jueves, 27 de septiembre de 2012
Violencia en las gradas y en las canchas - El precio de la derrota
En 1993, el equipo argentino de fútbol Boca Juniors fue derrotado 2 a 0 por el River Plate, su rival tradicional. A la salida, dos aficionados del River fueron muertos a tiros. Horas después, un hincha del Boca comentó por televisión: “empatamos a dos”. Éste es un claro reflejo del enorme grado de violencia que rodea al deporte concebido como espectáculo público, lo que, lejos de ser un fenómeno moderno, se remonta a sus propios orígenes.
La historia del deporte desde la antigüedad está salpicada de violencia. En los antiguos Juegos Olímpicos, se cometían ya actos de inusitada crueldad. Luchadores que mataban a sus adversarios, transgresores de las normas que eran azotados en público… La mayoría de los deportes practicados eran violentos en sí mismos, pero quienes los contemplaban llegaban a superar con creces la violencia empleada por sus deportistas más admirados.
En el Imperio Romano, el deporte adquirió, si cabe, mayor importancia social que en la antigua Grecia; con ello crecieron las manifestaciones de violencia. El papel de los espectadores comenzó a definirse en términos parecidos a los actuales, apareciendo grupos de seguidores que se enfrentaban violentamente entre sí. La peor catástrofe de la que se tiene noticia ocurrió en Roma en elj año 512, cuando miles de personas murieron en una guerra callejera que durante días enfrentó a dos hinchadas enemigas de carreras de cuadrigas y que a punto estuvo de hacer caer al propio emperador Justiniano.
En comparación con aquéllos, los excesos de algunos deportes actuales parecen nimios. Entonces, el nivel de tolerancia a la violencia física en el propio desarrollo del deporte era infinitamente superior. Afortunadmante, con el paso del tiempo, desaparecieron depjortes cuya finalidad era nada menos que la muerte del rival, mientras que otros evolucionaron positivamente gracias a la introducción de reglas que limitaban considerablemente su violencia.
Es el caso del boxeo: al principio, los pugilistas se cubrían los dedos con tiras de cuero reblandecido para amortiguar los golpes; más tarde, se usó cuero duro e, incluso, se añadía metal para aumentar el peso. En 1743, un campeón británico, John Broughton, formuló un conjunto de reglas en que se eliminaban prácticas como la de golpear al rival caído o tirarle de los pelos. En 1857, entraron en uso las reglas redactadas por el duque de Queensberry, que prohibían las peleas con los puños desnudos, la lucha libre, golpear al oponente indefenso y pelear sin tiempo límite. Las Reglas de Queensberry ayudaron a rebajar la imagen salvaje del boxeo, al poner el acento en la habilidad de boxear y en la agilidad ´mas que en la fortaleza y en la agresividad.
Además del boxeo, otros deportes, modernos o no, también son intrínsecamente violentos, en cuanto a que su práctica exige mucho contacto físico –por ejemplo, las artes marciales, el rugby y sus variantes americana y australiana, o el hockey sobre hielo-; sin embargo, habitualmente no generan en sus espectadores la agresividad que se manifiesta en otros deportes de práctica mucho menos violenta, como el fútbol.
El fútbol estuvo acompañado en su origen de prácticas brutales entre sus participantes. Fue creado en Inglaterra como un enfrentamiento desordenado entre facciones rivales –pueblos, comunidades…-, en el que tomaban parte una gran cantidad de jugadores. Una sucesión de edictos reales trataron infructuosamente de acabar con el fútbol popular; posteriormente, la élite social inglesa se adueñó del nuevo deporte, haciendo de él un juego disputado entre caballeros y proponiendo que el futbolista debía comportarse noble y respetuosamente. Lejos de estos ideales, la evolución y la internacionalización del fútbol –sobre todo su alto grado de comercialización- consiguieron que en él predominara el ansia de victoria casi a cualquier precio, lo que generó actitudes violentas tanto dentro como fuera del terreno de juego.
Hoy, no es extraño ver cómo un jugador agrede y lesiona voluntariamente a un rival o cómo dos equipos rivales al completo se enzarzan en auténticas batallas campales. Una violencia incontrolada del a que no parece escapar nadie: hay ocasiones en las que ni los mismos entrenadores se salvan de las agresiones… de sus jugadores. Así le ocurrió, en marzo de 1974, a Guadalberto Díaz, entrenador del equipo uruguayo Rampla Juniors, quien tuvo que ser protegido por algunos aficionados de los golpes que le propinaron sus propios jugadores tras perder un importante partido. Sin embargo, otras veces son los propios entrenadores quienes fomentan la violencia en el terreno de juego, incitando a sus jugadores a emplear juego sucio. Carlos Bilardo, prestigioso entrenador argentino, fue famoso, además de por su palmarés, por elaborar auténticas estrategias para que sus jugadores agredieran verbal o físicamente a sus rivales, llegando incluso a analizar sus vidas privadas para poder provocarles en el transcurso del partido. Pero quienes nunca escapan a la violencia son los árbitros, objeto de multitud de insultos, de amenazas e incluso de agresiones por parte de jugadores y espectadores disconformes con su actuación. Esto no sólo ocurre en el deporte superprofesional, sino también en el aficionado.
Muchas veces, esa agresividad de los propios protagonistas del fútbol es el desencadenante de otra violencia que se desarrolla en las gradas; sin embargo, ésta no parece necesitar siempre una chispa que la encienda. Hoy, no hay equipo de fútbol que no tenga una hinchada más o menos violenta, protagonista de auténticas barbaridades.
Entre 1970 y 1990, la violencia entre hinchadas –especialmente entre los tristemente famosos hooligans británicos- aumentó hasta límites insospechados, alejando a muchos espectadores de los estadios. Los desórdenes antes, durante y después de los partidos y las batallas campales en las calles se convirtieron en algo común. Hubo desastres graves con numerosos muertos y heridos: en 1971, en el Ibrox Park de Glasgow; en 1982 en el Estadio Lenin de Moscú; en 1985, en el estadio Heysel de Bruselas y en el estadio inglés de Bradford; en 1989 en Hillsborough, Inglaterra, y en 1992 en Bastia, Córcega.
En 1994, en la ciudad colombiana de Medellín, un hincha mató a tiros al futbolista local Andrés Escobar por el mero hecho de haberse metido un involuntario gol en propia puerta durante el Mundial de Estados Unidos que hizo perder por 2-1 a su selección. Cinco años antes, el 15 de noviembre de 1989, el árbitro Álvaro Ortega murió también tiroteado días después de haber anulado un gol al Independiente de Medellín en un partido que éste perdió frente al América. Más recientemente hemos visto los serios disturbios producidos en las calles de varias ciudades egipcias tras los partidos de fútbol.
Éstos son hechos que, al producirse fuera de los estadios, escapan a cualquier medida de seguridad. Sin embargo, dentro de los estadios se han multiplicado en los últimos años las exigencias de seguridad impuestas por las federaciones nacionales y los organismos continentales, ya que la mayoría de las situaciones potencialmente catastróficas se produce en las gradas. Pero, a pesar de las mejoras de los últimos años, muchos estadios no son apropiados para reunir a miles de seguidores apasionados: gradas de madera o cemento en malas condiciones, vallas que se convierten en ratoneras, puertas de salida cerradas por imprevisión o negligencia… son algunos de los factores que provocan muertes al coincidir con situaciones de pánico colectivo tras tumultos violentos.
Ante tal cantidad de violencia, podría afirmarse que la agresividad humana se halla posiblemente en el centro de la actividad deportiva. Vista la agresividad como un instinto humano, cabe preguntarse si puede ser o no controlada. Lo que parece claro es que muchas actitudes contribuyen a su desencadenamiento. La agresividad se observa en el propio vocabulario de los medios de comunicación: atacar, defender, vencer, disparar, golpear…, así como en las gradas, tanto en el grito de ánimo como en el insulto o en el gesto amenazante.
Sin embargo, es posible también que la violencia no sea resultado de una pulsión agresiva innata, sino una respuesta a la tensión social, ya sea por temor, frustración o privación de diversa índole.
Sea como fuere, puede pensarse que el deporte no es el que incrementa el nivel de agresividad de la sociedad actual, sino sólo un escaparate donde se manifiesta esa violencia. Por ello, quizá convendría que, desde el propio deporte, se diera ejemplo a la hora de controlarla aprendiendo de los propios errores del pasado.
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