(Continúa de la entrada anterior)
Cuando se marcharon los marines norteamericanos en 1934, el ejército haitiano era una de las pocas cosas que aún funcionaban más o menos bien. Desde 1934 hasta 1957, Haití fue un follón aún mayor de lo habitual. Golpes de Estado a porrillo y cambios de nombre sin que las cosas cambiaran en absoluto. Un humilde y risueño médico rural negro, François Duvalier, fue el único hombre que supo encontrar la manera de poner el país bajo control, bajo su propio control.
Su principal problema era, precisamente, el ejército porque podía derrocar (y derrocaba) a todo presidente con ínfulas. El problema número dos era ganarse a la gran población negra que no sabía ni le importaba quién gobernaba en las ciudades. Duvalier empezó cortejando a los campesinos negros. Hablaba mucho del “orgullo negro" y decidió interesarse oficialmente por el vudú, lo cual hizo que los campesinos lo consideraran como de la familia y al mismo tiempo le tuvieran verdadero miedo, pues Duvalier hizo correr el rumor de que estaba en contacto con ciertos espíritus realmente temibles.
Después se hizo con el ejército. Ellos le habían puesto en el poder y ahora Duvalier quería asegurase de que nunca pudieran echarlo. Se proclamó presidente vitalicio, pero lo cierto es que no impresionó a nadie. Era el octavo haitiano que reclamaba ese título. Pero lo de Duvalier no era solo palabrería. Tomó dos medidas clásicas para consolidar el poder: primero, organizó una guardia presidencial, independiente del ejército y formada mayoritariamente por sus fieles. Segundo, puso en marcha una segunda fuerza armada como contrapeso del ejército, algo así como la Guardia Republicana de Sadam, la Guardia Revolucionaria islámica de Jomeini, o la Guardia Roja maoísta.
El grupo de Duvalier era tan implacable y brutal como cualquier otro de su estilo, pero con rasgos coloristas propios del país. Había estudiado la tradición del vudú haitiano y bautizó a su banda como “Tonton Macoute”, que significa algo así como “el coco”. Los macoute se dispersaron por los campos de caña para convertirse en un cruce entre tinglado de seguridad, culto vudú y ejército privado de Duvalier. Teniendo en cuenta las alternativas profesionales que había en el mundo rural isleño -básicamente reducida a una: cortar caña todo el día bajo un sol tropical e irse a casa, entendiendo por tal una choza de una sola habitación, y tratar de no pillar un simple catarro que te llevara a la tumba por falta de medicamentos- no es de extrañar que la gente contemplara la posibilidad de meterse a discípulo de vudú/asesino ninja.
Mientras los macoute mantenían aterrorizado al campo, la guardia presidencial vigilaba Puerto Príncipe. Y Papa Doc cortaba el bacalao, sonriendo para las cámaras y matando a todo aquel que se atreviera incluso a mirarle mal. Se cargó al menos a treinta mil personas y los campesinos lo veneraban igual. No sólo eso, sino que le concedieron lo máximo a que puede aspirar un dictador: morir en el poder. El sistema que Duvalier había instaurado era tan fuerte que incluso el idiota de su hijo, Jean-Claude, logró sobrevivir en el poder quince años. También habría muerto en el cargo, pero una mujer lo perdió: se casó con una mulata altanera a la que los campesinos odiaban, y gastó tres millones de dólares en la boda mientras los precios del azúcar seguían cayendo y cayendo…
La cosa explotó en 1986. Hubo una revuelta –otra-, Estados Unidos instó al presidente a marcharse (el hombre abandonó el país) y el nuevo régimen, haciendo alarde de soberbia, prometió “acabar con la corrupción”. Más de lo mismo. Y más aún: en tiempos de Clinton, el hombre de Estados Unidos era Jean-Bertrand Aristide, un “cura de los barrios bajos” que iba por ahí haciéndose el humilde compañero de los desfavorecidos. Ganó las elecciones y luego los matones locales lo derrocaron. Entonces, en vez de dejar que Haití hiciera las cosas a su manera, en 1994 Clinton envió tropas para devolverle el poder a Aristide.
Hace nada, en 2004, la historia vuelve a repetirse: un grupo autocalificado de “ejército de resistencia” tomo Gonaives, que en alguna parte constaba como “la cuarta ciudad de Haití”. Este “ejército” decía luchar contra el gobierno de Aristide, al que acusaba de incompetencia, brutalidad y corrupción. En otras palabras, era como cualquier otro gobierno en la historia de Haití. Luego se supo que el heroico Frente de Resistencia Revolucionario de la Artibonita acababa de someterse a un pequeño cambio de imagen. Pues sí, parece que antes se hacían llamar “ejército caníbal”. Probablemente era el nombre perfecto para la primera fase de la revolución haitiana: aterrorizar a todo el mundo. Naturalmente, luego optaron por llamarse Frente de Resistencia, a secas, para darle un toque noble a la lucha. En cierto modo, lo único triste es cómo nos empeñamos nosotros en que aquello se convierta en un paraíso democrático, derramando millones y millones mientras quedamos en ridículo poniendo curiosos y democráticos nombres a los asesinos locales.
El actual presidente, René Preval, fue elegido en las elecciones de 2006. Y sería estúpido pensar que algo ha cambiado en el país.
Así que tenemos una nación que jamás ha disfrutado de un líder ilustrado, una sociedad descompuesta y en un estado de subdesarrollo crónico, sin la necesaria base financiera, material o espiritual para salir del hoyo en el que se encuentra. ¿Qué papel ha jugado aquí la ayuda exterior? ¿Dónde demonios han ido a parar los miles de millones de euros que a lo largo de los años se han derramado sobre el país? Habida cuenta de las estadísticas mundiales, no han servido absolutamente para nada, porque Haití sigue siendo uno de los países más desesperadamente pobres del planeta.
En primer lugar, está la mera ineficiencia y desidia. Lo único que cuenta para los organismos de ayuda (ya sean multilaterales o bilaterales) es gastar enormes cantidades de dinero para justificar su propia existencia. La manía por construir grandes presas, por ejemplo, ha significado que la mitad de la tierra irrigada de todo el mundo esté tan salinizada como para afectar a los cultivos. Todavía peor, la espada de Damocles de la sedimentación planea sobre todas las presas: antes o después, cualquier embalse, da igual su tamaño, se llenará de los sedimentos cuyo flujo hacia el mar detiene la presa. Cuando esto ocurre, la presa ha de desmontarse porque ya no servirá para nada. Y es lo que le pasó a Haití: La Presa Peligre, en el río Artibonite, se completó en 1956. Construida con fondos internacionales para durar cincuenta años, su embalse se llenó de sedimentos tan rápidamente que hubo de cerrarse a mediados de los ochenta.
Una minuciosa auditoría externa realizada por la Independent Evaluation Group (IEG), una unidad perteneciente al Banco Mundial pero independiente de él, describió a un desastroso proyecto de desarrollo rural en Haiti como “un ejemplo de los efectos de la presión ejercida por el Banco para lanzar rápidamente proyectos a pesar del poco conocimiento que sus promotores tienen del país”. En otras palabras, el deseo que tienen los burócratas de esos organismos de recibir palmaditas de felicitación en la espalda por prestar rápidamente grandes ayudas financieras sin mirar a qué ni para qué.
Luego está la propia perversión de la ayuda exterior y sus efectos negativos sobre el propio funcionamiento de la economía del país receptor. La ayuda alimentaria cedida por la administración americana a través del programa “Food por Peace”, por ejemplo, ha tenido efectos perversos por todo el mundo, Haití incluido: a finales de los setenta, se encontró que 480 tipos de alimentos cedidos en concepto de ayuda alimentaria se podían hallar en los mercados haitianos compitiendo –a menor precio- con alimentos producidos localmente, lo que dificultaba la venta de éstos y, precisamente, el desarrollo de la economía local.
Pero lo más repugnante de todo es que a menudo, como en el caso de Haití, la principal misión de la ayuda extranjera al Tercer Mundo parece ser financiar sistemas cleptocráticos. En 1981, el Fondo Monetario Internacional pagó 22 millones de dólares al Tesoro haitiano como parte de un crédito condicionado. Dos días más tarde, un equipo de expertos del Fondo se trasladó a ese país y se encontraron con que el presidente Jean-Claude Duvalier había “retirado” 20 millones de dólares para uso personal. También averiguaron que otros 16 millones de dólares habían “desaparecido” de las cuentas de otras administraciones estatales en los tres meses anteriores y que el Banco Central de Haití estaba pagando a la elegante mujer del presidente un salario anual de 1,2 millones de dólares.
Todo esto sucedió mucho antes de que los proamericanos Duvaliers al final se convirtieran en un elemento molesto que tenía que desaparecer. De hecho, se hizo la vista gorda a sus robos hasta 1986 y el Fondo Monetario Internacional siguió comportándose como si el dinero que no paraba de prestar a Haití se usara correctamente. Más bochornoso aún: como condición para conceder esos créditos, el FMI obligó al gobierno haitiano a tomar unas medidas de austeridad (recortes en educación, sanidad..) que afectaban directamente a los más pobres pero que, supuestamente, mejorarían la economía permitiendo al país devolver los préstamos. En resumen: el FMI le engordaba los bolsillos al dictador local mientras los más desfavorecidos se veían aún más machacados. Todo con el visto bueno de los políticamente correctos gobiernos occidentales.
Bajo cualquier punto de vista, Haití era un país pobre en 1956 y continuó empeorando hasta 1986, cuando la "dinastía" Duvalier abandonó el país. La proporción de población que vivía en “pobreza desesperada” se incrementó: del 48% en 1976 a casi el 70% en 1986, momento en el que el ingreso per cápita del 75% de la población había caído por debajo de 140 dólares al año; sólo el 10% de la población rural estaba alfabetizada, el 80% de los niños de menos de seis años sufrían de malaria y entre el 75 y el 80% de los niños de todas las edades sufrían malnutrición. Pues bien, con semejante evolución, Haití fue durante todo ese periodo “Duvalier” un gran receptor de ayuda extranjera por parte de los Estados Unidos, Canadá, Alemania y Francia además del Banco Mundial, la FAO, la OMS, el Programa de Naciones Unidas para el Desarrollo y UNICEF entre otros. Con todos estos actores/donantes en escena, hay que preguntarse, ¿la ruina de Haití sucedió a pesar de la ayuda extranjera… o a causa de ella?
No es fácil dar con una respuesta definitiva, pero las cifras del Banco Mundial arrojan inmediatamente una conclusión bastante clara: la disponibilidad continua de fondos ayudó al clan Duvalier a mantener un régimen impositivo extraordinariamente bajo… para sus amigos adinerados de la élite. En 1986, el 1% más rico de la población haitiana había conseguido quedarse con el 40% de los ingresos nacionales, pero sólo pagaba entre el 3 y el 5% de los impuestos totales.
Semejante estado de cosas fue posible gracias, pura y simplemente, a la ayuda extranjera: bajo la rúbrica de “Ayuda para el Desarrollo”, los contribuyentes de países occidentales fueron quienes, de hecho, llenaron el presupuesto haitiano año tras año. Durante los setenta y ochenta, la ayuda para el desarrollo financió dos terceras partes de la inversión gubernamental y pagó más de la mitad de las importaciones.
Todo el mundo sabía de la corrupción y depravación del régimen, pero poco se hizo para imponer controles sobre el destino de los fondos de ayuda. De hecho, los Estados Unidos –el principal donante bilateral- afirmó que su estrategia era “delegar la máxima responsabilidad en el gobierno haitiano para la selección y diseño de proyectos”. Lo mismo hubiera sido soltar a un maniaco psicópata bajo promesa de que no volvería a asesinar o a un cleptómano que diga que está muy arrepentido por robar en los centros comerciales.
Mientras se iba derramando ayuda en Haití, el Departamento de Comercio norteamericano mostraba cifras que probaban que no menos del 63% de todo el dinero enviado al país estaba siendo robado por el gobierno. Poco después –y justo antes de que fuera despedido por Duvalier- el ministro de finanzas haitiano, Marc Bazin, reveló que una media de 15 millones de dólares mensuales se estaba desviando a “gastos extrapresupuestarios” que incluían ingresos regulares en las cuentas suizas del presidente. La mayor parte de ese dinero había llegado a Haití a través de la ayuda internacional.
Entretanto, el ministro de deportes destinó 2 millones de dólares de lo poco que quedaba en el Tesoro tras las depredaciones de Duvalier, a construir un estadio que costó en realidad 200.000 dólares. Por aquellas mismas fechas, CIDA, la agencia de ayuda internacional canadiense, canceló un proyecto de desarrollo rural multimillonario que estaba financiando cuando descubrió que la mitad de los 700 trabajadores haitianos en nómina no sólo no acudían a trabajar, sino que posiblemente ni siquiera existían.
Pocos donantes siguieron el ejemplo canadiense: a pesar del flagrante robo de fondos, la corrupción rampante y la violencia y los abusos contra los derechos humanos de los Tonton Macoutes, Occidente siguió manteniendo la fe en los Duvalier hasta, literalmente, el último momento: cuando “Baby Doc” finalmente dejó el país en 1986 para exiliarse cómodamente en Francia, lo hizo transportado por la Fuerza Aérea norteamericana.
En los últimos días, el infame Duvalier, acogido por Francia en su territorio sin hacer preguntas y una vez agotada su fortuna en los casinos de Mónaco, ha tenido la desfachatez de volver a Haiti, seguramente con la esperanza –puede que no del todo infundada- de hacerse de nuevo con parte del pastel. Después de lo que hizo en el país, lo lógico hubiera sido que las masas lo hubieran despedazado y montado un desfile con sus restos, como ya hicieron en otra ocasión con un molesto presidente. Pues no ha sido así. No solamente no está en lo más profundo de un calabozo sino que se permite tomar el pelo a todo el mundo haciendo llamadas a la reconciliación nacional.
Con estos antecedentes, cabe preguntarse muy seriamente si todos estos organismos de ayuda, tras haber hecho la vista gorda al robo de fondos que recaudaban de nuestros bolsillos, tienen legitimidad a la hora de pedir más. Una cosa es prestar ayuda inmediata tras una catástrofe y otra pasarse cincuenta años financiando regímenes corruptos que aplastan a sus ciudadanos. Nos piden dinero, se escandalizan de que haya países que aún no se hayan vaciado los bolsillos, pero no nos explican por qué, tras medio siglo de ayudas multimillonarias, el país está igual -por no decir peor- que al principio. ¿Acaso no han reflexionado sobre ello?
viernes, 21 de enero de 2011
Haiti: fracaso histórico y humanitario (2)
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1 comentario:
Me parece que no era necesario hacer preguntas prácticamente retoricas acerca del por qué se sigue ayudando a un país con un estado ciento por ciento corrupto y totalitarista, a ver, si usted no quiere ayudar a alguien pero debe hacerlo por el "¿Que dirán?", pues lo que va ha hacer es buscar la manera de que ese dinero no se mueva en otra dirección que no sea de regreso a su bolsillo ¿y cómo? pues simplemente conociendo donde va a terminar la "ayuda" y a la persona que lo va a recibir directamente, sabiendo eso solo es cuestión de poner en el mapa lo que realmente busca esa persona y ¡Abracadabra! Su dinero está de nuevo su mi bolsillo y el honorable vio que ayudo al necesitado, fin.
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