Velázquez nunca estuvo allí. Y lo que es más: nunca tuvo intención de plasmar exactamente cómo sucedió. "La rendición de Breda" fue un cuadro que conmemoraba un suceso real: la capitulación de la ciudad holandesa de Breda ante el sitio de las tropas españolas en 1625. Pero más que documentar el hecho fidedignamente, la pretensión del lienzo era captar una esencia, la de la España de la casa de los Austrias: un imperio que vence pero que jamás humilla. El imperio de los caballeros hidalgos. O, como lo materializó Velázquez: un general victorioso al servicio de la Corona que posa su mano sobre el holandés vencido para impedir que se postre ante él durante la entrega de las llaves de la ciudad. Sólo que esta ofrenda, en realidad, jamás ocurrió. Pero empecemos por el principio, cinco años antes.
En 1629, Velázquez había viajado a Italia, destino imprescindible para cualquier pintor de la época que desease completar su formación. Allí entró en contacto directo con la teoría y la práctica del arte italiano de su tiempo y de su esplendoroso pasado. Sus reuniones con gente relevante y la oportunidad de entrar en contacto con lienzos y técnicas distintas marcarán definitivamente su estilo. Cuando regresa a España en 1631 su pintura ha cambiado: ya no es tenebrista, sino que se iluminan los ambientes, se llenan de modernidad las figuras y las escenas, y la libertad artística se hace más patente que nunca. El color se aviva, renace y surge intenso.
El Buen Retiro era un palacio circundado de jardines, levantado sobre un terreno anteriormente ocupado por una pajarera, donde el conde-duque de Olivares pasaba sus horas de ocio. En la época de Felipe II se había añadido un cuerpo llamado “Retiro” porque allí se retiraba el rey en las ocasiones de luto o penitencia. El duque lo había ofrecido a Felipe IV, que mandó construir allí un enorme palacio convertido después en símbolo de la monarquía española. En el otro extremo de Madrid, disponía de todo lo que le faltaba al antiguo Alcázar: amplios espacios, jardines, quioscos, fuentes, residencias decoradas con obras de grandes artistas y un teatro para representar obras de los mejores autores contemporáneos. Para el soberano significaba también la posibilidad de sentirse libre del rígido ceremonial cortesano y dedicarse a la caza, el pasatiempo favorito de la familia real, una tradición venatoria que había llevado a la construcción de residencias apropiadas fuera de Madrid: edificios más agradables, aunque menos suntuosos, situados en Aranjuez, la Zarzuela, el Pardo y Valsaín, donde se alternaban las estancias de la corte cuando se alejaba de la capital.
No se habían escatimado gastos para que el lugar pudiera competir con los más afamados palacios de Europa. En él había que glorificar las virtudes del príncipe católico y exaltar las glorias de su monarquía. A lo largo de 1634 y de los primeros meses del siguiente año, artistas especializados en labores decorativas prepararon el recinto para recibir el conjunto más deslumbrante de la pintura profana española del momento, configurado por una serie de lienzos dispuestos en sus muros. Entre los principales pintores destacaban Maino, Zurbarán, Carducho, Cajés y Pereda.
Como parte de los lienzos dedicados a las batallas, Velázquez contribuyó con la Rendición de Breda (1635), el célebre cuadro conocido también como "Las Lanzas". Si bien la reconquista de la ciudad tuvo lugar el 2 de junio de 1625, la entrega simbólica se desarrollaría tres días después. Nueve años más tarde, el pintor se encarga de inmortalizar el hecho.
Para entender desde un punto de vista histórico esta obra de Velázquez hay que remontarse a lo que estaba sucediendo desde finales del siglo XVI y principios del XVII. Los Países Bajos (liderados por su noble más importante, Guillermo de Orange) estaban inmersos en la guerra de los ochenta años o guerra de Flandes, en la que luchaban por independizarse de España.
En 1590, con Mauricio de Nassau-Orange (cuarto hijo de Guillermo) como estatúder de las Provincias Unidas de los Países Bajos, la ciudad de Breda fue tomada por los holandeses. La tregua de los Doce Años mantuvo el país en calma entre 1609 y 1621. En ese año, al expirar la tregua, la monarquía española inició una nueva etapa en la guerra. El conflicto duraba ya 60 años y había resultado muy costoso en hombres y dinero. Pero Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, pretendían retener a cualquier precio aquellas tierras.
Ambrosio Spínola, nacido en 1569 en el seno de una ilustre familia genovesa, era el más prestigioso general español del momento. Casado con una rica heredera y entregado a los estudios, hasta pasados los 30 años nada hacía presagiar su brillante porvenir como militar. En 1602, sin embargo, se ofreció a Felipe III para comandar una fuerza de 6.000 hombres en Flandes. Fue el inicio de una carrera meteórica, marcada por su excepcional habilidad como estratega. En aquel momento quedó al mando de las operaciones en los Países Bajos. Para ello contaba con el apoyo de la gobernadora de Flandes, Isabel Clara Eugenia, tía del soberano español. En 1622 se apoderó de Jüllich y poco después avanzó sobre Berg-op-Zoom, aunque tuvo que levantar el sitio. Finalmente, en la primavera de 1624 puso sus ojos en Breda. Ciudad rica y populosa, era una de las cunas de la causa rebelde y su conquista representaría un importante golpe para los holandeses. La empresa, sin embargo, no era fácil. Desde que en 1590 cayera en manos protestantes, la ciudad había sido reforzada con enormes muros y fosos lo que, según la mayoría de los militares, la hacía casi inexpugnable.
La única oportunidad de Spínola era coger desprevenida a la ciudad cuando hubiese en su interior el mínimo de efectivos. Tras amagar un ataque sobre otros puntos, en la madrugada del 28 de agosto de 1624 se lanzó con su caballería sobre los arrabales, cortó los caminos y aisló la ciudad. Durante el día fue llegando el resto de las fuerzas hispanas y el sitio se formalizó. Los atacantes sumaban unos 18.000 hombres, mientras que los defensores, al mando de Justino de Nassau, eran unos 7.000.
Esa misma mañana el general comenzó a trazar el plano de las obras de sitio, cuyo fin no sólo era rendir Breda, sino rechazar los intentos de socorro que llegarían desde el exterior. Trabajando a destajo, en sólo 17 días se completó el cinturón de trincheras, fuertes y parapetos que habrían de ahogar a los rebeldes. Era una doble línea fortificada protegida por 96 reductos, 37 fortines y 45 baterías. Una caravana de 400 carros abastecía a diario a los sitiadores y evacuaba a enfermos y heridos.
La fama de Spínola como ingeniero militar era conocida en toda Europa, por lo que no faltaron "turistas" que viajaron a Breda para admirar las obras de sitio, entre ellos el rey de Polonia y el duque de Baviera y, dice la leyenda, también el joven Descartes. En toda Europa se cruzaban apuestas sobre el éxito o fracaso de la empresa. La misma corte de España consideraba una temeridad aquel sitio e insinuó su levantamiento, pero la gobernadora, que confiaba ciegamente en su general, convenció a Madrid de la necesidad de continuar.
Los defensores estaban tranquilos. Confiaban en la solidez de sus defensas y en la ayuda de Mauricio de Nassau, hermano de Justino. Mauricio también creía que Breda era inexpugnable y apenas molestó a Spínola en el levantamiento del sitio. Es más, creyendo desprotegida Amberes, se lanzó sobre ella con el ánimo de tomarla, pero su intento fracasó estrepitosamente. Ante ello, Mauricio decidió tomarse más en serio el sitio de Breda y se plantó ante el ejército católico, listo para el ataque.
Spínola aceptó el reto y se preparó para hacerle frente, pero al final Mauricio desistió. Librar una batalla campal suponía arriesgarlo todo a una carta: si los holandeses ganaban, la ciudad se salvaría; pero si fracasaban estaría irremediablemente perdida. Por ello, el líder rebelde optó por la prudencia y se retiró, confiando en la capacidad de resistencia de la ciudad.
La llegada del invierno no sorprendió a los sitiadores. Se había previsto el mantenimiento de los convoyes diarios de abastecimiento a pesar de los rodeos que tenían que dar para transitar por caminos secos y seguros. Mientras tanto proseguía el martilleo constante de la artillería de sitio y el estallido de las minas que plantaban los atacantes, y que iban demoliendo uno a uno todos los baluartes defensivos. Esto permitía que el enemigo se aproximase cada vez más a las murallas de la ciudad. A todo ello se unió la escasez de alimentos dentro de la plaza y, lo que era peor, la constatación de que los ansiados socorros no llegaban, pues la dureza del invierno también había hecho mella en el ejército de Mauricio.
En un intento desesperado por romper el sitio, los defensores desviaron el cauce de un río cercano para que anegase el campamento de Spínola. Pero éste, previsor, había ordenado levantar unos diques que lo impidieron. Poco después, los sitiados expulsaron de Breda a mil bocas inútiles, niños y ancianos, una práctica habitual cuando escaseaban los alimentos en una ciudad sitiada. Pero Spínola los rechazó y los devolvió a la ciudad para que continuasen siendo una carga para la defensa.
En abril de 1625, Mauricio intentó socorrer de nuevo a Breda, pero se encontraba enfermo y volvió a fracasar. Murió poco después en La Haya, sin dejar de preguntar durante su agonía por la suerte de la ciudad. La noticia supuso un duro golpe para los sitiados, pero éstos intentaron un último ardid: una noche, el capitán inglés Thomas Veer reunió en secreto a unos 500 hombres y llevó a cabo una audaz salida que sorprendió a los centinelas españoles e italianos apostados en los baluartes más próximos. La operación empezó siendo un éxito, pero la rápida llegada de refuerzos obligó a retroceder a los holandeses y el intento fracasó.
Tras nueve meses de asedio, los defensores ya no podían aguantar más. Las bajas eran numerosas; los alimentos escaseaban y no había perspectivas de ayuda. El 31 de mayo se iniciaron las conversaciones de rendición. Como el ejército de Spínola también estaba agotado, las condiciones fueron bastante ventajosas para los sitiados.
El 5 de junio, la guarnición superviviente de Breda -unos 3.500 hombres en un estado lamentable- salía con armas, banderas y bagajes. Los ciudadanos quedaban exentos de pagar ningún tributo y sólo se les obligó a restaurar las imágenes de los templos católicos y erradicar la práctica del calvinismo. Justino de Nassau, acompañado de sus ayudantes, entregó personalmente las llaves de la ciudad a Spínola en la tienda de éste, que había sido engalanada para la ocasión.
La noticia fue recibida con gran alborozo en Bruselas y Madrid. Se celebraron misas, fiestas y fuegos artificiales. Días después, la gobernadora hizo su entrada en la ciudad bajo un arco de triunfo que el general genovés había hecho levantar y en el que una dedicatoria consagraba la victoria a ella y al rey Felipe IV. Las fiestas se prolongaron durante tres días seguidos, en los cuales la soldadesca se gastó la prima que habían recibido. El rey, como premio, nombró a su general Comendador Mayor de Castilla y el papa Urbano VIII le envió varios regalos bendecidos. Pero Spínola contestó al monarca que prefería alguna compensación económica contante y sonante debido al estado de ruina personal en el que se encontraba, pues durante años había adelantado el dinero necesario para la guerra; se calcula, en efecto, que la Corona le debía varios millones de ducados.
Breda supuso el cenit de la carrera militar de Spínola, pero también el canto del cisne del poderío militar español en Flandes. La falta de dinero hizo imposible emprender más ofensivas de envergadura y, al cabo de trece años, la ciudad se volvió a perder, esta vez definitivamente. En 1648, tras más de ocho décadas de guerras inútiles, España reconocía, por fin, la independencia de las provincias holandesas. El sitio y rendición quizás habrían pasado a la posteridad como un episodio más del conflicto, pero Velázquez y su pintura le otorgaron la inmortalidad.
(Continúa en la siguiente entrada)
domingo, 1 de enero de 2012
1634-La rendición de Breda - Velázquez (1)
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