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lunes, 17 de enero de 2011

Haiti: fracaso histórico y humanitario (1)


En estas fechas, con motivo del aniversario del devastador terremoto de Haití, se está volviendo a recuperar el discurso que conmina a todo el mundo libre a seguir mandando dinero a paladas a esta isla del Caribe, al tiempo que se dice -esto con menos énfasis- que los muchos millones de euros que ya han ido llegando a Haití no han servido para nada, que todo está igual que antes del terremoto. Quizá haga falta algo más de perspectiva histórica para entender por qué todos esos fondos no van a servir para nada, por muy doloroso que este pensamiento pueda resultar.

La historia de Haití es horrible, una sucesión ininterrumpida de sangre, brutalidad, guerras, masacres, líderes enloquecidos y corrupción. Es uno de esos agujeros oscuros de anarquía y desgracia, un matadero del que nadie quiere acordarse hasta que no queda más remedio, como en el caso de una guerra civil particularmente sangrienta -y eso, como veremos, es decir mucho en Haití- o una catástrofe natural. Entonces se mandan observadores, comisiones, cooperantes o, si procede, soldados; se dan una vuelta, tratan de echar una mano, se desesperan, gastan dinero a espuertas y, cuando está claro que no han conseguido nada, se largan mucho más silenciosamente de lo que llegaron. Y Haití vuelve a sumergirse en el olvido internacional.


Los haitianos tienen razones de sobra para estar cabreados con todo el mundo, incluso con ellos mismos. Basta rascar un poco en su historia para entender por qué en Haití todo está teñido con la violencia y el resentimiento. Siempre ha habido un grupo u otro, extranjeros en muchos casos, locales en los tiempos más recientes, haciendo papilla a los haitianos.

Ya era así cuando desembarcó Colón. La Española, la isla que comparten Haití y la República
Dominicana, parecía un paraíso cuando él llegó. Allí vivía la tribu de los taínos, una rama de los arahuac, que, según dicen, era gente pacífica y amistosa, una especie de hippies de la Edad de Piedra. Colón no quería marcharse –entre otras cosas, los arahuac no tuvieron problema alguno en prestar sus mujeres a los europeos un par de semanitas-, pero tenía que volver para informar a la reina Isabel, de modo que dejó allí algunos hombres y éstos empezaron a construir un fuerte y un poblado. Cuando regresó Colón, se encontró con que todo había sido reducido a cenizas por los caribes, una tribu caníbal que había incluido en su menú no sólo a los arahuac sino también a los españoles. Los caribes resultaron ser especialmente perniciosos: al cabo de dos generaciones ya no quedaba un solo arahuac.

Los españoles volvieron con más hombres y más armas y exterminaron a los caribes. Éstos
tenían mucho estilo: los últimos que quedaban se lanzaron al vacío desde acantilados antes que permitir que los europeos los capturaran y los pusieran a trabajar en las nuevas plantaciones de caña de azúcar. Eso y las enfermedades que asolaron las poblaciones locales provocaron una escasez de mano de obra gratuita que afectó al margen de beneficios. Y los dueños de las plantaciones empezaron a comprar africanos. Barcos llenos de africanos. Nadie sabe cuántos, cientos de miles, quizá millones. La mayoría pereció en el trayecto, o a latigazos o víctimas de enfermedades, pero quedaron suficientes para que las plantaciones siguieran funcionando.

Y eso era importante, no sólo para los colonos, sino para Francia, que por entonces gobernaba toda la isla. Es importante recordar que en aquella época los europeos tenían su punto de mira en las Antillas. A principios del siglo XVIII, Norteamérica no les interesaba mucho; era sólo un enorme y frío despoblado donde no había oro y que no se prestaba a cultivos tropicales, que era
lo que daba más dinero. Para Inglaterra, Barbados era más importante que Virginia; y para Francia, La Española tenía más relevancia que todo Canadá. Además, la fiebre del algodón no había empezado todavía. Era la caña de azúcar lo que producía más dinero, un cultivo intensivo y extraordinariamente duro. Los trabajadores no sólo se tenían que enfrentar a las duras condiciones climáticas y el peligro de las serpientes que se escondían entre las cañas, sino que acababan llenos de cortes y arañazos, con fragmentos de caña clavados en las manos, los brazos y la cara. Doce, catorce horas al día, con un blanco a caballo machacando a latigazos a los esclavos antes de que terminaran su jornada en una miserable choza, comieran un cuenco de papilla de maíz y durmieran unas pocas horas antes de volver a los campos.

Así fue la vida para los haitianos negros durante muchísimo tiempo. Se entiende que estuvieran cabreados. Las revueltas empezaron pronto y ya nunca más pararon. No obstante, cabe decir que el rebelde comportamiento de los esclavos haitianos fue bastante inusual. Los esclavos de las posesiones británicas no se sublevaron mucho. Y tampoco hubo nunca una revuelta a gran escala en el sur de los Estados Unidos, ni siquiera cuando las tropas de la Unión estaban por allí cerca. Incluso entonces los esclavos obedecieron las órdenes de sus amos.

Y es que los franceses no siguieron las instrucciones del manual para esclavistas eficientes. En
Jamaica, Barbados y las colonias del sur de Norteamérica, los ingleses procuraban que los esclavos de diferentes tribus estuvieran mezclados para diluir cualquier sentimiento de solidaridad. Hablar lenguas africanas se castigaba con latigazos o alguna cosa peor, y todo negro debía convertirse al cristianismo, de grado o por la fuerza. Cuando se trata de sojuzgar a otros seres humanos, no valen las medias tintas, pero eso fue precisamente lo que los franceses no entendieron: permitieron que esclavos de las mismas tribus permanecieran juntos y hablaran en su lengua materna africana, dejaron que los esclavos fugados montaran sus propias aldeas en las selvas tropicales.y que continuaran practicando sus religiones africanas, que no otra cosa es el vudú. Y, para complicar aún más las cosas, fomentaron una nueva clase: los mulatos.

Los mulatos eran esa clase 50% blancos -o 50% negros, según interesara-, que eran libres, podían enriquecerse, incluso recibir educación. Y los franceses los trataban un poco como seres semihumanos. Así las cosas, los mulatos empezaron a identificarse con los franceses, a tratar de ser como ellos… y a mosquearse cuando vieron que no les dejaban y que, mientras los franceses estuvieran allí, no podrían acceder al poder. Según les conviniera, a veces apoyaban a los franceses, otras a los esclavos... odiando a ambos al mismo tiempo.

De modo que hacia 1750, cuando se iniciaron las rebeliones, aquella pequeña isla era un batiburrillo de gente loca que hervía de resentimiento y odio hacia todos los demás. En la selva tenemos esclavos fugados que siguen hablando en sus lenguas africanas, haciendo vudú y
afilando sus machetes. En las plantaciones tenemos cientos de miles de esclavos negros trabajando al son del látigo, y ésos también tienen machetes. En las ciudades viven los mulatos, que hablan francés, llevan sombrero a la europea y quieren un pedazo más grande del pastel. Por encima de ellos hay una fina capa de nerviosos colonos franceses en actitud de desconfiar de todos, especialmente de los esclavos. Y por último, hay unos cuantos elementos del gobierno francés que se empeñan en mantener todo este follón bajo control y convertirlo en una bonita y agradable provincia francesa.

Naturalmente, la cosa explotó. La primera gran revuelta se produjo en 1751. Incitados por un hechicero vudú, los esclavos de la selva atacaron los poblados. Los esclavos de las plantaciones se apuntaron a la revuelta y seis mil personas murieron antes de que los franceses capturaran al hechicero y lo quemaran en la pira. Lo que salvó a los franceses fue que, esta vez, los mulatos se pusieron de su parte. Les gustaban tan poco estos locos guerrilleros negros como a los franceses. Los mulatos aspiraban a algo más refinado y los negros, ya fueran esclavos o huidos, eran un recordatorio de sus propios orígenes.

Las cosas se calmaron durante un tiempo y se volvió a la normalidad. Normalidad a la haitiana, claro; esto es, la esclavitud, los latigazos hasta la muerte, la caña de azúcar y el saqueo de poblados por parte de los esclavos huidos. Y entonces vino la Revolución Francesa. El tsunami político y social que se originó no sólo afectó a toda Europa, sino a las colonias francesas a muchos miles de kilómetros de distancia. De repente, los radicales de París decretan que todo mulato que posea tierras puede votar y ser ciudadano. Los colonos franceses en Haití, como se podía esperar, dicen que ni hablar.

Y ahora son los mulatos los que se sublevan, en 1790. Y lo más gracioso es que esta vez los esclavos negros les devuelven la pelota a sus más claritos ex amigos y se alían con los franceses para aplastar la rebelión mulata. Luego, en 1791, un año después de ayudar a los franceses a poner fin a la revuelta de los mulatos, los negros empezaron otra por su cuenta. De gran envergadura, con media docena de brillantes jefes guerrilleros, algunos gente noble como
Toussaint-Louverture, y otros simplemente temibles, como Jean-Jacques Dessalines, uno de los hombres más temibles que han gobernado nunca Haití a machetazos y que dejó bien claro cuál era su política racial: “Para la declaración de independencia tendríamos que usar como pergamino la piel de un hombre blanco, como tintero su calavera, como tinta su sangre, ¡y por pluma una bayoneta!” Se habla mucho de racismo en el mundo, por supuesto, pero la mayor parte de lo que se dice es palabrería. Pero en Haití sí iban en serio. Dessalines, por ejemplo: sus hombres mataron a todo blanco que se les ponía a tiro, siguiendo una venerable tradición haitiana que consistía en utilizar por estandarte un bebe blanco clavado en lo alto de una pica. Eso es ir en serio.

Entonces hicieron acto de presencia los buitres que esperaban aprovecharse del caos reinante: españoles y británicos desembarcaron en la isla y se la repartieron. Para entonces todos mataban a todos. Había incluso esclavos negros que peleaban por restaurar la monarquía francesa. Toussaint, el más listo de los líderes rebeldes, decidió que Haití saldría mejor parado haciendo un trato con los radicales de París que con los españoles y los británicos. Se unió a las fuerzas francesas, echó a españoles e ingreses y venció a los mulatos comandados por Rigaud. Toussaint estuvo al mando hasta que Napoleón llegó al poder.

El emperador tenía planes para la isla. Y además le sobraba un cuñado, Charles LeClerc, al que estaba harto de ver en la sede del gobierno en París. Fue la vieja historia: el jefe envía al inútil de su cuñado a una lejana misión y así lo pierde de vista. LeClerc desembarcó en Haití en 1802 con 20.000 hombres. Toussaint, que era sin duda el tipo más noble en todo este lío, se rindió para evitar otra masacre. Los franceses le hicieron muchas promesas, domesticaron a la población en un visto y no visto y enviaron a Toussaint encadenado a Francia, donde murió un par de años más tarde en una gélida mazmorra. En 1803, tan sólo un año después de que los franceses engañaran y capturaran a Toussaint, Haití consiguió la independencia. El ejército de LeClerc
estaba desintegrándose a causa de las enfermedades tropicales -el propio LeClerc murió de fiebre amarilla-. Además, Napoleón ya estaba preparándose para hacerse con Europa y necesitaba todas las tropas y el dinero que pudiera reunir. Así, perdió interés por las colonias americanas. Fue justo entonces cuando vendió Luisiana a Jefferson a precio de chollo. Vendida Luisiana y con su ejército "haitiano" muerto o moribundo, Napoleón cortó por lo sano. El sustituto de LeClerc trasladó a Jamaica lo que quedaba de sus tropas, figurándose que era más seguro rendirse a los británicos que a los haitianos. Haití ya era un país libre.

Y si se puede pensar -con razón- que la historia de Haití hasta aquí es poco ejemplarizante, lo que vino a continuación fue aún peor.

A comienzos del siglo XX, la situación volvía a estar de lo más caliente en Haití. En 1912, el
presidente del país murió de una explosión que pudo, o no, ser accidental. Los cuatro aspirantes siguientes murieron o se largaron por piernas dejando vacante el sillón presidencial el tiempo suficiente para que, en marzo de 1915, se apoderara de él un sujeto realmente chiflado: Vilbrun Guillaume Sam. Sam no era la que llamaríamos un adalid de la causa democrática. En menos de cuatro meses detuvo a 167 enemigos personales, a los que hizo fusilar. La gente se hartó y salió a las calles para acabar con ese trastornado, el cual se escondió tras las cortinas de la embajada francesa. Los franceses trataron de explicar a la chusma los preceptos del derecho internacional para esa situación, pero el populacho irrumpió sin más en la embajada, sacaron a Sam de detrás de las macetas y lo desmembraron, literalmente. Y tan orgullosos estaban que organizaron un desfile con la cabeza, el torso, los brazos y las piernas de Sam en plan carroza carnavalesca.

A Woodrow Wilson, a la sazón presidente norteamericano, se le pusieron los pelos de punta al enterarse de aquello. Olvidándose de toda aquella monserga de la no intervención, envió a Haití a los marines con la misión de imponer orden y democracia, aunque fuera a tortazo limpio. Entre 1915 y 1934, el comandante de las fuerzas estadounidenses gobernó el país con un haitiano como figura decorativa en el sillón presidencial. Durante casi veinte años los marines hicieron que Haití tuviera más paz y prosperidad que en toda su historia. Erradicaron la malaria, construyeron muchas carreteras, puentes, etc,. Y, lo más importante para que todos sus esfuerzos no se vinieran abajo: mantuvieron a raya a los exaltados.

Pero la gente no estaba contenta. Para empezar, los soldados norteamericanos blancos no discriminaban, como esperaba la “élite haitiana”, entre una “clase superior” mulata, que hablaba francés y estaba por encima de los “negros”, de los campesinos africanos puros que hablaban criollo y que hacían todo el trabajo. Naturalmente, estos mulatos esperaban colaborar con los extranjeros blancos para mantener a los negros en el peldaño más bajo, y clamaron al cielo cuando los marines dejaron claro que para ellos en Haití todo el mundo era negro.

Los marines se marcharon en 1934. Un lameculos llamado Vincent subió al poder, se inventó una
nueva constitución autoproclamándose rey vitalicio de todo el orbe e inició sórdidos tratos con un lameculos aún peor llamado Trujillo, que era el rey vitalicio de la República Dominicana, los vecinos del lado este de la isla. Este Trujillo era el clásico fascista de los años treinta. Decidió que él y sus compatriotas eran de raza aria, mientras que los haitianos no eran más que un hatajo de negros por civilizar. Nada más ridículo, claro. Con semejante ideología como faro, en 1937 Trujillo decidió organizar su propio holocausto a pequeña escala. Ordenó al ejército dominicano matar a todos los haitianos que pudiera atrapar en la zona fronteriza. Uno de los métodos para saber si el tipo era haitiano o no consistía en hacerle decir una palabra con mucha erre: si no las pronunciaba sonoras, como enseñaban en clase de español, ¡zas!” Y digo “zas” porque la orden de Trujillo era matarlos a machetazos, no a tiros. De ese modo podía alegar que había sido cosa de los campesinos locales, no de su ejército. Además, las balas cuestan dinero.

Pero a nadie le importaron todos aquellos haitianos muertos. El mundo ni se enteró, preocupado como estaba por los sucesos de Europa. De todos modos, y para decirlo de manera más cruda, a nadie le ha importado nunca lo que pueda pasarles a esos pobres haitianos. Estados Unidos exigió a Trujillo que pagara indemnizaciones y éste regateó hasta dejarlo en medio millón de dólares, lo que haciendo cálculos sale a 25 dólares por cabeza cortada.

(Continúa en la siguiente entrada...)
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