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La segunda razón por la que los operadores financieros infravaloraron el riesgo es más simple. Se trata de algo que sucede en todas las burbujas financieras: gente aparentemente inteligente, cuando se trata de grandes números, se vuelve idiota. Compran ciegos a la posibilidad de que algo pueda ir mal. En este caso creían que los precios inmobiliarios en América nunca podrían bajar. La mencionada división de la aseguradora AIG, AIGFP fue utilizada por los bancos de inversión de Wall Street para asegurar montones de préstamos a IBM o General Electric. Entonces, a comienzos del presente siglo, AIGFP comenzó a asegurar basura: valores y derivados respaldados por disposiciones de tarjetas de crédito, préstamos a estudiantes, préstamos personales para compra de coche e hipotecas... cualquier cosa de la que se pudiera sacar dinero. Estos préstamos eran de naturaleza tan diversa y provenientes de colectivos tan diferentes que el sentido común decía que no podrían fallar todos al mismo tiempo. Al principio había pocas hipotecas subprime en estos "lotes", pero eso cambió hacia el final de 2004. Desde junio de ese año hasta junio de 2007, Wall Street convirtió en títulos por 1,6 billones de dólares de hipotecas subprime y otros 1,2 billones en hipotecas Alt-A. Esta expansión fue posible, en parte, porque AIGFP estaba dispuesta a asegurar muchos de estos lotes... ganando miles de millones de dólares en el proceso.
¿Por qué no? Estos lotes de préstamos parecían tan diversificados que nada, por grave que fuera, parecía capaz de desintegrarlos. Y así, AIG se lanzó a por ellos sin darse cuenta de que la composición de esos lotes estaba cambiando, deteriorándose. Después de 2005, las hipotecas subprime pasaron de ser el 2% de esos lotes a constituir el 95% de los asegurados por AIGFP. Y la aseguradora no había reservado el capital necesario para cubrirlos en caso de que se extendieran los impagos. No había problema, porque los ejecutivos de la aseguradora pensaban que incluso aunque bajaran algo los precios de las viviendas, nunca lo harían en todos los sitios a la vez, impidiendo un impago masivo que obligara a la compañía a un desembolso colosal para cubrir el deterioro en el precio de los bonos respaldados por esas hipotecas que sus asegurados habían comprado.
Pocos meses después, la compañía hacía bancarrota debido a su torpe análisis de los riesgos y su exceso de confianza.
2- PRÁCTICAS ÉTICAS DE CONSUMO
Es fácil infravalorar el riesgo cuando puedes cobrar tu comisión rápidamente y pasarle el bono basura a algún otro infeliz. Todo ese capital internacional que fluyó hacia Wall Street buscando mayor rentabilidad a comienzos de los 2000, llegó no sólo en un momento de disponibilidad de crédito y relajación legislativa, sino también de falta de ética. En realidad, era bastante peor que eso. La Gran Recesión fue provocada en parte por una quiebra en el código ético de los principales jugadores del sistema -banqueros, agencias de rating, firmas de inversión, intermediarios inmobiliarios y consumidores-. Puedes contar con todas las leyes del mundo, pero cuando la codicia tienta a un gran número de personas hasta el punto de perder la perspectiva a largo plazo y el sentido de responsabilidad, las regulaciones no van a servir de mucho. No fue el comportamiento ilícito lo que causó la Gran Recesión. Fue todo lo que iba aconteciendo a la vista de gente que debería haber reflexionado más y no haber dejado de lado sus valores, normas y escepticismo a cambio de participar en un juego en que podían ganar mucho dinero. Si, había valores, pero la burbuja de crédito que desestabilizó todo el sistema estaba regido por el "ya me habré ido cuando las cosas empeoren”.
Así es como funcionaba: el intermediario que concedía una hipoteca a una familia, la pasaba luego a una institución mayor, como Fannie Mae, Citibank u otra firma de inversión. Así que ese intermediario cobraba la comisión sin asumir riesgo ni responsabilidad alguna sobre el buen fin de esa hipoteca; le daba igual si la familia tenía medios para hacer frente a las cuotas o no, o si la casa estaba sobrevalorada. Peor aún, le transmitía a la familia la idea de que ellos tampoco corrían riesgos: si las cosas se torcían, podrían vender su casa y, como ésta se habría revalorizado, pagarían la hipoteca y aún les quedaría un sobrante.
El banco de inversión reunía estas hipotecas basura en "lotes" y emitía títulos para cada lote, respaldados por esas hipotecas. Para colocar mejor su inversión, llevaban la emisión a una agencia de rating para que la calificaran. Las agencias de rating, cuyas comisiones dependen de cuántas emisiones de estos bonos califican, tienen buenas razones para darles la mejor nota, puesto que así se venderán mejor y, por tanto, más bancos querrán utilizar sus servicios. Y si los bonos resultaban impagados, bueno, ellos ya habrían cobrado y no tendrían que ver con el asunto.
Por su parte, los bancos tenían también incentivos para agrupar hipotecas en títulos y venderlos por todo el mundo, porque las comisiones eran enormes y, mientras no mantuvieran muchos de esos bonos en su propio balance contable, si resultaban un fiasco... ya no sería problema suyo.
En resumen, todo el sistema dependía de gente que creaba el riesgo beneficiándose de ello, luego lo transferían a algún otro y nunca se hacían responsables. El resultado fue que personas a las que nunca se les debería haber concedido una hipoteca acabaron teniendo una, gente que nunca debió haber reunido lotes con esas hipotecas lo hizo y los vendió, gente que nunca debió haberles calificado con la Triple A lo hizo, gente que nunca debió haberlos vendido a fondos de pensiones y otras instituciones financieras de todo el mundo, los vendió; y compañías que nunca debieron haberlos asegurado, como AIG, lo hizo sin reservar suficientes fondos como para cubrir un impago masivo. Todo el mundo asumió que podía sacar un enorme beneficio a corto plazo y nunca tener que preocuparse de lo que sucediera a largo plazo: sencillamente, pasaban la patata caliente a otras manos.
Barack Obama, al desvelar su plan para regular los mercados financieros después del crash de 2008, apuntó a que Wall Street desarrolló una "cultura de irresponsabilidad" en la que una persona traspasaba el riesgo a otra hasta que un producto peligroso acababa en la cartera de alguien que, o bien no entendía el riesgo o ni siquiera cómo funcionaba ese bono o derivado. "Mientras tanto", dijo el presidente, "las primas a ejecutivos -desvinculadas de cualquier desarrollo a largo plazo o incluso de la realidad- recompensaban la imprudencia en lugar de la responsabilidad"
3- PRIVATIZAR GANANCIAS Y SOCIALIZAR PÉRDIDAS
Si los productos financieros que hemos venido comentando hubieran reflejado en sus precios el auténtico riesgo que implicaban, nunca habrían sido calificados de la forma en que lo fueron. Los inversores se habrían mostrado mucho más cautelosos y habrían exigido más información y garantías antes de comprarlos, lo que habría obligado a los intermediarios hipotecarios a ser más cuidadosos en cuanto a quién concedían las hipotecas; y a los bancos en la composición de los lotes de hipotecas que convertían en títulos y bonos.
Pero el dinero era demasiado apetitoso, la tentación de infravalorar el riesgo y privatizar las ganancias era demasiado fuerte para todos los involucrados. Como el antiguo Consejero Delegado de Citigroup, Charles Prince, afirmó al Financial Times en julio de 2007, semanas antes de que los mercados empezaran de derrumbarse: "mientras suene la música, tienes que levantarte y bailar". Accionistas, miembros de los consejos de administración y analistas, todos decían a sus jefes y sus firmas de inversión: ¿Por qué no eres tan agresivo como ese otro? ¿Por qué no haces lotes de hipotecas y emites productos derivados? ¿Por qué no ganas tanto dinero como ese otro de ahí? Los incentivos que cobraban los altos ejecutivos les animaban a arriesgarse más. Y vaya si eran incentivos. En diciembre de 2007, con los mercados ya maltratados por la crisis, el principal ejecutivo del Grupo Goldman Sachs, Lloyd Blankfein, cobró un bonus de 67,9 millones de dólares, el mayor que ningún consejero delegado de Wall Street se hubiera embolsado jamás.
¿Y si después las cosas se torcían para la empresa de ese ejecutivo? No pasaba nada. Los contratos de esos ejecutivos, redactados en los años de vacas gordas, les aseguraban que lo peor que podría pasar en caso de estrellarse el avión es que les darían paracaídas de oro. En noviembre de 2007, el consejero delegado de Merrill Lynch, Stan O´Neal dimitió y recibió una prima de 161,5 millones de dólares a pesar de que las inversiones en bonos subprime de su compañía acabarían arrojando unas pérdidas de 2.000 millones de dólares.
No pocas de las principales entidades financieras acabaron pasando de su propósito original (financiar la innovación e impulsar la investigación en tecnología que mejoraría la vida de la gente) a moverse en un bosque de exóticos e incomprensibles productos financieros que no implicaban inversión alguna en la economía real.
Sólo cuando todo el edificio se tambaleó en septiembre de 2008 con la quiebra de Lehman Brothers que obligó al Congreso a establecer un fondo de emergencia de 700.000 millones de dólares para evitar la explosión del sistema financiero, fue que la gente se dio cuenta de lo que había pasado. Se había permitido a los inversores y ejecutivos de Wall Street infravalorar y ocultar los riesgos privatizando las ganancias... pero después fueron los contribuyentes los que tuvieron que asumir las pérdidas de su gestión.
¿Y por qué somos nosotros, los contribuyentes, los que hemos tenido que abrir y llenar la bolsa que ha tenido que rescatar a los bancos y tapar los agujeros dejados por gestores imprudentes y sinvergüenzas? Pues sencillamente porque las firmas financieras se han convertido en algo demasiado grande como para dejar que se hundan. Si, como defienden algunos apologetas del libre mercado, hubiéramos dejado que resolvieran sus problemas solos o, peor aún, que quebraran, mucha gente se habría encontrado con que al ir al cajero automático e introducir la tarjeta, no saldría nada. Eso es lo que sucedió a los impositores del mercado financiero más antiguo de América, Reserve Primary. Su fondo de 65 mil millones de dólares incluía 785 millones de papel comercial a corto plazo librado por Lehman Brothers. Cuando Lehman se derrumbó en septiembre de 2008, Reserve Primary no pudo hacer frente a las peticiones de dinero de sus clientes -es decir, no podía entregar 1$ en efectivo por cada 1$ de depósito- y tuvo que cerrar sus puertas durante una temporada.
Así que, después de haberse embolsado las ganancias de sus negocios financieros, es toda la sociedad la que debe pagar sus pérdidas. Solamente AIG necesitó más de 170.000 millones de dólares, sacados de los bolsillos del contribuyente -y escamoteados a otras partidas de presupuesto, como enseñanza, gasto social o infraestructuras- para permanecer a flote en verano de 2009.
domingo, 12 de junio de 2011
La Gran Recesión de 2008 (3)
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