lunes, 24 de febrero de 2014
El Queso
Según una larga tradición árabe, un mercader que partía de viaje, almacenó leche en unos odres confeccionados con estómagos vacíos de cordero. Al ir a consumirla, se encontró con la sorpresa de que la leche había cuajado en una masa semi.-líquida: el queso, en la que sobrenadaba un líquido blanquecino –el suero-.
Sin embargo, su invención aparece mencionada en muchas tradiciones y leyendas anteriores. Entre otras, la del mítico pastor griego Aristeo, al que dio a conocer el centauro Cirón el arte de elaboración del queso. Otras leyendas mencionan a Amaltea, nodriza de Zeus, quien al amamantar al dios dejaba rezumar la leche que se transformaba en queso –hecho que, por cierto, provocó la leyenda de la Vía Láctea-. Por otra parte, Citesia, médico griego de la corte de Nívive, cuenta que los panoteos –legendario pueblo de grandes orejas que vivían en la ribera de un río sagrado- ya lo elaboraban como ofrenda a los dioses.
No obstante las primeras referencias escritas, no mitológicas, sobre su elaboración aparecen en el Rig-Veda, un antiquísimo compendio de himnos sagrados de los pueblos de la India. De la coagulación de la leche se habla también en el tercer libro de Manu, que es un libro anterior a la redacción del Pentateuco por Moisés. Y un friso sumerio demuestra que este pueblo ya hacía queso en el tercer milenio a.C.
Durante la Edad Media, fue muy dura la batalla que debieron librar tanto el queso como los productos lácteos en general para ser considerados por la población como un alimento conveniente y no nocivo para la salud. Aún teniendo en cuenta su alto valor nutritivo, se responsabilizaba a la leche de la formación de cálculos renales, del debilitamiento de la vista, de afecciones de hígado y bazo e, incluso, se creía que producía la lepra.
Las máximas autoridades de la Medicina clásica –Hipócrates y Galeno- y, más tarde, los eruditos árabes Avicena y Averroes, desaconsejaban el queso en la alimentación basándose únicamente en lo poco digeribles que eran algunas de sus especialidades. En Italia, por ejemplo, se necesitó un verdadero tratado científico, la Summa lacticinorum, compuesto a mediados del siglo XV por Pantaleone de Confienza, médico de los Saboya, para otorgar al queso la dignidad que se merecía.
Pese a esa mala prensa, el queso fue muy apreciado universalmente y desde la Antigüedad. Sus denominaciones en el mundo occidental proceden de Roma. Etimológicamente, el término queso deriva del latín caseus y en muchos idiomas tiene la misma etimología: cheese (inglés), käse (alemán), queijo (portugués). Más aún, el francés fromage, el italiano formaggio, el catalán formatge y el gallego fromaxe hunden sus raíces en el término tardolatino formaticum, es decir, “queso con forma”.
Igualmente, hay que decir que las pretendidas contraindicaciones que se le hacían al queso no impedían que fuese manjar estimado en las mesas medievales. Al contrario, la documentación existente habla de un consumo muy difundido a todos los niveles sociales, incluso entre los más humildes. Sobre todo, a partir del siglo XII, cuando el desarrollo económico favoreció el aumento del número de animales de cría y se produjo un considerable incremento del volumen de leche destinado a la alimentación. En algunas regiones, como por ejemplo en los valles alpinos, parte de los tributos que se pagaban a los señores feudales se hacía en productos lácteos.
En la mesa de los menos favorecidos, el queso era una alternativa a la carne y, en los centros de caridad, se distribuía habitualmente a los mendigos. Era, en definitiva, “la carne de los pobres”, hasta el punto de que la Iglesia prohibió el consumo de lácteos los viernes y días de ayuno, al considerarlos alimentos grasos.
Las clases acaudaladas, para las que se producían quesos mucho más delicados, lógicamente consumían con menos frecuencia este alimento, al que consideraban complementario de otros manjares o lo empleaban en la elaboración de tartas y otros platos.
De este modo, pueden individualizarse dos circuitos alternativos en el proceso de elaboración y comercialización de los lácteos. Uno, reducido y de carácter local, integrado por quesos poco elaborados y de precios asequibles; otro, constituido por productos más refinados y caros, que incluso eran exportados. Hay noticias de la existencia de un constante flujo de productos queseros desde las regiones meridionales hasta los principales puertos del Norte: Venecia, Pisa y Génova. Desde allí, se distribuían al interior o se enviaban a Provenza y Cataluña. Incluso los quesos sardos eran apreciados, a pesar de ser unánimemente considerados de calidad inferior a todos los demás.
La península italiana importaba también quesos franceses, sobre todo el brie, originario de la región de este nombre, al este de París, que en el Medievo era considerado el mejor del mundo. Por otra parte, desde Borgoña se exporta a Alemania el denominado clon o calamón, que, probablemente, pueda identificarse con el actual bleu de Bresse.
Europa se vio también invadida por quesos ingleses, que debían ser muy semejantes al actual cheddar y que, a pesar de no ser considerados de gran calidad, captaron una cierta cuota de mercado, consumiéndose en Francia, Holanda y España.
Todo este comercio estaba respaldado por una considerable producción familiar, destinada al autoconsumo y que se escapa a cualquier posibilidad de valoración, pero que permite considerar claramente a los productos lácteos como uno de los elementos fundamentales en la alimentación medieval, a pesar de los prejuicios que la ciencia médica mostraba hacia ellos. Esta suspicacia era mitigada, en parte, por el reconocimiento de su eficacia como medicamento en algunos casos. La leche de cabra, por ejemplo, era considerada especialmente adecuada para la dieta de los recién nacidos –como complemento de la leche materna- y de los enfermos en general; por otro lado, la leche de yegua se aconsejaba a quienes tenían problemas en las vías respiratorias. Existía además el lac chalybeatum, convertido en medicamento gracias a la inmersión en la leche de un cilindro de hierro incandescente que después se dejaba enfriar, o de pedazos de mármol, un remedio que parece haber sido muy efectivo en los casos de disentería. Una variante, útil para curar las llagas, preconizaba la mezcla con escorias procedentes de la fusión del cobre.
El queso era tan popular que muchos trataban de fabricarlo, pero no todos conseguían resultados de calidad. Era la profesionalidad de los magistri formagerii lo que marcaba la diferencia, transformando lo que era una simple operación artesanal de economía doméstica en la producción industrial de unos productos apreciados y comercializados incluso a larga distancia.
El comercio del queso había alcanzado en el siglo XV tales dimensiones que atrajo la atención de los legisladores, haciendo que entrase en vigor una precisa normativa que reglamentaba su venta. Así, por ejemplo, en Ivrea, Turín, estaba autorizada solamente a determinadas horas y en la plaza del mercado, o en su defecto dentro de la muralla, de modo que pudiera controlarse fácilmente, a fin de hacer pagar al comerciante el impuesto correspondiente; también se toleraba un pequeño comercio que se realizaba de puertas afuera de la ciudad. Los vendedores estaban encuadrados, como los demás profesionales, en una corporación con los mismos privilegios y obligaciones que las otras.
Todo el proceso era controlado por el magister formagerius (maestro quesero), que sabiamente dosificaba el cuajo, los tiempos de cocción y la sal necesaria, raspaba la corteza y, finalmente, preparaba los lugares destinados a la curación del queso, con sucesivas capas de mantequilla fresca. Según la mentalidad de la época, debía tener manos suaves, de tacto delicado y casi femenino, motivo por el cual eran preferidos los individuos jóvenes, de manos todavía sin estropear por los años y el trabajo. Aunque no era una actividad exclusivamente masculina: desde el otro lado de los Alpes llegó la fama de una mujer de la región de Bresse, cuyo queso era especialmente apreciado y se vendía a un precio más elevado que el de sus colegas debido a su excelente calidad.
Las técnicas de elaboración utilizadas entonces no debían ser muy diferentes de las que se empleaban hasta hace pocos años. La primera operación era el cuajado, que se conseguía dejando reposar durante algunas horas la leche en grandes recipientes con el denominado cuajo, sustancia capaz de hacerla coagular.
Había un cuajo de origen animal y otro vegetal. El más usado era el primero, que se extraía del estómago de recentales de rumiantes, sobre todo cabras y terneras en una práctica que se remonta a la Antigüedad griega y que ya es descrita por el mismo Aristóteles. También se empleaba mucho el cuajo obtenido del estómago de las liebres.
Del reino vegetal provenían otras sustancias coagulantes, en primer lugar la leche de higo, de uso conocido desde la Antigüedad. También se empleaban con este fin las flores secas de cardo silvestre, las semillas de cártamo y el bálsamo, una sustancia gomosa producida por algunos arbustos del desierto arábigo.
En esta primera fase, la materia grasa, que tendía a subir, era separada del resto en la operación conocida como desnatado; con la crema obtenida se fabricaba la mantequilla. Para su elaboración, se acostumbraba a batir la nata con guijarros de río o bien se agitaba enérgicamente en un recipiente de madera llamado mantequera.
Obtenida la cuajada, se trasvasaba a un recipiente de gran tamaño y se ponía al fuego para cocerla. En este punto, las técnicas empleadas variaban notablemente de una zona a otra, dependiendo del tipo de materias primas existentes, y de tradiciones que se remontaban a muchos siglos atrás. La cuajada podía ser puesta en el fuego varias veces o filtrada y prensada rápidamente para extraer el suero sobrante. La pasta de queso obtenida era después manipulada por el quesero y trasvasada a los moldes adecuados. Al contrario de lo que se acostumbra hoy, probablemente el salado se hacía en seco.
Los sistemas de curado diferían también mucho de unos lugares a otros. La maduración podía hacerse en grutas húmedas y oscuras o, por el contrario, en cabañas de madera luminosas y aireadas, donde los quesos eran suspendidos mediante cuerdas, apilados en repisas, colocados sobre paja o completamente enterrados en centeno, para prolongar así el proceso de evaporación.
Productos característicos de la alimentación de muy diversas culturas y regiones, los quesos han sido objeto de numerosas clasificaciones, no excluyentes entre sí, atendiendo a muy variados criterios: las zonas geográficas de origen, la forma de coagulación, el grado de madurez (verdes, frescos y maduros), los días de curación, el prensado, el contenido de materia grasa (mantecosos, cremosos y magros) o el tipo de leche empleada (cabra, oveja, vaca…).
En España, durante las últimas décadas, el espectacular incremento en el consumo de lácteos ha impulsado notablemente la industria quesera y se ha traducido, también, en un proceso de recuperación de muchas labores artesanales que habían corrido serios riesgos de quedar reducidas a simples curiosidades antropológicas. Si en 1969 el Ministerio de Agricultura pudo publicar un primer catálogo con 36 variedades distintas de queso y, en 1990, un mapa con 81 quesos españoles, hoy ya superan el centenar. En la actualidad existen ya 23 quesos con denominación de origen reconocido por la Unión Europea. Para los amantes del queso en España -el consumo medio supera ya los 8 kg por habitante y año- queda ya lejos la vieja disyuntiva que los hacía elegir entre algunos productos industriales, frecuentemente anodinos y uniformados, y los “prestigiados” quesos de importación.
Los franceses son los mayores consumidores de queso per cápita del mundo, aunque el mayor productor mundial es Estados Unidos.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario