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lunes, 16 de diciembre de 2013

Mohenjo Daro





Corría el año 1856 cuando la Compañía Inglesa de las Indias Orientales descubrió por casualidad grandes depósitos de ladrillos a orillas del río Ravi, un afluente del Indo en el Punjab (actual Pakistán). El hallazgo veía que ni pintado para los constructores de la línea ferroviaria Lahore-Karachi, pues en esa región, formada sobre todo por terreno de aluvión, resultaba una auténtica pesadilla encontrar piedra u otro material que sirviera de balasto para las vías.

Nadie en aquel momento podía sospechar que esos ladrillos tenían más de 4.000 años y que se iban a destruir los vestigios de toda una civilización perdida y olvidada en el tiempo, por lo que los ferroviarios no dudaron en aprovechar el providencial descubrimiento. Hubieron de pasar más de cincuenta años antes de que alguien pudiera darse cuenta de que aquel “yacimiento” de ladrillos, del que ya no quedaba prácticamente nada, había sido en tiempos remotos la ciudad de Harappa.


Sir John Marshall nació en Chester, Inglaterra, en 1876. A los 26 años ya había acumulado suficientes méritos académicos como para ser destinado al subcontinente indio, la joya de las colonias británicas, como presidente del Servicio Arqueológico de la India. Ante sí tenía una vasta labor de reorganización del departamento. Además de formar a numerosos nativos como arqueólogos e impartir cátedras, dispuso un minucioso plan de sondeos y excavaciones, conservación de monumentos y catalogación de inscripciones antiguas.

Fueron muchos años de labor silenciosa que se vieron recompensados con el espectacular hallazgo de Harappa en 1920 y de Mohenjo Daro un año más tarde. Marshall tuvo que comprar el terreno para poder excavar en él, y descubrir, con angustia, que la única pista existente en esta zona del mundo había sido arrasada en unos pocos años y que ya no era más que un eco bajo el peso de los gigantes de hierro que atravesaban el Indostán en aras del progreso y de la reina de Inglaterra.

Sin embargo, Marshall no cejó en su empeño. Y el descubrimiento de Harappa le hizo pensar en la necesaria existencia de otros núcleos urbanos de la misma época. Gracias a su tesón, hoy conocemos unos 170 asentamientos neolíticos relacionados con éste, repartidos sobre una extensión de 1.500 kilómetros de diámetro en torno al río Indo, y que han dado lugar a lo que se llama Civilización de Harappa o Cultura del Indo. De entre todos estos asentamientos, el más importante, y el definitivo para poder reconstruir la vida en el valle del Indo entre los años 3000 y 1500 a.C. es, sin duda, el de Mohenjo Daro.

El propio John Marshall, al frente de un equipo del Servicio Arqueológico de la India, descubrió en 1921 la ciudad, localizada a unos 640 km al sur de Harappa. La noticia supuso una auténtica conmoción para historiadores, arqueólogos y nacionalistas. Hasta ese momento todo lo que se conocía del pasado indio se reducía a una serie de leyendas y de tradiciones orales, que habían llevado a pensar que la India en realidad carecía de una tradición artística y cultural propia.

Ahora se estaba demostrando lo contrario: el pasado indio contaba con una civilización urbana muy avanzada, con un nivel de organización política y social similar al de las culturas mesopotámicas.

¿Quiénes habían sido los habitantes de esta ciudad? ¿Cómo vivían? ¿Qué idioma hablaban? ¿Por qué desapareció su cultura? Todas éstas son preguntas que todavía hoy se cuestionan los estudiosos, enigmas que podemos intentar descifrar a través de la arqueología.

En un primer acercamiento al recinto arqueológico de Mohenjo Daro sorprende especialmente la modernidad de su concepción urbanística. Se trata de una ciudad de marcado carácter funcional; contra lo que se pudiera pensar, no estamos ante un conjunto de viviendas que haya ido creciendo de forma espontánea y anárquica, sino ante el primer ejemplo de urbanismo global planificado.

El trazado responde a un criterio astrológico, pero atendiendo ante todo las necesidades del ciudadano. La urbe se encontraba a orillas del río Indo (hoy en día desplazado cinco kilómetros de su cauce original) y, como todas las ciudades de esta civilización, también tenía un puerto fluvial. Junto a él encontramos molinos, almacenes y graneros que nos hablan de un próspero comercio y de una economía basada fundamentalmente en la agricultura del trigo, la cebada, los guisantes, el sésamo, el lino y el algodón.

Al oeste de la ciudad se alza la ciudadela: un recinto amurallado, elevado sobre una colina artificial,
donde se concentraban las sedes del poder político y religioso. Entre los más interesantes encontramos una gran piscina, que guarda una sorprendente similitud con los estanques de abluciones que hoy caracterizan los templos hindúes, y que seguramente tendría una finalidad ritual. También hay un pórtico hipóstilo, que quizá hiciera las veces de sala de reunión para la asamblea y que asimismo posee muchas concomitancias con las llamadas “salas de las mil columnas” de los templos del sur de la India.

Al este del recinto se extiende la ciudad residencial, dividida en barrios de trabajadores, con sus
talleres, hornos de alfareros, molinos y despensas populares; y los barrios acomodados, con casas más amplias, de varios pisos, y todas con un complejo sistema de alcantarillado, evacuación de aguas residuales, pozos e incluso piscinas; en estos barrios vivía posiblemente la oligarquía de ricos comerciantes que con toda probabilidad gobernaba la ciudad.

El tipo de infraestructuras utilizado se puede comparar con el que disfrutaban en la antigua Roma: sumideros subterráneos canalizados con mampostería; tapas que permitían limpiar regularmente las alcantarillas; pozos, bombas y canales para llevar agua a las casas…

Todas las construcciones estaban hechas de ladrillo cocido o secado al sol. También se han encontrado numerosos utensilios de bronce, cobre y terracota; el hierro, sin embargo, era desconocido.

El trazado reticular de la ciudad, a base de grandes arterias de hasta diez metros de anchura, estaba orientado de tal forma que los vientos dominantes barrían automáticamente las avenidas. Éstas, flanqueadas por los muros de las casas, en los que no se abrían puertas ni ventanas, sólo se interrumpen en estrechas callejuelas que van a dar a patios interiores, centros de la actividad ciudadana.

Suponemos que Mohenjo Daro debía tener entre 35.000 y 40.000 habitantes, pero no sabemos con exactitud cómo eran. Muchos factores hacen pensar en la coexistencia pacífica de varias razas. Según los primeros textos indios de época brahmánica, los habitantes de esta región eran los “negritos”, pueblos que acabarían consolidando la etnia drávida. Posiblemente, estos pueblos se vieron empujados por oleadas de invasores arios (1700-1500 a.C.) hacia el sur de la India, donde hoy constituyen el grupo étnico dominante: los tamiles.

En cuanto a su forma de vida, ya hemos visto que la arqueología evidencia una intensa actividad comercial, tanto interurbana como ultramarina. Y también refleja la importancia de la agricultura, así como una rígida jerarquización social. El nivel económico alcanzado por los habitantes de Mohenjo Daro era sorprendentemente elevado, y así lo demuestran la gran cantidad de juguetes y juegos de mesa encontrados (entre ellos los dados, y uno muy parecido al ajedrez).

Los pobladores de las ciudades de la civilización del Indo conocían, además, un tipo de escritura sobre sellos de arcilla. Sin embargo, aunque se han llegado a diferenciar 270 caracteres pictográficos, hasta el momento no se han podido descifrar.

También resultan difíciles de reconstruir las creencias religiosas que rigieron la vida espiritual de la ciudad. Parecen claros ciertos cultos de tipo matriarcal centrados básicamente en una diosa madre y en elementos de la naturaleza relacionados con la fecundidad.

En ambos casos podemos ver ya un antecedente de lo que será el desarrollo de los cultos bhakti, característicos de la India hasta la actualidad. También es muy posible que ya se diera en Mohenjo Daro el culto al falo (lingam), que se practicara algún tipo de disciplina similar al yoga y que existiera la creencia en la reencarnación.

Sin embargo resulta muy sorprendente que en todo el recinto urbano no haya podido encontrarse
ningún edificio que hiciera las funciones de templo; aunque sí hay constancia de la existencia de una clase sacerdotal, a la que se ha representado en bustos.

No hay duda de que Mohenjo Daro fue una ciudad muy floreciente y con un grado de desarrollo sociocultural asombroso. Quedan sin embargo muchísimas incógnitas por resolver. ¿Se trataba de la capital de un imperio? ¿Quién gobernaba realmente? ¿Cómo eran sus dioses? ¿Por qué desapareció?

Para el año 1500 a.C., esta civilización había caído en la ruina. Aunque los científicos e historiadores aún debaten las causas de su desaparición, todo parece indicar que la salinidad de las tierras de cultivo fue la causa principal. Todos los sistemas urbanos requieren un excedente de producción agrícola para subsistir. Los excedentes permiten a la población emprender otras actividades además de trabajar la tierra. La civilización de Harappa no fue la excepción, gracias a sus cosechas de cebada y trigo. El primer registro histórico de un campo arado de manera sistemática proviene de esta región.

Un elevado nivel de sal en las tierras de cultivo impide el desarrollo de las cosechas. La sal limita la
cantidad de agua absorbida por las plantas y altera la composición química del entorno de manera desfavorable. (Cuando los romanos saquearon Cartago en el año 146 a.C., no sólo mataron a miles de habitantes y destruyeron sus edificios, sino que también esparcieron sal sobre la tierra para tornarla totalmente improducitva. Esto demuestra el enorme impacto de la salinización en la tierra).

Volviendo al valle del Indo, conforme creció la población en la zona, se necesitaron mayores cosechas y, por lo tanto, más irrigación. Los agricultores de la época llevaron a los campos el agua del río Indo. Ésta contenía sales procedentes de las aguas de las zonas montañosas y, poco a poco, esterilizó la tierra. Las personas abandonaron los campos de cultivo y las casas a causa de la creciente salinidad. Para el año 1500 a.C., el valle del Indo había caído en la ruina. Incluso hoy en día la salinidad es un problema importante en esa área.

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