La erosión es una parte del proceso natural que, desde hace miles de millones de años, se encarga de modelar el relieve de la Tierra. A las tremendas fuerzas telúricas generadoras de montañas, cordilleras y otros plegamientos del terreno se opone el lento y paciente proceso de desgaste ocasionado por agentes erosivos tales como el agua, el viento o los cambios de temperatura.
Dice la sabiduría oriental que hasta la más imponente de las montañas acaba siendo vencida por la paciente labor de la lluvia y del viento. Y es cierto que el paisaje que vemos es fruto de una continua transformación de la capa más superficial de la corteza terrestre en la que intervienen dos mecanismos opuestos. Uno capaz de generar plegamientos y crear relieve, y otro que tiende a nivelar el terreno mediante el desgaste de picos y salientes y la deposición de sedimentos en las zonas más bajas.
Muchos son los agente que intervienen en este proceso de desgaste: el agua y el viento son, sin duda, los más importantes, pero no los únicos; en cualquier caso, su acción se ve modulada por una serie de circunstancias tales como el clima, la composición del terreno y la influencia ejercida por los seres vivos, entre ellos, el hombre.
La fuerza abrasiva del viento o del río no sería la misma si no estuviese asociada a la presencia de otros materiales, tales como el polvo en suspensión y otras partículas de roca desprendidas anteriormente por efecto de complejas reacciones químicas y físicas. Podríamos decir que el ciclo erosivo comienza en el momento en que una roca es atacada por las condiciones atmosféricas. El agua de lluvia, con todas las sustancias que arrastra a su paso a través de la atmósfera –dióxido de carbono, partículas de sal, etc-, reacciona químicamente con los diferentes minerales a inicia un proceso de corrosión que acaba destruyendo la homogeneidad de los materiales rocosos.
Esta corrosión, unida al efecto de dilatación y de contracción que sufren las rocas con los cambios de temperatura, hace que se formen grietas. El efecto se multiplica cuando las grietas se llenan de agua que, al congelarse, aumenta su volumen, produciendo un efecto de cuña y rompiendo la roca en fragmentos cada vez menores. Los fragmentos, sobre todo los más pequeños, son arrastrados con facilidad por el viento o por corrientes fluviales, incrementando el poder erosivo de estos dos agentes.
Por supuesto, en todo este proceso, interviene como factor fundamental el lento paso del tiempo: se estima que, en un clima templado y con una humedad media, se necesitan más de 100.000 años para que el granito se debilite lo suficiente como para descomponerse al tacto; un periodo de tiempo considerable desde el punto de vista humano, pero apenas un instante a escala geológica.
El viento que se mueve por una superficie mineral sólida –como por ejemplo, roca firme o arcilla endurecida- es incapaz de provocar por sí mismo un cambio apreciable debido a que la fuerza cohesiva del material excede la presión ejercida por él. Únicamente en los lugares donde existan pequeñas partículas minerales sueltas puede el viento manifestar todo su poder de erosión y transporte. Es entonces cuando se habla de “erosión eólica” –de Eolo, dios griego de los vientos-.
Como formas de erosión eólica más importantes se pueden citar la deflación –es decir, el levantamiento y el arrastre de partículas sueltas a las que colectivamente se llama “polvo” –y la corrasión –que no corrosión-, en la que granos minerales duros arrastrados por el viento golpean la superficie rocosa desbastándola como si de un poderoso cincel se tratase. Debido a su peso, los granos de arena son levantados a poca altura, por lo que la mayor parte de su poder erosivo se manifiesta a escasos metros del suelo, atacando sobre todo a la base de las rocas. Este mecanismo da lugar a paisajes muy peculiares, con columnas de piedra que sostienen masas pétreas que parecen desafiar la ley de la gravedad.
Mención aparte merece la erosión de las olas de temporal, en la que casi todo el oleaje marino está generado por el viento y representa una transferencia de energía del aire al agua. Las olas producidas por un temporal ejercen gran presión de impacto sobre los acantilados rocosos, provocando un rápido retroceso de las costas cuando encuentran materiales poco resistentes.
Las corrientes de agua suponen una de las fuerzas erosivas más importantes. Un medio de erosión simple es la acción hidráulica, la que ejerce la presión y el empuje del agua en movimiento sobre el fondo y las riberas. El otro es la abrasión, que tiene lugar cuando las partículas de roca arrastradas por la corriente chocan con la roca firme del cauce.
La velocidad del caudal de un río determina las características físicas del lecho y su capacidad de erosión. Cuanto más fuerte y rápida es la corriente, mayores son los fragmentos de piedra que puede arrastrar. En estas condiciones, el río es capaz de excavar el terreno con mayor facilidad, sobre todo cuando cruza por estratos minerales más blandos, produciendo a menudo el característico valle fluvial en forma de V.
Otro tipo de corriente de agua, en este caso, en estado sólido, también tiene una gran importancia como agente erosivo: se trata de los glaciares. Estos auténticos ríos de hielo ejercen una formidable presión sobre los terrenos por los que discurren, desgajando rocas y guijarros, que son arrastrados por la lengua de hielo y que, a su vez, arañan las rocas más compactas. Los paisajes alpinos, con montes cortados en profundas aristas y valles con forma de U, son característicos de la acción de los glaciares, al igual que el paisaje de fiordos típico de la península escandinava.
En todos los mecanismos erosivos anteriores se ha hablado de procesos que duran miles e, incluso, millones de años. Los diversos paisajes que componen la superficie terrestre son obra del paso detenido y paciente del tiempo. Sin embargo, recientemente se ha venido a sumar un agente erosivo desconocido en la historia geológica de la Tierra: el hombre.
La actividad humana ha alterado en gran manera los procesos naturales, de forma que en unos pocos miles de años –un periodo ínfimo a escala geológica- hemos sido capaces de alterar paisajes con una energía destructiva mayor que la de cualquier agente erosivo natural. La alteración de la cubierta vegetal por culpa de la sobreexplotación agrícola e industrial, unida a los efectos de la contaminación y de la lluvia ácida hacen que el proceso de desertización haya aumentado peligrosamente en tan sólo unas décadas.
Con todo, la erosión, como las otras fuerzas generadoras del paisaje, lleva actuando desde hace miles de millones de años y lo continuará haciendo miles de millones de años después de que la especie humana haya desaparecido de la Tierra. Quizá, después de todo, nuestra influencia no sea más que una pequeña muesca en esa escultura eternamente inacabada que es nuestro planeta.
miércoles, 12 de septiembre de 2012
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