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domingo, 28 de marzo de 2010

¿Cuántas construcciones humanas pueden verse desde la Luna?


Réstese diez puntos si ha pensado la Gran Muralla china.

Ninguna cosa hecha por el hombre se puede ver desde la Luna a simple vista. La idea de que la Gran Muralla es el “único objeto construido por el hombre que puede verse desde la Luna” es atractiva y popular, pero el problema es que confunden “la Luna” con “el Espacio”.

“El Espacio” está algo más cerca. Comienza a alrededor de 100 km de la superficie terrestre. Desde ahí, muchas cosas hechas por el hombre resultan visibles: autopistas, barcos, redes ferroviarias, ciudades, campos cultivados e incluso algunos edificios singulares.

Sin embargo, a una altitud de sólo unos cuantos miles de kilómetros tras abandonar la Tierra, nada hecho por el hombre se puede distinguir. Desde la Luna (a 400.000 km de distancia de la Tierra) hasta los continentes resultan difíciles de divisar. Y, por mucho que diga el Trivial Pursuit, no hay ningún punto entre Tierra y Luna donde “sólo” la Gran Muralla resulte visible.
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martes, 23 de marzo de 2010

Flagelantes, los azotes de Dios


Se llamó flagelantes a distintos grupos de carácter religioso que, desnudo el torso, se azotaban sin piedad con látigos rematados en puntas metálicas, mientras recitaban oraciones o entonaban cánticos para practicar la mortificación penitencial y participar en la pasión de Cristo, en la creencia de que el sufrimiento y el odio al cuerpo y sus pasiones eran la única vía para la salvación de su alma.

La secta fue creada en 1260 por Rainieri, un monje dominico italiano y estimulada por la difusión de obras proféticas de Joachim de Fiore. Estaban obsesionados por la idea de aplacar la cólera divina, que se manifestaba, por ejemplo, en las epidemias, las guerras y los desórdenes políticos y religiosos, y que les hacía adivinar el próximo fin del mundo. Los adeptos de la secta se agruparon pronto en cofradías itinerantes que iban de pueblo en pueblo, extendiéndose, en diversas oleadas, por toda Europa.

Ante los abusos fanáticos, la Iglesia reaccionó, y el 20 de octubre de 1349, el papa Clemente VI promulgó una bula condenando sus prácticas y ordenando su persecución. Finalmente, fueron prohibidos por la Iglesia en el Concilio de Constanza de 1417 y la secta perdió todo vigor al ser apresados sus cabecillas. A pesar de ello, algunos grupos se mantuvieron en confraternidades y comunidades heréticas hasta el siglo XVI.
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domingo, 21 de marzo de 2010

1504-DAVID de Miguel Ángel


Cuando en 1501 Miguel Ángel vuelve a Florencia, la ciudad en la que había pasado su infancia, juventud y primeros años de madurez, tras su estancia de cuatro años en Roma, la situación política de la ciudad había cambiado profundamente. El sistema político de los estados italianos del siglo XVI contempla la consolidación del poder señorial. Pero, antes de caer por entero en poder de los Médicis, Florencia vive dos experiencias republicanas, la primera de las cuales tuvo lugar a principios del siglo XVI. Piero de Médicis había sido expulsado seis años antes y Florencia había proclamado la república por impulso del fraile dominico Girolano Savonarola, condenado a la hoguera en 1498.

La República se ve entonces amenazada no sólo exteriormente por las potencias italianas y extranjeras, sino también interiormente por los seguidores de los Médicis por una parte y por los de Savonarola por otra. Para garantizar la estabilidad de la República se llevan a cabo, por iniciativa de Nicolás Maquiavelo, algunas reformas institucionales y, en 1502, se crea el cargo vitalicio de confaloniero, con la elección de Pier Soderini. El nuevo gobierno desarrolla una política de prestigio, similar a la de una corte renacentista, y encarga numerosas obras a los artistas como, por ejemplo, la estatua del David.

Así, en la primavera de 1501, fortalecido por su éxito romano, Miguel Ángel regresa a Florencia. Como no tenía ningún encargo pendiente, reanuda el estudio anatómico de los cadáveres en el convento del Santo Espíritu, tras haberse atrevido a profanar el cuerpo de un cualificado florentino. Después decide ponerse a trabajar por su cuenta y esculpe una Virgen con Niño que se vende unos cuantos años más tarde a unos mercaderes de Brujas.

En agosto de 1501, pocos días después de la proclamación de la República, la administración de las obras de la catedral le entrega a Miguel Ángel un bloque de mármol blanco cuyo fin era acabar siendo un David o un Profeta destinado a uno de los contrafuertes de la Catedral de Santa María del Fiore. Se había propuesto el encargo sucesivamente a los escultores Agostino di Duccio y Antonio Rossellino, pero frente a las enormes dificultades técnicas de la empresa ambos hubieron de renunciar. El bloque de mármol no era compacto, presentaba muchas vetas y sobre todo era alto y estrecho, más adecuado para las gráciles estatuas góticas que para las musculosas figuras en movimiento de los héroes renacentistas. Se llamó también a Leonardo da Vinci, quien tenía cierta práctica en la escultura en bronce, pero el genial artista rehusó la oferta. Así fue como el bloque de mármol mal desbastado permaneció olvidado en el patio de la fábrica de la Catedral hasta 1501.

Informado por algunos amigos de la posibilidad de hacerse con la gran pieza de mármol abandonada, Miguel Ángel consideró atractiva la perspectiva de medirse con la generación de escultores que habían fracasado y con las cicatrices de “mutilaciones y desconchados” anteriores. Miguel Ángel recibió el encargo oficialmente el 16 de agosto de 1501. Tenía entonces 26 años.

Se puso enseguida manos a la obra: a primeros de septiembre realizó pruebas en el bloque para comprobar su calidad y firmeza; en octubre mandó construir en torno a la pieza una “turata di tavole”, una especie de valla de madera y mampostería para proteger y ocultar su empresa. La obra progresó con celeridad y el 25 de enero de 1504, transcurridos poco más de dos años, el enorme David estaba prácticamente terminado.

El procedimiento mediante el cual Miguel Ángel obtiene una estatua gigantesca a partir de un solo bloque, anticipa lo que él mismo denominará la escultura “por medio de la eliminación”, es decir, el procedimiento a través del cual se llega al resultado final, eliminando el material en bruto y dejando la forma, el “alma” del bloque, sin añadidos posteriores. La pose del David revela el estudio de las obras antiguas y, en particular, de la contraposición (un lado del cuerpo se encuentra en tensión para sostener el peso, mientras el otro se encuentra en reposo) que caracteriza a muchas de sus figuras, incluso pictóricas.

Desde el principio, la obra suscitó curiosidad y maravilla entre ciudadanos y artistas. Quienes habían visto la piedra de mármol original creyeron ver “un muerto volver a la vida”. Asimismo, enseguida afloraron las envidias y arreciaron las críticas contra la estatua que fue objeto de fanatismos y actos vandálicos desde el comienzo. Pier Soderini, a pesar de alabar mucho la escultura, consideraba la nariz demasiado grande. El escultor fingió hacerle caso y querer rectificar la nariz. Se subió al andamio y dejó caer un puñado de polvo de mármol que guardaba escondido. Sólo entonces, el gonfalonero le dio la aprobación definitiva y cuatrocientos escudos “por su merced”.

El David resultó una obra excepcional y se desató un vivo debate sobre el lugar idóneo para su emplazamiento. Parecía inconcebible sacrificar el soberbio desnudo, tallado en bulto redondo para ser contemplado desde cualquier punto de vista, adosándolo contra una pared, aunque fuera la de la grandiosa Catedral de Florencia. Se nombró una comisión compuesta por los más famosos artistas de la época. Giuliano da Sangallo y el por entonces ya anciano Leonardo da Vinci sugirieron colocar la estatua bajo el Pórtico de la Señoría, oscurecida la pared del fondo para resaltar mejor el brillo del mármol. Esta solución, que recoge el interés de Leonardo por la atmósfera y su esfumado gradual, no se conciliaba con las ideas de Miguel Ángel. Su David vibraba con vida propia y no podía, en modo alguno, encontrar cabida en “un nicho con fondo oscuro como si de una capillita se tratase”. Miguel Ángel no presenció la discusión, pero su voluntad, defendida por el heraldo de la Señoría, era la de colocar su “gigante” –así lo llamaban los florentinos- delante del Palacio de la Señoría, corazón cívico de la ciudad, o al menos en su patio. Se decidió situarla en el frente del edificio, a un lado del gran portal. El tosco almohadillado de la severa pared permitiría destacar la vitalidad física del David.

Trasladar hasta la Plaza de la Señoría la pesada estatua de más de cinco metros de alto por las estrechas y tortuosas calles florentinas fue una auténtica hazaña. Miguel Ángel, junto a unos ingeniosos amigos, proyectó y construyó especialmente para la ocasión un sofisticado “castillete” con árganos y gruesas sogas. Cuatro días se tardó en recorrer el trayecto. Para evitar actos vandálicos se contrataron guardas que vigilaron la estatua noche y día; ésta fue sin embargo apedreada por unos jovenzuelos (desgraciadamente, la historia se repite) que pagaron su afrenta con una semana de cárcel.

El 8 de junio de 1504, el gigante llegó a la escalera del Palacio de la Señoría, pero hubo de esperar hasta el 8 de septiembre, fiesta de la Virgen, para que se le subiera al pedestal de mármol y se presentara a los florentinos. Entre la multitud que se agolpaba en la plaza, el colosal desnudo causó honda impresión por su belleza y su novedad iconográfica.

Uno de los episodios más famosos del Antiguo Testamento y uno de los más representados en el arte renacentista, es el que narra la historia de David, el pastor que con su valentía consigue la derrota de los filisteos por parte del ejército de Israel. Cuenta la Biblia que David, armado tan sólo con una honda, desafió en duelo en nombre de Dios al más temible de los guerreros enemigos, el gigante Goliat. Su imagen de joven héroe es el símbolo del rescate de los pueblos contra la violencia y la imposición de la fuerza. Las estatuas de David talladas hasta la fecha solían representar jovencitos cubiertos con túnicas u otros ropajes drapeados. Un ilustre precedente de desnudo es el David de bronce de Donatello (hoy en el museo del Bargello, también en Florencia) pero su cuerpo tiene un aspecto delicadamente adolescente, calza al estilo clásico y lleva espada y sombrero. David se representaba siempre de forma didascálica, mostrando a sus pies el macabro trofeo de la cabeza cortada de Goliat.

Miguel Ángel, por el contrario, concibió la imagen de un hombre vigoroso, completamente desnudo cual un héroe o un atleta antiguo y cuya mirada refleja una profunda confianza en sus capacidades, captado justo en el instante que precede al desafío y no en el más sosegado en que ya ha obtenido la victoria. Por su fuerza física y moral y por su estrecha vinculación con el palacio del gobierno, en la mente de los florentinos el David encarnó desde el principio las virtudes civiles y la exaltación de la libertad republicana contra la tiranía, convirtiéndose en símbolo admonitorio para quienes atentasen contra la libertad.

La cabeza, dirigida de repente a la izquierda (en la iconografía medieval es del lado de donde provienen los peligros), expresa determinación y conciencia de su identidad moral. El rostro, contraído y entristecido, y la expresión preocupada de los ojos, denotan la tensión del momento que precede a la acción. El perfil izquierdo es diferente de la visión frontal, casi como si perteneciera a otra cara y, en su acentuada expresividad, denota aún más la derivación de modelos helenísticos.

La mano derecha, que sujeta la piedra destinada a Goliat, permite apreciar tanto las dimensiones colosales de toda la figura como la minuciosa ejecución de los detalles anatómicos. En este caso resulta evidente que el equilibrio formal no consiste únicamente en la distribución de los pesos y el respeto a las proporciones, sino también en la atención naturalista del artista por cada una de las partes.

La estatua sufrió un acto vandálico en 1527 y fue restaurada por orden del Duque Cosme I en 1543. Considerando el significado cívico de la estatua podría resultar paradójico que fuese precisamente el soberano que había suprimido o vaciado de poder las instituciones democráticas de la República quien contribuyera a la restauración de la obra. El gesto del Duque, además de expresar un aprecio sincero hacia Miguel Ángel, encaja bien en su estrategia política. La figura de Hércules había sido exaltada desde la época de Lorenzo el Magnífico y el mismo Cosme comparó en más de una ocasión los actos de su gobierno con las “fatigas” del personaje mitológico. De ahí que no intentase “alejar” al David del palacio (que entretanto se había convertido en su morada) sino que, al decidir su recuperación, se propusiese idealmente como restaurador de la paz civil. La ambigüedad de su relación con el David se puso de manifiesto con el encargo de otros colosos que se fueron colocando a su lado diluyendo así su presencia.

Expuesto durante siglos a la intemperie, el David llegó a mediados del siglo XIX bastante deteriorado debido a la fragilidad y porosidad del mármol. Con motivo del cuarto centenario del nacimiento del artista se decidió cobijar la obra en la Academia de Bellas Artes, donde se instaló en 1882 debajo de una tribuna cubierta en estilo neo-renacentista diseñada por el arquitecto De Fabris. Su lugar en la plaza de la Señoría lo ocupa ahora una copia.

La integración en un ámbito museístico sancionó su superioridad con respecto a otras estatuas y, a pesar de haberla arrancado del contexto ciudadano, incrementó su notoriedad. El acto vandálico de un desequilibrado, que en septiembre de 1991 dio un martillazo en los dedos del pie izquierdo es un ejemplo extremo del culto o peor, del fanatismo que se ha creado en torno al David. Bien arraigado en el imaginario colectivo como ideal de perfección, el David de Miguel Ángel es un símbolo del arte de todos los tiempos y la escultura más conocida universalmente.
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lunes, 15 de marzo de 2010

La navegación de los vikingos


El viento que inflaba las velas debía de ser enviado por los dioses. Se mostraba caprichoso y empujaba a Eric el Rojo siempre hacia el oeste, cada vez más hacia el exilio. Llevaba días navegando rumbo a lo desconocido y había perdido toda esperanza de volver a ver tierra cuando una gigantesca masa se perfiló en el horizonte. Era Groenlandia y su colonización, en el siglo X, dio origen a una leyenda popular islandesa.

La sabiduría heredada y la propia experiencia guiaron a los pobladores que siguieron a Leif Ericsson, hijo de Eric el Rojo, hasta Terranova, a comienzos del siglo XI. Sus embarcarciones, sin embargo, no eran las esbeltas naves-dragón usadas por los invasores y guerreros, las “espléndidas bestias con boca de oro” celebradas por los poetas nórdicos, sino navíos anchos y profundos.

Terror del mundo exterior, las naves largas de los vikingos fueron fuente de gran y comprensible orgullo entre los nórdicos. En tiempos de la Edad Media, cuando la mayoría de los hombres y las mujeres en Occidente vivían y morían a distancia de marcha de los lugares donde habían nacido, en que el viaje era lento y peligroso, los vikingos parecían deslizarse por todo los mares como aves acuáticas sobre un estanque, apareciendo cuando menos se los esperaba, desapareciendo cuando ellos lo decidían. Podían hacerlo porque, a diferencia de los otros pueblos de Europa a comienzos del Medievo, comprendían el mar y el poder que ese conocimiento podía aportar. En sus fiordos primigenios y en sus interminables vías fluviales e islas barridas por el agua, nacieron para el mar y no tardaron en adentrarse en él destinados a convertirse en los principales navegantes de su época.

“Los daneses”, observó un temprano cronista medieval, “viven en el mar”; no se trataba de una exageración, y se aplicaba por igual a los suecos y a los noruegos. Mucho antes de desarrollar barcos capaces de atravesar los océanos, los escandinavos dependían del mar para su comida, y pescaban bacalaos, merluzas, sardinas, arenques, atunes y caballas. Cada vez se aventuraban más lejos de la costa en sus piraguas y botes de piel y embarcaciones de madera de extrañas y nuevas formas. Y con el tiempo el dominio del mar fue suyo debido a la absoluta excelencia del diseño de sus barcos… y por su ingenio en inventar métodos de navegación inusuales.

Los barcos que utilizaron Eric el Rojo y su hijo Leif en sus viajes de colonización medían 15 m de eslora y 4,5 de calado. Sus tablones de pino, fresno o roble se calafateaban con pelo de animal sumergido en resina de pino y a continuación se aseguraban con remaches de hierro. El palo mayor llevaba una vela cangreja de lienzo grueso que resultaba especialmente eficaz con el viento de popa. La embarcación se gobernaba con un timón instalado en el costado de estribor, cerca de la popa, y tres o cuatro remos en la parte de la proa que se usaban para maniobrar en espacios pequeños. Aunque había cubiertas en la proa y la popa, la bodega central, donde se almacenaba la carga y las provisiones, estaba a cielo abierto.

Las provisiones –alimentos en salazón, leche agria y cerveza- se apilaban también envueltas en pieles de animal o en barricas, pero resultaba casi imposible mantenerlas secas. No se podía cocinar a bordo, pero todos los barcos llevaban grandes calderos para cocinar en la costa siempre que era posible.

Los dioses nórdicos que gobernaban el mar proporcionaban una excelente razón para la cautela. Aegir y su esposa Ran eran la personificación de la capacidad del océano para el bien y el mal. Cuando se lo propiciaba de forma adecuada, Aegir era capaz de ofrecer las riquezas del mar; pero cuando se lo encolerizaba podía hacer que hasta el más robusto de los vikingos se amilanara. En la Saga de Fridthjofs se sugería que el marinero sabio siempre debía llevar una pieza de oro, para que, si se veía atrapado en una tormenta y se ahogaba, no tuviera las manos vacías cuando fuera a presencia de la esposa de Aegir. Podía darle la moneda, asegurándose así la entrada al Valhalla. Se suponía que un buen capitán se cercioraba de que todos sus hombres poseyeran esa ofrenda de oro… aunque ello representara distribuirlo de su propia bolsa.

Los vikingos que se hacían al mar también tenían que aplacar al dios del trueno, Tor, pues éste controlaba el clima, y el que un marinero terminara en poder de Aegir o Ran a menudo dependía de que Tor hubiera sido complacido con sacrificios antes del viaje o con juramentos adecuados desde el puesto del timonel.

Aparte de los peligros del clima, los viajes oceánicos planteaban problemas más prosaicos, en especial cuando los barcos salían cargados con emigrantes en una expedición de colonización hacia las innumerables islas que había en las afueras de Escocia, en las costas de Irlanda o, más adelante, en las recién descubiertas tierras más allá de las encrespadas aguas septentrionales.

Que los vikingos tuvieran éxito en estos viajes épicos no sólo es atribuible a sus magníficos navíos… también eran navegantes extraordinarios, que se aventuraban osadamente a explorar lo desconocido, y luego repetían los viajes casi con indiferencia, con una certeza de rumbo que como mínimo era fenomenal. Lo que había detrás de esos navegantes vikingos era el instinto nórdico para el mar, un sentido que parecía sobrenatural para el hombre de tierra, pero que en realidad era un prodigioso conjunto de conocimientos obtenido con duros esfuerzos y acumulado a lo largo de siglos de vida náutica.

Los vikingos extraían mucho significado del aspecto de las formaciones de nubes, de los cambios en el viento y de los patrones de las olas, de las corrientes oceánicas y las marejadas, de las nieblas marinas, y del color y la temperatura del agua. Podían obtener información de los hábitos de las aves acuáticas, estaban alertas a la migración de las aves de tierra y rastreaban el movimiento de los peces y las ballenas que bajaban del norte. Un veterano navegante vikingo podía saber cuándo se acercaba a las islas Feroe por la crecida en los bajíos que rodeaban al grupo de islas. Sabía que se aproximaba a Groenlandia por el cambio brusco en la temperatura del agua al entrar en la corriente polar, por el pronunciado cambio en su color, que pasaba del azul marino al verde, y por la esporádica presencia de témpanos a la deriva.

Los vikingos eran maestros de las implacables corrientes que remolineaban alrededor del Atlántico Norte y las aguas árticas. La corriente de Noruega subía poderosamente por la costa de ese país hacia las islas Lofoten, y tendía a arrastrar a toda velocidad a los barcos en su camino en dirección a Islandia. Desde allí, los navíos que establecían un curso al oeste se veían arrastrados por la corriente de Irminger y luego al sur por la corriente de Groenlandia; por último, eran impulsados hacia abajo por la costa de América del Norte por la corriente de Labrador.

Los vientos reinantes por lo general también los ayudaban, ya que soplaban hacia el norte entre Noruega e Islandia y al sur entre Islandia y Groenlandia. Las veletas elaboradamente decoradas que iban montadas en las proas y topes de mástil de los barcos vikingos son prueba de la aguda sensibilidad de los marineros a cualquier brisa perdida, pues esas rápidas travesías oceánicas sólo se podían realizar gracias al máximo aprovechamiento de los vientos y las corrientes.

En épocas posteriores, los marineros dispondrían de brújulas magnéticas y sofisticados aparatos de medición de velocidad que los ayudarían a navegar con precisión. Pero en tiempos de los vikingos, la brújula aún no había llegado a Europa occidental procedente de Oriente. En cuanto a medir la velocidad, el único modo en que los vikingos podrían haberlo logrado habría sido tirando una astilla de madera al mar y contando cuánto tardaba en recorrer la extensión de la nave hasta la popa u observar pasar las burbujas de agua.

Los navegantes vikingos empleaban una primitiva navegación astronómica que les ayudaba a medir el curso y la distancia. Por la noche, la Estrella Polar, era el principal indicador celeste. Por lo general, esa estrella era visible, dando vueltas alrededor del polo, y por ello resultaba una bendición inapreciable para los marineros. En noches despejadas, se podía determinar el ángulo de la Polar desde la proa para establecer un curso aproximado. Por ejemplo, al mantener un constante ángulo de 90º respecto a la Estrella Polar, los vikingos podían tener la certeza de que se dirigían al este o al oeste. En años posteriores eso se conocería como navegación de altura, y las consecuencias para los vikingos fueron enormes, en especial en sus grandes viajes de exploración, saqueo y comercio hacia el oeste a través de cientos de millas de océano abierto.

Nadie que bajara por la costa de Escandinavia podía dejar de notar que la altitud de la Estrella Polar desde el horizonte decrecía a medida que el navío iba hacia el sur, y que lo opuesto tenía lugar en un viaje hacia el norte. Por lo tanto, al medir la altitud de la estrella, los navegantes vikingos eran capaces de determinar con considerable precisión cuán lejos habían viajado al norte o al sur.

El empleo del sol como instrumento de navegación era algo más complicado. En pleno invierno, cuando el sol apenas se elevaba, resultaba inútil como baliza direccional. Aunque entonces, sólo los vikingos más necios se alejaban de tierra en esa época del año, con el punzante frío y las monstruosas tormentas. Sin embargo, en verano, cuando el sol se hallaba por encima del horizonte durante gran parte del día y de la noche, lo aprovechaban al máximo.

Al igual que con la Estrella Polar, la altura del sol mientras cruzaba el cielo en un arco cambiaba a medida que el navío navegaba hacia el sur o hacia el norte. En un curso hacia el sur, la altitud del sol aumentaba, y lo opuesto tenía lugar en un curso rumbo norte. El sol también podía indicar la dirección a medida que se iba de este a oeste. Para medir estos valores y aplicarlos a la navegación, los vikingos inventaron tres ingeniosos instrumentos que llamaron la tabla del sol, la piedra del sol y la tabla de sombra del sol.

La tabla del sol da la impresión de haber sido un cuadrante de rumbo sobre el que había marcadas cuartas, que salían desde un agujero en el centro. Con la ayuda de un indicador montado en el cuadrante eran capaces de tomar una marcación de curso del sol a medida que subía por el este o se ponía por el oeste, y mantener cualquier curso sólo comprobando diariamente esa triangulación tosca. Por las narraciones vikingas se sabe que los navegantes nórdicos también estaban acostumbrados a realizar una observación al mediodía, cuando el sol alcanzaba el meridiano norte-sur. Así, aunque carecían de brújula magnética, cada día podían establecer una determinación razonablemente precisa de su rumbo.

Con cielos nublados o bajo una densa niebla, los vikingos aprovechaban un notable cristal mineral de calcita llamado cordierita, la piedra del sol nórdica, que se encontraba en Escandinavia e Islandia. Cuando un cristal de cordierita se sostiene en ángulo recto hacia el plano de luz polarizada del sol, al instante cambia de amarillo a azul oscuro. Usado con toda probabilidad al principio como elemento decorativo en la joyería nórdica, la piedra del sol fue una auténtica bonanza para los navegantes vikingos. Incluso con una niebla densa o bajo un cielo encapotado, un navegante en medio del océano podía localizar la posición exacta del invisible sol al hacer rotar el trozo de cordierita hasta que de pronto se ponía de un azul oscuro. Como producía el mismo cambio de color aun cuando el sol se hallara a 7º por debajo del horizonte, el navegante podía realizar observaciones después de la puesta de sol.

Pero para establecer los cursos generales durante las horas de luz diurna, los vikingos en su mayor parte dependían de la tabla de sombra del sol. Ese aparato, que les permitía determinar la latitud y luego navegar siguiéndola durante una amplia extensión de océano hacia su destino, parece haber sido un disco de madera marcado con círculos concéntricos que eran los toscos equivalentes de las latitudes. En el centro del disco había una vara vertical, parecida a la de un reloj de sol, que se podía subir o bajar para alargarla o acortarla según la posición del sol en el cielo. Por ejemplo, cuando se la ponía a la altura adecuada para la declinación del sol a mediados de agosto, la sombra proyectada por el sol al mediodía cuando alcanzaba su cenit, caería sobre un círculo determinado. Al mantener la sombra del sol en el mismo círculo todos los mediodías, el navegante era capaz de mantener su latitud; si la sombra caía a cualquier lado del círculo, el timonel podía saber cuánto tenía que virar al norte o al sur para recuperar su curso. Con el fin de mantener el instrumento equilibrado en el mar, se asignaba un marinero para que lo sostuviera flotando en un cuenco de agua.

La tabla de sombra del sol se convirtió en el núcleo de la navegación de latitud diurna de los vikingos y todas las indicaciones que se daban a los navegantes nórdicos se centraban en cómputos hacia y desde puntos geográficos "de giro" donde la navegación de altura se podía iniciar. Un barco navegaría más o menos al norte o al sur hasta que llegaba a un punto de giro, y entonces iría al este o al oeste hacia su destino… o hacia otro punto de giro.

Los nórdicos disfrutaban de la enorme ayuda del emplazamiento de Escandinavia. La latitud de Horn en Islandia era la misma que la del Fiordo de Trondheim en Noruega; desde Bergen, Noruega, una nave podía seguir la misma latitud hasta las islas Shetland y el cabo Farewell en Groenlandia; las islas Orcadas estaban en la misma latitud que Stavanger, Noruega. Al mantener cualquier ángulo dado de la estrella Polar o extensión de sombra del sol durante la duración del viaje, un marinero vikingo podía conservar el curso prescrito hasta unas pocas millas de su destino. En ese punto ya podía estar atento a los fenómenos naturales, quizá a una variedad más oscura del fulmar que habita las aguas que rodean el sur de Islandia; o a un aumento de frailecillos, que indicaba la proximidad de las islas Feroe con sus vastas colinas de aves marinas. Una de las sagas cuenta de la dotación de un navío que “fue a la deriva al sur a través del océano y se encontró con aves de Irlanda”. Y al acercarse a Groenlandia podían reconocer el centelleo del hielo, o el reflejo en el cielo del casquete polar.

Así navegaron los vikingos durante siglos por los mares y los océanos. El mundo occidental no vería marineros iguales o superiores hasta que la Edad Media entrara en el Renacimiento y el príncipe de Portugal, Enrique el Navegante, introdujera la gran Era de la Exploración a fines del siglo XV. Navegar sin instrumentos adecuados, rumbo a regiones ignotas y sembradas de icebergs se nos antoja una extraña empresa y, sin embargo, las razones que invitaban a zarpar a los vikingos nos resultan familiares. Según un libro noruego de 1240: “Uno de los motivos es la fama, otro la curiosidad y el tercero la codicia”.
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