El 20 de marzo de 2003, el entonces presidente de Estados Unidos, George W.Bush se dirigía a la nación: “No esperamos otro resultado que la victoria”. Acababa de desencadenar, junto con su aliado británico, la Segunda Guerra del Golfo con el lanzamiento de cuarenta misiles Tomahawk. El presidente norteamericano justificaba el conflicto invocando la “misión democratizadora” y el afán libertador de su país. En privado, y según la BBC, Bush aseguró que la guerra respondía a una petición divina: “Dios dijo: “George, ve y lucha contra los terroristas en Afganistán”. Y yo lo hice. Y Dios me dijo: “George, pon fin a la tiranía en Iraq”. Y yo lo hice. Y ahora, siento aún la palabra de Dios que me dice: “Da su Estado a los palestinos y a los israelíes, su seguridad y logra la paz en Oriente Medio”. Y por Dios, lo hare”.
En otra ocasión, esta vez ante Jacques Chirac, el presidente Bush sacó a colación, a propósito de la Guerra de Iraq, a Gog y Magog –la encarnación del mal- que, según la Biblia, ha de llegar a Israel, procedente de Babilonia, al final de los tiempos. El ex presidente norteamericano es un “cristiano renacido” que practica un culto protestante basado en la inminente llegada del Armageddon, el fin del mundo. Sus creencias y su visión acerca de la vocación de Estados Unidos hunden sus raíces en la fe de los primeros colonos y enlazan con doctrinas como el Destino Manifiesto.
La hegemonía planetaria de Estados Unidos supone, en cierta medida, la culminación del mesianismo y la vocación imperialista que han alentado a esa nación desde sus orígenes. El puñado de puritanos que desembarcaron en Massachusetts en 1620 bautizó sus asentamientos como “el Israel americano de Dios” y los de Nueva Jersey argumentaron que, como pueblo elegido por Dios, “la causa de América será siempre justa y ningún mal podrá serle reprochado”. Según la versión oficial, los primeros colonos en suelo norteamericano huían de Europa debido a que eran perseguidos por su religión. El heterodoxo escritor norteamericano Gore Vidal considera, por el contrario, que si fueron expulsados de Inglaterra, Irlanda u Holanda fue para impedir que ellos “persiguieran a otros”. Una vez en América, en lugar de defender la libertad de culto, hicieron gala de una gran intransigencia religiosa.
A lo largo del siglo XVIII, el mesianismo religioso se fue transformando en un “mesianismo de las luces”. De ahí que la Declaración de Independencia de Estados Unidos de 1776 estuviera precedida de un preámbulo sobre los derechos humanos que chocaba de plano con la pervivencia de la esclavitud y el fundamentalismo religioso.
El primer presidente, George Washington, vio a estados Unidos como un imperio naciente pero aislacionista, y advirtió a sus conciudadanos de los riesgos de inmiscuirse en las guerras de Europa. A inicios del siglo XIX, con el quinto presidente, James Monroe, Estados Unidos se dotó de su primera doctrina en materia de relaciones exteriores. La fórmula “América para los americanos” encerraba la voluntad de Estados Unidos de controlar los recursos del continente americano, al tiempo que se comprometía a desentenderse de los conflictos europeos.
Una generación después, en pleno auge del espíritu de frontera, resurgió una nueva doctrina heredera de las prédicas puritanas: el Destino Manifiesto. La expresión la acuña en la década de 1840 el periodista y político John L.O´Sullivan para justificar la guerra contra México: “Es nuestro destino manifiesto extendernos sobre el continente que la Providencia nos ha otorgado con objeto de asegurar el libre desarrollo de una población que crece por millones”. Estados Unidos estaba llamado a liberar a toda la humanidad.
sábado, 3 de marzo de 2012
El Destino Manifiesto
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