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sábado, 29 de mayo de 2010

Creso: la inconstante fortuna


Herodoto nos ha legado varios relatos a propósito de este rey de Lidia, cuyas riquezas y trágico destino dejaron huella en la imaginación de los clásicos. Algunos son falsos, otros dudosos y son incontables los apócrifos. Esto no impidió que el monarca se instalara con fuerza en la leyenda, que todavía hoy sirve de patrón en materia de multimillonarios.

Creso, último príncipe de la dinastía de los Memnades y último soberano de Lidia, reinó entre 561 y 546. Era hijo del rey Aliato y de una princesa de Caria. Sucedió a su padre tras haber sido gobernador del país durante unos 12 años.

Monarca poderoso y conquistador, sólo pensó en ampliar sus dominios y acrecentar, en consecuencia, sus riquezas, que pronto llegaron a ser proverbiales. Tras congraciarse con los espartanos, empezó a extender su imperio con un apetito voraz que despertó la admiración de sus contemporáneos. En el oeste, sometió las ciudades griegas de Jonia al pago de un tributo, y en el este, amplió las fronteras de su reino hasta más allá del río Halis.

La existencia de los tesoros que acumuló en Sardes, su capital, así como sus relaciones con el oráculo de Delfos, están atestiguadas por fuentes fidedignas. En cambio, la visita que, al parecer, le hiciera al arconte Solón no está comprobada. Sin embargo, pervive y es la que, a modo de parábola, da sentido a la existencia del rey multimillonario.

Se cuenta, en efecto, que Creso, creyendo ser el más feliz de los hombres, tuvo la nefasta idea de preguntarle a Solón, hombre de gran fama y amplia cultura, su parecer. Como filósofo que era, el sabio esbozó un gesto de duda, puso cara de circunstancias y afirmó en tono sentencioso que “nadie podía considerarse feliz antes de su muerte”. El rey no tenía un alma tan sombría como Solón. Razonó con sensatez diciéndose en su fuero interno que si no podía considerarse feliz antes de su muerte, menos posibilidades aún tendría de decirlo después, lo cual le pareció desalentador. Así que se encogió de hombros con indiferencia y siguió gozando tranquilamente de la vida.



Sin embargo, poco después, Ciro, rey de los persas, le declaró la guerra, amenazando con incorporar a su imperio todo el reino. Creso, que era un político hábil, se apresuró como de costumbre, a consultar al oráculo de Delfos, el cual respondió que “si cruzaba el Halis destruiría un gran reino”. Creso siguió al pie de la letra estos sanos consejos sibilinos, cruzó el río con su ejército y derrotó por completo a los persas; luego, tras su regreso, licenció a sus soldados pensando que se había deshecho definitivamente de su enemigo y volvió de nuevo a contar alegremente sus tesoros.

Pero no contaba con la obstinación del Gran Rey que, aprovechando el invierno, organizó una brusca ofensiva y puso sitio a las murallas de Sardes. Creso fue vencido y hecho prisionero, y Ciro, que no brillaba por su clemencia, le hizo probablemente pasar a mejor vida siguiendo la moda de entonces.

Una leyenda más risueña afirma, sin embargo, que el rey persa salvó en el último momento la cabeza de Creso de forma imprevista. Al subir a la hoguera donde iban a quemarle, se lamentó al parecer: “¡Ah, Solón, Solón, qué ciertas eran tus palabras!” A Ciro, como a todos los hombres de la Antigüedad, le gustaban las adivinanzas incomprensibles. Al oír estas misteriosas palabras, pensó que era un oráculo y preguntó qué querían decir. Conmovido hasta el llanto al oír la explicación, no sólo otorgó clemencia a su enemigo, sino también su protección. Según esta inverosímil leyenda, Creso, elevado al rango de consejero particular del Gran Rey, concluyó felizmente su vida en la corte de Ciro y Cambises.

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