sábado, 18 de enero de 2014
La Armada Invencible (1)
A finales de mayo de 1588, una impresionante flota abandonaba el Tajo con rumbo a Inglaterra. Su finalidad era invadir el reino gobernado por Isabel Tudor y, tras derrocar a la hija de Enrique VIII, reimplantar el catolicismo. En apariencia, la empresa no podía fracasar, pero al cabo de unos meses se convirtió en un sonoro desastre. Las causas fueron identificadas por Felipe II con “los elementos” adversos mientras que los ingleses las atribuyeron a su flota supuestamente dotada de una mayor pericia que la ostentada por la española. Tampoco han faltado los que han buscado un elemento sobrenatural que ha ido de la acción de las brujas inglesas a la intervención directa de Dios castigando la posible soberbia española o protegiendo la Reforma. Sin embargo, por encima de consideraciones trascendentes, ¿por qué fracasó la Armada invencible?
A finales de mayo de 1588, una armada española de impresionantes dimensiones descendía por el Tajo. Dos días fueron necesarios para que la flota –que contaba con 138 navíos, entre ellos sesenta y cinco galeones, y 24.000 hombres- se agrupara en alta mar. El propósito de aquella extraordinaria agrupación era atravesar el canal de la Mancha y reunirse en la costa de Flandes con un ejército mandado por el duque de Parma, Alejandro Farnesio. Una vez realizada la conjunción de ambos ejércitos, la flota se dirigiría hacia el estuario del Támesis con la intención de realizar un desembarco y marchar hacia Londres. De esa manera, las tropas españolas procederían a derrocar a la reina Isabel I Tudor para, acto seguido, reinstaurar el catolicismo. Así, no sólo se asestaría un golpe enorme al protestantismo sino que además Felipe II vería favorecida su situación en los Países Bajos, donde una guerra que aparentemente iba a durar poco estaba drenando peligrosamente los recursos españoles.
Para el verano de 1588, Inglaterra y España llevaban en un estado de guerra no declarada casi cuatro años. En 1584, precisamente, el duque de Parma, al servicio de Felipe II, había causado una enorme pérdida a los rebeldes holandeses al conseguir que unos agentes a su servicio asesinaran al príncipe de Orange. Por un breve tiempo, pareció que la causa de los flamencos estaba perdida y que el protestantismo podría ser extirpado de los Países Bajos. Sin embargo, justo en esos momentos, Isabel de Inglaterra decidió ayudar a los holandeses con tropas y dinero.
La acción de Isabel implico un notable sacrificio en la medida en que sus recursos eran muy escasos, pero a la soberana no se le escapaba que un triunfo católico en Flandes significaría su práctico aislamiento, aislamiento aún más angustioso, dada la pena de excomunión que contra ella había lanzado el papa al fracasar los intentos de casarla con un príncipe francés o con el propio Felipe II, trayendo así a Inglaterra nuevamente a la obediencia a Roma. La ayuda inglesa –a pesar de sus deficiencias- resultó providencial para los flamencos y a este motivo de encono se sumó que en 1587, Isabel ordenara ejecutar a María Estuardo, reina escocesa de la que pendía la posibilidad de una restauración del catolicismo en Inglaterra y sobre la que giraba una conjura católica que pretendía asesinar a la soberana inglesa. A todo lo anterior se unían las acciones de los corsarios ingleses, especialmente Francis Drake, que en 1586 lograron que no llegara a España ni una sola pieza de plata de las minas de México o Perú precisamente en una época en que las finanzas de Felipe II necesitaban desesperadamente los metales de las Indias.
La posibilidad de que la invasión tuviera éxito no se le escapaba a nadie. De hecho, el papa Sixto V ofreció a Felipe II la suma de un millón de ducados de oro como ayuda para la expedición y, por otra parte, resultaba obvio que el poder inglés era muy menguado si se comparaba con el español. A la sazón, las nunca bien establecidas finanzas de Inglaterra pasaban uno de sus peores momentos y, de hecho, aunque las noticias de la expedición española no tardaron en llegar, no se tomaron medidas frente a ella, fundamentalmente porque no había fondos. Por si fuera poco, en los cinco años anteriores no se había gastado ni un penique en mejorar las defensas costeras. Sin embargo, la realidad no era tan sencilla y, desde luego, no se le ocultaba ni a Felipe II ni a sus principales mandos.
Hacia finales de junio, unas cuatro semanas después de que la Armada hubiera dejado el Tajo, el duque de Medina Sidonia, que estaba al mando de la expedición y que acababa de sufrir la primera de las tormentas con que se enfrentaría en los siguientes meses, viéndose obligado a buscar refugio en La Coruña, escribió a Felipe II señalándole que muy pocos de los embarcados tenían el conocimiento o la capacidad suficientes para llevar a cabo los deberes que se les habían encomendado. En su opinión, ni siquiera cuando el duque de Parma se sumara a sus hombres tendrían posibilidades de consumar la empresa.
Semejante punto de vista era el que había sostenido el mismo duque de Parma desde hacía varios meses. En marzo, por ejemplo, había comunicado a Felipe II que no podría reunir los 30.000 hombres que le pedía el rey y que incluso si así fuera se quedaría con escasas fuerzas para atender la guerra de Flandes. Dos semanas más tarde, Parma volvió a escribir al rey para indicarle que la empresa se llevaría a cabo ahora con mayor dificultad. No sólo eso. En las primeras semanas de 1588, el duque de Parma había propuesto entablar negociaciones de paz con Isabel I, una posibilidad que la reina había acogido con entusiasmo, dados los gastos que la guerra significaba para su reino y que hubiera podido acabar en una solución del conflicto entre ambos permitiendo a Felipe II ahogar la revuelta flamenca. Sin embargo, el monarca español no estaba dispuesto a dejarse desanimar –como no se había desanimado cuando en febrero de 1588 murió el marqués de Santa Cruz, jefe de la expedición, y hubo que sustituirlo deprisa y corriendo por el duque de Medina Sidonia- ni por el pesimismo de sus mandos ni tampoco por las noticias sobre el agua corrompida, la carne podrida y la extensión de la enfermedad entre las tropas.
Ni siquiera cuando el embajador ante la Santa Sede le informó de que el papa “amaba el dinero” y no pensaba entregar un solo céntimo antes de que las tropas desembarcaran en Inglaterra, dudó de que la expedición debía continuar su misión. A fin de cuentas, el cardenal Allen había asegurado a España que los católicos ingleses –a los que Isabel, deseosa de reinar sobre todos los ciudadanos y evitar un conflicto religioso como el que Felipe II padecía en Flandes, había concedido una amplia libertad religiosa inexistente para los disidentes en el mundo católico- se sublevarían como un solo hombre para ayudar a derrocar a la reina. Así, en contra de los deseos de Medina Sidonia, Felipe II ordenó que la flota prosiguiera su camino.
El 22 de julio, la armada española se encontró con otra tormenta, esta vez en el golfo de Vizcaya. El 27, la formación comenzó a descomponerse por acción del mar y al amanecer del 28 se habían perdido cuarenta navíos. El Santa María, buque almirante de la escuadra, de 780 toneladas de desplazamiento, fue lanzado contra los acantilados franceses. Durante 24 horas no se tuvo noticia de ellos, pero, finalmente, uno consiguió llegar al lugar donde se encontraba el grueso de la flota para indicar dónde se hallaban los restantes barcos.
Por desgracia para Medina Sidonia, ese grupo de embarcaciones fue avistado por Thomas Fleming, el capitán del barco inglés Golden Hind, que inmediatamente se dirigió a Plymouth para dar la voz de alarma. Allí llegaría el viernes 29 de julio encontrándose con Francis Drake que, a la sazón, jugaba a los bolos. La leyenda contaría que Drake habría dicho que había tiempo para acabar la partida y luego batir a los españoles. En realidad Drake se dio cuenta de que debía esperar el reflujo de la marea para salir a la mar y navegar a toda velocidad con la corriente a su favor.
Francis Drake nació alrededor de 1540 en Tavistock, cerca de Plymouth. Muy joven, se embarcó para convertirse en capitán de pequeños mercantes dedicados al tráfico de cabotaje, pero pronto se hizo famoso por la guerra de corso contra los españoles. En 1565, operó en la costa septentrional de Sudamérica y, dos años más tarde, junto con su primo John Hawkins, tomó parte en una expedición de piratería y trata de esclavos; en el decenio siguiente, con el apoyo secreto del gobierno inglés, llevó a cabo muchos saqueos en posesiones españolas en las Indias Occidentales. En 1577 organizó una expedición de cinco buques para realizar el primer viaje inglés alrededor del mundo. El 3 de diciembre se embarcó en el Pelican. Y el 20 de agostó llegó al estrecho de Magallanes junto con el Marigold y el Judith, habiéndose perdido los otros dos buques. Una serie de grandes tempestades causaron el hundimiento del Marigold, obligando al Judith a regresar, pero Drake, a bordo de su buque rebautizado Golden Hind, siguió rumbo al norte y se apoderó de los aprovisionamientos españoles en Valparaíso. Incapaz de hallar un paso para volver al Atlántico, puso rumbo al Oeste, llegando al cabo de 68 días a la isla de Pellew. Reparó su buque en Java siguió hacia el Oeste hasta doblar el cabo de Buena Esperanza. A su llegada a Inglaterra, el 26 de septiembre de 1580, fue nombrado baronet por la reina. En 1585, Drake mandó una flota de 25 buques contra los asentamientos españoles en el Caribe. A su regreso, devolvió a su patria a 190 colonos ingleses de Virginia e introdujo en el país la patata y el tabaco. En 1587, atacó la flota española, que se estaba preparando para invadir Inglaterra, en el puerto de Cádiz. Drake era pues, uno de los peores enemigos de los españoles.
Para la flota española fue una desgracia el que la descubrieran tan pronto. Mientras las naves de Medina Sidonia bordeaban la costa de Cornualles, pasaban Falmouth y se encaminaban hacia Fowey, los faros ingleses daban la voz de alarma. Para la flota inglesa, la llegada de los españoles significó una desagradable sorpresa. Habían especulado con la idea de atacar la Armada mientras se hallaba fondeada en La Coruña –una idea defendida por el propio Drake- y ahora los navíos de Medina Sidonia estaban a la vista de la costa cuando distaban mucho de poder considerarse acabados los preparativos de defensa. Ahora, lo quisieran o no, los navíos ingleses no tenían otro remedio que enfrentarse con los españoles e intentar abortar el desembarco. La noche del viernes, 24 barcos ingleses salieron de Plymouth virando con el ancla, maniobra consistente en embarcar el ancla principal en un bote y transportarla lo más lejos posible que permita su cabo y luego echarla de nuevo al mar: de este modo la tripulación va cobrando cabo, haciendo avanzar el barco. A causa de la marea, no resultó posible ejecutar la maniobra antes de las 21 horas, obligando a la tripulación a trabajar la mayor parte de la noche.
Este primer grupo de buques ingleses, que representaban la mitad de los disponibles en Plymouth, puso rumbo al sur y luego hacia el Oeste, con objeto de cruzar el frente de la flota española y de sus aliados, y luego virar de bordo para perseguirla. Otros 11 buques, que salieron del puerto después que el grueso de la flota, pusieron inmediatamente rumbo al Oeste para seguir la costa, y se unieron al resto procedente del Norte. Entre los españoles, muchos consideraban que hubieran tenido que atacar Plymouth de inmediato, pero las órdenes de Felipe eran muy estrictas: el principal objetivo de la Armada era el estrecho de Dover, desde donde debían proteger el previsto desembarco del ejército del duque de Parma.
El domingo 31 de julio, hacia las nueve de la mañana, mientras la Armada avanzaba por el canal de la Mancha en formación de combate, un barco inglés llamado Disdain navegó hasta su altura y realizó un único disparo. En el lenguaje de la época, aquel gesto equivalía al lanzamiento de un guante previo al inicio del combate. El enfrentamiento de aquel día duraría cuatro horas y a su término, la flota española, la vencedora de Lepanto, iba a descubrir que en tan sólo unos años su táctica se había quedado atrasada.
La Armada española se desplazaba en forma de V invertida. Este tipo de formación no sólo permitía enfrentarse con ataques lanzados desde ambos flancos, sino que además, situando los galeones en las alas, facilitaba entablar combate con las naves enemigas que, finalmente, eran abordadas por los infantes españoles, a la sazón los mejores de Europa. Esa forma de combate naval había dado magníficos resultados en el pasado y de manera muy especial en Lepanto, pero durante los años siguientes los españoles no habían reparado en los avances de la guerra naval. Sus cañones tenían un calibre inferior al de los ingleses, sus proyectiles eran de peor calidad, sus naves –aunque impresionantes- eran más lentas en la maniobra y, sobre todo, su formación implicaba un tipo de maniobra que, en realidad, repetía en el mar la disposición de las fuerzas de tierra. Para sorpresa suya, los barcos ingleses se acercaban en una formación nunca vista, es decir, en una sola fila, lo que llevó a pensar que debía existir otra fila que podía aparecer en cualquier momento.
Para colmo, a diferencia de los turcos de Lepanto, los ingleses no se acercaban hasta los barcos enemigos buscando el combate casco contra casco, sino que disparaban y, a continuación, se retiraban evitando precisamente que se produjera el abordaje. El enfrentamiento resultó desconcertante pero no se puede decir que fuera adverso para los españoles. Para cuando concluyó, habían perdido dos naves. El buque almirante andaluz Nuestra Señora del Rosario colisionó con el Santa Catalina, perdiendo el bauprés y el palo trinquete que, a su caída, también arrastró el palo mayor, con lo que el buque quedó fuera de servicio. Los intentos para remolcarlo no tuvieron éxito debido a que se estaba levantando mar.
La flota de Howard, cuyo número de buques no llegaba ni a la mitad de los españoles, se mantuvo retrasada toda la noche mientras aguardaba otras 40 unidades inglesas que habían zarpado de Plymouth y que debían unirse a la formación principal. Su buque insignia, el Ark Royal, estuvo en contacto con la flota enemiga toda la noche, pero al amanecer del día siguiente, el 1º de agosto, Howard descubrió que todos sus buques, salvo el Bear y el Mary Rose, se encontraban cerca. Los demás habían quedado retrasados por falta de órdenes.
Sir Francis Drake, al que se había conferido el honor de llevar la luz que indicaba a los otros barcos la ruta que debían seguir, impidió a Howard realizar otro ataque al amanecer. Drake, corsario más que otra cosa, había previsto la posibilidad de capturar una presa y se había apartado de la flota inglesa sin encender una luz que habría puesto sobre aviso a su potencial captura. El resultado fue que el resto de la flota se mantuvo inmóvil y tan sólo el buque insignia de lord Howard y un par de barcos más persiguieron a los españoles. Drake capturó al Nuestra Señora del Rosario, hizo prisioneros al comandante Pedro Valdés y a su tripulación y, lo que es más increíble, se apoderó del tesoro real español. Este barco, y el San Salvador –posteriormente destruido por una explosión de pólvora-, fueron las únicas presas de los ingleses en toda la operación.
Toda esta circunstancia fue captada por la flota española y Medina Sidonia decidió junto con la mayoría de sus mandos aprovecharla para asestar un golpe de consideración a los ingleses. Para llevar a cabo el ataque resultaba esencial la participación de las galeazas que estaban al mando de Hugo de Moncada, el hijo del virrey de Cataluña. Sin embargo, Moncada no estaba dispuesto a colaborar. Tan sólo unas horas antes Medina Sidonia le había negado permiso para atacar a unos barcos ingleses y ahora Moncada decidió que respondería a lo que consideraba una ofensa con la pasividad. Ni siquiera el ofrecimiento de Medina Sidonia de entregarle una posesión que le produciría tres mil ducados al año le hizo cambiar de opinión. Se trató, no puede dudarse, de un acto de desobediencia deliberada y de no haber muerto Moncada unos días después seguramente hubiera sido juzgado, pero, en cualquier caso, el mal ya estaba hecho. Cuando finalmente se produjo la batalla, los ingleses se habían recuperado.
Los españoles se encontraron, navegando por aguas de cabo Berry, en el Devon meridional, con los ingleses que navegaban al Oeste a gran distancia. Los buques requirieron todo el día para ponerse en formación, aunque algunos no lo lograron hasta el martes. Los españoles estaban en formación en una larga línea, pero ahora adoptaban el dispositivo de batalla en forma de media luna con las puntas dirigidas hacia delante. En el centro, para atacar cualquier embarcación inglesa que tratase de acercarse por detrás, había galeazas equipadas con remos y velas.
Poco después del amanecer del 2 de agosto de 1588, lord Howard dirigió su flota hacia la costa de Portland Bill en un intento de desbordar el flanco español que daba sobre tierra, pero Medina Sidonia lo captó impidiéndolo. Durante las doce horas que duró la lucha, los españoles hicieron esfuerzos denodados por abordar a los barcos enemigos y en alguna ocasión estuvieron a punto de conseguirlo. No lo lograron, pero tampoco pudo la flota inglesa, a pesar de los intentos de Drake, causar daños a la española. Por la noche, en el Canal de la Mancha, se habían reconstruido dos imponentes formaciones navales, una siguiendo a la otra.
La Armada no había perdido un solo barco en este último encuentro y continuaba su rumbo para encontrarse con el duque de Parma y, ulteriormente, desembarcar en Inglaterra. A decir verdad, esta última parte de la operación era la que seguía mostrándose angustiosamente insegura. La noche antes de la batalla de Portland Bill, el duque de Medina Sidonia había despachado otro mensajero hasta el duque de Parma y para cuando se produjo el combate ya eran dos los correos españoles que se habían entrevistado con él. Las noticias no eran, desde luego, alentadoras, porque el duque de Parma no tenía a su disposición ni las embarcaciones ni las tropas necesarias.
Sin embargo, los ingleses carecían de esta información y, para colmo de males, al hecho de no haber causado daño alguno a la Armada se sumaba el agotamiento de sus reservas de pólvora y proyectiles y el pesimismo acerca de la táctica utilizada hasta entonces. Mientras sus navíos se rearmaban, lord Howard convocó un consejo de guerra para decidir la manera en que proseguiría la lucha contra la Armada. Finalmente se decidió dividir las fuerzas inglesas en cuatro escuadrones –mandados por lord Howard, Drake, Hawkins y Frobisher- que atacarían a las fuerzas españolas para romper su formación y así impedir su avance hacia el este.
La nueva batalla duró cinco horas –desde el amanecer hasta las diez de la mañana- y los ataques ingleses tuvieron el efecto de empujar a la flota española con un rumbo norte-este- un hecho que muchos han interpretado como una hábil maniobra, ya que hubiera significado desviar a la flota enemiga contra una de las zonas más peligrosas de la costa-, pero Medina Sidonia captó rápidamente el peligro y evitó el desastre. Ciertamente, la Armada no había sufrido daños pero se vio desplazada al este del punto donde Medina Sidonia esperaba noticias del duque de Parma y, finalmente, el mando español decidió seguir hacia el este hasta encontrarlo. Ya eran cinco los días que ambas flotas llevaban combatiendo y con sólo un par de barcos españoles fuera de combate y ninguno hundido, la moral de los ingleses estaba comenzando a desmoronarse.
Medina Sidonia se dirigió entonces hacia Calais con la idea de encontrarse posteriormente con el duque de Parma a siete leguas, en Dunkerque, y desde allí atacar Inglaterra. Sin embargo, Medina Sidonia seguía abrigando dudas y volvió a enviar un mensajero al duque de Parma con la misión de informarle de que si no podía acudir con tropas, por lo menos enviara las lanchas de desembarco.
(Finaliza en la siguiente entrada)
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