La noche antes de empezar su trabajo, el constructor de canoas guardaba su hacha de piedra en el recinto sagrado. Tras un festín de cerdo dedicado a los dioses, se iba a dormir y se levantaba al alba para construir su embarcación. Casi mil años antes de que los europeos surcaran el Océano Pacífico, en el siglo XVI, los polinesios habían explorado las 250.000 islas que salpican sus aguas. Cuando la travesía era larga construían una vaka, una embarcación de dos cascos o un bote con batanga –construido sobre dos maderos amadrinados en los costados de la embarcación para conferirle mayor estabilidad-. Bastaba con seis hombres: dos timoneles, un marinero, un achicador, un sustituto para que los demás pudieran descansar y, por supuesto, un navegante experimentado para abrirse camino en el vasto océano sin instrumentos de navegación o estrellas fijas.
Las comunidades permanentes de pescadores se formaron muy pronto. Y los mares monzónicos de estas latitudes son especialmente propicios para la navegación a gran distancia. Los vientos preponderantes soplan continuamente desde una dirección durante la mitad del año y desde la contraria durante la otra mitad, lo cual hacía que los viajes de vuelta fueran relativamente fáciles. La dispersión de las lenguas austronésicas y polinésicas hasta Madagascar y por todo el Pacífico atestigua el alcance que acabaron teniendo esos viajes.
La invención de balancines para estabilizar las canoas de una pieza incluso en aguas embravecidas hizo posibles los largos viajes de los polinesios que llevaron al poblamiento de lugares tan lejanos como la isla de Pascua, Hawai o Nueva Zelanda. Pero los pobladores polinesios de estas islas remotas no mantuvieron contacto con el resto del mundo.
Los navegantes se alimentaban de cocos, verduras, frutos secos y pescado y una pasta cocida hecha con la fruta del árbol del pan; pero como la capacidad de la carga era muy limitada pasaban hambre si no pescaban lo suficiente durante la travesía. Bebían agua de lluvia y leche de coco y llevaban además provisiones de agua en calabazas o cestos de bambú.
Para mantener el rumbo de la embarcación, los navegantes se permitían unos cuantos grados de variación en la dirección del viento, luchando contra el gran oleaje que levantaban los vientos alisios. Algunos se tumbaban sobre la batanga para “sentir” cómo el mar subía y bajaba, y el oleaje era tan importante que se registraba en esquemáticos mapas de caña, algunos de los cuales aún se conservan. Los navegantes reunieron además prodigiosos conocimientos acerca de las corrientes oceánicas. Los polinesios adivinaban la latitud por la posición del sol y controlaban el rumbo exacto guiándose por las estrellas: memorizaban en verso los movimientos de 16 grupos de estrellas-guía. Según contaba un visitante español en 1774, eran capaces de relacionar con suma precisión las estrellas con sus destinos, de manera que arribaban a puerto en plena noche.
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