Después de viajar durante cuatro días, recorriendo unos 368.000 km, el sábado 19 de julio comenzaron las maniobras de inyección en órbita lunar. El motor cohete del módulo de servicio fulguró dos veces. La primera para frenar el conjunto y colocarlo en órbita elíptica; la segunda para modificarla en otra circular a 115 km de altura, nivel teórico idóneo para las maniobras de atraque y acoplamiento entre el modulo de mando, el de servicio y la cabina de ascenso del módulo lunar al regreso de la misión. Todas las maniobras realizadas hasta aquel momento habían sido experimentadas ya durante el vuelo del Apolo 10, pero en adelante todo, o casi todo, pertenecía al reino de lo desconocido.
A mediodía, hora estadounidense, del 20 de julio, Armstrong y Aldrin abrieron las escotillas y pasaron del Módulo de Mando al Lunar. Cuatro horas después descendían en una órbita elíptica de acercamiento, desapareciendo tras la cara oculta de la Luna, perdiendo la conexión con la Tierra. Cuando volvieron a aparecer, 22 minutos más tarde, se comunicaron con Charlie Duke, el responsable de las comunicaciones con la cápsula (“capcom”) en el centro de control de Houston, Texas. “Eagle, Houston”, anunció Duke, “si me recibes comienza a realizar el descenso”.
En ese momento estaban a 15.000 metros sobre la superficie lunar, y a 309 km de la zona de aterrizaje seleccionada gracias a los datos proporcionados por anteriores misiones Apolo, por ser aparentemente una zona llana: el “Mar de la Tranquilidad”. Arrancaron el motor de descenso para comenzar el proceso de desaceleración, ayudado por 16 válvulas para asegurar la estabilidad del Eagle. Era fundamental que el aterrizaje fuera suave: el módulo lunar era un vehículo ligero y frágil, diseñado especialmente para el medio ingrávido del espacio. Parte de su superficie estaba protegida tan sólo por una fina película de metal: era incapaz de sobrevivir al más mínimo choque.
Cuando el motor llevaba cuatro minutos funcionando, el Eagle se encontraba a 1.828 metros de altura. De repente se encendieron los pilotos de alarma. El ordenador del Módulo Lunar dio una alarma: la 1202. Armstrong no sabía a qué se refería este número, y mientas su compañero Aldrin buscaba su significado en la documentación, Armstrong se preparó para abortar el alunizaje. En Houston, el oficial de dirección Steven Bales, un genio de los ordenadores de 26 años de edad, se devanaba los sesos para interpretar la señal. El director de vuelo Gene Kranz le presionaba para que diera una respuesta. ¿Seguir adelante o abortar la misión? Bales estudió la gran cantidad de datos que aparecían en su ordenador y decidió que la señal de alarma era una crisis controlable producida por una sobrecarga en el ordenador; es decir, una “sobrecarga del programa”. Y es que los ordenadores de a bordo del Apolo tenían menos capacidad de procesamiento que un moderno teléfono móvil. Decidió que la misión podía continuar. Charlie Duke, un astronauta en activo que actuaba como único autorizado para hablar desde Houston con los que estaban en vuelo (Capcom), transmitió el mensaje: “Sigan adelante e ignoren la alarma”.
Los astronautas, con la frialdad que les caracteriza y sin inmutarse, desoyeron la alarma del computador y continuaron con el trabajo programado. Aunque es de suponer que por unos segundos pensaran: “si realmente no pasa nada, ¿por qué ha habido una alarma?” y temieran que algo grave pudiera ocurrir.
A medida que el modulo lunar seguía descendiendo, se encendían más pilotos de alarma. De nuevo, Bales lo consideró una sobrecarga del programa. Pero entonces apareció un nuevo problema. Cuando el Eagle se separó del orbitador, la cabina estaba totalmente despresurizada, lo que provocó un estallido de gas equivalente al del tapón de una botella de champán, desplazando el módulo a 6.4 km del objetivo previsto. En lugar de aterrizar en el previsto Mar de la Tranquilidad (un lugar plano como una playa de arena), se dirigían hacia una zona plagada de cráteres y rocas “del tamaño de un Volkswagen”. Si se pretendía que el Eagle pudiera despegar de la Luna, más valía que se posara en una zona plana.
Armstrong conectó el control manual para evitar que el piloto automático les hiciera aterrizar entre las rocas. Mantuvo el motor a todo gas, consumiendo cuarenta segundos más de combustible. Pasaron sobre un gran cráter y luego sobre uno más pequeño. En esos momentos, su único contacto con la Tierra era la Estación de Seguimiento de Fresnedillas, Madrid.
Aldrin seguía leyendo los datos de los instrumentos y transmitiendo a Houston detalles de su posición sobre la superficie, la velocidad del descenso, el ángulo en que navegaban y la cantidad de combustible disponible. Los hombres del control de misión empezaban a impacientarse. Si se cortaba de repente el suministro de combustible, el módulo lunar se precipitaría sin más sobre la superficie de la Luna y sufriría daños irreparables. “Capcom” iba contando los segundos de combustible que quedaban: “sesenta segundos”.
Aldrin, con increíble sangre fría, seguía transmitiendo a Houston: “setenta y cinco pies… seis menos…luces de alarma”. Se había encendido el piloto de alarma. Armstrong continuó dirigiendo la nave hacia una zona plana que había avistado. A tan sólo quince metros de altura, no se podía abortar el aterrizaje: no había suficiente altura como para separarse del módulo de aterrizaje.
“Cuarenta pies, menos dos y medio…se está levantando algo de polvo…treinta pies…dos y medio menos…vemos una sombra…cuatro menos…girando hacia la derecha…medio menos…” Houston: “treinta segundos”. Aldrin: “Hacia adelante…girando a la derecha…” Entonces oyeron en Houston: “¡Luces de contacto!” Una sonda conectada a una de las patas del módulo de aterrizaje había tocado el suelo y, por fin, las cuatro patas se posaron sobre la blanda superficie lunar. “OK, apagar motores…” Aldrin hizo las últimas comprobaciones y poco después se oyó claramente la voz de Armstrong: “Houston, aquí la base del Mar de la Tranquilidad. El Eagle ha aterrizado”. Eran las 22.18 hora española, del domingo 30 de julio de 1969.
En Houston respiraron aliviados. Capcom contestó “Roger Tranquilidad. Recibido. Tenemos a un montón de gente a punto de ponerse azules. Pero ya estamos respirando. Muchas gracias”. El módulo lunar había aterrizado con tan sólo dieciséis segundos de combustible disponibles y a treinta y ocho metros de un cráter.
Una vez concluido el aterrizaje, Armstrong y Aldrin tenían que completar las comprobaciones y ajustarse a un estricto horario. Tenían 124 minutos para desactivar los motores y comprobar el estado del Módulo de Descenso, 35 minutos para comer, 4 horas para dormir, 2 horas para preparar la salida y, al fin, más de 8 horas después de llegar a la Luna, los astronautas darían el primer paseo fuera del Módulo. Pero Armstrong y Aldrin se sentían completamente incapaces de dormir antes de haber dado un paseo por la Luna, por lo que pidieron permiso a Houston para salir. Aquel cambio era algo insólito dentro de la rígida disciplina de los vuelos tripulados. Además, suponía trastocar muchos planes, incluso la estación terrena que apoyaría a los astronautas en la superficie de la Luna. Sin embargo, Houston cedió y les dio permiso, con lo que la salida se adelantó al periodo de sueño.
Según hora española, a las 0.39 del día 21 de la misión, Armstrong empezó a descender por la escalerilla guiado por Aldrin. Un traspiés ahora podría haber sido fatal. Transcurrieron 17 interminables minutos desde que Armstrong inició su salida por la angosta escotilla hasta que puso su pie en la Luna. Una cámara, colocada bajo la plataforma de aterrizaje, iba filmando sus pasos y esta difusa imagen en blanco y negro era recibida por millones de personas alrededor del mundo.
A las 10.56 p.m. hora de la costa este estadounidense, Armstrong bajó el último metro desde el peldaño inferior y se convirtió en el primer ser humano en poner los pies sobre la Luna. Pero decidió convertir esto en un logro conjunto de la raza humana: “Este es un pequeño paso para un hombre… pero un gran salto para la Humanidad”. (Por cierto, el “pequeño paso para el hombre” no fue tan pequeño. Armstrong posó tan suavemente la nave que los amortiguadores no se comprimieron. Tuvo que dar un salto de un metro desde la escalerilla del Eagle hasta la superficie.
Armstrong colocó otra cámara para grabar el descenso de Aldrin a la superficie lunar quince minutos más tarde (Aldrin tuvo que asegurarse de no cerrar la escotilla del Eagle, puesto que no había manija exterior). Prolongaron el primer paseo lunar durante 151 minutos. Inspeccionaron el Módulo Lunar y comprobaron que sus patas se habían clavado dos centímetros en el suelo, saltaron para probar el nivel de gravedad de la Luna, hicieron fotografías, instalaron un detector sísmico, un retrorreflector láser que mediría con gran precisión la distancia entre la Luna y la Tierra y un estandarte para recoger partículas de viento solar; recogieron veintidós kilos de rocas y colocaron la bandera estadounidense, lo que constituyó la tarea más difícil. Porque los estudios elaborados por la NASA sugerían que el suelo lunar era blando, pero Armstrong y Aldrin se dieron cuenta de que había roca dura bajo una fina capa de polvo. Consiguieron clavar el asta lo suficiente para que pudiera realizarse la transmisión, teniendo buen cuidado en no derribarla.
El traje espacial utilizado por estos astronautas del programa Apollo era distinto al de los programas Mercury y Gemini. Constaba de quince capas superpuestas de diferentes materiales prácticamente ininflamables, en especial los tejidos beta y teflón. El primero es un derivado de la fibra de vidrio que puede resistir temperaturas de más de 600ºC sin descomponerse; el teflón, en cambio, arde, pero se apaga espontáneamente cuando se retira o extingue la causa que provoca la ignición.
Continuamente iban transmitiendo información a Houston sobre el increíble contraste entre la luz y la sombra y sobre la extraña suavidad del suelo. Armstrong describió el paisaje: “Es de una belleza un tanto desoladora…Es muy diferente, pero es bello”.
De repente, el presidente Nixon se puso al micrófono y los felicitó personalmente por radio. Los astronautas debían cumplimentar toda una serie de formalidades. Fijaron una placa metálica a una pata del módulo de aterrizaje que decía: “Aquí los hombres del planeta Tierra llegaron a la Luna por primera vez en julio de 1969 d.C. Vinimos en son de paz en nombre de toda la Humanidad”. Además, dejaron medallas e insignias en honor a los cinco astronautas estadounidenses y soviéticos que habían muerto hasta ese momento: las tres víctimas del Apolo 1, Vladimir Komarov y Yuri Gagarin.
De hecho, por aquel entonces, la Unión Soviética estaba tratando de sacar adelante el módulo Luna 15, que no transportaba pasajeros. Desde el dramático fracaso de los cohetes N-1, los soviéticos habían defendido la idea de que la navegación espacial con pilotos humanos no era necesaria, y ahora querían demostrarlo. El 4 de julio de 1969, el Nositel-1 fue lanzado sin tripulación y estalló a los cien metros. La URSS había quedado fuera de la carrera. Para entonces, la NASA había conseguido ya situar a astronautas en órbita a 112 km de la superficie del satélite –Apolo 8, diciembre de 1968-.
Los rusos intentaron deslucir e incluso obstaculizar la misión del Apolo 11. Pocos días antes del lanzamiento del Apolo enviaron una sonda no tripulada, la Luna 15, de la que no facilitaron los parámetros orbitales a pesar de la insistencia de los técnicos de la NASA. Entró en órbita dos días antes de que el Apolo 11 se aproximara a la Luna. La NASA temía una colisión. Apenas se sabía nada de esa misión pero se sospechaba que su propósito era alunizar suavemente, recoger algunas muestras lunares y traerlas a laTierra mediante un Módulo de Retorno especialmente diseñado por los técnicos soviéticos. Si hubiera sido así, la hazaña de los astronautas de la NASA hubiera quedado parcialmente devaluada. El 21 de julio, poco después de que Armstrong y Aldrin pusieran sus pies sobre la Luna, la Luna 15 empezó la maniobra de descenso. Pero los soviéticos tenían una racha de mala suerte aquel mes: uno de los cohetes de retrofrenado tuvo un fallo y la sonda quedó fuera de control. Se precipitó sobre una región adecuadamente denominada Mar de las Crisis, a 800 km de la base del Mar de la Tranquilidad. La victoria de la NASA fue completa.
Cuando Armstrong y Aldrin completaron su paseo por la Luna, volvieron a subir al módulo lunar, durmieron a ratos durante unas cinco horas y, después de 21 horas en la Luna, se prepararon para lo más difícil: regresar. Los dos astronautas, incómodamente alojados en la pequeña cabina de la Etapa Ascendente del Módulo Lunar, realizaron una meticulosa cuenta atrás, imprescindible en todo lanzamiento. La frágil Etapa Descendente debía servirles a la vez de plataforma de lanzamiento y de torre umbilical. La situación era mucho más dramática de lo que aparentaba, porque cualquier pequeño fallo hubiera podido tener consecuencias fatales. Tanto la Etapa Descendente como la Etapa Ascendente, que los llevaría de nuevo al Módulo de Mando en órbita alrededor de la Luna, eran muy endebles. Cualquier pequeño fallo podría destruir las etapas y dejarlos aislados en la Luna. Si el motor no se encendía, estarían perdidos. Pero el motor se encendió como estaba planeado y el Eagle se encaminó hacia su encuentro con el módulo de comando.
Se produjeron unos momentos de tensión cuando el Eagle tenía que conectarse al Columbia; ambas naves estaban mal alineadas pero, gracias a la rápida reacción de los pilotos, consiguieron unirlas. Para Michael Collins que había soportado una larga y solitaria vigilia en órbita alrededor de la Luna, la reunión con sus colegas fue un momento de gran alegría y alivio. El módulo lunar fue abandonado a su suerte y acabaría estrellándose contra la Luna unas tres semanas después.
A las 18.56 del día 22 se produjo otro encendido del motor del Módulo de Servicio para producir la inyección en órbita transterrestre Luna-Tierra. Era otra operación muy delicada por el peligro de no alcanzar la órbita de regreso y quedarse en una órbita lunar sin posibilidad alguna de retorno. La nave se aceleró hasta la velocidad de escape de la Luna (8.450 km/h). Finalmente, después de algo menos de una hora de silencio, en Houston hubo otro estallido de alegría, en el preciso momento en que se restablecieron las comunicaciones con la nave al salir de la zona de sombra. Si este momento hubiera sido después de lo previsto, significaría que el encendido del motor no había funcionado correctamente, pero al coincidir con el momento calculado teóricamente era muestra evidente de que la nave ya estaba regresando hacia la Tierra.
El resto del viaje (unas cincuenta y siete horas) fue tan perfecto que, a pesar de la emoción del regreso, se hizo aburrido. El 24 de julio cayeron sobre el océano Pacífico, donde el buque estadounidense Hornet los recogió.
Por miedo a una posible contaminación por gérmenes desconocidos, los astronautas tuvieron que vestirse con trajes y máscaras de cuarentena y pasaron sus primera horas en la Tierra en un módulo de cuarentena. Posteriormente, fueron recibidos por el presidente Nixon. Después de varios exhaustivos tests médicos en Houston, pudieron reunirse con sus familias y el 13 de agosto los recibió uno de los mayores desfiles en la historia de Nueva York.
El primer paseo por la Luna fue televisado en directo a unos 600 millones de personas en todo el mundo. Se instalaron enormes pantallas en varios lugares públicos, entre ellos Central Park en Nueva York, donde se reunieron unas 10.000 personas. En Verona, durante una interpretación de la ópera Aida, se anunció la llegada de los astronautas a la Luna durante el descanso, noticia que fue recibida con un enorme aplauso. La transmisión llegó incluso hasta Moscú (pero varias horas más tarde y en versión reducida). La historia del Apolo 11 llenó las páginas de periódicos y revistas. Ese mismo año, miles de personas fueron a ver los fragmentos de rocas lunares distribuidas por museos de todo el mundo.
El éxito de la misión Apolo 11 se repitió en noviembre de 1969 con el Apolo 12. Este viaje fue mucho más relajado, proporcionó menos sorpresas y se consiguió alunizar donde estaba previsto. La misión tenía como objetivo instalar instrumental científico que midiera los movimientos sísmicos de la Luna, su campo magnético y el viento solar. La misión transcurrió con tal normalidad y tan ajustada a los planes que viajar al satélite parecía ya rutina.
Hasta que el Apolo 13, cuando llevaba casi 56 horas de vuelo, sufrió una explosión a bordo que provocó la segunda frase más famosa de la exploración espacial –después de la de Armstrong-: “Houston, tenemos un problema”. La explosión estuvo a punto de costarle la vida a los tres astronautas, que tuvieron que regresar a la Tierra con la cantidad justa de oxígeno, refugiados en un habitáculo pensado para dos personas. La agonía del viaje de regreso duró 90 horas. Este accidente hizo que se recuperara el estado de alerta en las sucesivas misiones y el número de naves Apolo llegó a 17 –con un total de 6 viajes con alunizaje-.
Con el Apolo 17 se puso fin a las expediciones del hombre a la Luna, un tiempo que duró apenas tres años y medio. Un total de 12 astronautas recorrieron 110 km en 70 horas –la mayoría en vehículos todoterreno-, trajeron 400 kg de rocas, arena y polvo lunar y se instaló material científico, aunque en mucha menor cantidad y peor programado de lo que los científicos hubieran querido.
Hubo una gran euforia durante los éxitos del Apolo. Todo parecía posible a corto plazo. El vicepresidente de los EEUU, Spiro Agnew, propuso en septiembre de 1969 un viaje tripulado a Marte para 1986. Otros planes propusieron construir varias estaciones espaciales, algunas de ellas en órbita lunar, que constituirían una colonia. Pero tras la clausura del programa lunar, los presupuestos se recortaron y al final se optó por el Skylab y el Transbordador Espacial.
Gene Cernan, el último hombre que pisó la Luna, abandonó su superficie camino a la escalerilla de su nave en la mañana del 14 de diciembre de 1972. Diecisiete horas después, Cernan y Jack Schmitt, el otro caminante lunar en la misión del Apolo 17, partían del Mar de la Serenidad para reunirse con el otro miembro de la tripulación, Ron Evans, que orbitaba en el módulo de mando. Mientras subía la escalerilla, Cernan dijo que creía que no pasaría mucho tiempo antes de que alguien volviera a visitar la Luna.
Pero han pasado cuarenta años y aún no hemos vuelto. ¿por qué? Sencillamente, porque, para quienes tienen que tomar la decisión de volver, no hace ninguna falta hacerlo. Tan pronto como Neil Armstrong pisó la Luna en 1969, los objetivos de Kennedy se alcanzaron, se había ganado la carrera espacial y la voluntad política para mantener un programa lunar multimillonario se evaporó. ¿Volveremos? Tal vez, pero quien quiera hacerlo debe estar preparado para desembolsar una buena cantidad.
Ahora la NASA tiene la intención de enviar hombres al planeta Marte, expedición aún por concretar pero que duraría unos tres años. Cuando esos astronautas miren a la Luna desde su nave, seguirán admirando el extraordinario logro del Apolo 11.
Y cuáles fueron esos logros? La inmediata consecuencia tecnológica del programa Apolo fue contribuir a un sistema de misiles balísticos intercontinentales, dominado por los de gran alcance de la Unión Soviética, que superaban en tamaño y potencia a los estadounidenses. En términos de ciencia pura, los resultados de los descensos sobre la Luna apenas merecieron el esfuerzo. Los astronautas ejecutaron experimentos sísmicos y de radiación y trajeron 170 kg de piedras lunares, pero hicieron poco más de lo que se habría hecho con robots.
Sin embargo, la tecnología se aplicó a satélites artificiales que orbitan la Tierra; éstos a su vez, han transformado la astronomía, las comunicaciones y la predicción del tiempo. También se aplicó a otras misiones planetarias no tripuladas.
Las imágenes transmitidas desde la Luna revelaron una nueva Tierra, un hermoso globo azul en la negra infinitud del espacio tachonado de estrellas. Por primera vez, la Humanidad pudo apreciar que es verdaderamente “Una Tierra”.
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