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lunes, 20 de enero de 2014

La Armada Invencible (y 2)




(Viene de la entrada anterior)

El descanso en Calais significó un verdadero respiro para la flota española. Francia, a pesar de ser una potencia católica, mantuvo en relación con la expedición de la Armada una actitud relativamente similar a la adoptada con ocasión de Lepanto. No obstante, en este caso la población tenía muy presente los siglos de lucha contra Inglaterra y simpatizaba con los españoles. El gobernador de Calais –antigua plaza inglesa en suelo francés- no tuvo ningún reparo en permitir que la flota española fondeara y se surtiera de lo necesario.

El domingo 7 de agosto llegó a Calais uno de los mensajeros enviados por Medina Sidonia al encuentro del duque de Parma. Las noticias no por malas resultaban inesperadas. El duque de Parma no estaba en Dunkerque, donde además brillaban por su ausencia los barcos, las municiones y las tropas esperadas. La situación era preocupante y Medina Sidonia decidió enviar en busca del anhelado duque a don Jorge Manrique, inspector general de la Armada.

Advertido por el sobrino del gobernador de Calais de que la Armada se hallaba anclada en una zona de corrientes peligrosas y de que sería conveniente que buscara un abrigo más adecuado, Medina Sidonia volvió a poner en movimiento la flota. La decisión la tomó precisamente cuando los navíos ingleses, ya dotados de refuerzos y aprovisionamientos, llegaban a las cercanías de Calais con un plan especialmente concebido para dañar a la hasta entonces invulnerable Armada. Iba a dar comienzo la denominada batalla de Gravelinas, la más importante de toda la campaña.

Durante el domingo, la moral de las fuerzas españolas había comenzado a descender de tal manera
que Medina Sidonia hizo correr el rumor de que las tropas del duque de Parma se reunirían con la Armada al día siguiente. Para colmo de males, en torno a la medianoche se descubrió un grupo de ocho naves en llamas que se dirigían hacia la flota. Los ingleses habían elegido unidades pequeñas que, una vez desembarcados los pertrechos y la mayor parte de los hombres, fueron cargadas con materiales inflamables. Durante la noche, las tripulaciones, reducidas al mínimo indispensable, hubieran tenido que incendiar los barcos y dejarlos caer sobre el enemigo. Podían haber causado un daño tremendo, pero ocurrió que una de las unidades fue prendida excesivamente pronto, lo cual alertó a los españoles de la inminencia del ataque.

La reacción de Medina Sidonia fue rápida y tendría que haber bastado para contener las embarcaciones. Sin embargo, los españoles pensaron que había sido aparejada por Federico Giambelli, un italiano especializado en este tipo de ingenios, y emprendieron la retirada hacia el norte lejos de la zona de invasión. Medina Sidonia ordenó a su flota cortar los cabos de fondeo y salir al mar abierto para alejarse de los brulotes con la vana esperanza de ponerse más tarde a la vela y dirigirse a la rada de Calais. Lo cierto, no obstante, es que Giambelli se había pasado a los ingleses pero no tenía nada que ver con aquel lance y, de hecho, se encontraba construyendo una defensa en el Támesis que se vino abajo con la primera subida del río. En realidad, la idea había sido de William Winter, el comandante del Vanguard.

Para remate, un episodio que podría haber concluido con un éxito de la Armada tuvo fatales
consecuencias para ésta. Ni uno de los barcos resultó dañado, pero la retirada la alejó del supuesto lugar de encuentro para no regresar nunca a él. De hecho, para algunos historiadores, a partir de ese momento la campaña cambió totalmente de signo. Posiblemente este juicio es excesivo pero no cabe duda de que cuando amaneció la Armada se hallaba en una delicada situación.

Con la escuadra inglesa en su persecución y desprovista de capacidad para maniobrar sin arriesgarse a encallar en las playas de Dunkerque, Medina Sidonia tan sólo podía intentar que el choque fuera lo menos dañino posible. Una vez más, el duque –que no contaba con experiencia como marino- dio muestras de una capacidad inesperada. No sólo hizo frente a los audaces ataques de Drake sino que además resistió con una tenacidad extraordinaria que permitió a la Armada reagruparse. Con todo, quizá su mayor logro consistió en evitar lanzarse al ataque de los ingleses descolocando así una formación que se hubiera convertido en una presa fácil. Aunque no le faltaron presiones de otros capitanes que insistían en que aquel comportamiento era una muestra de cobardía, Medina Sidonia lo mantuvo minimizando extraordinariamente las pérdidas españolas.

La denominada batalla de Gravelinas iba a ser la más relevante de la campaña y tal como narrarían algunos de los españoles que participaron en ella las luchas artilleras que se presenciaron en el curso de la misma superaron considerablemente el horror de Lepanto. Fue lógico que así sucediera porque, al fin y a la postre, Lepanto había sido la última gran batalla naval en la que sobre las aguas se había reproducido el conjunto de movimientos típicos del ejército de tierra. Lo que sucedió en Gravelinas el lunes 8 de agosto fue muy distinto.

Mientras los ingleses hacían gala de una potencia artillera muy superior, incluso incomparable, los
españoles evitaron la disgregación de la flota y combatieron con una dureza extraordinaria, el tipo de resistencia que los había hecho terriblemente famosos en todo el mundo. Estas circunstancias explican que cuando concluyó la batalla, la Armada sólo hubiera perdido tres galeones, lo que elevaba sus pérdidas a seis navíos. Mayores fueron las pérdidas humanas, alcanzando los seiscientos muertos, ochocientos heridos y un número difícil de determinar de prisioneros. Los ingleses perdieron unos sesenta hombres y ningún barco. La fuerza de la Armada seguía en gran medida intacta, pero sin municiones y sin pertrechos –como, por otro lado, les sucedía a los ingleses, que no pudieron perseguirla- la posibilidad de continuar la campaña estaba gravemente comprometida.

Por si fuera poco, el martes 9 de agosto, la Armada tuvo que sufrir una tormenta que la colocó en la situación más peligrosa desde que había zarpado de Lisboa, ya que la fue empujando hacia una zona situada al norte de Dunkerque conocida como los bancos de Zelanda. Mientras contemplaban cómo los barcos ingleses se retiraban, las naves españolas tuvieron que soportar impotentes un viento que las lanzaba contra la costa amenazándolas con el naufragio. La situación llegó a ser tan desesperada que Medina Sidonia y sus oficiales recibieron la absolución a la espera de que sus naves se estrellaran. Entonces sucedió el milagro. De manera inesperada, el viento viró hacia el suroeste y los barcos pudieron maniobrar alejándose de la costa. Posiblemente, el desastre no sucedió tan sólo por unos minutos.

Aquella misma tarde, Medina Sidonia celebró consejo de guerra con sus capitanes para decidir cuál debía ser el nuevo rumbo de la flota. Se llegó así al acuerdo de regresar al canal de la Mancha si el tiempo lo permitía, pero, si tal eventualidad se revelaba imposible, las antes pondrían rumbo a casa bordeando Escocia.

No se cruzaría ya un solo disparo entre las flotas española e inglesa y la expedición podía darse por
fracasada, pero en el resto de Europa la impresión de lo sucedido era bien distinta. En Francia, por ejemplo, se difundió el rumor de que los españoles habían dado una buena paliza a los ingleses en Gravelinas y los panfletos que ordenó imprimir el embajador de la reina Isabel en París desmintiendo esa versión de los hechos no sirvieron para causar una impresión contraria. El único que no pareció dispuesto a creer en la victoria española fue el papa, que se negó a desembolsar siquiera una porción simbólica del dinero que había prometido a Felipe II y que jamás le entregaría.

Durante las semanas siguientes, la situación de la Armada no haría sino empeorar. Encaraban un viaje de 3.000 km por aguas y pasos sólo indicados de forma aproximada en las cartas náuticas, y con buques en malas condiciones, la mayor parte gobernados por hombres maltrechos y fatigados. El 12 de agosto, la flota llegó al Firth of Forth, en aguas de Edimburgo, todavía perseguida por Howard. Habían cesado los combates, pero sólo porque ambos contendientes estaban sin municiones. Pronto Howard también estuvo falto de víveres y, por tanto, dejó marchar a sus buques y sus hombres.

Para los españoles lo peor aún estaba por llegar. El 13 de agosto, Medina Sidonia confirmó su decisión de dirigirse hacia el oeste y circundar Irlanda. Dado que para hacerlo se requería un mes o incluso más, según las condiciones meteorológicas, la primera medida consistió en racionar los pocos alimentos y agua que quedaban. Así pues, la mayor parte de caballos y mulas transportados (básicamente se trataba de una flota invasora) tuvo que ser lanzada al mar, las raciones diarias por persona se redujeron a poco más de 200 gramos de bizcochos, un cuarto de litro de vino y medio litro de agua. Esta situación hubiera resultado especialmente dura en cualesquiera condiciones, pero resultó penosa en las inusuales condiciones climáticas de aquel avanzado verano de 1588.

La Armada, que se encontró con poco viento al navegar por el canal de la Mancha, ahora que tanto provecho hubiera sacado de un mar en calma, tuvo que afrontar los peores temporales desde hacía muchos años. Uno a uno, los galeones, junto con las galeazas, las galeras y otros buques de la gran flota española, fueron a parar a los bajíos y escollos, perdiéndose 36 unidades antes de que los más afortunados llegaran a superar el extremo sudoccidental de Irlanda y, luchando con la mar, llegar a España.

De manera un tanto ingenua, muchos españoles habían esperado que los católicos irlandeses se
sublevarían contra los ingleses para ayudarlos o que, al menos, les brindarían apoyo. La realidad fue que los irlandeses realizaron por su cuenta o por orden de los ingleses, escalofriantes matanzas de españoles. Hubo excepciones, como la representada por el capitán Christopher Carlisle, yerno de sir Francis Walsingham, el secretario de la reina Isabel, que se portó noblemente con los prisioneros, solicitó que se les tratara con humanidad y, finalmente, temiendo que fueran ejecutados, les proporcionó dinero y ropa enviándolos acto seguido a Escocia. También se produjeron fugas novelescas, como la del capitán De Cuéllar. Sin embargo, en términos generales, el destino de los españoles en Irlanda fue aciago muriendo allí seis séptimas partes de los que perdieron la vida en la campaña. No fue mejor en Escocia. Allí también esperaban obtener la ayuda y solidaridad del católico rey Jacobo. No recibieron ni un penique. Mientras tanto, más de la mitad de la flota llegaba a España. Era la hora de aclarar responsabilidades.

En términos objetivos, el comportamiento de Isabel I y Felipe II con sus tropas fue bien diferente. Mientras que Isabel se desentendió de su suerte posterior a la batalla alegando dificultades financieras –una excusa tan sólo a medias convincente-, el monarca español manifestó una enorme preocupación por los soldados. Sin embargo, no pocos de éstos se sintieron abrumados por la culpa. Miguel de Oquendo, que demostró un valor extraordinario durante la expedición, se negó a ver a sus familiares en san Sebastián, se volvió cara a la pared y murió de pena. Juan de Recalde, que aún tuvo un papel más destacado, falleció nada más llegar a puerto. Sin embargo, Felipe II no culpó a nadie –desde luego no a Medina Sidonia o al duque de Parma- y aunque mantuvo en prisión durante quince meses a Diego Flores de Valdés, asesor naval del jefe de la escuadra, finalmente lo puso en libertad sin cargos.

Fue en realidad la opinión pública la que estableció responsabilidades culpando del desastre al mal
tiempo y a un Medina Sidonia inexperto e incluso cobarde. La tesis del mal tiempo pareció hallar una confirmación directa cuando en 1596 una nueva flota española partió hacia Irlanda para sublevar a los católicos contra Inglaterra y fue deshecha por la tempestad antes de salir de aguas españolas y, al año siguiente, otra escuadra que debía apoderarse de Falmouth y establecerse en Cornualles fue destrozada por el mal tiempo. La verdad, sin embargo, como hemos visto, es que el tiempo sólo tuvo una parte muy reducida en la incapacidad de la Armada para desembarcar en Inglaterra. Ciertamente, las condiciones climatológicas causaron un daño enorme a la flota, pero ya cuando regresaba a España y bordeaba la costa occidental de Irlanda.

Menos culpa tuvo Medina Sidonia del desastre. A decir verdad, si algo llama la atención de su comportamiento no es la impericia sino lo dignamente que estuvo a la altura de las circunstancias. La misma batalla de Gravelinas podía haber resultado un verdadero desastre si hubiera perdido los nervios y cedido a las presiones de sus subordinados. Ciertamente, era pesimista pero, si hemos de ser sinceros, hay que reconocer que no le faltaban razones.

Papel más importante que todos los aspectos citados anteriormente tuvo, sin duda, la inferioridad técnica de los españoles. Fiados en sus éxitos terrestres y en la jornada de Lepanto, se habían quedado atrás en lo que a empleo de artillería, disposición de fuerzas y formas de ataque se refiere. Lo realmente sorprendente no es que no ganaran batallas como la de Gravelinas sino que ésta no concluyera en un verdadero desastre. Dada su superioridad técnica –y también la de su servicio de inteligencia-, lo extraño verdaderamente es que los ingleses no ocasionaran mayores daños a los españoles, y tal hecho hay que atribuirlo a factores como la extraordinaria valentía de los combatientes de la Armada y a la competencia de Medina Sidonia.

Aunque el duque de Parma tuvo un papel mucho menos airoso en la campaña –y se apresuró a defenderse para no convertirse en el chivo expiatorio de la derrota- tampoco puede acusársele de ser el responsable del desastre. En repetidas ocasiones avisó a Felipe II de la imposibilidad de la empresa, y, al fin y a la postre, no se le puede achacar que no lograra lo irrealizable.

En realidad, las responsabilidades del fracaso de la campaña deben hallarse en lugares más elevados y más concretamente en el propio Felipe II. A diferencia de otras campañas de su reinado, la empresa contra Inglaterra no se sustentaba en intereses reales de España, sino más bien en los de la religión católica tal y como él personalmente los entendía.

En 1588, Isabel I estaba bien desengañada de su intervención en los Países Bajos y más que bien
dispuesta a llegar a la paz con España. Semejante solución hubiera convenido a los intereses españoles e incluso hubiera liberado recursos para acabar con el foco rebelde en Flandes. Sin embargo, Felipe II consideraba que era más importante derrocar a Isabel I y así recuperar las Islas Británicas para el catolicismo. Con una Escocia gobernada por el católico Jacobo y una Inglaterra sometida de nuevo a Roma, sería cuestión de tiempo que el catolicismo volviera a imperar en Irlanda. ¿Cómo abandonar semejante plan para favorecer a cambio los intereses de España? Vista la cuestión desde esa perspectiva, el papa Sixto V, en teoría al menos, tenía que ver con placer semejante empresa e incluso bendecirla. Aquí Felipe II cometió un nuevo y craso error. El denominado “pontífice de hierro” era considerablemente corrupto y avaricioso hasta el punto de no dudar en vender oficios eclesiásticos para conseguir fondos y, de hecho, su comportamiento era tan aborrecido que, años después, nada más conocerse la noticia de su muerte, el pueblo de Roma destrozó su estatua. Aunque prometió un millón de ducados de oro a Felipe II si emprendía la campaña contra Inglaterra, lo cierto es que no llegó a desembolsar una blanca.

Tampoco fue mejor la disposición del resto de los países católicos. Francia no quiso ayudar a España y lo mismo sucedió con Escocia e incluso con la población irlandesa. De esa manera, se repetía en versión aún más grave lo sucedido años atrás con Lepanto. España ponía nuevamente a disposición de la Iglesia católica los hombres, el dinero y los recursos, pero en esta ocasión ni siquiera recibió un apoyo real de la Santa Sede que, por añadidura, vio con agrado la derrota de un monarca como el español al que consideraba excesivamente peligroso.

Fue la convicción católica de Felipe II la que le hizo iniciar la empresa en contra de los intereses nacionales de España –algo muy distinto de lo sucedido en Lepanto- y también la que le impidió ver que, sin el apoyo de Parma, la misma era irrealizable. En todo momento –y así lo revela la correspondencia- pensó que cualquier tipo de deficiencia, por grave que fuera, sería suplida por la Providencia, no teniendo en cuenta, como señalaría medio siglo después Oliver Cromwell, que en las batallas hay que “elevar oraciones al Señor y mantener seca la pólvora”.

No faltaron voces entonces y después voces que clamaron en España contra esa manera de concebir
la religión que ni siquiera compartía la Santa Sede. En los cuadernos de cortes de la época se halla el testimonio de quienes se preguntaban si el hecho de que Castilla se empobreciera haría buenas a naciones malas como Inglaterra, o clamaban que “si los herejes se querían condenar, que se condenasen”.

El desastre de 1588 costó a España sesenta navíos, veinte mil hombres –incluyendo cinco de sus doce comandantes más veteranos- y junto con enormes gastos materiales, un notable daño en su prestigio en una época especialmente difícil. El principal responsable de semejante calamidad no fueron los elementos, ni la pericia militar inglesa, ni siquiera la incompetencia –falsa, por otra parte- de Medina Sidonia. Lo fue un monarca imbuido de un peculiar sentimiento religioso que, ausente en las demás potencias de la época sin excluir a la Santa Sede, acabaría provocando el colapso del Imperio Español.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Felipe II, a la sazón el gobernante más poderoso de Europa, le había pedido a Isabel que se casaran cuando ella fuera coronada reina, en un intento de que Inglaterra permaneciera católica; pero ella lo había rechazado. Durante años, los corsarios británicos habían saqueado barcos y puertos españoles, desafiando su supremacía colonial. Por si fuera poco, Isabel I apoyaba a los holandeses en su lucha por independizarse de España. La ejecución de María Estuardo fue la gota que colmó el vaso. Azuzado por el Papa, Felipe II trazó un plan: utilizar la Armada Invencible, una enorme flota de más de ciento treinta navíos, para recoger en Flandes a un considerable ejército, cruzar el canal de la Mancha e invadir Inglaterra. Pero antes que la flota zarpara, los espías británicos descubrieron el complot. La reina Isabel envió al puerto español de Cádiz treinta barcos capitaneados por sir Francis Drake, quien destruyó varios de los mejores buques españoles y retrasó la empresa por un año.
Cuando por fin la Armada española se hizo a la mar en 1588, la marina inglesa la estaba esperando; sin embargo, logró atravesar el canal sin sufrir grandes daños y fondeó en la rada de Calais (Francia). A la noche siguiente, los ingleses enviaron ocho brulotes. Presa del pánico, la escuadra española huyó en desbandada, y tras una encarnizada batalla, los vientos del suroeste la alejaron de Inglaterra y la empujaron hacia el norte en dirección a Escocia. En la costa escocesa y la costa occidental de Irlanda, los temporales hicieron naufragar a la mitad de los navíos españoles y dejaron en pésimas condiciones al resto, que procuró regresar a España.
ver: http://m.wol.jw.org/es/wol/d/r4/lp-s/102007293