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domingo, 30 de mayo de 2010

Shangri-La: la morada celestial


Cuando el escritor inglés James Hilton (1900-1954) decidió situar la acción de su novela de amor y aventuras “Horizonte Perdido” en Shangri-La, conquistó una nueva palabra para el mundo. Publicada en 1933, sedujo la imaginación del público, y mucho más lo logró su posterior versión en cine. Shangri-La y su aislada comunidad ideal fueron consideradas reales.

La ciudad con la que tropezaron los dos aviadores extraviados de Hilton se hallaba en una inexplorada e inaccesible región del Tíbet. Allí, en un monasterio prendido en lo alto de una montaña, 50 lamas (monjes) se dedicaban al cultivo del conocimiento y las artes, dirigidos por el Gran Lama, vidente y descubridor del secreto de la longevidad. Una de sus profecías había sido la de que Shangri-La se vería amenazada por bárbaros del exterior.

Guiados por el principio de la moderación en todas las cosas, los lamas gobernaban a mil tibetanos, quienes vivían en paz y armonía en el fértil valle inferior, donde, en un tramo de 20 km de longitud y 8 de anchura, sembraban gran variedad de cultivos. Una rica veta de oro implicaba que cualquier cosa que no fuese producida en Shangri-La podía ser adquirida en el exterior. Sin embargo, los extranjeros nunca entraban en la ciudad; los lugareños salían del valle y se reunían con aquéllos en sitios acordados.

No es difícil hallar antecedentes de Shangri-La. Las culturas orientales tienen muchas tradiciones sobre un paraíso oculto en la Tierra. Antiguos textos budistas lo llaman Chang Shambhala, y era una fuente de antigua sabiduría. La creencia se extendió: en China se decía que en un valle de las montañas Kunlun vivían inmortales en perfecta armonía, y los hindúes buscaron al norte de los Himalaya un sitio, Kalapa, hogar de “hombres perfectos”. Según una leyenda rusa, seguir el camino de los tártaros a Mongolia llevaba a Belovodye; allí, lejos del mundo, vivían santos en la Tierra de las Aguas Blancas. También los mitos tibetanos y mongoles aludían a tal paraíso.

Si Shangri-La fuera realidad y no fantasía, estaría en el Tíbet, país que bien podría ser considerado el más remoto de la Tierra, de casi imposible acceso y hostil a los extranjeros. Desde su monasterio-ciudadela en Lhasa (ciudad prohibida para los europeos desde 1904), el Dalai Lama regía la vida espiritual y material de sus súbditos. El solo hecho de que pocos extranjeros hubiesen visto Lhasa difundió la creencia de que quienes visitaran la ciudad atestiguarían maravillas. A los monjes y místicos budistas se les atribuían, ciertamente, poderes extraordinarios. Una de sus prácticas más audaces era la del lung gon, en la que, se decía, los fieles vencían la gravedad y reducían el peso de su cuerpo para desplazarse a fantástica velocidad.

La viajera inglesa Alexandra David-Neel pasó 14 años en el Tíbet a principios del siglo XX. Contó que en una ocasión vio a un lama moverse con increíble soltura sin correr: “Parecía elevado del suelo, como si saltara. Se diría dotado de la elasticidad de una pelota”. El tibetano que la acompañaba la previno de detenerlo, pues interrumpir su meditación le causaría la muerte.

David-Neel pertenecía a la Sociedad Teosófica (secta esotérico-religiosa con raíces en el budismo, fundada en 1875), lo cual influyó seguramente en sus impresiones de la vida tibetana. Sin embargo, sus afirmaciones fueron repetidas por el viajero ruso Nicolás Roerich, quien visitó a menudo ese país y registró lo que había visto allí en “Shambhala”, publicado en 1930 (Shambhala se ha convertido en sinónimo de Shangri-La). Es indudable que James Hilton se basó en esta obra y en los diarios de David-Neel para la redacción de “Horizonte Perdido”.

También la tradición budista de un paraíso subterráneo llamado Aghartha ha sido asociada con Shambhala. En su expedición de 1924 por las montañas Altái de Mongolia, un lama informó a Roerich de que Shambhala era una gran ciudad al centro de Aghartha, desde donde gobernaba “el rey del mundo”; Agharta, dijo, se enlazaba con todas las naciones del orbe mediante túneles subterráneos.

El escritor inglés Edward Bulwer-Lytton también describió, en su novela “La raza venidera” (1871), un universo bajo la corteza terrestre habitado por una raza superior, los vril-ya. Por medio de la utilización del vril –energía psicoquinética particularmente desarrollada por el dominante sexo femenino-, los vril-ya planeaban conquistar el “mundo superior”.

La idea de una raza suprema dotada de poderes místicos llamó la atención tanto de los ocultistas como de los nazis. Adolf Hitler creía en la existencia de una raza superior que moraba bajo la tierra, e incluso mandó buscar en minas alemanas, suizas e italianas el acceso a su reino.

No deja de ser paradójico que bárbaros emparentados con los profetizados por el Gran Lama de “Horizonte Perdido” hayan buscado para sus propósitos muy particulares la utopía secreta, donde hombres rectos viven en paz y armonía. Shangri-La sigue siendo símbolo de un sitio sereno y tranquilo en donde se da satisfacción a todos los deseos humanos.

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