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martes, 30 de julio de 2013

Madame Butterfly : la amante china y el espía




En 1964, en la Ciudad Prohibida de Pekín, tuvieron lugar unos acontecimientos que, aparentemente, carecían de trascendencia. Era algo repetido miles de veces en la historia de la humanidad: chico conoce chica, chico se enamora de chica, chica tiene problemas para vivir con chico y chico se une a chica. En este caso, la romántica historia de amor tuvo unos efectos tremendos en los acontecimientos que durante 20 años asolaron Europa y Asia, y más concretamente, dejó su huella indeleble en la guerra de Vietnam, que pasaría a la historia como una de las mayores pesadillas de Estados Unidos.

Bernard Boursicot era un diplomático francés de poco relieve, destinado en la embajada de Pekín como técnico contable. Vigilar los gastos y dietas de sus compañeros de delegación era una “apasionante” tarea que no llenaba una vida simple y aburrida, carente de verdaderos estímulos. Su mujer, una atractiva francesa con la que no había tenido descendencia, era más amante que él de acudir a fiestas para relacionarse con los pocos occidentales que vivían en una China hosca encerrada en sí misma. ¿Qué se podía hacer para divertirse y salir del tedio del trabajo en un país con una cultura tan propia, tan distinta a la europea y tan excluyente, salvo ir de fiesta en fiesta por las embajadas? Siempre eran las mismas aburridas caras, idénticas conversaciones de trabajo y los mismos cotilleos soporíferos. La relación de la pareja era tan tediosa que cuando su mujer decidía quedarse en casa, Bernard aprovechaba para acudir en solitario a las fiestas alegando su necesidad de progresar en el trabajo.

Un día, en uno de esos festejos cambiaría para siempre la vida de Bernard. Para intentar distraer a los invitados, las embajadas acostumbraban a organizar algún pequeño acto cultural que casi siempre terminaba siendo el mismo concierto con músicos chinos interpretando canciones clásicas del país anfitrión. Pero aquella noche, cuando Bernard se sentó, como el resto de los invitados, en las butacas del improvisado teatro al aire libre, salió al escenario una preciosa mujer china, delicada como una porcelana, embutida en un tradicional vestido ajustado hasta los pies.

Bernard, inicialmente desinteresado por el espectáculo, quedó inmediatamente prendado de la belleza oriental de la protagonista. Poco amante de la música, por primera vez puso sus cinco sentidos en escuchar a la cantante, que recitaba fragmentos de la ópera Madame Butterfly. Embobado, pidió que le contaran lo que narraba aquella canción: el apasionado amor de una mujer japonesa y un hombre estadounidense. El occidental Bernard, como el protagonista masculino de la ópera, había sentido una pasión loca por su Madame Butterfly, sólo que ella se llamaba Shi Pei Pu.

Cuando acabó la representación fue a esperarla a la puerta de la embajada, se acercó a ella y pasearon un rato juntos, siguiendo el camino de regreso a casa de la mujer. Al rato se despidieron, no sin que antes la cantante le invitara a que fuera a verla actuar en su verdadero ambiente: en la Ópera de Pekín, donde –le dijo- podría disfrutar de verdad de la buena música.

Durante las siguientes horas, días y semanas, el diplomático galo no pudo arrancarse del pensamiento el recuerdo de aquella dama oriental, su belleza, su estilo refinado y su voz envolvente. Como si fuera el primer amor, la tentación de conocer más a la chica superó cualquier reparo (su matrimonio, su puesto oficial…) y fue a verla actuar a la Ópera de Pekín. Al final de la representación se armó de valor, la esperó nuevamente a la puerta del teatro y la acompañó a dar un paseo. Hablaron y hablaron. Cuando llegaron a la puerta de su casa, se detuvieron un momento. Él esperó nervioso una discreta invitación para entrar. Deseaba seguir charlando con ella y quizás que le permitiera rozar su piel. Pero la magia del momento se hizo añicos. La cantante bruscamente dio por zanjada la conversación y se despidió azorada. Él, sorprendido, la vio cerrar la puerta. Se había enamorado de Shi, su Madame Butterfly.

La separación se le hizo insoportable y a los pocos días ya no aguantaba más. Una noche fue a verla a su casa. Ella pareció sorprenderse de su osada visita, pero sólo lo parecía. Le dejó entrar y se sentaron a charlar. Bernard se sintió embargado por la mezcla de la belleza suave de Butterfly y el ambiente tradicional chino de su hogar. Dudó, pero después de unos eternos minutos se atrevió a rozarle suavemente la mano. Ella la retiró inocentemente. Shi le transmitió, bajando los ojos, su preocupación por el escándalo que podría levantarse si alguien llegaba a enterarse del hecho gravísimo –normal para un francés- de haberle abierto las puertas de su casa a un hombre, que además era occidental.

En lugar de frenarle, el riesgo estimuló a Bernard, que puso su mano nuevamente sobre la de ella.
Después, con la misma suavidad, la acarició y la besó. Pero ella se puso tensa, le retiró nuevamente la mano y le pidió nerviosamente que se fuera. El diplomático abandonó la casa precipitadamente. Esta vez comprendió de inmediato que había intentando una relación imposible y se propuso borrar completamente de su mente la imagen de Butterfly.

Los días siguientes fueron un calvario. Luchaba minuto a minuto para arrancarse la imagen de la cantante, que se aferraba a su cabeza y su corazón. La relación con su mujer fue convirtiéndose en un estorbo y se estropeaba rápidamente. Su trabajo tampoco quedó al margen y sus compañeros comprobaron que había perdido su reconocida capacidad para concentrarse, aunque trabajaba más y mejor que en todo el tiempo que llevaba destinado en Pekín. A Barnard las personas de su alrededor empezaron a importarle poco. Había decidido no volver a ver a su deseada Butterly.

Pero entonces empezó a recibir cartas veladamente cariñosas de Butterfly. Para complicarlo todo, el embajador francés se quedó sorprendido por la calidad de sus últimos trabajos en el descubrimiento de cuentas que no funcionaban bien dentro de la delegación y decidió nombrarle vicecónsul responsable del servicio de información de la embajada. Estados Unidos, sumergido en la guerra de Vietnam, no tenía representación en China y toda la información que pudiera conseguir de su socio francés sería bienvenida.

Con el importante puesto conseguido, rompió con su mujer, atendió las cartas de Butterfly y fue a visitarla después de varios meses de separación. Esta vez, se dejó de rodeos y fue directo a conseguir lo que ansiaba, preguntándole si quería ser su amante. No hubo largos preámbulos amorosos. Empezaron a besarse y acariciarse y Bernard no tardó en empezar a desnudarla, momento en el que ella, hasta entonces pasiva, le frenó: “nunca he hecho el amor. Soy virgen”. Él no podía creer que una mujer tan bella, cercana a los treinta años, no hubiera tenido relaciones nunca. Dudó un momento pero decidió seguir adelante. “no, por favor –le paró Butterfly-, no me desnudes”.

La cantante le explicó que le daba miedo la situación, que su madre, como todas las madres chinas, la
educó de una forma extremadamente conservadora, que el pudor era algo connatural en su vida y en la de todas las chinas, que su madre le enseñó a practicar unas formas de amor especial, pensadas para hacer felices a los hombres. Le dijo, con valentía pero bajando los ojos con timidez, que a pesar de no haberlo hecho nunca, era una experta en artes amatorias, que tuviera confianza en ella y la dejara hacer.

Cuando varias horas después el diplomático abandonó la casa, estaba fascinado de la trepidante, enloquecida y romántica noche de sexo que había pasado. Y eso que prácticamente no la había tocado y ni siquiera la había visto completamente desnuda, algo que no haría durante los veinte años que duró la relación que comenzaron esa noche.

A partir de ese día, convertidos ya en amantes, Bernard dedicará su jornada de trabajo al espionaje y las noches a Butterfly. Por la mañana quitaba un micrófono oculto en el despacho del embajador, por la tarde montaba un operativo para conseguir datos sobre la ayuda que China prestaba a Vietnam y por la noche se relajaba con su musa.

Así pasaron los meses. El diplomático siguió haciendo su trabajo de espionaje, con unos resultados y recomendaciones sorprendentes para el embajador, que se había puesto en sus manos y le hacía caso en todo lo que le decía, reenviando a Francia y Estados Unidos una copia de lo que él consideraba certeros análisis de su espía. Mientras, la cantante seguía cumpliendo perfectamente su trabajo. Un trabajo que iba más allá de sus actuaciones diarias en la Ópera de Pekín. Butterfly informaba periódicamente al servicio secreto chino, para el que trabajaba, de los datos que noche tras noche obtenía sin mucho esfuerzo de su amante. Un amante relajado y despreocupado que, tras hacer el amor con su novia, le contaba hasta los más pequeños detalles de su trabajo diario. Y que guiado por su amor ciego, dejaba que sus conclusiones, que luego reflejaría por escrito en informes para el embajador, fueran tamizadas e incluso modificadas por la experta manipuladora que era Shi Pei Pu.

Un día ocurrió lo que no debería haber ocurrido nunca. Una Butterfly compungida le comunicó a
Bernard que se había quedado embarazada. El diplomático reaccionó bien, pero a las pocas semanas la chica tuvo un aborto. Tras la decepción, que le dejó varias semanas hundido, volvió la alegría. Butterlfy se quedó de nuevo embarazad a y esta vez, con mucho más cuidado, todo marchó bien. Sin embargo, la mujer, a la que nunca había visto completamente desnuda, le comunicó que la costumbre china era que cuando una mujer se quedaba embarazada sin tener marido, debía viajar al pueblo de sus padres a dar a luz para ocultar su vergüenza. Él se opuso, intentó convencerla de que no lo hiciera, pero su educación pudo más e impidió a la chica comportarse de una forma distinta.

El francés, destrozado íntimamente por la separación, se volcó en su trabajo de espionaje para intentar olvidar su desgracia. Mientras, Butterfly despareció de su vida, pero no para irse al pueblo de sus padres, sino para esconderse en un recóndito barrio de Pekín, en un piso que le había buscado el servicio secreto chino. Porque Butterly no estaba realmente embarazada. Todo era una estratagema para acrecentar al máximo la dependencia emocional de Bernard y dejarle enganchado definitivamente a la cantante.

Los nueve meses siguientes fueron muy crudos para el diplomático francés. Sus informes como jefe del espionaje francés, intoxicados sin él saberlo por el espionaje chino gracias a su Butterfly, terminaron por levantar la alarma entre sus compañeros en Francia y, sobre todo, en la CIA, que había recomendado a sus fuerzas militares la toma de muchas decisiones fundamentándose en la credibilidad que concedían a los análisis de Boursicot. Sus datos se habían demostrado falsos una y otra vez y, como conclusión, fue destituido de su puesto y enviado de regreso a París.

La inteligencia china se enteró rápidamente de su cese y aceleró el regreso de la cantante. Butterfly apareció de repente en casa del diplomático con un bebé chino rubio -¡lo que les debió costar encontrarlo!-, se lo mostró e inmediatamente le dijo que debía abandonarle porque el régimen comunista había decidido recluir en campos de concentración a los “peligrosos” intelectuales y artistas.

Ese último instante con Butterfly fue como una montaña enorem que se le cayera encima. Fracasado
en el trabajo y en el amor, Bernard volvió a París solo, sin saber el paradero de su amante, para dedicarse a un trabajo en el que le aparcaron como a un trasto viejo y en el que además le miraban mal.

Se convirtió en un solitario que trabajaba lo justo para poder vivir y sin ganas de conocer a más mujeres, porque después de estar con Butterfly ya no le apetecía ninguna otra. Bernard, al igual que el concienzudo espionaje francés, desconocía que había sido utilizado genialmente por los chinos para obtener información de primera mano y al mismo tiempo intoxicar a los estadounidenses.

Cuando corría el año 1968, un día apareció Butterfly opr sorpresa nuevamente en su vida. Poco importaba lo que había pasado durane tanto tiempo de separación sin tener noticias de ella y cómo había conseguido escapar de China. Estaban juntos y bastaba. Un locamente enamorado Boursicot prefería no hacerse pregutna y limitarse a disfrutar con las manos abiertas de la suerte que nuevamene le había deparado el destino.

Pocos meses después, la relación se había asentado y la cantante-espía se decidió a contarle su gran drama: las autoridades chinas tenían secuestrado a su hijo. Si querían volver a verle, si deseaban que pudiera vivir con ellos en París, debían colaborar pasándoles información secreta del Ministerio de Asuntos exteriores francés.

Bernard se lo tragó todo como un niño y se dedicó a buscar el camino que le diera acceso a papeles
secretos. Lo terminó encontrando cuando consiguió ganar el puesto de motorista para transportar documentos confidenciales. Durante muchos meses, Bernard estuvo entregando informes secretos franceses a cambio de la esperanza, nada más que esperanza, de que le entregaran a su inexistente hijo chino y rubio. Sin embargo, sus maniobras de coger los sobres lacrados, abrirlos, fotocopiarlos, quedarse con una copia, cerrarlos nuevamente y entregarlos al destinatario como si nada hubiera pasado, eran demasiado complicadas como para que no fuera finalmente descubierto. Y así ocurrió. Un día los servicios de contrainteligencia franceses sospecharon y fue detenido in fraganti.

En el primer interrogatorio, Bernard no tardó en hundirse. Contó –justificándose como lo haría cualquier padre- que había traicionado a su país porque los chinos tenían secuestrado al hijo que había tenido con Shi Pei Pu. Uno de los interrogadores le contestó: “Pero, ¿cómo va a haber tenido un hijo con otro hombre?” El diplomático francés se quedó helado.

El juicio, celebrado en un tribunal especial francés, fue una experiencia durísima. A los dos se les acusó del grave delito de espionaje. Shi Pei Pu apareció en el juicio vestido con un traje oscuro cerrado, asumiendo ser un agente secreto chino, mientras Benard Boursicot era el retrato perfecto de la desolación. Durante una de las primeras sesiones, el tribunal le preguntó a Shi, si Bernard sabía que era un hombre: “Yo nunca se lo pregunté”.

Las investigaciones posteriores coinciden en reconocer que Shi representó el papel de su vida y que Bernard fue un tipo fácil de engañar. Y también era ignorante, pues desconocía que los papeles de mujer en la Ópera de Pekín eran habitualmente representados por hombres. Lo que nunca se llegó a saber es si el francés supo en algún momento a lo largo de tantos años de relación el verdadero sexo de Butterfly, hecho que él aparentemente desmintió. Y si lo supo, como parece normal, ¿por qué prefirió ignorarlo? Él amaba, no cabe duda, a una mujer perfecta, y siempre la amó.

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