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domingo, 24 de octubre de 2010

Terrorismo nuclear (1ª parte)


La escalofriante eficiencia de los ataques terroristas suicidas es una de las razones de la ansiedad que siente la gente hacia el terrorismo. Puedes intentar actuar de forma lógica y poner las cifras del ataque del 11 de Septiembre en Nueva York en un contexto más tranquilizador para intentar no caer en la sobrereacción histérica. Por ejemplo, los 3.000 muertos en aquel ataque no parecen tantos si se comparan con los 16.000 homicidios o los 18.000 norteamericanos muertos por conductores borrachos cada año en los Estados Unidos. Pero, por otra parte, la pura arbitrariedad de los atentados y la habilidad y deseo de los terroristas por causar la máxima muerte y destrucción, generan una inquietud inevitable.

Todo esto empeora por el miedo a lo que pasaría si esos grupos terroristas se hicieran con armas químicas, biológicas o nucleares o fueran capaces de construir una “bomba sucia”, un artefacto explosivo que disemina elementos radiactivos. Algunos expertos en terrorismo, como Walter Laquear, piensan que sólo es cuestión de tiempo que algo así tenga lugar. Pero, ¿hay alguien que haya comenzado a dar los primeros pasos en ese sentido?

Tenemos un ejemplo muy claro de grupo terrorista que buscaba obtener la capacidad de matar a miles de personas. Aum Shinrikyo (o Verdad Suprema) era un grupo japonés de fanáticos religiosos en cuyas filas se contaban más de 60.000 miembros y fondos por valor superior a 1.000 millones de dólares. Reclutaron específicamente a personas con conocimientos científicos o técnicos (sobre todo japoneses). Poseían un gran presupuesto de investigación y desarrollo dedicado a fabricar armas, incluyendo el gas sarin (tenían tanto como para acabar con 4,2 millones de personas) y otros poderosos agentes nerviosos como el VX, el tabún o el soman. Estaban desarrollando patógenos como el ántrax y, posiblemente, el Ébola. También tenían un programa nuclear: compraron una enorme granja en el desértico y gigantesco estado de Australia Occidental, donde esperaban extraer uranio y realizar ensayos con explosiones subterráneas y gaseamiento de ovejas. Tenían contactos en el mercado negro para comprar plantas de montaje robotizadas, tanques, reactores, lanzacohetes y armas nucleares tácticas.

A pesar de sus vastos recursos humanos, financieros y técnicos, el grupo falló miserablemente en sus esfuerzos para diseminar agentes biológicos. Incluso el famoso ataque con gas sarin en el metro de Tokio, se llevó a cabo por el cutre procedimiento de almacenar el agente en bolsas de plástico y perforarlas con puntas afiladas de paraguas. De los cinco mil afectados, tres cuartas partes mostraron síntomas de shock, trauma mental o síntomas psicosomáticos; “sólo” murieron quince personas. Aum Shinrikyo habría conseguido mejores resultados si hubiera confiado más en las viejas bombas incendiarias o explosivos de fragmentación tradicionales.

Esto no quiere decir que debamos desechar el peligro que constituye el uso de estas nuevas armas. Los temores que siguieron a los casos de las cartas con ántrax en los Estados Unidos tras el 11 de Septiembre (en los que murieron cinco personas) eran perfectamente comprensibles. Tampoco podemos deducir del fallo relativo de Aum Shinrikyo que no hay ninguna amenaza proveniente del uso de armas nucleares, biológicas o químicas. Sin embargo, el hecho de que estas organizaciones pudieran contemplarlas en su estrategia general, no significa que hayan superado los obstáculos operacionales a la hora de adquirir el material necesario o los conocimientos técnicos precisos para convertirlo en armamento, evitado los riesgos inherentes a la radiación y su detección por parte de las fuerzas de seguridad o reunido la capacidad de elaborar armas operativas. Estos obstáculos nos recuerdan que, aunque el siglo XX fue el siglo de las superarmas, la mayoría de ellas –desde los acorazados hasta las bombas nucleares) han sido producto de carísimos y largos procesos de investigación y desarrollo.

Una bomba atómica puede ser increíblemente pequeña, lo bastante como para que la lleve una sola persona. Podría introducirse clandestinamente en Estados Unidos, tal vez en un pequeño barco o avión, o en un contenedor marítimo. Todavía se rumorea que la Unión Soviética ideó y fabricó una pequeña bomba “de maletín” que pudiese introducirse a escondidas en Estados Unidos para un ataque sorpresa. A comienzos de la década de 1960, Estados Unidos construyó una pequeña bomba nuclear llamada Davy Crockett que sólo pesaba unos 25 kilos pero podía explotar con la energía de varios centenares de kilos de TNT. Bastaba un solo soldado para transportarla y se disparaba con un cañón sin retroceso.

La potencia relativamente grande de la pequeña Davy Crockett se debe a que, en general, una reacción nuclear en cadena libera veinte millones de veces más energía que una cantidad igual de pesada de TNT. La mayor explosión nuclear de la historia fue una prueba realizada por la Unión Soviética el 30 de octubre de 1961, que produjo una energía de cincuenta megatones, tres mil veces más que la bomba de Hiroshima. Un artefacto así podría destruir completamente la ciudad de Nueva York. El temor a una catástrofe semejante es la principal referencia que muchos tienen sobre las armas nucleares.

Sin embargo, no todas las armas nucleares son tan grandes. La explosión de la Davy Crockett es terrible: su potencia de un cuarto de kilotón es suficiente para destruir un estadio de fútbol, pero no mucho más. Estas bombas minúsculas se desplegaron en la frontera entre Alemania Oriental y Occidental, y en la zona desmilitarizada entre las dos Coreas. Su finalidad era repeler el hipotético avance de un ejército enemigo sin convertir la zona en un páramo.

El diseñador de la Davy Crockett fue Ted Taylor, uno de los auténticos genios del diseño armamentístico nuclear. Ahora bien, para crear esta arma no sólo hizo falta genio, sino una profunda comprensión de los principios físicos del armamento nuclear, un análisis informático exquisito y un exhaustivo programa de pruebas. Nadie que entienda de armamento nuclear cree que un grupo terrorista sea capaz de fabricar un arma de esas características.

¿Qué podrían hacer los terroristas? Cada pocos años sale la noticia de que un alumno de bachillerato ha “diseñado” un arma nuclear. Se le muestra el diseño a un experto de un laboratorio nuclear y se le pregunta si funcionaría. La respuesta es siempre la misma: “no digo que no”, y el periódico, por regla general, la interpreta como un sí. Por enfocar la cuestión objetivamente, imaginemos que un estudiante de bachillerato diseña un avión supersónico. El boceto muestra unas cuentas flechas que identifican elementos tales como reactores, alas en flecha y una cabina. Un periódico le muestra el boceto a un ingeniero aeronáutico y le pregunta: “¿Podría funcionar?”. La respuesta sería siempre la misma: “no digo que no”.

Pero un boceto no es un diseño.


Según algunos expertos, un grupo terrorista lo bastante sofisticado podría construir artefactos explosivos de hasta un kilotón, siempre que fuese capaz de conseguir los ingredientes nucleares necesarios, a saber: cinco kilos o más de uranio o plutonio enriquecido, materiales nada fáciles de obtener.

¿Qué se entiende por un grupo terrorista “lo bastante sofisticado”? Pues uno que cuente entre sus filas con un físico –probablemente rencoroso- que haya trabajado en un programa de armamento nuclear; con doctores en ingeniería con amplia experiencia en el comportamiento de materiales en condiciones explosivas, y con mecánicos y técnicos expertos. Aunque no podemos descartar la posibilidad de que los terroristas reúnan semejante elenco, conviene que los gobernantes tengan claro que no estamos hablando de gente de la calaña de Mohamed Atta.

Todo lo que no sea un arma nuclear diseñada por un equipo de primera fila tiene todas las probabilidades de fracasar. El 9 de octubre de 2006, Corea del Norte probó su primera bomba atómica. A pesar de ser un país pobre, logró reunir los enormes recursos necesarios para el ensayo. La potencia de la bomba no llegó a un kilotón, cuando prácticamente todos los expertos coinciden en que estaba diseñada para liberar veinte kilotones o más. Fue un fiasco.

No obstante, analicemos qué pasaría si alguien lograse introducir esa bomba norcoreana en una gran ciudad estadounidense y la detonase. Nos sorprendería lo pequeño que sería el círculo de destrucción, porque estamos acostumbrados a pensar en las grandes bombas apocalípticas, las instaladas en las cabezas nucleares. El radio de una explosión de un kilotón es de unos 135 metros. La radiación nuclear, en cambio, tiene más alcance, y podría ir unos cien metros más allá, aunque no penetraría la primera hilera de edificios alrededor del círculo central de destrucción. De hecho, puede que casi todas las muertes se debiesen a los cristales rotos que caerían por las calles.

No se trata de quitar importancia a los peligros de un arma nuclear en manos terroristas. Nada más lejos de mi intención. Una explosión de 135 metros de radio es enorme: causaría unos destrozos comparables a los del 11-S. Recordemos que la energía que el queroseno liberó en aquel atentado fue equivalente a 1.800 toneladas de TNT, una cantidad sensiblemente mayor que la del ensayo nuclear norcoreano. Sin embargo, una pequeña bomba nuclear detonada por terroristas no sería mucho peor. Un presidente debe saber que existen otros tipos de atentados terroristas –algunos mucho más accesibles que las armas nucleares- capaces de provocar un número de víctimas igual de espantoso o más.

Las muertes y la destrucción dependen del momento y del lugar. Una explosión de un kilotón en mitad de un estadio de fútbol durante el Mundial podría acabar con decenas de miles de personas, pero la misma explosión en mitad del puerto de Nueva York destruiría las embarcaciones más próximas y prácticamente nada más.

Los artefactos nucleares de gran tamaño son otra historia. Cada una de las ojivas instaladas en los misiles nucleares no son más grandes que un hombre adulto, pero liberan una energía de cien kilotones. La onda expansiva de una de estas bombas alcanza casi un kilómetro, y su radiación termal supera los tres kilómetros. Las bombas M83 que transportaban los B-52 tenían ojivas de un megatón, o lo que es lo mismo, una onda expansiva de más de tres kilómetros de radio y unos efectos termales que se extendían hasta ocho kilómetros. Una bomba así podría destruir todo el sur de Manhattan.

Es poco probable que unos terroristas sean capaces de fabricar un arma de este tipo. Como explicaré en otra entrada, la única forma de lograr una explosión tan descomunal es mediante una bomba de dos fases, consistente en una explosión nuclear (primera fase) que activa otra bomba de hidrógeno (segunda fase). Todos los expertos coinciden en que ningún grupo terrorista está capacitado para diseñar este tipo de artefactos. Es más, puede que el enorme programa científico y de ingeniería necesario para fabricarlos exceda la capacidad de muchos países.

Lo realmente preocupante de las armas nucleares es el peligro de que alguien pueda robarlas y vendérselas a un grupo terrorista. He aquí una hipótesis terrorífica: que el vigilante de un almacén de armas nucleares en la antigua Unión Soviética lograse distraer unas cuantas cuando el país se hundió y esté dispuesto a vendérselas al mejor postor. Entonces llega Al-Qaeda y le hace una visita.

Sabemos que ya desde el principio de su carrera terrorista, Bin Laden trató de hacerse con material nuclear. Lo intentó en 1993 en Sudán y tuvo varias reuniones con sus lugartenientes en Afganistán con miras a hacerse con armamento biológico, químico o nuclear, siendo éste su preferido. Dejando a un lado cualquier consideración moral argumentan que los Estados Unidos ya habían usado este tipo de armas dos veces, estaban usando uranio empobrecido en proyectiles de artillería en Irak y se merecía un buen escarmiento por sus asaltos al mundo musulmán.

Las ambiciones de terroristas internacionales pueden, por lo tanto, ser muy claras pero no lo es menos que sólo podrían hacerse con estos materiales robándolos o comprándoselos a los Estados. Por esta razón, Graham Allison, antiguo ayudante del Secretario de Defensa norteamericano y experto en asuntos nucleares, explica que para impedir una catástrofe nuclear terrorista se necesitan tres acciones. Como no se puede producir una explosión nuclear sin material fisible, es necesario un nuevo orden internacional basado en la doctrina de los “Tres Noes”: No Nucleares Perdidas, No Nuevas Nucleares, No Nuevos Estados Nucleares. A estos tres, añade medidas para evitar una bomba “sucia”, que esparciría material radioactivo por una amplia superficie usando, digamos, dinamita para detonar material como cesio o cobalto (sobre esto volveremos más adelante). La mejor protección contra esto es endurecer los sistemas de contabilización y control de los isótopos radioactivos susceptibles de ser utilizados en una bomba. Y estas medidas deberían ser acordadas mundialmente.

Ello pasaría por aumentar las ayudas financieras a Rusia para que asegure sus existencias nucleares. Pero también por endurecer las condiciones del Tratado de No Proliferación Nuclear. Y como declaró el director de la Agencia Atómica Internacional, Mohammed ElBaradei, esto debería incluir que sea imposible para los países adheridos al Tratado el salirse de él (como hizo Corea del Norte), convirtiendo los acuerdos de inspección en una condición obligatoria para todos los países miembros, transformando los acuerdos del Grupo de Proveedores Nucleares en un tratado que impida la exportación de tecnología pacífica a países que pudieran estar interesados en desarrollar armas, dando por finalizada la producción de material fisible para armamento y restringiendo la tecnología de enriquecimiento de uranio, así como establecer un “banco” de combustible enriquecido gestionado por la Agencia Atómica Internacional.

ElBaradei, cuya reelección para el cargo trató de impedir Washington en 2005 y que ganó el premio Nobel de la Paz aquel mismo año, señaló en un discurso la gran dificultad que hay a la hora de endurecer los acuerdos en el sentido que hemos mencionado e introducir sanciones contra la proliferación nuclear, cuando las grandes potencias nucleares no hacen frente a sus propias responsabilidades. “A menos que creemos el entorno en el que las armas nucleares sean vistas como un accidente histórico del que estamos tratando de escapar”, dijo, “continuaremos viviendo este cinismo en el que todos los que están en las ligas inferiores tratarán de unirse a los de las superiores. Esto es una realidad. No tiene nada que ver con la ideología… Dirán: “si tengo un problema de seguridad, quiero hacer como los chicos mayores. Si éstos continúan confiando en las armas nucleares, ¿por qué no lo voy a hacer yo?”.

Pero volvamos a los aspectos técnicos del problema y supongamos que Al Qaeda se hace con arma nuclear. Pues bien, no está nada claro que fuese capaz de detonarla. Tanto la Unión Soviética como Estados Unidos contaban –y, en el caso del segundo, aún cuenta- con sistemas muy complejos para impedir que personas no autorizadas hagan explotar sus armas. Según Luis Álvarez, uno de los físicos que participó en el Proyecto Manhattan –el programa estadounidense de armamento nuclear de la Segunda Guerra Mundial-, hasta las armas soviéticas están diseñadas para autodestruirse si se las toquetea (no mediante una explosión nuclear sino mediante una detonación convencional que destruya la estructura de la bomba).

Con todo, un arma robada sigue siendo el mayor peligro. La principal defensa contra esta amenaza es desplegar por todo el mundo un montón de agentes secretos que, haciéndose pasar por vendedores, finjan ofrecer armas a los terroristas, y otros tantos que, haciéndose pasar por compradores, pugnen por adquirirlas de manos de quienes puedan tenerlas. Estados Unidos, y sin duda Rusia, cuentan con agentes realizando esta labor. En un mercado tan complicado y peligroso, es necesario dificultar al máximo el contacto entre los verdaderos compradores y vendedores.

(Continúa).

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