El 22 de junio de 1663, en Roma, un anciano fue encontrado culpable por la Inquisición Católica de haberse hecho “sospechoso de herejía, esto es, de haber sostenido y creído una doctrina que es falsa y contraria a las Divinas y Sagradas Escrituras”. La doctrina en cuestión era que “el Sol es el centro del universo y no se mueve de este a oeste, que la Tierra se mueve y no es el centro del universo y que uno puede sostener y defender como probable una opinión después de que ésta haya sido declarada y definida como contraria a la Sagrada Escritura”. El reo era el filósofo florentino de 70 años Galileo Galilei, quien fue sentenciado a prisión (un castigo después conmutado a arresto domiciliario) y obligado a recitar los siete salmos penitenciales una vez a la semana durante los siguientes tres años. En ellos se incluía esa frase especialmente adecuada: “Tú fundaste la tierra antiguamente. Y los cielos son obra de tus manos”. Arrodillado ante los inquisidores, Galileo aceptó su castigo, juró completa obediencia a la “Sagrada Iglesia Católica y Apostólica” y declaró que maldecía y rechazaba los “errores y herejías” de los que había sido sospechoso, esto es, la creencia en un cosmos centrado en el Sol y el movimiento de la Tierra.
No puede sorprender que esta humillación del más famoso pensador de su tiempo por haber expresado una teoría astronómica que contradecía la Biblia haya sido interpretada por algunos como evidencia de un conflicto inevitable entre la ciencia y la religión. El encuentro moderno entre evolucionistas y creacionistas parece revelar también un antagonismo que nunca ha muerto, aunque esta vez con la ciencia en la posición dominante en sustitución de la religión. El agnóstico victoriano Thomas Huxley expresó esta idea de forma muy vívida en su comentario al “Sobre el Origen de las Especies” (1859) de Charles Darwin: “Los asfixiantes teólogos rodean la cuna de todas las ciencias, como las serpientes la de Hércules; y la Historia registra que siempre que la ciencia y la ortodoxia se han opuesto la una a la otra, la última ha sido obligada a retirarse, sangrando y aplastada si no aniquilada; frustrada, si no asesinada”. La idea de conflicto ha sido también atractiva para algunos creyentes religiosos, que la utilizan para retratarse como miembros de una minoría virtuosa embarcada en una lucha heroica para proteger su fe contra las fuerzas opresivas e intolerantes de la ciencia y el materialismo.
Aunque la idea de guerra entre ciencia y religión goza de gran predicamento y popularidad, los estudios académicos más recientes sobre el tema se han centrado sobre todo en socavar el concepto de “conflicto inevitable”. Como veremos en futuras entradas, hay buenas razones históricas para rechazar ideas simplistas, desde el juicio de Galileo en la Roma del siglo XVII hasta las luchas en Norteamérica acerca de la última versión del creacionismo, conocido como “Diseño Inteligente”. Hay mucho más en todo esto que lo que parece a simple vista y, desde luego, algo más que simple conflicto. Pioneros de la ciencia moderna como Isaac Newton o Robert Boyle vieron su trabajo como parte de un plan divino dedicado a comprender la creación de Dios. Galileo también pensaba que la ciencia y la religión podían existir en armonía. La meta de un diálogo constructivo entre ciencia y religión ha sido asumida por judíos, cristianos y -en menor medida- musulmanes en el mundo contemporáneo. La idea de que el enfoque religioso está en tensión inevitable con el científico se contradice también por el elevado número de científicos religiosos que continúan interpretando su investigación como un complemento a su fe más que un desafío a la misma. Entre ellos se incluyen el físico teórico John Polkinghone, el antiguo director del Proyecto Genoma Humano Francis S.Collins y el astrónomo Owen Gingerich por nombrar sólo unos pocos.
¿Significa esto que el conflicto tiene que ser eliminado de nuestra historia?. Claro que no. Lo único que se debe evitar es la simplificación. La historia no es siempre la de un científico progresista y de mente abierta enfrentándose contra una iglesia reaccionaria e intolerante. La intolerancia, como la mente abierta, es una característica compartida por ambos bandos, como lo es la búsqueda del conocimiento, el amor por la verdad, el uso de la retórica y las incómodas y siempre oscuras relaciones con el poder estatal. Individuos, ideas e instituciones pueden y de hecho entran en conflicto o encuentran una solución de compromiso de múltiples maneras y combinaciones.
No ha existido una única e invariable relación entre las dos entidades conocidas como “Ciencia” y “Religión”. Hay, sin embargo, algunas cuestiones filosóficas y políticas que a menudo surgen en este contexto: ¿Cuáles son las fuentes más autorizadas de conocimiento? ¿Cuál es la realidad más fundamental? ¿Qué clase de criaturas somos los seres humanos? ¿Cuál es la relación adecuada que debería existir entre Iglesia y Estado? ¿Quién debería controlar la educación? ¿Puede servir como guía ética fiable una sagrada escritura? ¿Y la Naturaleza?
A la vista de esto, los debates sobre la ciencia y la religión son sobre la compatibilidad o incompatibilidad intelectual de algunas creencias religiosas con algunos aspectos particulares del conocimiento científico. ¿Choca la creencia en la vida tras la muerte con los hallazgos científicos más modernos sobre el cerebro? ¿Es incompatible la creencia en la Biblia con la creencia de que los humanos y los chimpancés evolucionaron a partir de un ancestro común? ¿Se opone la creencia en milagros con el mundo estrictamente regulado por leyes naturales que revela la ciencia? ¿O puede la creencia en la libre voluntad y la acción divina verse apoyada y sustanciada por las teorías de la Mecánica Cuántica? Los debates ciencia-religión tratan en realidad sobre estos aspectos de compatibilidad intelectual.
Sin embargo, estas ideas encontradas son solo la punta del iceberg. Debajo se encuentran cuestiones como la manera en que pensamos acerca de la ciencia o la religión, las ideas preconcebidas, el reflejo de éticas, filosofías y políticas… temas que trataré de ir introduciendo en posteriores entradas.
El conocimiento científico se basa en la observación del mundo natural. Pero observar la Naturaleza no es una actividad tan sencilla ni solitaria como podría parecer. Cojamos la Luna, por ejemplo. Cuando miras al cielo en una noche clara, ¿qué ves? La Luna y las estrellas. Pero, ¿Qué observamos realmente? Hay un montón de pequeñas lucecitas brillantes y después un gran objeto blanco. Si no hubieras aprendido nada de ciencia, ¿qué creerías que es ese objeto? ¿Es un disco plano, como una especie de aspirina gigante? ¿O es una esfera? ¿Y por qué cambia su forma de una franja a un disco completo y viceversa? ¿Cómo están de cerca? ¿Vive gente en ellos? ¿O es un equivalente nocturno del Sol? ¿Cómo y por qué se mueve por el cielo como lo hace? ¿Hay algo que lo empuja? ¿Está unido a un mecanismo invisible de algún tipo? ¿Es un ser sobrenatural?
Bien, si estás versado en ciencia moderna, sabrás que la Luna es un gran satélite rocoso esférico que completa una órbita a la Tierra una vez al mes aproximadamente y que gira sobre sí misma en un periodo similar (lo que explica por qué siempre vemos la misma cara de la Luna). Las posiciones relativas cambiantes del Sol, la Tierra y la Luna explican por qué ésta presenta “fases”. También sabrás que todos los cuerpos físicos se atraen los unos a los otros por una fuerza gravitacional directamente proporcional al producto de sus masas e inversamente proporcional al cuadrado de la distancia que los separa, y que esto ayuda a explicar los movimientos regulares de la Luna alrededor de la Tierra y de ésta alrededor del Sol. Sabrás asimismo que las pequeñas luces en el cielo nocturno son estrellas, similares a nuestro Sol, que las que son visibles a simple vista están a miles de años luz de distancia y aquellas sólo observables mediante telescopio se hallan a millones o miles de millones de años luz; esto significa que mirar al cielo nocturno es hacerlo al pasado distante de nuestro universo.
Pero todo eso no lo has aprendido a través de la observación. Te lo han dicho. Posiblemente lo hayas aprendido de tus padres, de un profesor de ciencias en la escuela, un programa de televisión o una enciclopedia. Incluso los astrónomos profesionales nunca comprueban empíricamente la verdad de las afirmaciones que acabo de indicar en el anterior párrafo. La razón para ello no es que los astrónomos sean perezosos o incompetentes; simplemente, pueden confiar en las observaciones autorizadas que se han ido acumulando a lo largo de los siglos así como a los razonamientos teóricos aceptados por la comunidad científica como verdad física fundamental.
Lo que quiero decir es que aunque es cierto que el conocimiento científico está basado y contrastado con observaciones en el mundo natural, se trata de algo mucho más complejo que simplemente centrar tus órganos sensoriales en la dirección adecuada. Como individuo, incluso como científico, sólo una diminuta fracción de lo que sabemos está basada directamente en las propias observaciones. E incluso entonces, esas observaciones sólo tienen sentido como parte de un complejo marco de hechos y teorías preexistentes que han sido acumuladas y desarrolladas a lo largo de los siglos. Lo que sabemos sobre la Luna y las estrellas se lo debemos a una larga y compleja historia cultural que ha discurrido entre la luz del cielo nocturno y nuestras reflexiones sobre la astronomía y la cosmología. Esa historia incluye el desafío de Galileo a la visión de un cosmos centrado en la Tierra con la ayuda de la astronomía de Copérnico y el recién inventado telescopio a comienzos del siglo XVII, así como a las leyes de movimiento y gravitación desarrolladas por Newton más adelante en el mismo siglo; y también gracias a desarrollos más modernos en el campo de la física y la cosmología. También incluye, y ello es importante, las historias de los mecanismos sociales y políticos que permiten y controlan la diseminación del conocimiento científico a través de libros y enseñanzas regladas.
Y, por cierto, deberíamos darnos cuenta de que la ciencia a menudo trata de demostrar que las cosas no son lo que habitualmente podría parecernos. Esto es, que las apariencias son engañosas. La tierra bajo nuestros pies parece ser sólida y estable, y el Sol y las estrellas parecen moverse a nuestro alrededor. Pero la ciencia ha demostrado que, pese a la evidencia sensorial que apunta a lo contrario, la Tierra no sólo gira sobre sí misma, sino que se mueve alrededor del Sol a gran velocidad. De hecho, uno de los personajes de la obra de Galileo “Diálogo sobre los dos máximos sistemas del mundo ptolemaico y copernicano” (1632) expresó su admiración por aquéllos que, como Aristarco y Copérnico, habían sido capaces de creer en un sistema solar centrado en el Sol antes de la invención del telescopio: “No puedo admirar lo suficiente la eminencia intelectual de aquellos que lo comprendieron y lo defendieron como la verdad. Con la mera fuerza de su intelecto hubieron de violentar sus sentidos al preferir la razón a lo que les decía la sencilla experiencia sensorial”
En tiempos más recientes, tanto la biología evolucionista como la mecánica cuántica han pedido a la gente que creyeran las cosas más implausibles –que compartimos un antecesor no sólo con los conejos sino con las zanahorias, por ejemplo; o que los componentes más pequeños de la materia son simultáneamente tanto ondas como partículas. A veces la gente dice que la ciencia es sólo la sistematización de observaciones empíricas o nada más que la aplicación cuidadosa del sentido común. Sin embargo, también tienen la ambición y el potencial parea mostrarnos que nuestros sentidos nos engañan y que nuestras intuiciones básicas –el sentido común- podrían llevarnos a la equivocación.
Pero cuando miramos al cielo nocturno, puede que no te pongas a pensar en astronomía y cosmología. Puede que te sientas invadido por el sentido del poder de la Naturaleza, por la belleza y la grandiosidad de los cielos, la enormidad del espacio y el tiempo y lo insignificante que tú eres ante todo ello. Esto se asemeja más a una experiencia religiosa. Puede que esa observación sirva para reforzar nuestro sentimiento de maravilla por el poder de Dios y la inmensidad y complejidad de su creación.
Esa respuesta emocional y religiosa al cielo nocturno puede estar tan mediatizada histórica y culturalmente como la experiencia de percibir la Luna y las estrellas en términos de la cosmología contemporánea. Sin algún tipo de educación religiosa, no seríamos capaces de citar la Biblia y probablemente ni siquiera formular un concepto mínimamente desarrollado de Dios. Las experiencias religiosas individuales, como las observaciones científicas, son posibles gracias a largos procesos de colaboración humana en una búsqueda compartida por la verdad. En el caso de la religión, lo que se halla entre la luz que incide en nuestra retina y nuestros pensamientos sobre la gloria de Dios es la larga historia de un texto sagrado en particular, su lectura e interpretación en el seno de una comunidad humana determinada. Y, como en el caso de la ciencia, una de las lecciones que podemos extraer de esta empresa comunitaria es que las cosas no son lo que parecen. Los profesores de religión, tanto como los científicos, tratan de mostrar a sus alumnos que hay un mundo oculto tras el que ven nuestros ojos, uno que podría contradecir las intuiciones y creencias más arraigadas.
jueves, 26 de mayo de 2011
Ciencia y Religión (1)
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