Cuando los geólogos y astrónomos descubrieron que los cráteres se debían a impactos, dieron por supuesto que gran parte del cuerpo incidente debía hallarse aún enterrado bajo la superficie del fondo del cráter. Sin embargo, los científicos repararon mucho después en que, a las velocidades típicas del sistema solar (entre pocos kilómetros por segundo y varias decenas de ellos), cualquier cuerpo que impactara contra otro quedaría vaporizado.
Cuando un asteroide colisiona con un planeta, se produce una liberación explosiva de la descomunal energía cinética del asteroide. La energía se deposita con gran violencia en lo que representa un mero punto en la corteza del planeta. Esta liberación repentina y concentrada se asemeja más que cualquier otra cosa a la detonación de una bomba de una potencia extrema. Como en el caso del estallido de una bomba, el cráter resultante presenta forma circular: las eyecciones salen despedidas de manera homogénea en todas direcciones, con independencia de la dirección de la que provenga la bomba.
Tal vez pueda parecer que este comportamiento desafía la experiencia cotidiana de arrojar una piedra a una caja de arena o de barro porque, en esos casos, la forma y el tamaño del “cráter” dependen por completo de las dimensiones físicas del objeto incidente. En el caso de los impactos astronómicos, en cambio, la forma física y la dirección de la que proviene el meteorito resultan insignificantes comparadas con la tremenda energía cinética que porta.
Una excepción a esta regla se produce cuando el impacto ocurre con un ángulo extremadamente rasante, muy oblicuo. Si el ángulo de impacto es casi horizontal, las partes baja, central y alta del asteroide incidente golpean la superficie en puntos distintos que se distribuyen a lo largo de una línea. En este caso, en lugar de depositar la energía en un solo punto, ésta se libera en una región alargada (como si la “bomba” tuviera la forma de una barra larga). Para ello, es necesario que el ángulo de impacto se aparte muy pocos grados de la horizontal. De ahí que la inmensa mayoría de las colisiones den lugar a cráteres circulares o casi circulares, tal como se observa.
Cuando un asteroide colisiona con un planeta, se produce una liberación explosiva de la descomunal energía cinética del asteroide. La energía se deposita con gran violencia en lo que representa un mero punto en la corteza del planeta. Esta liberación repentina y concentrada se asemeja más que cualquier otra cosa a la detonación de una bomba de una potencia extrema. Como en el caso del estallido de una bomba, el cráter resultante presenta forma circular: las eyecciones salen despedidas de manera homogénea en todas direcciones, con independencia de la dirección de la que provenga la bomba.
Tal vez pueda parecer que este comportamiento desafía la experiencia cotidiana de arrojar una piedra a una caja de arena o de barro porque, en esos casos, la forma y el tamaño del “cráter” dependen por completo de las dimensiones físicas del objeto incidente. En el caso de los impactos astronómicos, en cambio, la forma física y la dirección de la que proviene el meteorito resultan insignificantes comparadas con la tremenda energía cinética que porta.
Una excepción a esta regla se produce cuando el impacto ocurre con un ángulo extremadamente rasante, muy oblicuo. Si el ángulo de impacto es casi horizontal, las partes baja, central y alta del asteroide incidente golpean la superficie en puntos distintos que se distribuyen a lo largo de una línea. En este caso, en lugar de depositar la energía en un solo punto, ésta se libera en una región alargada (como si la “bomba” tuviera la forma de una barra larga). Para ello, es necesario que el ángulo de impacto se aparte muy pocos grados de la horizontal. De ahí que la inmensa mayoría de las colisiones den lugar a cráteres circulares o casi circulares, tal como se observa.
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