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sábado, 11 de agosto de 2012

Henri Rousseau


Henri Rousseau fue una figura inusual dentro del modernismo: su trabajo es difícil de clasificar en algún estilo artístico definido. Sus composiciones fantasiosas no se correspondían a ninguna tradición y, sin embargo, descubrieron nuevos campos para el arte, constituyendo algunos de los cuadros más atractivos y curiosos de la vanguardia de comienzos del siglo XX.

Rousseau nació en Laval, en el noroeste de Francia, en 1844. Ya adulto, trabajó en el servicio aduanero francés hasta que se jubiló. No fue hasta que cumplió los cuarenta años que empezó a dedicar la mayor parte de su tiempo a pintar. Nunca había asistido a escuela de arte alguna.

Después de que los artistas Paul Signac y Maximilien Luce descubrieran el trabajo que Rousseau había estado realizando en privado, a partir de 1886 empezó a participar en la exposición no oficial Salon des Indépendants, en París, donde mostraba sus cuadros al lado de los lienzos de Vincent van Gogh, Henri Matisse y otras figuras relevantes. Sus obras se hicieron merecedoras de muchos halagos teniendo en cuenta que se trataba de un autodidacta. Menos sorprendente es que la crítica más conservadora, habida cuenta de los gustos “oficiales”, machacara su estilo naif.

Con la llegada del nuevo siglo, Rousseau –o el Aduanero, como se le llamaba- se convirtió en una especie de pintor de culto del movimiento vanguardista. “Henri Rousseau nos mostró lo que puede ofrecer la sencillez. Esa faceta de su versátil talento es actualmente su principal mérito”, declaró Vasily Kandinsky en el almaque Blauer Reiter en 1912, en el que se reproducían siete pinturas de Rousseau. El “Aduanero” desarrolló su estilo hasta convertirlo en uno de los más influyentes del modernismo artístico, desde el Cubismo al Realismo pasando por la Pintura Metafísica. Los surrealistas en particular se sintieron muy inspirados por la inocencia infantil y la despreocupación que destilaban sus lienzos. Lo consideraban un genio artístico que, apoyándose en sus experiencia individual, podía ver más allá que un pintor con adiestramiento académico.

Los cuadros de Rousseau procedían enteramente de su imaginación. Sus motivos los tomaba de un mundo imaginario con escasas conexiones con la realidad. Esto es especialmente cierto en sus escenas selváticas, que construía a base de planos sin relieve para expresar sus emociones (jamás había visto una selva aunque afirmaba que sí). En estas pinturas de intenso colorido con una vegetación meticulosamente representada y poblada por exótica fauna, todo parecía estático y mágico, como la escena hubiera sido paralizada en una especie de burbuja temporal: la realidad no podía distinguirse del sueño.

Junto a las pinturas de selva –a las que Rousseau se dedicó casi exclusivamente en los últimos seis años de su vida- realizó retratos, escenas urbanas y cuadros florales, todo ello siempre reducido a su naturaleza esencial.

Rousseau murió en París en 1910 sin haber salido jamás de la pobreza. Tras su fallecimiento, sus cuadros se vendieron por precios enormes.

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