actualidad.


Las embotelladoras independientes utilizaban cada una sus propios envases de tal manera que, a medida que el número de embotelladoras aumentaba y la distribución se expandía gradualmente por Estados Unidos, la bebida comenzó a ser distribuida en botellas de varias formas y tamaños, allanando el camino a los imitadores. Incluso el nombre de la marca quedó desprotegido. La compañía se veía constantemente envuelta en litigios para salvaguardar su producto y la variedad de envases dificultaba cada vez más realizar campañas publicitarias eficaces. En 1915, se solucionó el problema: la empresa decidió diseñar la botella y convocó un concurso, que ganó la empresa Root Glass Company. Al parecer, un ayudante de oficina fue a la biblioteca para buscar una ilustración del fruto de la cola que inspirase el diseño y regresó con un dibujo de una vaina de cacao arrancado de una enciclopedia.

No se sabe quién exactamente inventó el diseño, pero en 1915 se registró la patente con el nombre del director, Alexander Samuelson. Al año siguiente se produjo una versión mucho más estilizada de la botella que, junto con el nombre de la marca y la marca registrada, son hoy el símbolo de algo más que un simple refresco.
Y esto el resto.
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domingo, 19 de julio de 2009

Los polinesios: en sintonía con los secretos del océano


La noche antes de empezar su trabajo, el constructor de canoas guardaba su hacha de piedra en el recinto sagrado. Tras un festín de cerdo dedicado a los dioses, se iba a dormir y se levantaba al alba para construir su embarcación. Casi mil años antes de que los europeos surcaran el Océano Pacífico, en el siglo XVI, los polinesios habían explorado las 250.000 islas que salpican sus aguas. Cuando la travesía era larga construían una vaka, una embarcación de dos cascos o un bote con batanga –construido sobre dos maderos amadrinados en los costados de la embarcación para conferirle mayor estabilidad-. Bastaba con seis hombres: dos timoneles, un marinero, un achicador, un sustituto para que los demás pudieran descansar y, por supuesto, un navegante experimentado para abrirse camino en el vasto océano sin instrumentos de navegación o estrellas fijas.




Las comunidades permanentes de pescadores se formaron muy pronto. Y los mares monzónicos de estas latitudes son especialmente propicios para la navegación a gran distancia. Los vientos preponderantes soplan continuamente desde una dirección durante la mitad del año y desde la contraria durante la otra mitad, lo cual hacía que los viajes de vuelta fueran relativamente fáciles. La dispersión de las lenguas austronésicas y polinésicas hasta Madagascar y por todo el Pacífico atestigua el alcance que acabaron teniendo esos viajes.







La invención de balancines para estabilizar las canoas de una pieza incluso en aguas embravecidas hizo posibles los largos viajes de los polinesios que llevaron al poblamiento de lugares tan lejanos como la isla de Pascua, Hawai o Nueva Zelanda. Pero los pobladores polinesios de estas islas remotas no mantuvieron contacto con el resto del mundo.


Los navegantes se alimentaban de cocos, verduras, frutos secos y pescado y una pasta cocida hecha con la fruta del árbol del pan; pero como la capacidad de la carga era muy limitada pasaban hambre si no pescaban lo suficiente durante la travesía. Bebían agua de lluvia y leche de coco y llevaban además provisiones de agua en calabazas o cestos de bambú.


Para mantener el rumbo de la embarcación, los navegantes se permitían unos cuantos grados de variación en la dirección del viento, luchando contra el gran oleaje que levantaban los vientos alisios. Algunos se tumbaban sobre la batanga para “sentir” cómo el mar subía y bajaba, y el oleaje era tan importante que se registraba en esquemáticos mapas de caña, algunos de los cuales aún se conservan. Los navegantes reunieron además prodigiosos conocimientos acerca de las corrientes oceánicas. Los polinesios adivinaban la latitud por la posición del sol y controlaban el rumbo exacto guiándose por las estrellas: memorizaban en verso los movimientos de 16 grupos de estrellas-guía. Según contaba un visitante español en 1774, eran capaces de relacionar con suma precisión las estrellas con sus destinos, de manera que arribaban a puerto en plena noche.
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sábado, 11 de julio de 2009

El rezo del Ángelus


El 29 de junio de 1456, el papa español Calixto III (1378-1458), que había sido elevado al trono pontificio el año anterior, promulgó una bula papal contra el cometa Halley, que era visible por aquellas fechas. Su decreto pedía que todos los católicos orasen para que el cometa, un “símbolo de la ira de Dios”, desapareciese o, al menos, fuese desviado contra los turcos, que, en 1453, habían conquistado Constantinopla. De aquella bula papal procede la costumbre del rezo del Ángelus.

Esta oración en honor del misterio de la Encarnación –que comienza con las palabras Angelus Domini nuntiavit Mariae (“el ángel del Señor anuncio a María”)-, nacida, pues, para rogar por la desaparición de un cometa, primeramente se rezaba al amanecer y a la caída de la tarde; actualmente se reza al mediodía todos los días. Se recitan de manera alternante un versículo y la respuesta. Entre cada uno de los tres textos se recita el Ave María.
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domingo, 5 de julio de 2009

Ignacio de Loyola, un apuesto varón


Ignacio de Loyola nació hacia 1491 y murió en 1556, de lleno en el escenario de la Contrarreforma. De familia noble, recibió una formación adecuada a sus condiciones. Fue paje de los reyes Católicos y soldado, famoso entre las mujeres por su apostura y su elegancia y porte en el vestir. Fama de la que él sacó provecho hasta los treinta años, cuando, herido en una pierna en la defensa de la ciudadela de Pamplona contra las tropas francesas, tuvo que guardar cama, dedicándose durante este tiempo a la lectura de libros hagiográficos, lo que le llevó a una profunda conversión: la búsqueda de la santidad interior en vez de la gloria mundana.

Durante su estancia en Montserrat y en Manresa escribió sus famosos Ejercicios Espirituales, una técnica de autodisciplina que podía aplicarse colectivamente. Poco después peregrinó a Tierra Santa y de vuelta a España emprendió una tarea pletórica de voluntarismo y de ascética, aunque con claros rasgos místicos, que le acarreó algunos problemas con la Inquisición. Se dejó crecer los cabellos y las uñas y se abstuvo de ingerir carne.

Necesitaba, sin embargo, una mejor formación, por lo que emprendió un período de estudios filosóficos y teológicos en París hasta obtener el grado de maestro en 1535. Aquí se le agregaron seis estudiantes, entre los que se encontraban Francisco Javier y Pedro Faber, que se formaron en el espíritu ignaciano a través de los Ejercicios que Ignacio mismo dirigía. La estructura de su movimiento espiritual se fue desarrollando poco a poco, sin que se pensara en un principio en darle forma canónica. Ni siquiera el propio Loyola tenía claros los objetivos que perseguía. Su idea original era que trabajasen como camilleros y ayudantes de los hospitales de Jerusalén. Después, por razones prácticas, el área de operaciones se trasladó a Venecia. Fue en Roma donde se les consideró por primera vez como un grupo consolidado al que los mismos componentes le dieron el nombre de Compañía de Jesús.

En Roma, en 1539, se empezó la redacción de los Estatutos canónicos, confirmados por bula papal de Pablo III en 1540. En ellos se descubre el talante marcadamente activo y pastoralista dirigido a la propagación de la fe entre todo tipo de hombres: herejes e infieles, creyentes y no creyentes. Un voto curioso es el de la total y absoluta obediencia a la Iglesia, convirtiendo esta cuestión en el eje del credo y en la garantía segura de la salvación. Como dijo San Alonso Rodríguez (1532-1617), hermano seglar de la orden, el gran consuelo del jesuita es “la seguridad que tenemos de que al obedecer no cometemos una falta… uno está seguro de que no comete faltas mientras obedece, porque Dios nos preguntará sólo si hemos cumplido debidamente las órdenes recibidas, y si uno puede contestar claramente en esa cuestión, recibe la absolución total… Dios borra el asunto de nuestra cuenta y lo imputa a la del superior”. Paradójicamente, la insistencia en la subordinación total de la voluntad no disuadirá a los aptos: desde el principio, Loyola reclutó hombres de capacidad desusada, principalmente procedentes de las clases altas.

Los recién incorporados a la Compañía recibían una esmerada preparación intelectual y espiritual y un ánimo de obediencia disciplinada que produjo una fuerte cohesión interna en la recién fundada Compañía. Durante el período de la Contrarreforma, los jesuitas formaron un frente de conciencia católica, que, por mor de las circunstancias, tuvo que intervenir y tomar partido en la compleja política eclesiástica de la época. No siempre fueron tolerantes los jesuitas con las otras órdenes religiosas e instituciones católicas a las que, a veces, marginaban para imponer sus propios métodos de trabajo y su nueva espiritualidad. De hecho, provocaron el recelo de la Inquisición, que encarceló dos veces a Ignacio y durante varios años se lo mantuvo en la lista de sospechosos.

Es lógico pensar que este pujante y cohesionado movimiento fuera pronto considerado como el contrapunto de la Reforma protestante, el bastión y salvaguarda de la catolicidad, aunque la Compañía no nació ni fue fundada para luchar contra la Reforma. Ni qué decir tiene que los luteranos, calvinistas, jansenistas y anglicanos fueron siempre acérrimos enemigos de ella. Pero eso es otra historia…
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miércoles, 1 de julio de 2009

Simonía: los milagros no se venden


Simón el Mago fue un sectario cristiano de origen judío, a quien se considera fundador del gnosticismo de raíz cristiana, que vivió en el siglo I y que aparece citado en los Hechos de los Apóstoles. Era un experto mago y fue convertido al cristianismo por las predicaciones de San Felipe. Sin embargo, fascinado por los milagros de San Juan y San Pedro, pretendió comprarles el don de transmitir el Espíritu Santo. De este intento, violentamente rechazado por los apóstoles, procede la palabra simonía, referida a la venta o compra deliberada de cosas espirituales, y especialmente de los sacramentos, prebendas y demás beneficios sacerdotales. La Iglesia considera la simonía como un sacrilegio.

Según la leyenda, Simón el Mago murió en Roma, cuando trataba de probar su condición divina ante el emperador Claudio caminando por los aires. Los apóstoles Pedro y Pablo rogaron a Dios que detuviese su vuelo: Simón paró en seco y cayó a tierra, donde fue apedreado.
Y esto el resto.
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