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viernes, 2 de agosto de 2013

Steve Jobs


 




La estrategia del secretismo le funcionó siempre bien a este hombre que prácticamente inventó el mundo que nos rodea. Steve Jobs supo crear necesidades vitales en las personas y, al mismo tiempo, lograr que las máquinas fueran más humanas. Sus sueños son hoy nuestra realidad cotidiana.

Todo comenzó en un garaje. Aunque, quizás haya que ser más ambicioso y decir que todo comenzó en Mountain View, una ciudad al sur de Palo Alto (California) a la que Steve Jobs se trasladó a vivir cuando tenía seis años. Entonces, éste era el lugar que había que visitar para estar al día de todo cuanto ocurría en el mundo de la electrónica, ya que en poco tiempo se había convertido en centro de referencia del sector. Steve se había mudado allí junto a sus padres adoptivos, de clase media, maquinista él, ama de casa ella. Sus verdaderos progenitores –un inmigrante sirio y una estudiante estadounidense de ascendencia suiza y alemana- decidieron que eran demasiado jóvenes para educar a un hijo, sin siquiera sospechar que ese retoño al que entregaron nada más nacer llegaría a ser el hombre que revolucionaría nuestra visión del mundo.

Son muchas, incontables, las aportaciones de Steve Jobs a la tecnología universal. Sin su fantasía desbordante, pero a la vez tan práctica, sería difícil entender la comunicación y las relaciones sociales tal y como hoy las concebimos. Él es el responsable último de que el teléfono móvil sea una prolongación más del ser humano, de que los ordenadores sean objetos de culto por su diseño, de que las tabletas se hayan convertido en herramientas de trabajo de uso extendido, de que, en definitiva, las máquinas sean amigas de las personas y de que el arte y la ingeniería hayan podido, por fin, conectar.

Ya en el colegio, Jobs había demostrado cierta habilidad con la electrónica y pasión por los gadgets, por lo que muy pronto pasó a formar parte del Hewlett-Packard Explorer Club, por el que se dejaban caer, para dar charlas a estudiantes y curiosos, brillantes ingenieros de la que es una de las mayores empresas de tecnología de la información del mundo. En tan peculiar club fue donde Steve, con 12 años, vio por primera vez un ordenador, y quedó fascinado. Tanto o más que el presidente de la compañía, William Hewlett, cuando, poco tiempo después se interesó por aquel muchacho que, en el transcurso de una conferencia, no dejó de hacerle preguntas. No solo le dio las respuestas, también le ofreció un trabajo para el verano. Su suerte ya estaba echada: ésta sería la empresa en la que conocería a Steve Wozniak, a quien ya siendo adolescente le rondaba en la cabeza la idea de crear una computadora casera.

Después de un breve paso por la universidad –sólo estuvo seis meses: demasiado cara y demasiado
LSD-, Jobs comenzó a pensar que la máquina soñada por Wozniak podría reportarles beneficios si no solo eran capaces de construirla, sino también de venderla. Su socio intentó que Hewlett-Packard respaldara su proyecto, pero, al no conseguirlo, le sugirió a Steve montar ambos su propia empresa, aunque la sede tuviera que ser el nada sofisticado garaje de su casa. Corría el año 1976 y Apple daba sus primeros pasos, con un Jobs empeñado en promocionar el invento en cuantas tiendas y ferias de informática encontraba a su paso. Porque ese es otro de sus grandes méritos: su enorme capacidad para vender y crear necesidades en la gente.


 
Gracias a su ingenio y poder de convicción, de aquel Apple I hecho a mano se vendieron 200 unidades. Después llegaría el Apple II, que se parecía más a un electrodoméstico que a un equipo informático. El Apple II era un objeto que no desentonaba en el salón, asequible para la clase media. Según las encuestas, este es el primer ordenador que vieron en su vida la mayor parte de los norteamericanos. Su arquitectura abierta y su fácil manejabilidad fueron elementos suficientes para espolear el sector tecnológico, que se vio sorprendido por la proliferación de industrias paralelas, como la de los videojuegos o la de los programadores de hojas de cálculo, que encontraron en el Apple II y sus sucesores el mejor equipo con el que asociarse.

Steve Jobs se convirtió en 1982, con 27 años, en el millonario más joven del mundo. Y también en el
que tenía mejor olfato para los negocios, con 4.000 empleados empeñados en hacer de la informática algo atractivo para cualquier mortal. Eso es lo que él quería. Que todo el mundo pudiera usar sus ordenadores, necesitarlos, no poder vivir sin ellos. Y así, el que para muchos es el gran visionario del siglo XX, nada humilde y perfeccionista al borde mismo de la neurosis, logró el 22 de enero de 1984 que Estados Unidos cayera rendido a sus pies. Todo ocurrió en el descanso del tercer cuarto de la Super Bowl. Ese es el momento exacto en el que se emitió el anuncio, firmado por Ridley Scott, del primer Macintosh, en el que una joven heroína es la encargada de salvar a la Humanidad de los intentos de IBM por dominar la industria informática. Todo contado en forma de metáfora y en clara alusión a la novela “1984” de George Orwell. Una obra maestra del marketing y la promoción.

A la ampliación de la memoria de ese primer Mac que popularizó el uso del ratón, siguieron un sinfín de mejoras que acabaron por posicionarlo bien en el mercado. La fama de déspota, perfeccionista en grado sumo y obsesivo en el trabajo empezó a acompañar ya entonces a Jobs, que en 1986 decidió abandonar Apple. Tocaba reinventarse y no se le ocurrió nada mejor que comprar, por 10 millones de
dólares, The Graphics Group –futura Pixar- empresa especializada en gráficos por ordenador. Un pequeño juguete que transformó, gracias a un acuerdo con la compañía Disney, en la productora de películas de animación más famosa del universo. El estreno en 1995 de “Toy Story” fue un éxito de taquilla y sirvió para cambiar por completo la forma de entender el cine de animación. Jobs no dibujaba: solo quería que alguien fuera capaz de dibujar por él algo que atrajera por igual a niños y adultos. De nuevo, la idea permanente de crear una necesidad vital en los individuos.

La creación de NeXT Computer, compañía dedicada a la producción de software, le permitió a Jobs volver, gracias a su jugosa venta, a Apple, de la que fue nombrado director interino en 1997. Su primera medida fue la de firmar un acuerdo con Microsoft, por el cual esta empresa invertiría dinero en Apple a cambio de un 6% de sus acciones. Ésta, junto a otras iniciativas que le cosecharon algún que otro enemigo, le permitieron tener crédito suficiente como para empezar a soñar de nuevo. Ordenadores intuitivos y sin disquetera, teléfonos con los que pudiera escuchar música…Todo fueron triunfos, desde los coloridos iMacs, auténticos objetos de deseo, hasta los iphones, ipods, la Itunes Store- la tienda de contenidos digitales- y la Icloud, la gran nube de información.

Luces, sí, pero también sombras acompañaron hasta el final a este incuestionable genio, arrogante, complejo, capaz de negar indemnizaciones justas a trabajadores que jamás debían defraudarle.

Vestido siempre con vaqueros y jerséis negros de cuello vuelto, Steve Jobs fue un devoto del budismo pero con pasión por los negocios, macrobiótico y fiel seguidor de las terapias naturales, a las que acudió cuando le fue diagnosticado un cáncer de páncreas. Hubo épocas en las que Jobs solo comía fruta y verduras, y ayunaba con frecuencia. Cuando la enfermedad se instaló en su cuerpo se negó a que le operaran y probó cuantos tratamientos encontró por Internet, algo que seguramente aceleró su final.

Murió el 5 de octubre de 2011. “La brillantez, pasión y energía de Steve fueron la fuente de
incontables innovaciones que enriquecen y mejoran nuestras vidas. El mundo es mucho mejor gracias a él”. Así rezaba el comunicado que emitió Apple, cuyo logo hoy es uno de los más reconocibles de todo el planeta. Una manzana mordida que no es el símbolo del pecado, sino, muy posiblemente, un homenaje a Alan Turing, precursor de la informática moderna, que se suicidó al comer esa fruta envenenada. Un logo que él no dibujó. Solo lo imaginó. Como tantas cosas que hoy nos rodean.

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