Solo se admitieron en sus filas a caballeros de contrastado valor en el combate, elegidos entre guardias reales y soldados de fortuna, que fueron sometidos a un riguroso adiestramiento, pues su misión de protección era crucial en una Francia que aún conservaba abiertas las heridas de las Guerras de Religión y que se precipitaba hacia nuevos conflictos civiles y políticos. Cabe recordar que el padre de Luis XIII, Enrique IV, sufrió más de una docena de atentados antes de perecer en 1610, asesinado a manos del católico Jean-François Ravaillac, y que en 1589 el monje Jacques Clément había dado muerte asimismo al anterior monarca, Enrique III.
La segunda compañía de mosqueteros fue organizada por el favorito real Mazarino –que sucedió a Richelieu cuando este murió en 1642- para su seguridad personal, pero desde 1660 se hicieron cargo también de la protección de Luis XIV. Esta compañía tomó el nombre de Petits Mousquetaires y duró escasamente un lustro, para posteriormente integrarse en la primera formación.
Cada compañía constaba de 250 hombres, quienes al comienzo no dispusieron más que de un capote como uniforme distintivo. A partir de 1665, el ministro de Guerra Louvois estableció la obligatoriedad de uniformarse para todas las tropas del Reino. Desde entonces, el traje de los mosqueteros se contó entre los más magníficos y espectaculares: su capa y su capote escarlatas estaban atados con cintas de color oro; la chaqueta azul tenía una cruz bordada con una flor de lis plateada; el sombrero estaba ornamentado con cuerda de oro y pluma blanca… Debido al pelaje de sus caballos, la primera compañía fue conocida como la de los mosqueteros grises y la segunda, como la de los negros.
En combate, los mosqueteros fueron una fuerza de choque excepcional. Acompañaban al monarca al campo de batalla y se especializaron en las escaramuzas y en la lucha cuerpo a cuerpo. Pese a utilizar caballos, el mosquete era demasiado voluminoso y obligaba a los soldados a descabalgar y a usar de pie un arma que en la época ya era muy defectuosa. Se tardaba mucho en cebarla y cargarla, no disponía de objetivo y su alcance escasamente llegaba a los cien metros. A la postre, el combate se resolvía a corta distancia del enemigo lo que hacía inservibles las armaduras y provocaba auténticas carnicerías. Todo el horror bélico se resume en que cualquier ataque frontal contra una posición defensiva bien guarnecida constituía una acción tan arriesgada que se denominaba la “esperanza perdida”.
Desde mediados del siglo XVII la infantería continuó desarrollándose, mientras que la caballería solo iba a representar en el futuro una cuarta parte escasa del Ejército francés. Los dragones, una fuerza que combinaba caballería e infantería, tomaron el relevo de los piqueros y los mosqueteros. Gradualmente, estos cuerpos, que siempre recurrían a la espada como complemento en el combate, perdieron su carácter emblemático. En 1699, se decidió la supresión del mosquete y en 1703 la de la pica. Como sustituta, la bayoneta ganó relevancia desde 1689. El arma blanca colocada en la boca del arma de fuego permitió a la infantería conjugar un arma ofensiva y defensiva que relegó al pasado la burda realidad y la enardecida mitología de los grandes espadachines.
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