El viento que inflaba las velas debía de ser enviado por los dioses. Se mostraba caprichoso y empujaba a Eric el Rojo siempre hacia el oeste, cada vez más hacia el exilio. Llevaba días navegando rumbo a lo desconocido y había perdido toda esperanza de volver a ver tierra cuando una gigantesca masa se perfiló en el horizonte. Era Groenlandia y su colonización, en el siglo X, dio origen a una leyenda popular islandesa.
La sabiduría heredada y la propia experiencia guiaron a los pobladores que siguieron a Leif Ericsson, hijo de Eric el Rojo, hasta Terranova, a comienzos del siglo XI. Sus embarcarciones, sin embargo, no eran las esbeltas naves-dragón usadas por los invasores y guerreros, las “espléndidas bestias con boca de oro” celebradas por los poetas nórdicos, sino navíos anchos y profundos.
Terror del mundo exterior, las naves largas de los vikingos fueron fuente de gran y comprensible orgullo entre los nórdicos. En tiempos de la Edad Media, cuando la mayoría de los hombres y las mujeres en Occidente vivían y morían a distancia de marcha de los lugares donde habían nacido, en que el viaje era lento y peligroso, los vikingos parecían deslizarse por todo los mares como aves acuáticas sobre un estanque, apareciendo cuando menos se los esperaba, desapareciendo cuando ellos lo decidían. Podían hacerlo porque, a diferencia de los otros pueblos de Europa a comienzos del Medievo, comprendían el mar y el poder que ese conocimiento podía aportar. En sus fiordos primigenios y en sus interminables vías fluviales e islas barridas por el agua, nacieron para el mar y no tardaron en adentrarse en él destinados a convertirse en los principales navegantes de su época.
“Los daneses”, observó un temprano cronista medieval, “viven en el mar”; no se trataba de una exageración, y se aplicaba por igual a los suecos y a los noruegos. Mucho antes de desarrollar barcos capaces de atravesar los océanos, los escandinavos dependían del mar para su comida, y pescaban bacalaos, merluzas, sardinas, arenques, atunes y caballas. Cada vez se aventuraban más lejos de la costa en sus piraguas y botes de piel y embarcaciones de madera de extrañas y nuevas formas. Y con el tiempo el dominio del mar fue suyo debido a la absoluta excelencia del diseño de sus barcos… y por su ingenio en inventar métodos de navegación inusuales.
Los barcos que utilizaron Eric el Rojo y su hijo Leif en sus viajes de colonización medían 15 m de eslora y 4,5 de calado. Sus tablones de pino, fresno o roble se calafateaban con pelo de animal sumergido en resina de pino y a continuación se aseguraban con remaches de hierro. El palo mayor llevaba una vela cangreja de lienzo grueso que resultaba especialmente eficaz con el viento de popa. La embarcación se gobernaba con un timón instalado en el costado de estribor, cerca de la popa, y tres o cuatro remos en la parte de la proa que se usaban para maniobrar en espacios pequeños. Aunque había cubiertas en la proa y la popa, la bodega central, donde se almacenaba la carga y las provisiones, estaba a cielo abierto.
Las provisiones –alimentos en salazón, leche agria y cerveza- se apilaban también envueltas en pieles de animal o en barricas, pero resultaba casi imposible mantenerlas secas. No se podía cocinar a bordo, pero todos los barcos llevaban grandes calderos para cocinar en la costa siempre que era posible.
Los dioses nórdicos que gobernaban el mar proporcionaban una excelente razón para la cautela. Aegir y su esposa Ran eran la personificación de la capacidad del océano para el bien y el mal. Cuando se lo propiciaba de forma adecuada, Aegir era capaz de ofrecer las riquezas del mar; pero cuando se lo encolerizaba podía hacer que hasta el más robusto de los vikingos se amilanara. En la Saga de Fridthjofs se sugería que el marinero sabio siempre debía llevar una pieza de oro, para que, si se veía atrapado en una tormenta y se ahogaba, no tuviera las manos vacías cuando fuera a presencia de la esposa de Aegir. Podía darle la moneda, asegurándose así la entrada al Valhalla. Se suponía que un buen capitán se cercioraba de que todos sus hombres poseyeran esa ofrenda de oro… aunque ello representara distribuirlo de su propia bolsa.
Los vikingos que se hacían al mar también tenían que aplacar al dios del trueno, Tor, pues éste controlaba el clima, y el que un marinero terminara en poder de Aegir o Ran a menudo dependía de que Tor hubiera sido complacido con sacrificios antes del viaje o con juramentos adecuados desde el puesto del timonel.
Aparte de los peligros del clima, los viajes oceánicos planteaban problemas más prosaicos, en especial cuando los barcos salían cargados con emigrantes en una expedición de colonización hacia las innumerables islas que había en las afueras de Escocia, en las costas de Irlanda o, más adelante, en las recién descubiertas tierras más allá de las encrespadas aguas septentrionales.
Que los vikingos tuvieran éxito en estos viajes épicos no sólo es atribuible a sus magníficos navíos… también eran navegantes extraordinarios, que se aventuraban osadamente a explorar lo desconocido, y luego repetían los viajes casi con indiferencia, con una certeza de rumbo que como mínimo era fenomenal. Lo que había detrás de esos navegantes vikingos era el instinto nórdico para el mar, un sentido que parecía sobrenatural para el hombre de tierra, pero que en realidad era un prodigioso conjunto de conocimientos obtenido con duros esfuerzos y acumulado a lo largo de siglos de vida náutica.
Los vikingos extraían mucho significado del aspecto de las formaciones de nubes, de los cambios en el viento y de los patrones de las olas, de las corrientes oceánicas y las marejadas, de las nieblas marinas, y del color y la temperatura del agua. Podían obtener información de los hábitos de las aves acuáticas, estaban alertas a la migración de las aves de tierra y rastreaban el movimiento de los peces y las ballenas que bajaban del norte. Un veterano navegante vikingo podía saber cuándo se acercaba a las islas Feroe por la crecida en los bajíos que rodeaban al grupo de islas. Sabía que se aproximaba a Groenlandia por el cambio brusco en la temperatura del agua al entrar en la corriente polar, por el pronunciado cambio en su color, que pasaba del azul marino al verde, y por la esporádica presencia de témpanos a la deriva.
Los vikingos eran maestros de las implacables corrientes que remolineaban alrededor del Atlántico Norte y las aguas árticas. La corriente de Noruega subía poderosamente por la costa de ese país hacia las islas Lofoten, y tendía a arrastrar a toda velocidad a los barcos en su camino en dirección a Islandia. Desde allí, los navíos que establecían un curso al oeste se veían arrastrados por la corriente de Irminger y luego al sur por la corriente de Groenlandia; por último, eran impulsados hacia abajo por la costa de América del Norte por la corriente de Labrador.
Los vientos reinantes por lo general también los ayudaban, ya que soplaban hacia el norte entre Noruega e Islandia y al sur entre Islandia y Groenlandia. Las veletas elaboradamente decoradas que iban montadas en las proas y topes de mástil de los barcos vikingos son prueba de la aguda sensibilidad de los marineros a cualquier brisa perdida, pues esas rápidas travesías oceánicas sólo se podían realizar gracias al máximo aprovechamiento de los vientos y las corrientes.
En épocas posteriores, los marineros dispondrían de brújulas magnéticas y sofisticados aparatos de medición de velocidad que los ayudarían a navegar con precisión. Pero en tiempos de los vikingos, la brújula aún no había llegado a Europa occidental procedente de Oriente. En cuanto a medir la velocidad, el único modo en que los vikingos podrían haberlo logrado habría sido tirando una astilla de madera al mar y contando cuánto tardaba en recorrer la extensión de la nave hasta la popa u observar pasar las burbujas de agua.
Los navegantes vikingos empleaban una primitiva navegación astronómica que les ayudaba a medir el curso y la distancia. Por la noche, la Estrella Polar, era el principal indicador celeste. Por lo general, esa estrella era visible, dando vueltas alrededor del polo, y por ello resultaba una bendición inapreciable para los marineros. En noches despejadas, se podía determinar el ángulo de la Polar desde la proa para establecer un curso aproximado. Por ejemplo, al mantener un constante ángulo de 90º respecto a la Estrella Polar, los vikingos podían tener la certeza de que se dirigían al este o al oeste. En años posteriores eso se conocería como navegación de altura, y las consecuencias para los vikingos fueron enormes, en especial en sus grandes viajes de exploración, saqueo y comercio hacia el oeste a través de cientos de millas de océano abierto.
Nadie que bajara por la costa de Escandinavia podía dejar de notar que la altitud de la Estrella Polar desde el horizonte decrecía a medida que el navío iba hacia el sur, y que lo opuesto tenía lugar en un viaje hacia el norte. Por lo tanto, al medir la altitud de la estrella, los navegantes vikingos eran capaces de determinar con considerable precisión cuán lejos habían viajado al norte o al sur.
El empleo del sol como instrumento de navegación era algo más complicado. En pleno invierno, cuando el sol apenas se elevaba, resultaba inútil como baliza direccional. Aunque entonces, sólo los vikingos más necios se alejaban de tierra en esa época del año, con el punzante frío y las monstruosas tormentas. Sin embargo, en verano, cuando el sol se hallaba por encima del horizonte durante gran parte del día y de la noche, lo aprovechaban al máximo.
Al igual que con la Estrella Polar, la altura del sol mientras cruzaba el cielo en un arco cambiaba a medida que el navío navegaba hacia el sur o hacia el norte. En un curso hacia el sur, la altitud del sol aumentaba, y lo opuesto tenía lugar en un curso rumbo norte. El sol también podía indicar la dirección a medida que se iba de este a oeste. Para medir estos valores y aplicarlos a la navegación, los vikingos inventaron tres ingeniosos instrumentos que llamaron la tabla del sol, la piedra del sol y la tabla de sombra del sol.
La tabla del sol da la impresión de haber sido un cuadrante de rumbo sobre el que había marcadas cuartas, que salían desde un agujero en el centro. Con la ayuda de un indicador montado en el cuadrante eran capaces de tomar una marcación de curso del sol a medida que subía por el este o se ponía por el oeste, y mantener cualquier curso sólo comprobando diariamente esa triangulación tosca. Por las narraciones vikingas se sabe que los navegantes nórdicos también estaban acostumbrados a realizar una observación al mediodía, cuando el sol alcanzaba el meridiano norte-sur. Así, aunque carecían de brújula magnética, cada día podían establecer una determinación razonablemente precisa de su rumbo.
Con cielos nublados o bajo una densa niebla, los vikingos aprovechaban un notable cristal mineral de calcita llamado cordierita, la piedra del sol nórdica, que se encontraba en Escandinavia e Islandia. Cuando un cristal de cordierita se sostiene en ángulo recto hacia el plano de luz polarizada del sol, al instante cambia de amarillo a azul oscuro. Usado con toda probabilidad al principio como elemento decorativo en la joyería nórdica, la piedra del sol fue una auténtica bonanza para los navegantes vikingos. Incluso con una niebla densa o bajo un cielo encapotado, un navegante en medio del océano podía localizar la posición exacta del invisible sol al hacer rotar el trozo de cordierita hasta que de pronto se ponía de un azul oscuro. Como producía el mismo cambio de color aun cuando el sol se hallara a 7º por debajo del horizonte, el navegante podía realizar observaciones después de la puesta de sol.
Pero para establecer los cursos generales durante las horas de luz diurna, los vikingos en su mayor parte dependían de la tabla de sombra del sol. Ese aparato, que les permitía determinar la latitud y luego navegar siguiéndola durante una amplia extensión de océano hacia su destino, parece haber sido un disco de madera marcado con círculos concéntricos que eran los toscos equivalentes de las latitudes. En el centro del disco había una vara vertical, parecida a la de un reloj de sol, que se podía subir o bajar para alargarla o acortarla según la posición del sol en el cielo. Por ejemplo, cuando se la ponía a la altura adecuada para la declinación del sol a mediados de agosto, la sombra proyectada por el sol al mediodía cuando alcanzaba su cenit, caería sobre un círculo determinado. Al mantener la sombra del sol en el mismo círculo todos los mediodías, el navegante era capaz de mantener su latitud; si la sombra caía a cualquier lado del círculo, el timonel podía saber cuánto tenía que virar al norte o al sur para recuperar su curso. Con el fin de mantener el instrumento equilibrado en el mar, se asignaba un marinero para que lo sostuviera flotando en un cuenco de agua.
La tabla de sombra del sol se convirtió en el núcleo de la navegación de latitud diurna de los vikingos y todas las indicaciones que se daban a los navegantes nórdicos se centraban en cómputos hacia y desde puntos geográficos "de giro" donde la navegación de altura se podía iniciar. Un barco navegaría más o menos al norte o al sur hasta que llegaba a un punto de giro, y entonces iría al este o al oeste hacia su destino… o hacia otro punto de giro.
Los nórdicos disfrutaban de la enorme ayuda del emplazamiento de Escandinavia. La latitud de Horn en Islandia era la misma que la del Fiordo de Trondheim en Noruega; desde Bergen, Noruega, una nave podía seguir la misma latitud hasta las islas Shetland y el cabo Farewell en Groenlandia; las islas Orcadas estaban en la misma latitud que Stavanger, Noruega. Al mantener cualquier ángulo dado de la estrella Polar o extensión de sombra del sol durante la duración del viaje, un marinero vikingo podía conservar el curso prescrito hasta unas pocas millas de su destino. En ese punto ya podía estar atento a los fenómenos naturales, quizá a una variedad más oscura del fulmar que habita las aguas que rodean el sur de Islandia; o a un aumento de frailecillos, que indicaba la proximidad de las islas Feroe con sus vastas colinas de aves marinas. Una de las sagas cuenta de la dotación de un navío que “fue a la deriva al sur a través del océano y se encontró con aves de Irlanda”. Y al acercarse a Groenlandia podían reconocer el centelleo del hielo, o el reflejo en el cielo del casquete polar.
Así navegaron los vikingos durante siglos por los mares y los océanos. El mundo occidental no vería marineros iguales o superiores hasta que la Edad Media entrara en el Renacimiento y el príncipe de Portugal, Enrique el Navegante, introdujera la gran Era de la Exploración a fines del siglo XV. Navegar sin instrumentos adecuados, rumbo a regiones ignotas y sembradas de icebergs se nos antoja una extraña empresa y, sin embargo, las razones que invitaban a zarpar a los vikingos nos resultan familiares. Según un libro noruego de 1240: “Uno de los motivos es la fama, otro la curiosidad y el tercero la codicia”.
La sabiduría heredada y la propia experiencia guiaron a los pobladores que siguieron a Leif Ericsson, hijo de Eric el Rojo, hasta Terranova, a comienzos del siglo XI. Sus embarcarciones, sin embargo, no eran las esbeltas naves-dragón usadas por los invasores y guerreros, las “espléndidas bestias con boca de oro” celebradas por los poetas nórdicos, sino navíos anchos y profundos.
Terror del mundo exterior, las naves largas de los vikingos fueron fuente de gran y comprensible orgullo entre los nórdicos. En tiempos de la Edad Media, cuando la mayoría de los hombres y las mujeres en Occidente vivían y morían a distancia de marcha de los lugares donde habían nacido, en que el viaje era lento y peligroso, los vikingos parecían deslizarse por todo los mares como aves acuáticas sobre un estanque, apareciendo cuando menos se los esperaba, desapareciendo cuando ellos lo decidían. Podían hacerlo porque, a diferencia de los otros pueblos de Europa a comienzos del Medievo, comprendían el mar y el poder que ese conocimiento podía aportar. En sus fiordos primigenios y en sus interminables vías fluviales e islas barridas por el agua, nacieron para el mar y no tardaron en adentrarse en él destinados a convertirse en los principales navegantes de su época.
“Los daneses”, observó un temprano cronista medieval, “viven en el mar”; no se trataba de una exageración, y se aplicaba por igual a los suecos y a los noruegos. Mucho antes de desarrollar barcos capaces de atravesar los océanos, los escandinavos dependían del mar para su comida, y pescaban bacalaos, merluzas, sardinas, arenques, atunes y caballas. Cada vez se aventuraban más lejos de la costa en sus piraguas y botes de piel y embarcaciones de madera de extrañas y nuevas formas. Y con el tiempo el dominio del mar fue suyo debido a la absoluta excelencia del diseño de sus barcos… y por su ingenio en inventar métodos de navegación inusuales.
Los barcos que utilizaron Eric el Rojo y su hijo Leif en sus viajes de colonización medían 15 m de eslora y 4,5 de calado. Sus tablones de pino, fresno o roble se calafateaban con pelo de animal sumergido en resina de pino y a continuación se aseguraban con remaches de hierro. El palo mayor llevaba una vela cangreja de lienzo grueso que resultaba especialmente eficaz con el viento de popa. La embarcación se gobernaba con un timón instalado en el costado de estribor, cerca de la popa, y tres o cuatro remos en la parte de la proa que se usaban para maniobrar en espacios pequeños. Aunque había cubiertas en la proa y la popa, la bodega central, donde se almacenaba la carga y las provisiones, estaba a cielo abierto.
Las provisiones –alimentos en salazón, leche agria y cerveza- se apilaban también envueltas en pieles de animal o en barricas, pero resultaba casi imposible mantenerlas secas. No se podía cocinar a bordo, pero todos los barcos llevaban grandes calderos para cocinar en la costa siempre que era posible.
Los dioses nórdicos que gobernaban el mar proporcionaban una excelente razón para la cautela. Aegir y su esposa Ran eran la personificación de la capacidad del océano para el bien y el mal. Cuando se lo propiciaba de forma adecuada, Aegir era capaz de ofrecer las riquezas del mar; pero cuando se lo encolerizaba podía hacer que hasta el más robusto de los vikingos se amilanara. En la Saga de Fridthjofs se sugería que el marinero sabio siempre debía llevar una pieza de oro, para que, si se veía atrapado en una tormenta y se ahogaba, no tuviera las manos vacías cuando fuera a presencia de la esposa de Aegir. Podía darle la moneda, asegurándose así la entrada al Valhalla. Se suponía que un buen capitán se cercioraba de que todos sus hombres poseyeran esa ofrenda de oro… aunque ello representara distribuirlo de su propia bolsa.
Los vikingos que se hacían al mar también tenían que aplacar al dios del trueno, Tor, pues éste controlaba el clima, y el que un marinero terminara en poder de Aegir o Ran a menudo dependía de que Tor hubiera sido complacido con sacrificios antes del viaje o con juramentos adecuados desde el puesto del timonel.
Aparte de los peligros del clima, los viajes oceánicos planteaban problemas más prosaicos, en especial cuando los barcos salían cargados con emigrantes en una expedición de colonización hacia las innumerables islas que había en las afueras de Escocia, en las costas de Irlanda o, más adelante, en las recién descubiertas tierras más allá de las encrespadas aguas septentrionales.
Que los vikingos tuvieran éxito en estos viajes épicos no sólo es atribuible a sus magníficos navíos… también eran navegantes extraordinarios, que se aventuraban osadamente a explorar lo desconocido, y luego repetían los viajes casi con indiferencia, con una certeza de rumbo que como mínimo era fenomenal. Lo que había detrás de esos navegantes vikingos era el instinto nórdico para el mar, un sentido que parecía sobrenatural para el hombre de tierra, pero que en realidad era un prodigioso conjunto de conocimientos obtenido con duros esfuerzos y acumulado a lo largo de siglos de vida náutica.
Los vikingos extraían mucho significado del aspecto de las formaciones de nubes, de los cambios en el viento y de los patrones de las olas, de las corrientes oceánicas y las marejadas, de las nieblas marinas, y del color y la temperatura del agua. Podían obtener información de los hábitos de las aves acuáticas, estaban alertas a la migración de las aves de tierra y rastreaban el movimiento de los peces y las ballenas que bajaban del norte. Un veterano navegante vikingo podía saber cuándo se acercaba a las islas Feroe por la crecida en los bajíos que rodeaban al grupo de islas. Sabía que se aproximaba a Groenlandia por el cambio brusco en la temperatura del agua al entrar en la corriente polar, por el pronunciado cambio en su color, que pasaba del azul marino al verde, y por la esporádica presencia de témpanos a la deriva.
Los vikingos eran maestros de las implacables corrientes que remolineaban alrededor del Atlántico Norte y las aguas árticas. La corriente de Noruega subía poderosamente por la costa de ese país hacia las islas Lofoten, y tendía a arrastrar a toda velocidad a los barcos en su camino en dirección a Islandia. Desde allí, los navíos que establecían un curso al oeste se veían arrastrados por la corriente de Irminger y luego al sur por la corriente de Groenlandia; por último, eran impulsados hacia abajo por la costa de América del Norte por la corriente de Labrador.
Los vientos reinantes por lo general también los ayudaban, ya que soplaban hacia el norte entre Noruega e Islandia y al sur entre Islandia y Groenlandia. Las veletas elaboradamente decoradas que iban montadas en las proas y topes de mástil de los barcos vikingos son prueba de la aguda sensibilidad de los marineros a cualquier brisa perdida, pues esas rápidas travesías oceánicas sólo se podían realizar gracias al máximo aprovechamiento de los vientos y las corrientes.
En épocas posteriores, los marineros dispondrían de brújulas magnéticas y sofisticados aparatos de medición de velocidad que los ayudarían a navegar con precisión. Pero en tiempos de los vikingos, la brújula aún no había llegado a Europa occidental procedente de Oriente. En cuanto a medir la velocidad, el único modo en que los vikingos podrían haberlo logrado habría sido tirando una astilla de madera al mar y contando cuánto tardaba en recorrer la extensión de la nave hasta la popa u observar pasar las burbujas de agua.
Los navegantes vikingos empleaban una primitiva navegación astronómica que les ayudaba a medir el curso y la distancia. Por la noche, la Estrella Polar, era el principal indicador celeste. Por lo general, esa estrella era visible, dando vueltas alrededor del polo, y por ello resultaba una bendición inapreciable para los marineros. En noches despejadas, se podía determinar el ángulo de la Polar desde la proa para establecer un curso aproximado. Por ejemplo, al mantener un constante ángulo de 90º respecto a la Estrella Polar, los vikingos podían tener la certeza de que se dirigían al este o al oeste. En años posteriores eso se conocería como navegación de altura, y las consecuencias para los vikingos fueron enormes, en especial en sus grandes viajes de exploración, saqueo y comercio hacia el oeste a través de cientos de millas de océano abierto.
Nadie que bajara por la costa de Escandinavia podía dejar de notar que la altitud de la Estrella Polar desde el horizonte decrecía a medida que el navío iba hacia el sur, y que lo opuesto tenía lugar en un viaje hacia el norte. Por lo tanto, al medir la altitud de la estrella, los navegantes vikingos eran capaces de determinar con considerable precisión cuán lejos habían viajado al norte o al sur.
El empleo del sol como instrumento de navegación era algo más complicado. En pleno invierno, cuando el sol apenas se elevaba, resultaba inútil como baliza direccional. Aunque entonces, sólo los vikingos más necios se alejaban de tierra en esa época del año, con el punzante frío y las monstruosas tormentas. Sin embargo, en verano, cuando el sol se hallaba por encima del horizonte durante gran parte del día y de la noche, lo aprovechaban al máximo.
Al igual que con la Estrella Polar, la altura del sol mientras cruzaba el cielo en un arco cambiaba a medida que el navío navegaba hacia el sur o hacia el norte. En un curso hacia el sur, la altitud del sol aumentaba, y lo opuesto tenía lugar en un curso rumbo norte. El sol también podía indicar la dirección a medida que se iba de este a oeste. Para medir estos valores y aplicarlos a la navegación, los vikingos inventaron tres ingeniosos instrumentos que llamaron la tabla del sol, la piedra del sol y la tabla de sombra del sol.
La tabla del sol da la impresión de haber sido un cuadrante de rumbo sobre el que había marcadas cuartas, que salían desde un agujero en el centro. Con la ayuda de un indicador montado en el cuadrante eran capaces de tomar una marcación de curso del sol a medida que subía por el este o se ponía por el oeste, y mantener cualquier curso sólo comprobando diariamente esa triangulación tosca. Por las narraciones vikingas se sabe que los navegantes nórdicos también estaban acostumbrados a realizar una observación al mediodía, cuando el sol alcanzaba el meridiano norte-sur. Así, aunque carecían de brújula magnética, cada día podían establecer una determinación razonablemente precisa de su rumbo.
Con cielos nublados o bajo una densa niebla, los vikingos aprovechaban un notable cristal mineral de calcita llamado cordierita, la piedra del sol nórdica, que se encontraba en Escandinavia e Islandia. Cuando un cristal de cordierita se sostiene en ángulo recto hacia el plano de luz polarizada del sol, al instante cambia de amarillo a azul oscuro. Usado con toda probabilidad al principio como elemento decorativo en la joyería nórdica, la piedra del sol fue una auténtica bonanza para los navegantes vikingos. Incluso con una niebla densa o bajo un cielo encapotado, un navegante en medio del océano podía localizar la posición exacta del invisible sol al hacer rotar el trozo de cordierita hasta que de pronto se ponía de un azul oscuro. Como producía el mismo cambio de color aun cuando el sol se hallara a 7º por debajo del horizonte, el navegante podía realizar observaciones después de la puesta de sol.
Pero para establecer los cursos generales durante las horas de luz diurna, los vikingos en su mayor parte dependían de la tabla de sombra del sol. Ese aparato, que les permitía determinar la latitud y luego navegar siguiéndola durante una amplia extensión de océano hacia su destino, parece haber sido un disco de madera marcado con círculos concéntricos que eran los toscos equivalentes de las latitudes. En el centro del disco había una vara vertical, parecida a la de un reloj de sol, que se podía subir o bajar para alargarla o acortarla según la posición del sol en el cielo. Por ejemplo, cuando se la ponía a la altura adecuada para la declinación del sol a mediados de agosto, la sombra proyectada por el sol al mediodía cuando alcanzaba su cenit, caería sobre un círculo determinado. Al mantener la sombra del sol en el mismo círculo todos los mediodías, el navegante era capaz de mantener su latitud; si la sombra caía a cualquier lado del círculo, el timonel podía saber cuánto tenía que virar al norte o al sur para recuperar su curso. Con el fin de mantener el instrumento equilibrado en el mar, se asignaba un marinero para que lo sostuviera flotando en un cuenco de agua.
La tabla de sombra del sol se convirtió en el núcleo de la navegación de latitud diurna de los vikingos y todas las indicaciones que se daban a los navegantes nórdicos se centraban en cómputos hacia y desde puntos geográficos "de giro" donde la navegación de altura se podía iniciar. Un barco navegaría más o menos al norte o al sur hasta que llegaba a un punto de giro, y entonces iría al este o al oeste hacia su destino… o hacia otro punto de giro.
Los nórdicos disfrutaban de la enorme ayuda del emplazamiento de Escandinavia. La latitud de Horn en Islandia era la misma que la del Fiordo de Trondheim en Noruega; desde Bergen, Noruega, una nave podía seguir la misma latitud hasta las islas Shetland y el cabo Farewell en Groenlandia; las islas Orcadas estaban en la misma latitud que Stavanger, Noruega. Al mantener cualquier ángulo dado de la estrella Polar o extensión de sombra del sol durante la duración del viaje, un marinero vikingo podía conservar el curso prescrito hasta unas pocas millas de su destino. En ese punto ya podía estar atento a los fenómenos naturales, quizá a una variedad más oscura del fulmar que habita las aguas que rodean el sur de Islandia; o a un aumento de frailecillos, que indicaba la proximidad de las islas Feroe con sus vastas colinas de aves marinas. Una de las sagas cuenta de la dotación de un navío que “fue a la deriva al sur a través del océano y se encontró con aves de Irlanda”. Y al acercarse a Groenlandia podían reconocer el centelleo del hielo, o el reflejo en el cielo del casquete polar.
Así navegaron los vikingos durante siglos por los mares y los océanos. El mundo occidental no vería marineros iguales o superiores hasta que la Edad Media entrara en el Renacimiento y el príncipe de Portugal, Enrique el Navegante, introdujera la gran Era de la Exploración a fines del siglo XV. Navegar sin instrumentos adecuados, rumbo a regiones ignotas y sembradas de icebergs se nos antoja una extraña empresa y, sin embargo, las razones que invitaban a zarpar a los vikingos nos resultan familiares. Según un libro noruego de 1240: “Uno de los motivos es la fama, otro la curiosidad y el tercero la codicia”.
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