Al iniciarse el siglo XX, Rusia era la primera potencia territorial del planeta. Fruto de un proceso de expansión territorial que se había iniciado en el siglo XV y que desde entonces no se había interrumpido, en su imperio, a semejanza del español de antaño, nunca se ponía el sol. De manera similar, el país había experimentado desde finales del siglo XIX un extraordinario crecimiento social dirigido en buena medida desde instancias estatales y financiado con capital extranjero. Pese a todo, el sistema político ruso era una autocracia de difícil paralelismo con otros sistemas europeos. La aparición de una burguesía económica y, sobre todo, la existencia de una clase media cultivada (la denominada intelligentsia) pusieron rápidamente en cuestión el sistema existente e insistieron en su adaptación hacia un parlamentarismo similar el inglés. Aunque en Rusia existieron algunos grupos marxistas, su importancia era mínima y la mayor parte de la oposición a la autocracia giraba en torno a los liberales del partido kadet y a los populistas revolucionarios, que no dudaron en algunos periodos en optar por la vía del terrorismo directo.
La muerte de Alejandro II (el zar que había decretado la abolición de la servidumbre) a consecuencia de un atentado terrorista precipitó una reacción autocrática durante los reinados de sus sucesores Alejandro III y Nicolás II. Este proceso sólo se quebró en 1905 cuando, con ocasión de las derrotas rusas en la guerra contra el Japón y de una revolución, el zar se vio obligado a aceptar la constitución de un parlamento denominado Duma. La concesión del zar Nicolás II nunca dejó de ser un paso dado en contra de su voluntad y cuando se produjo el estallido de la Primera Guerra Mundial en el verano de 1914, la Duma hacía tiempo que carecía de la más mínima importancia. Por otro lado, y al igual que había sucedido en otros países, la oposición decidió apoyar al Estado en su lucha contra el enemigo. La única excepción la constituyó Lenin, el dirigente de un minúsculo partido conocido como bolcheviques.
Inicialmente, los ejércitos rusos lograron algunos avances, pero al cabo de pocas semanas sufrieron desastrosas derrotas en Tannenberg y los Lagos Masurianos. En realidad, aquello sólo fue el inicio de una serie de reveses que costaron la vida a millones de rusos y que, a principios de 1917, habían colocado a la dinastía al borde del abismo, hasta el punto de que algunos de sus miembros intentaron salvarla impulsando al zar a abdicar. Si finalmente éste dio tal paso se debió no a las presiones familiares sino al estallido de la denominada revolución de febrero. Con ella, desaparecía una dinastía secular y Rusia conocía por primera vez la experiencia democrática.
La revolución de febrero constituyó uno de los escasos avatares revolucionarios que, como los experimentados por España en 1868 y todavía más en 1931, transcurrió casi sin derramamiento de sangre. Mientras la institución del soviet o consejo se iba estableciendo no sólo en Petrogrado, la capital, sino en otras ciudades, en el campo, la ausencia de mano de obra y la facilidad de arrendamiento estaban proporcionando unos beneficios al campesinado prácticamente sin precedentes. El 5 de marzo, el soviet de Petrogrado ordenó el regreso al trabajo y cinco días después llegó a un acuerdo con la Sociedad de Fabricantes y Propietarios de Fábricas para limitar la jornada laboral a ocho horas y establecer juntas de arbitraje con el fin de solventar los conflictos entre patrones y obreros.
El 19 de marzo, el Gobierno provisional (que no sólo deseaba implantar una democracia formal sino llevar a cabo importantes reformas sociales) anunció que se iba a realizar la reforma agraria, cuya regulación derivaría de una Asamblea Constituyente. En las siguientes semanas, al Gobierno provisional se debió la concesión de una amnistía, la abolición de la pena de muerte y de exilio, la eliminación de la discriminación por razones de clase o religión, la separación de Iglesia y Estado, la implantación de libertad de pensamiento, prensa, asociación y culto (sin excluir a los soldados en filas), la creación de una judicatura independiente, la institución del jurado para todo tipo de delitos, la revisión del código de justicia militar, la jornada de ocho horas, el arbitraje laboral y el autogobierno campesino.
En paralelo, el Gobierno provisional estableció un Consejo Especial, cuya finalidad era preparar la ley electoral para las elecciones a la Asamblea, que elaboraría una nueva Constitución, y dio los primeros pasos para llegar a una tregua en el conflicto que concluyera con una paz justa sin anexiones ni indemnizaciones. De esta manera, en un periodo de dos meses, había llevado a cabo una labor realmente extraordinaria que, incluso contemplada con varias décadas de distancia, produce una profunda impresión. Sin embargo, esa labor iba a verse muy pronto sometida a una subversión cuya finalidad era aniquilarla y sustituirla por una férrea dictadura.
El estallido de la revolución rusa sorprendió al bolchevique Lenin en el extranjero. Desde su cómodo exilio suizo no había podido prever lo que iba a suceder en Rusia y temió que el proceso podría concluir sin su intervención. Como ha puesto de manifiesto la reciente desclasificación de documentos secretos, Lenin llevaba trabajando a sueldo de Alemania desde hacía años y ahora esa circunstancia le iba a resultar providencial. Deseosos de librarse de un adversario como era Rusia, los agentes del káiser decidieron facilitar la repatriación de Lenin y otros bolcheviques. A las 3.10 de la tarde del 27 de marzo (9 de abril de 1917), un tren que llevaba a Lenin y a otros 19 compañeros de partido partió de Zurich con destino a Petrogrado, donde llegó el 3 (16 de abril).
Su llegada significó un revulsivo en primer lugar para los bolcheviques. Éstos abogaban por continuar la guerra contra Alemania, ya que eran conscientes de que un abandono de la lucha se traduciría en una invasión y en cuantiosas pérdidas territoriales. Lenin, sin embargo, captó que la cuestión de la guerra podía ser esencial para alterar el orden de fuerzas, sobre todo teniendo en cuenta que Rusia había perdido ya siete millones de personas entre muertos, heridos, prisioneros y desaparecidos. En su opinión, había que llevar a cabo una agitación que dislocara el sistema democrático y que permitiera el paso del poder a unos soviets controlados por los bolcheviques. Inicialmente, las tesis de Lenin fueron derrotadas en sendas votaciones en Petrogrado y Moscú, pero tal actitud duró poco. A finales de abril, el congreso nacional del partido bolchevique aprobó por aplastante mayoría un conjunto de resoluciones contrarias al Gobierno provisional y favorables a transferir todo el poder a los soviets.
Aunque la táctica de Lenin demostraría ser inteligente en sus inicios, sólo cosechó fracasos. Los soviets, dirigidos por los mencheviques y los eseristas (socialistas revolucionarios), no estaban dispuestos a dejarse controlar por los bolcheviques y comprendían que un abandono sin más de la guerra sólo serviría para facilitar una invasión alemana. Cuando a lo largo de la primavera se sucedieron las distintas crisis gubernamentales y el Gobierno provisional se vio obligado a permanecer en la guerra, la respuesta de los soviets fue seguir apoyándolo como única garantía de que las conquistas de la revolución se mantendrían. Pese al enorme desgaste de la situación, al celebrarse en mayo el I Congreso de diputados de los campesinos, entre mencheviques y bolcheviques sólo alcanzaron la cifra de 103 representantes sobre un total de 1.100 y en el I Congreso de soviets de diputados de obreros y soldados, los 105 bolcheviques eran una minoría frente a los 533 mencheviques y eseristas. Esta proporción se convertía en totalmente irrisoria además cuando se analizaba desde una perspectiva geográfica, ya que los bolcheviques sólo contaban con algún peso en Petrogrado, Moscú, los Urales, el Donetz y las zonas petrolíferas del Cáucaso.
A mediados de junio de 1917, el Gobierno provisional dio inicio a la denominada ofensiva de verano encaminada a aliviar la presión alemana sobre los aliados occidentales. El nuevo intento fracasó y en el mes de julio un grupo de soldados irrumpió en el Soviet de Petrogrado para instarle a que derribara al Gobierno provisional y tomara el poder. Durante tres jornadas (que serían conocidas como los Días de Julio), los bolcheviques intentaron controlar un estallido revolucionario que, como muy bien comprendió Lenin, podía significar su final precisamente a causa de su carácter prematuro.
En realidad, faltó muy poco para que así fuera. El Gobierno provisional sacó a la luz un conjunto de documentos que ponían de manifiesto la financiación que los bolcheviques recibían de Alemania, y Lenin y otros dirigentes tuvieron que ocultarse para evitar una posible detención como traidores al servicio de una potencia extranjera y enemiga. Durante los tres meses y medio siguientes, Lenin se mantuvo escondido e incluso volvió a abandonar el país. Durante el tiempo que estuvo en Finlandia, compartió con Zinóviev la impresión de que las posibilidades de controlar la revolución se habían esfumado. Sin embargo, los acontecimientos iban a desarrollarse de una manera muy distinta.
El Gobierno provisional sufrió una nueva crisis y emergió de ella con una composición de once socialistas y ocho no socialistas. En un deseo de afianzar una democracia progresivamente sitiada, fijaron las elecciones a la Asamblea Constituyente para el 12 de noviembre. Su apertura formal debía celebrarse el 28 del mismo mes. Ni los contrarrevolucionarios ni los bolcheviques podían permitir que se produjeran estas elecciones y que se consolidara la democracia. Por lo tanto, decidieron actuar de manera inmediata para derribar al Gobierno provisional e implantar la dictadura.
En agosto, se celebró una Conferencia de Estado previa a la constitución de la Asamblea Constituyente. Posiblemente, la intervención que obtuvo un mayor eco fue la del general Kornílov, un héroe de guerra, que insistió en que se implantara la disciplina militar en un frente que se estaba desmoronando día a día. El temor a que este personaje pudiera aglutinar la reacción de derechas llevó al socialista Kérensky, presidente del Gobierno en aquel entonces, a deponerlo el 26 de agosto. Aquella respuesta enérgica no consolidó, sin embargo, al Gobierno provisional y, en realidad, proporcionó un nuevo aliento a los bolcheviques.
En septiembre, Lenin concluyó un libro titulado “El Estado y la revolución”, donde defendía la destrucción de la democracia parlamentaria y su sustitución por la dictadura revolucionaria del proletariado. Con todo, el soviet seguía apoyando al Gobierno y, poco después de la destitución de Kornílov, se manifestó favorable a la continuidad del Gobierno provisional de coalición. El 25 de septiembre, Kérensky procedió nuevamente a remodelarlo con eseristas (socialistas revolucionarios) moderados, mencheviques, kadetes, socialistas sin afiliación e incluso personas sin pertenencia a ningún partido. En términos generales, puede decirse que aquel Gobierno incluía representantes de todos los partidos democráticos y, por supuesto, excluía a los partidarios de ir hacia una dictadura de derechas o de izquierdas, como era el caso de los bolcheviques.
Pese a todo, la situación que atravesaba Rusia en aquellos momentos era todo menos favorable. El ejército se desintegraba en masa (de cerca de diez millones de soldados, el Estado apenas contaba con recursos para malalimentar a siete), el pan escaseaba en las ciudades, en el campo comenzaron a producirse actos de destrucción anárquicos e incluso se desencadenaron pogromos, donde los judíos eran convertidos en chivos expiatorios de la desesperación popular. La última esperanza de no acabar en un golpe seguido por una guerra civil era la celebración de las elecciones a la Asamblea Constituyente. Si la situación mejoraba, los bolcheviques perderían su última posibilidad. Esta circunstancia impulsó a Lenin a dar un paso decisivo. El 13 de septiembre, pidió al Comité central bolchevique que iniciara los preparativos para una insurrección armada.
(Continúa en la siguiente entrada)
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domingo, 29 de enero de 2012
viernes, 27 de enero de 2012
Atentados con ántrax (y 2)
(Viene de la entrada anterior)
Si el objetivo del terrorista era el asesinato en masa, ¿por qué le salió tan mal? Una posibilidad es que malinterpretase el concepto técnico de “dosis letal”. Pensemos en la paradoja siguiente: el senador Patrick Leahy, al hablar en un programa de televisión sobre el posible contenido de la carta que le enviaron, declaró que podría contener “cien mil dosis letales”. Sin embargo, las cartas apenas causaron cinco muertes. ¿Exageró? En absoluto. Es más, se quedó corto.
¿Cómo podemos cuadrar cinco con cinco mil? Veamos las cifras. Basándose en experimentos con primates, los servicios secretos del Departamento de Defensa estadounidense calculan que bastan entre 2.500 y 55.000 esporas para provocar una infección pulmonar fatal a la mitad de los afectados (o sea, la DL50). Una sola espora podría provocar la enfermedad, pero es poco probable; la media indica que hacen falta muchas esporas. Es posible que la quinta y última víctima de las cartas, una anciana de 94 años llamada Ottilie Lundgren, muriese a consecuencia de unas pocas esporas, lo cual explicaría la ausencia, tanto en su casa como en sus pertenencias, de una cantidad detectable de ántrax.
Para llegar a las zonas más sensibles de los pulmones, las esporas o cúmulos de esporas han de ser pequeños, de no más de tres micrómetros de diámetro; esto es, unas diez veces más finos que un cabello humano. Según se dijo, la carta de Leahy contenía dos gramos de ántrax –más o menos el peso de un céntimo- divididos en doscientos mil millones de partículas del citado tamaño. Si damos por hecho que 10.000 partículas constituyen una DL50 razonable, la carta contenía 20 millones de dosis letales. Así pues, las 100.000 que calculó Leahy eran una cifra muy inferior a la real.
Poniéndonos en lo peor –o en lo mejor, desde el punto de vista de los terroristas-, las partículas de ántrax saldrían volando del sobre, se dispersarían como polvo, el sistema de ventilación del edificio las aspiraría y se mezclarían y diluirían de modo uniforme en el aire en circulación. Un ser humano inhala cerca de un metro cúbico de aire por hora. Con 10.000 partículas en cada metro cúbico –bastantes como para acabar con la vida de quien las inhalase-, 200 mil millones de partículas de una carta podrían, en teoría, contaminar 20.000 millones de metros cúbicos, esto es, casi todo el volumen de la red de metro de Nueva York. No es de extrañar que la gente tuviese miedo de las cartas con ántrax.
Sin embargo, este panorama tan catastrófico es sumamente engañoso. El principal desafío que plantea el uso militar del ántrax siempre ha sido la manera de mezclar las esporas con el aire de modo uniforme y que se mantengan suspendidas en el aire el tiempo suficiente para su inhalación. La mayor parte de los métodos de dispersión son de una ineficacia supina. Las dosis letales, en sí, no significan nada.
Puede que los terroristas no captasen el sutil detalle. Supongamos que sólo tuviesen unos pocos gramos de ántrax. Calculando correctamente, dedujeron que disponían de varios cientos de millones de dosis letales. Aunque la eficacia fuese de un simple 1% -tirando por lo bajo, pensaban ellos equivocadamente-, podrían matar a dos millones de estadounidenses. Naturalmente, los efectos mortíferos podrían limitarse a un solo edificio, y tal vez a parte de los alrededores, luego tan sólo morirían miles de personas; o cientos, si los terroristas tenían muy mala suerte. Si éste fue su planteamiento, subestimaron tremendamente un elemento indispensable para el éxito de su empresa como es la fortuna.
Si la hipótesis es correcta, los terroristas debieron de sorprenderse de que su primer ataque con ántrax fuese un fracaso. Sólo hubo una víctima mortal: Robert Stevens, un editor gráfico. Por suerte, el experimento canadiense no predijo correctamente cómo se comportarían las esporas de ántrax en la vida real. En las pruebas, el polvo de ántrax estaba dentro de una hoja de papel y se esparcía por el aire cuando alguien sacaba la hoja del sobre y la abría. Quizá los terroristas no usaron una hoja de papel y volcaron el ántrax directamente en el sobre, en cuyo interior permaneció. O puede que el polvo se saliese de la hoja durante el trayecto de la carta y se posase en el fondo del sobre. Una última posibilidad es que el ántrax sí llegase a dispersarse, pero sólo en las habitaciones donde se abrieron las cartas. Los experimentos canadienses no midieron la dispersión por los sistemas de ventilación, y puede que no sea un tipo de dispersión muy eficaz. En las pruebas, la semivida del ántrax en la cámara –el tiempo que tardan sus átomos en reducirse a la mitad- era de unos cinco minutos, lo que indica que las esporas se posan rápidamente en el suelo, donde son prácticamente inocuas (a menos que la gente ingiera la suciedad del suelo). Cinco minutos es tiempo de sobra para que las personas presentes en la habitación se infecten, pero no para que las esporas se desplacen muy lejos.
Al ver que sólo moría una persona, los terroristas debieron de alarmarse. Su misión había fracasado, y no sabían por qué. Supusieron equivocadamente que el ántrax había perdido su potencia, y el 9 de octubre, presas de la desesperación, enviaron todo lo que les quedaba, buena parte de ello en forma pura, sin diluir. Esta reacción explicaría por qué después de esa fecha no hubo más cartas con ántrax.
Con el tiempo se detectaron esporas de ántrax no sólo en el Senado y el Congreso estadounidenses, sino también en la sala de correos de la Casa Blanca y de la CIA, el Tribunal Supremo, en el Pentágono y en todo Washington. Según la opinión más extendida, la razón de que las esporas se propagasen por tantos lugares fue la contaminación cruzada en las salas de correos, pero creo que mereec la pena contemplar la posibilidad de que algunas de las esporas detectadas procediesen de cartas anteriores con ántrax en forma diluida. En sus primeros envíos, los terroristas dieron por hecho que la sustancia se propagaría por más lugares.
El FBI se centró casi exclusivamente en buscar un estadounidense que quisiera atemorizar a la ciudadanía causando un número reducido de víctimas mortales, pero sus agentes no lo encontraron. Me parece más probable que el ántrax lo robase alguien que tuviese acceso a muestras en Estados Unidos, tal vez una persona encargada de su destrucción que, en lugar de eliminarlo, se lo llevase a su casa. No tuvo por qué haber sido un científico, sino simplemente el operario de un autoclave.
Mi hipótesis puede parecer compleja, pero es que la realidad siempre lo es. No todos los detalles serán correctos. Hoy por hoy no existe ninguna hipótesis que lo explique todo, y para interpretar una situación tan enrevesada es necesario evaluar las pruebas. ¿Quién resulta más creíble cuando las conclusiones no cuadran: el grafólogo que asegura que el remitente de las cartas era estadounidense, o el doctor Cristons Tsonas, el médico que curó la pierna de Ahmed Allhaznawi, uno de los secuestradores del 11 de septiembre, y que afirma que “el diagnóstico más probable y coherente en vista de los datos disponibles es que la infección era ántrax cutáneo”.
¿Es posible que los envíos de cartas tóxicas fuesen la segunda oleada de atentados planeada por Al Qaeda? Según las declaraciones de un alto funcionario publicadas por el Washington Post el 27 de octubre de 2001, “nadie” a la sazón creyó que se tratase de la segunda oleada: “ni hay datos que lo confirmen, ni responde al comportamiento habitual (de Al Qaeda)”. Pero antes de decidir si responde al comportamiento habitual de la organización terrorista habría que conocer la magnitud prevista de la masacre. Tal vez sea un error dar por hecho que el atentado sólo pretendía acabar con la vida de cinco personas y que salió conforme a lo planeado.
Si estoy en lo cierto, puede que los terroristas estén decepcionados con los atentados con ántrax. Pero sería una insensatez bajar la guardia. Osama Bin Laden estaba construyendo laboratorios en Afganistán que, con el tiempo, podrían haber producido, no ya gramos, sino muchos kilos de esporas. En los laboratorios soviéticos se cultivaron toneladas de ántrax que posteriormente se enterraron en la isla de Vozrozhdeniy, en el mar de Aral, al norte de Irán y Afganistán (posiblemente con el virus de la viruela). Aunque la sustancia se trataba con lejía, las pruebas actuales han demostrado que una buena parte se conserva en buen estado. Al parecer, el ántrax soviético era resistente a la mayoría de los antibióticos. Así pues, a pesar de las escasas víctimas provocadas por la primera acción de guerra biológica contra Estados Unidos, el pronóstico es sombrío. Los atentados biológicos probablemente serán más accesibles y más fáciles de cometer que los nucleares, y el “científico loco” del futuro tiene más posibilidades de ser un biólogo que un físico, lo cual no me deja muy tranquilo.
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martes, 24 de enero de 2012
Atentados con ántrax (1)
Una semana después de los atentados del11-S, Estados Unidos sufrió una segunda oleada de actos terroristas. Las cadenas de televisión ABC, NBC y CBS, así como los periódicos New York Post y National Enquirer, recibieron cartas que contenían suficientes esporas de ántrax como para causar millones de muertos. Poco después, el país sufrió la primera víctima por guerra biológica de su historia cuando Robert Stevens, un editor gráfico que trabajaba en el edificio del Enquirer, murió como consecuencia de la infección. El 9 de octubre, los senadores Patrick Leahy y Tom Daschle también recibieron cartas con el mortífero bacilo. A 22 personas en todo el país se les diagnosticó la infección y cinco de ellas murieron. El gobierno estadounidense interrumpió el servicio de correos y ofreció una recompensa de dos millones y medio de dólares a cambio de cualquier pista que permitiese detener a los responsables. En el momento de escribir estas líneas seguimos sin saber quiénes fueron. Los envíos cesaron de repente, aunque hubo un aluvión de cartas falsas. Comparados con el misterio del ántrax, los atentados de las Torres Gemelas están más que aclarados y explicados.
El hecho de que las esporas no matasen a más gente guarda más relación con la física que con la biología. Y estos aspectos físicos del fenómeno son algo que las autoridades de todos los países deben saber, no sólo para sopesar la amenaza, sino también para dirigir con más eficacia a sus servicios secretos en su búsqueda de los terroristas.
Mencionemos, no obstante, otras amenazas biológicas. A mucha gente le preocupa la propagación de una enfermedad infecciosa. La viruela es mucho más mortífera que el ántrax, porque se propaga como una reacción en cadena. Si una persona infecta a diez, y cada una de éstas infecta a su vez a otras diez, y así sucesivamente, las cifras aumentan de forma exponencial: 1, 10, 100, 1000, 10.000, etc. En apenas nueve pasos, podría haber mil millones de afectados. En cambio, el ántrax no se contagia de una persona a otra, sino que únicamente mata a los pocos individuos que inhalen las esporas iniciales. En las granjas, las esporas de ántrax sólo se propagan cuando se liberan de cadáveres en descomposición, normalmente reses muertas en mitad del campo.
Las enfermedades contagiosas, como la viruela, representan un verdadero peligro, pero espero que cualquier terrorista que contemple semejante opción sea consciente de que un atentado con viruela no se limitaría a Estados Unidos, sino que se propagaría inevitablemente por todo el mundo. De hecho, es muy probable que Estados Unidos o Europa, dados sus avanzados sistemas de asistencia sanitaria, fuesen los que menos sufriesen. Las verdaderas víctimas de una pandemia de viruela serían los habitantes de los países en vías de desarrollo.
Mucha gente piensa que los atentados con ántrax de otoño de 2001 tuvieron éxito, esto es, que más o menos provocaron el número previsto de víctimas: cinco. Sin embargo, una conclusión igual de razonable es que fueron un fiasco.
Antes del 11-S solía pensarse que una cantidad muy pequeña de esporas de ántrax causaría una verdadera hecatombe. El 1 de septiembre de 2001 –bastante antes del envío de las cartas infectadas-, el Centro Suffield de Investigación para la Defensa, sito en la provincia canadiense de Alberta, publicó en Internet un estudio en el que se afirmaba que las esporas de ántrax contenidas en una carta podrían liberarse de manera muy eficaz en forma de aerosol mediante el simple acto de abrir el sobre. Según el informe, la dispersión de ántrax mediante cartas era “mucho más eficaz de lo que en un primer momento se había sospechado”; en los experimentos realizados al efecto, la apertura de sobres de prueba liberó más del 99% de las partículas susceptibles de inhalación. La conclusión del informe era que una dosis letal puede propagarse rápidamente por la habitación en la que se abra un sobre cargado con ántrax. Es posible que algún terrorista que navegase por Internet a comienzos de septiembre se encontrase con este estudio y decidiese ponerlo en práctica.
Pensemos en las cantidades de ántrax utilizadas en los envíos de otoño de 2001. Por aquel entonces, prácticamente todos los artículos e informaciones de dominio público afirmaban que bastaba esparcir con eficacia unos pocos gramos de ántrax –el peso de una moneda de un céntimo- para acabar con la vida de millones de personas.
Es posible que algún terrorista combinase esta información con el estudio canadiense y sacase la conclusión de que el correo era un medio idóneo para matar a centenares, quizá miles de personas. Si eso fue lo que pensó el terrorista, su intención no era manifestar nada, ni sabotear el servicio de correos, ni siquiera la economía estadounidense. Lo que se propuso fue llevar a cabo una escabechina, incluyendo entre las víctimas a personalidades de la política y los medios de comunicación estadounidenses.
(Finaliza en la próxima entrada)
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El hecho de que las esporas no matasen a más gente guarda más relación con la física que con la biología. Y estos aspectos físicos del fenómeno son algo que las autoridades de todos los países deben saber, no sólo para sopesar la amenaza, sino también para dirigir con más eficacia a sus servicios secretos en su búsqueda de los terroristas.
Mencionemos, no obstante, otras amenazas biológicas. A mucha gente le preocupa la propagación de una enfermedad infecciosa. La viruela es mucho más mortífera que el ántrax, porque se propaga como una reacción en cadena. Si una persona infecta a diez, y cada una de éstas infecta a su vez a otras diez, y así sucesivamente, las cifras aumentan de forma exponencial: 1, 10, 100, 1000, 10.000, etc. En apenas nueve pasos, podría haber mil millones de afectados. En cambio, el ántrax no se contagia de una persona a otra, sino que únicamente mata a los pocos individuos que inhalen las esporas iniciales. En las granjas, las esporas de ántrax sólo se propagan cuando se liberan de cadáveres en descomposición, normalmente reses muertas en mitad del campo.
Las enfermedades contagiosas, como la viruela, representan un verdadero peligro, pero espero que cualquier terrorista que contemple semejante opción sea consciente de que un atentado con viruela no se limitaría a Estados Unidos, sino que se propagaría inevitablemente por todo el mundo. De hecho, es muy probable que Estados Unidos o Europa, dados sus avanzados sistemas de asistencia sanitaria, fuesen los que menos sufriesen. Las verdaderas víctimas de una pandemia de viruela serían los habitantes de los países en vías de desarrollo.
Mucha gente piensa que los atentados con ántrax de otoño de 2001 tuvieron éxito, esto es, que más o menos provocaron el número previsto de víctimas: cinco. Sin embargo, una conclusión igual de razonable es que fueron un fiasco.
Antes del 11-S solía pensarse que una cantidad muy pequeña de esporas de ántrax causaría una verdadera hecatombe. El 1 de septiembre de 2001 –bastante antes del envío de las cartas infectadas-, el Centro Suffield de Investigación para la Defensa, sito en la provincia canadiense de Alberta, publicó en Internet un estudio en el que se afirmaba que las esporas de ántrax contenidas en una carta podrían liberarse de manera muy eficaz en forma de aerosol mediante el simple acto de abrir el sobre. Según el informe, la dispersión de ántrax mediante cartas era “mucho más eficaz de lo que en un primer momento se había sospechado”; en los experimentos realizados al efecto, la apertura de sobres de prueba liberó más del 99% de las partículas susceptibles de inhalación. La conclusión del informe era que una dosis letal puede propagarse rápidamente por la habitación en la que se abra un sobre cargado con ántrax. Es posible que algún terrorista que navegase por Internet a comienzos de septiembre se encontrase con este estudio y decidiese ponerlo en práctica.
Pensemos en las cantidades de ántrax utilizadas en los envíos de otoño de 2001. Por aquel entonces, prácticamente todos los artículos e informaciones de dominio público afirmaban que bastaba esparcir con eficacia unos pocos gramos de ántrax –el peso de una moneda de un céntimo- para acabar con la vida de millones de personas.
Es posible que algún terrorista combinase esta información con el estudio canadiense y sacase la conclusión de que el correo era un medio idóneo para matar a centenares, quizá miles de personas. Si eso fue lo que pensó el terrorista, su intención no era manifestar nada, ni sabotear el servicio de correos, ni siquiera la economía estadounidense. Lo que se propuso fue llevar a cabo una escabechina, incluyendo entre las víctimas a personalidades de la política y los medios de comunicación estadounidenses.
(Finaliza en la próxima entrada)
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domingo, 22 de enero de 2012
Pastillas de carne
La primera mención conocida del extracto de carne moderno se debe al filósofo alemán Gottfried Wilhelm Leibniz, que lo cita –diciendo que “conoce su composición”- en su obra “Pensamientos de Utrecht” (1714). Sin embargo, su receta parece deberse al científico francés Denis Papin. Quizás el más conocido de todos los extractos de carne sea el Bovril, un extracto de carne de buey inventado en 1887 por el estadounidense John Lawson Johnston. La palabra está formada por la combinación de la voz latina “bos”, vaca y “vril”, nombre éste último de una energía misteriosa en la novela “La raza venidera” (1871), del escritor inglés Edward Bulwer-Lytton (1803-1873).
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sábado, 21 de enero de 2012
Los incentivos y la Economía
Durante años fue uno de los secretos mejor guardados de Jamaica. Coral Spring era una de las playas más blancas y espléndidas de la costa norte de la isla caribeña. Sin embargo, en 2008, unos promotores que construían un hotel en las cercanías llegaron una mañana para descubrir algo realmente insólito. La arena había desaparecido. Al amparo de la noche los ladrones se habían llevado 500 camiones cargados de la maravillosa arena.
En la mayor parte del mundo, la arena es algo que prácticamente carece de valor, pero es evidente que no ocurre lo mismo en Jamaica. ¿Quién cometió el robo? ¿Una empresa turística rival que quería la arena para su propia playa? ¿O fue acaso una compañía constructora que planeaba usarla como material de construcción? En uno u otro caso, algo queda claro: alguien había adoptado medidas desesperadas para apoderarse de la arena, alguien con un incentivo considerable para hacerlo.
De forma bastante similar a los detectives encargados de este caso, el trabajo de un economista es, con demasiada frecuencia, averiguar qué anima a las personas a tomar determinadas decisiones. Los economistas deben distanciarse de las razones morales, políticas o sociológicas que pueda haber detrás de las acciones, para indagar empíricamente qué fuerzas empujan a los seres humanos a tomar las decisiones que toman.
Un delincuente roba un banco porque juzga que el dinero que obtendrá es un incentivo mayor que la disuasión que ofrece la perspectiva de pasar una temporada entre rejas. Los ciudadanos tienden a esforzarse menos en su trabajo cuando los impuestos aumentan: una mayor carga fiscal sobre los ingresos adicionales se traduce en menores incentivos para trabajar horas extra. Las personas responden a las recompensas potenciales. Ésa es la regla más básica de la economía.
Piense detenidamente en las razones por las que usted y quienes le rodean toman ciertas decisiones. El mecánico repara nuestro coche no porque lo necesitemos para llegar al trabajo sino porque se le paga por ello. La camarera que nos sirve la comida lo hace por la misma razón, no porque estemos hambrientos. Y lo hace con una sonrisa no simplemente por ser una persona amable, sino porque los restaurantes son un negocio cuya supervivencia depende en gran medida de que los clientes vuelvan.
Ahora bien, aunque el dinero desempeña un papel importante en la economía, no todos los incentivos adoptan la forma de recompensas en efectivo. Los hombres y las mujeres dedican más tiempo a vestirse para una cita debido al incentivo del romance. Podemos rechazar un empleo bien remunerado que exige muchas horas de trabajo y preferir un salario menos generoso por el incentivo de tener más tiempo libre.
Hay incentivos ocultos detrás de todas las cosas. Por ejemplo, la mayoría de las cadenas de supermercados ofrecen a sus clientes tarjetas que les dan derecho a descuentos ocasionales en sus compras. El consumidor tiene así un incentivo para comprar de forma más regular en la cadena, que de esa manera garantiza un mayor volumen de ventas. Sin embargo, otro importante incentivo para los supermercados es que la tarjeta les permite saber con precisión qué compran ciertos consumidores. Como consecuencia, no sólo tiene una mejor idea de qué deben poner en sus estanterías, sino que también pueden tentar a sus clientes con ofertas especiales a medida y obtener algún dinero extra vendiendo los datos sobre los hábitos de compra de sus clientes a terceros, para los que esta información tiene un inmenso valor. La mano invisible hace que ambas partes de la ecuación se beneficien, habiendo cada una respondido a incentivos fuertes a lo largo de todo el proceso.
Por polémico que resulte, es posible incluso describir ciertos actos en apariencia altruistas como decisiones económicas racionales. Quienes contribuyen con obras benéficas, ¿lo hacen debido a una bondad inherente o usando la recompensa emocional (la satisfacción y el sentido del deber cumplido) que tal acción les reporta? La misma pregunta podría plantearse en el caso de los donantes de órganos. Aunque la economía del comportamiento ha descubierto ejemplos claros de que los seres humanos respondemos de forma inesperada a ciertas recompensas, la gran mayoría de las decisiones que adoptamos pueden explicarse a través de una sencilla combinación de incentivos.
A pesar de que estos incentivos no son siempre financieros, los economistas por lo general se concentran en el dinero (antes que en el amor o la fama) porque éste es más fácil de cuantificar que la autoestima.
En épocas de dificultades económicas, los gobiernos con frecuencia reducen los impuestos a los ciudadanos (como hicieron en Estados Unidos durante la recesión que siguió a la crisis financiera de 2008). La meta es proporcionar a la población un incentivo para continuar gastando y, por tanto, reducir la desaceleración económica.
Sin embargo, las personas responden al palo tanto como a la zanahoria, de modo que los gobiernos a menudo recurren a disuasivos (incentivos negativos) para garantizar que los ciudadanos cumplan ciertas normas. Un ejemplo claro lo constituyen las multas que conllevan las infracciones cometidas al volante o al aparcar. Encontramos otros ejemplos en los impuestos que en el mundo anglosajón llaman “impuestos al pecado” (que gravan artículos de consumo perjudiciales como el tabaco y el alcohol) y en los impuestos medioambientales al petróleo, las emisiones de desechos contaminantes, etc. Irónicamente, estos impuestos se encuentran entre los que más dinero generan para los gobiernos de todo el mundo.
La comprensión de que los incentivos importan ha inspirado un enfoque novedoso para hacer frente a la propagación del sida en África. Tras haber intentado sin éxito poner freno a la enfermedad regalando preservativos y educando a los africanos acerca de los peligros de las enfermedades de transmisión sexual, el Banco Mundial optó por hacer algo inusual. A partir de un fondo de 1,8 millones de dólares, acordó pagar a tres mil hombres y mujeres de Tanzania por evitar mantener relaciones de riesgo; para demostrar que lo habían hecho, los tanzanos tenían que realizarse con regularidad pruebas que verificaran que no habían contraído ninguna enfermedad de transmisión sexual. El plan se calificó de “prostitución inversa”.
Estas “transferencias monetarias condicionadas”, según se las denomina, han sido usadas con gran éxito en Hispanoamérica para animar a las familias pobres a acudir a los centros de salud y para lograr que vacunen y escolaricen a sus hijos. Por lo general, estos programas tienden a ser menos costosos que otro tipo de medidas.
Los incentivos y disuasivos son tan poderosos que la historia está plagada de ejemplos de gobiernos que provocan crisis importantes al intentar impedir el tira y afloja de los intereses personales.
Han sido muchos los casos en que los gobiernos han intentado responder a un aumento veloz de los precios de los alimentos imponiendo controles sobre ellos. La idea en principio es hacer llegar más comida a las familias más pobres. Pero tales políticas han fracasado en repetidas ocasiones; de hecho, con frecuencia lo que han conseguido es reducir la producción de alimentos. Dado que los controles de precios socavan los incentivos que tienen los cultivadores para producir comida, éstos dejan de trabajar o tienden a producir menos y guardar cuanto pueden para sus propias familias.
El ejemplo reciente más ilustre nos lo proporciona el presidente Richard Nixon, que en contra de su instinto y el de sus consejeros aprobó controles de precios y salarios en 1971. El resultado final fue que los problemas económicos se agravaron y, en última instancia, la inflación fue mayor. No obstante, la administración Nixon tenía un claro incentivo para imponer los controles: las elecciones estaban cerca y sabía que los efectos desagradables de la política tardarían algún tiempo en ser evidentes. A corto plazo, el plan gozó de una enorme popularidad entre la opinión pública, y Nixon resultó reelegido en noviembre de 1972 con una victoria aplastante.
Otro ejemplo nos lo ofrece la experiencia de la Unión Soviética durante el comunismo. Dado que la planificación centralizada impuso controles sobre los alimentos, los cultivadores tenían pocos incentivos para arar incluso sus tierras más fértiles; entre tanto, millones de personas morían de hambre por todo el país.
La lección que podemos sacar de estos ejemplos es que el interés propio es la fuerza más poderosa de la economía. A lo largo de nuestras vidas pasamos de un incentivo a otro. Ignorar esto es ignorar la estructura misma de la naturaleza humana.
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En la mayor parte del mundo, la arena es algo que prácticamente carece de valor, pero es evidente que no ocurre lo mismo en Jamaica. ¿Quién cometió el robo? ¿Una empresa turística rival que quería la arena para su propia playa? ¿O fue acaso una compañía constructora que planeaba usarla como material de construcción? En uno u otro caso, algo queda claro: alguien había adoptado medidas desesperadas para apoderarse de la arena, alguien con un incentivo considerable para hacerlo.
De forma bastante similar a los detectives encargados de este caso, el trabajo de un economista es, con demasiada frecuencia, averiguar qué anima a las personas a tomar determinadas decisiones. Los economistas deben distanciarse de las razones morales, políticas o sociológicas que pueda haber detrás de las acciones, para indagar empíricamente qué fuerzas empujan a los seres humanos a tomar las decisiones que toman.
Un delincuente roba un banco porque juzga que el dinero que obtendrá es un incentivo mayor que la disuasión que ofrece la perspectiva de pasar una temporada entre rejas. Los ciudadanos tienden a esforzarse menos en su trabajo cuando los impuestos aumentan: una mayor carga fiscal sobre los ingresos adicionales se traduce en menores incentivos para trabajar horas extra. Las personas responden a las recompensas potenciales. Ésa es la regla más básica de la economía.
Piense detenidamente en las razones por las que usted y quienes le rodean toman ciertas decisiones. El mecánico repara nuestro coche no porque lo necesitemos para llegar al trabajo sino porque se le paga por ello. La camarera que nos sirve la comida lo hace por la misma razón, no porque estemos hambrientos. Y lo hace con una sonrisa no simplemente por ser una persona amable, sino porque los restaurantes son un negocio cuya supervivencia depende en gran medida de que los clientes vuelvan.
Ahora bien, aunque el dinero desempeña un papel importante en la economía, no todos los incentivos adoptan la forma de recompensas en efectivo. Los hombres y las mujeres dedican más tiempo a vestirse para una cita debido al incentivo del romance. Podemos rechazar un empleo bien remunerado que exige muchas horas de trabajo y preferir un salario menos generoso por el incentivo de tener más tiempo libre.
Hay incentivos ocultos detrás de todas las cosas. Por ejemplo, la mayoría de las cadenas de supermercados ofrecen a sus clientes tarjetas que les dan derecho a descuentos ocasionales en sus compras. El consumidor tiene así un incentivo para comprar de forma más regular en la cadena, que de esa manera garantiza un mayor volumen de ventas. Sin embargo, otro importante incentivo para los supermercados es que la tarjeta les permite saber con precisión qué compran ciertos consumidores. Como consecuencia, no sólo tiene una mejor idea de qué deben poner en sus estanterías, sino que también pueden tentar a sus clientes con ofertas especiales a medida y obtener algún dinero extra vendiendo los datos sobre los hábitos de compra de sus clientes a terceros, para los que esta información tiene un inmenso valor. La mano invisible hace que ambas partes de la ecuación se beneficien, habiendo cada una respondido a incentivos fuertes a lo largo de todo el proceso.
Por polémico que resulte, es posible incluso describir ciertos actos en apariencia altruistas como decisiones económicas racionales. Quienes contribuyen con obras benéficas, ¿lo hacen debido a una bondad inherente o usando la recompensa emocional (la satisfacción y el sentido del deber cumplido) que tal acción les reporta? La misma pregunta podría plantearse en el caso de los donantes de órganos. Aunque la economía del comportamiento ha descubierto ejemplos claros de que los seres humanos respondemos de forma inesperada a ciertas recompensas, la gran mayoría de las decisiones que adoptamos pueden explicarse a través de una sencilla combinación de incentivos.
A pesar de que estos incentivos no son siempre financieros, los economistas por lo general se concentran en el dinero (antes que en el amor o la fama) porque éste es más fácil de cuantificar que la autoestima.
En épocas de dificultades económicas, los gobiernos con frecuencia reducen los impuestos a los ciudadanos (como hicieron en Estados Unidos durante la recesión que siguió a la crisis financiera de 2008). La meta es proporcionar a la población un incentivo para continuar gastando y, por tanto, reducir la desaceleración económica.
Sin embargo, las personas responden al palo tanto como a la zanahoria, de modo que los gobiernos a menudo recurren a disuasivos (incentivos negativos) para garantizar que los ciudadanos cumplan ciertas normas. Un ejemplo claro lo constituyen las multas que conllevan las infracciones cometidas al volante o al aparcar. Encontramos otros ejemplos en los impuestos que en el mundo anglosajón llaman “impuestos al pecado” (que gravan artículos de consumo perjudiciales como el tabaco y el alcohol) y en los impuestos medioambientales al petróleo, las emisiones de desechos contaminantes, etc. Irónicamente, estos impuestos se encuentran entre los que más dinero generan para los gobiernos de todo el mundo.
La comprensión de que los incentivos importan ha inspirado un enfoque novedoso para hacer frente a la propagación del sida en África. Tras haber intentado sin éxito poner freno a la enfermedad regalando preservativos y educando a los africanos acerca de los peligros de las enfermedades de transmisión sexual, el Banco Mundial optó por hacer algo inusual. A partir de un fondo de 1,8 millones de dólares, acordó pagar a tres mil hombres y mujeres de Tanzania por evitar mantener relaciones de riesgo; para demostrar que lo habían hecho, los tanzanos tenían que realizarse con regularidad pruebas que verificaran que no habían contraído ninguna enfermedad de transmisión sexual. El plan se calificó de “prostitución inversa”.
Estas “transferencias monetarias condicionadas”, según se las denomina, han sido usadas con gran éxito en Hispanoamérica para animar a las familias pobres a acudir a los centros de salud y para lograr que vacunen y escolaricen a sus hijos. Por lo general, estos programas tienden a ser menos costosos que otro tipo de medidas.
Los incentivos y disuasivos son tan poderosos que la historia está plagada de ejemplos de gobiernos que provocan crisis importantes al intentar impedir el tira y afloja de los intereses personales.
Han sido muchos los casos en que los gobiernos han intentado responder a un aumento veloz de los precios de los alimentos imponiendo controles sobre ellos. La idea en principio es hacer llegar más comida a las familias más pobres. Pero tales políticas han fracasado en repetidas ocasiones; de hecho, con frecuencia lo que han conseguido es reducir la producción de alimentos. Dado que los controles de precios socavan los incentivos que tienen los cultivadores para producir comida, éstos dejan de trabajar o tienden a producir menos y guardar cuanto pueden para sus propias familias.
El ejemplo reciente más ilustre nos lo proporciona el presidente Richard Nixon, que en contra de su instinto y el de sus consejeros aprobó controles de precios y salarios en 1971. El resultado final fue que los problemas económicos se agravaron y, en última instancia, la inflación fue mayor. No obstante, la administración Nixon tenía un claro incentivo para imponer los controles: las elecciones estaban cerca y sabía que los efectos desagradables de la política tardarían algún tiempo en ser evidentes. A corto plazo, el plan gozó de una enorme popularidad entre la opinión pública, y Nixon resultó reelegido en noviembre de 1972 con una victoria aplastante.
Otro ejemplo nos lo ofrece la experiencia de la Unión Soviética durante el comunismo. Dado que la planificación centralizada impuso controles sobre los alimentos, los cultivadores tenían pocos incentivos para arar incluso sus tierras más fértiles; entre tanto, millones de personas morían de hambre por todo el país.
La lección que podemos sacar de estos ejemplos es que el interés propio es la fuerza más poderosa de la economía. A lo largo de nuestras vidas pasamos de un incentivo a otro. Ignorar esto es ignorar la estructura misma de la naturaleza humana.
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jueves, 19 de enero de 2012
Realidad Virtual: las posibilidades de la realidad que no existe.
Nadie puede decir con exactitud cuál es el futuro de la realidad virtual. A los pocos años de existir, ya comienzan a cambiar las formas de trabajar y de entender la única realidad que hasta el momento hemos conocido: los astronautas, los médicos, los químicos o los usuarios de ordenadores personales verán, de aquí a unos años, completamente cambiada la forma de entender su interacción con las máquinas y con el mundo en general.
Donde el ciberespacio es tanto un fenómeno tecnológico como social, la realidad virtual es básicamente una tecnología basada en el ordenador. En su forma ideal, aún no alcanzada, presenta al usuario la ilusión total de una realidad física, un mundo virtual en el que habitar y con el que interaccionar. Incluso en sus formas más toscas –casco pesado y guante de datos, gráficas poco convincentes, repertorio de acciones limitado- su foco se centra en la interacción entre el usuario y la ilusión tridimensional. Las aplicaciones potenciales de la realidad virtual son ilimitadas, y quizá lo más excitante no esté en el domino mágico de los juegos fantásticos, sino allí donde pueden refinar y extender las habilidades de personas tales como cirujanos, ingenieros, químicos e incluso psicoterapeutas.
La realidad virtual depende de dos tipos de aparatos: unos para crear la ilusión de la realidad virtual, y otros para permitir que el usuario interaccione con ella. El HMD –Head Mounted Display, “visor montado en la cabeza”- es el protagonista de la realidad virtual. Mediante un sistema estereoscópico, la imagen que cada ojo percibe es ligeramente diferente, lo que da la sensación de profundidad, que en algunos casos viene reforzada por el sonido 3-D que llega a través de los auriculares. Para detectar los movimientos del usuario, se le aplica un rastreador que utiliza medios electromagnéticos u ópticos: unos 1.000 haces infrarrojos detectan los movimientos y posición del usuario. Los movimientos llegan a la computadora, ésta interpreta la posición y orientación de la cabeza y responde enviando las imágenes correspondientes.
Los guantes nos permiten “manejar” la realidad virtual. Hay una gran variedad de guantes, unos están dotados de cables, otros cubren sólo la palma de la mano y dejan los dedos libres para que sea posible usar un teclado real mientras se está dentro del entorno. En los guantes que cubren completamente la mano, unos finos cables de fibra óptica recorren los dedos con secciones adaptadas a las articulaciones y dotadas de un diodo que emite una cantidad de luz proporcional al grado de flexión del dedo. Así se dan órdenes al programa: por ejemplo, apuntando a un sitio para que la máquina lo acerque al usuario, o bien haciendo que traduzca el lenguaje de signos de los sordomudos a texto o voz sintetizada. A través de la mano virtual, el usuario “existe” en este nuevo mundo: es capaz de alterarlo o reconstruirlo, interactuar con él y recibir sensaciones táctiles.
El traje utiliza el mismo principio que el guante –fibra óptica- pero aplicado a todo el cuerpo. Ahora la entrada en el mundo virtual es completa: sirve para evaluar movimientos y se utilizará tanto para mejorar el rendimiento de deportistas como para llevar a cabo terapias de rehabilitación. Los guantes y los trajes cuentan con microagujas y pequeñas bolsas inflables que reproducen la sensación de estar agarrando o tocando un objeto. En algunos casos, se incluyen los termodos, capaces de emular el calor o el frío.
Al mismo tiempo, el usuario manipula un dispositivo manual denominado pistola de datos para interaccionar con el mundo virtual. Un ordenador siente la mano del usuario y los movimientos del cuerpo y altera en consecuencia el mundo virtual. Volver la cabeza, por ejemplo, cambia la percepción visual en el mundo virtual.
Las aplicaciones médicas potenciales implican una tecnología llamada telepresencia. El usuario interacciona no con un mundo ilusorio, sino con la imagen de un mundo que existe físicamente en otro lugar. El objetivo de la investigación en telepresencia es el de permitir a los cirujanos realizar operaciones en áreas del cuerpo humano demasiado pequeñas y/o delicadas para trabajar a mano. Manipulando instrumentos unidos a las manos, un cirujano realizaría una operación quirúrgica en una proyección tridimensional del paciente. Un ordenador que siguiera los movimientos del cirujano enviaría órdenes a brazos robóticos que realizarían la intervención quirúrgica real.
Los cirujanos también podrían practicar la noche anterior en un paciente virtual construido específicamente a partir de las imágenes diagnósticas tomadas en el paciente real. La tecnología podría ser utilizada también para llevar a cabo cirugía en lugares tales como áreas rurales o campos de batalla, donde no hay ningún cirujano disponible. Los brazos robóticos seguirían los movimientos de un cirujano que realizara la operación en una imagen telepresente en un lugar lejano. Algunos escépticos preguntan qué sucede si los instrumentos funcionan incorrectamente y no hay ningún cirujano real para tomar el mando.
La telepresencia puede utilizarse también en la exploración espacial. La manipulación de robots a distancia soluciona la necesidad de crear un entorno de gravedad artificial que mantenga a los astronautas reales en buena forma física. La telepresencia se destinará también a las actividades extravehiculares –reparación de satélites-, la minería, los servicios de bomberos, la desactivación de bombas o la manipulación de residuos tóxicos o radiactivos.
Para arquitectos e ingenieros, la realidad virtual permite comprobar un diseño sin necesidad de construirlo. Puesto que uno puede “caminar” por la realidad virtual, un arquitecto podría ensayar una vista desde lo alto de una gran escalera, por ejemplo, o ver qué sensación produciría andar desde la cocina a la sala de estar. Antes de que el edificio sea levantado, arquitecto y cliente podrán recorrerlo, acordando modificaciones tanto de los planos generales como de los pequeños detalles, haciendo aparecer cajas de herramientas también virtuales con un simple chasquido de dedos o desplazándose por las diferentes plantas y habitaciones con sólo señalarlas con la mano. Todos los errores podrán ser detectados y corregidos a un coste mucho menor.
En el entrenamiento –tanto de pilotos o astronautas como en la preparación de tareas peligrosas o simplemente para aprender a conducir un coche-, ofrece posibilidades completamente nuevas: los diferentes entornos pueden ser reproducidos a voluntad, de modo que los profesores disponen de una amplia gama de accidentes a los que enfrentar al alumno. Esta técnica se utiliza mucho en el entrenamiento de astronautas, que realizan virtualmente, una y otra vez, las misiones y sufren en ellas todos los accidentes posibles y combinados de todas las formas, de manera que al salir al espacio están preparados para la peor de las catástrofes.
La Universidad de Carolina del Norte creó un proyecto, “Volando a través de moléculas proteicas”, en el que los usuarios podían jugar con moléculas de su mismo tamaño y explorar en detalle su estructura. La información que recibía el alumno en unos minutos era muy superior a muchos esquemas y horas de explicaciones, y mucho más fácil de recordar. Los químicos y bioquímicos pueden visualizar y manipular modelos moleculares y terminar con los clásicos modelos de latón, lo que además permite –teniendo previamente programada toda la información sobre átomos, enlaces, cargas eléctricas y demás- experimentar virtualmente con la creación de moléculas nuevas.
Los psicoterapeutas ya han utilizado la realidad virtual como ayuda en el tratamiento de pacientes con fobias tales como un miedo extremo a las alturas. No es demasiado difícil crear la ilusión de permanecer en un balcón del piso decimoquinto o en lo alto de una escalera. Los pacientes pueden acostumbrarse poco a poco a la difícil situación, sabiendo que están controlados y físicamente a salvo de cualquier daño.
Los fabricantes de máquinas de ejercicios ya venden bicicletas estáticas equipadas con realidad virtual. El ciclista observa la visión cambiante de los senderos del campo y siente el viento en su pelo. Cuanto más rápido pedalea más fuerte es la sensación de viento. Quizás un modelo urbano debería añadir sonidos de bocinas y toques de una realidad olfatoria virtual como, por ejemplo, los humos de los automóviles.
En los videojuegos, la realidad virtual va a crear algo completamente inédito. El usuario ya no se peleará a través de un teclado o un joystick, sino que tendrá que emplear toda su fuerza para luchar con una espada imaginaria y podrá sentir todas las sensaciones de sumergirse en la competición: los mismos principios desarrollados para los entrenamientos se aplicarán a las carreras de coches o simuladores de vuelo, que entrarán en una era nueva. La Wii es sólo el primer paso.
En cuanto al arte, la realidad virtual permitirá tanto la recreación de museos –visitas virtuales al Louvre o al Museo del Prado- como la creación de otros nuevos: se crearán técnicas digitales –y por tanto obras- que sólo podrán ser contempladas –o, más bien, experimentadas- en este entorno. Sin embargo, para que este tipo de creación esté al alcance de todos los artistas aún quedara un largo camino por delante.
La realidad virtual -una expresión que es una contradicción entre los términos- ha avanzado mucho tecnológicamente, pero aún son pocas las personas, e incluso instituciones, que puedan acceder a ella. El uso científico o industrial tendrá un desarrollo relativamente veloz, pero la diversión y la creación de arte para los usuarios domésticos se retrasarán un poco más: los equipos necesarios aún son muy caros, si bien las empresas creadoras de juegos están invirtiendo mucho dinero en este sector y la feroz competencia entre ellas –que guardan en absoluto secreto sus planes- convierte al futuro de la realidad virtual en imprevisible. Lo lógico es pensar que se cumplirá la ley del sector informático que vende los equipos punteros a un precio muy alto para ir luego abaratándolos al tiempo que extiende el mercado. Vender más equipos significará también vender más programas. En cualquier caso, parece claro que antes o después la informática del siglo XXI se basará en esta nueva realidad que no existe.
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jueves, 12 de enero de 2012
¿Por qué crujen nuestras articulaciones?
Chascar los huesos: muchas personas lo hacen para molestar a los demás, en otros es sencillamente una costumbre. Para conseguirlo, basta con estirar de los dedos de las manos o ejercer la presión adecuada sobre las extremidades para que la articulación se estire excesivamente. El sonido, que llega a resultar desagradable para algunos, puede ser involuntario; es lo que ocurre, por ejemplo, cuando alguien se levanta y le chascan las rodillas; siempre se produce de la misma forma.
En cada articulación se encuentra la denominada sinovia o líquido sinovial, que hace de elemento se engrase. Proporciona alimento a los huesos y cartílagos y se distribuye por ellos gracias al movimiento. Además, ese fluido sinovial permite que los huesos y los cartílagos no se rocen unos contra otros cuando se mueve la articulación correspondiente. El engrase surge bajo el efecto de una determinada presión. Si la cápsula articular se aparta de su posición normal, se genera una presión negativa que causa la formación de burbujas de gas en la sinovia, las cuales escapan y estallan. Los estallidos se hacen audibles en forma del característico chasquido. Puesto que en la sinovia existe una cantidad limitada de gas, no se pueden hacer crujir las articulaciones siempre que se desee, sino que hay que esperar a que se regenere ese gas hasta alcanzar una concentración suficientemente elevada.
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domingo, 8 de enero de 2012
1634-La rendición de Breda - Velázquez (2)
(Continúa de la entrada anterior)
Cuando Velázquez se encaró con el lienzo en blanco ya habían transcurrido unos diez años desde el suceso, y leyenda popular y obras de ficción lo habían distorsionado ya. El pintor, un investigador nato para sus composiciones, buscó para su cuadro una amalgama de todo ello. Ningún testigo de la época dejó escrito que Nassau le hiciese entrega de las llaves de la ciudad a Spínola. Esta escena fue una invención de Calderón de la Barca para su obra de teatro “El sitio de Breda”, escrita hacia 1626. Y ésa es la fuente de la escena central del cuadro de Velázquez: el teatro.
El pintor nunca escondió el origen teatral del lienzo: Spínola y Nassau parecen realmente estar representando una escena con un decorado de fondo. Basta con mirar a Spínola e imaginar las palabras que Calderón puso en su boca en aquel instante: “Justino, yo las recibo (las llaves) y conozco que valiente sois, que el valor del vencido hace famoso al que vence”. Un gesto que ejemplifica el valor español más universal de la época: la hidalguía, la gran idea que subyace en el cuadro.
Sin embargo, no todo es ficción aquí. El paisaje tras las figuras humanas es la verdadera Breda y sus alrededores, esbozado casi como un mapa, a la manera de los pintores flamencos: un paisaje holandés pintado a la holandesa, uno de los guiños geniales de Velázquez, puesto que nunca estuvo en aquellas regiones y se hubo de basar en grabados y pinturas mediocres y descripciones literarias. Para documentar el sitio y la rendición de Breda, la corte de Felipe IV había encargado tres cuadros al pintor holandés Peeter Snayers, conservados en el Museo del Prado. Se considera que estos lienzos reflejan mejor la realidad que el de Velázquez, y que éste incluso los utilizó como inspiración para plasmar el paraje de Breda que nunca conoció. Resulta algo bastante creíble, si se observa la composición del paisaje, típicamente flamenco, con una llanura pintada de un modo casi topográfico. La atmósfera azulada es la propia de aquellas tierras del mar del Norte, captada, además, con una perfecta perspectiva aérea (es decir, logra mediante la gradación de los colores y las pinceladas dar la sensación de lejanía, de que hay aire de por medio).
Velázquez desarrolla el tema sin vanagloria ni sangre. Los dos protagonistas están en el centro de la escena y más parecen dialogar como amigos que como enemigos. Justino de Nassau aparece con las llaves de Breda en la mano y hace ademán de arrodillarse, lo cual es impedido por su contrincante que pone una mano sobre su hombro y le impide humillarse. En este sentido, es una ruptura con la tradicional representación del héroe militar, que solía figurarse erguido sobre el derrotado, humillándolo. Igualmente se aleja del hieratismo que dominaba los cuadros de batallas. Es verista la plasmación de Spínola, a quien Velázquez conoció en una travesía entre Barcelona y Génova. El rostro de Nassau, en cambio, era ajeno al pintor y sólo pudo verlo en algún retrato: por ello, quizá, Velázquez lo colocó en escorzo.
La entrega de llaves, símbolo del poderío español, es el centro del cuadro y el colofón de la pieza teatral de Calderón. Pero a ambos lados de Spínola y Nassau, en una imperfecta simetría, están sus soldados. Podrían haber sido meros figurantes, pero Velázquez (que tampoco rehuyó inmortalizar en otras obras a los más escondidos protagonistas de la corte: los enanos y bufones) los dotó de rasgos propios. Curiosamente, casi ninguno está observando el solemne acto de entrega de llaves. Están ensimismados en sus pensamientos, son protagonistas de su propia historia. Pero todas las caras tienen un rasgo en común: cansancio, tanto las de los vencedores como las de los vencidos. Éste es un detalle que se corresponde con la verdad: el sitio de Breda y las guerras holandesas en general supusieron un esfuerzo enorme para las arcas españolas y Velázquez lo sabía. A la derecha están los soldados españoles, alzando sus picas - el cuadro también se conoce como "Las lanzas", a pesar de que las armas que aparecen son más propiamente picas (en el bando español) y alabardas (en el holandés). A la izquierda, los soldados holandeses se representan con un aspecto bisoño, pero sin que trasluzca la impresión de la derrota sufrida.
“La rendición de Breda es un inmenso espectáculo de magia pictórica donde nada está dejado al azar. ¿Quiénes son los vencedores? El grupo con armas más abundantes y mejor ordenadas, el de la derecha, los españoles. ¿Quiénes los vencidos? Los que muestran menos armas y colocadas de manera desordenada, el de la izquierda, los holandeses. Y el toque supremo, un juego con dos momentos en el tiempo: detrás, las humaredas dan a entender que el sitio sigue en marcha; delante, se sella la paz.
La composición formal es una distribución de elementos y manchas de color que sólo podría darse por pura casualidad, pero que jamás parece falsa. Ésa es la cualidad que distingue a los pintores geniales de los meros pintores. Cada personaje adopta una postura y un ropaje que le permiten destacar de los que le rodean por contraposición. La horizontalidad del cielo y el paisaje choca con la verticalidad de las armas españolas. Cuatro picas imperiales y su bandera se alinean a la derecha, dos de las holandesas y su blasón lo hacen a la izquierda.
Algunos otros detalles del cuadro que merecen la pena destacarse son:
- Velázquez colocó casi escondido, hacia el centro a la derecha, a un soldado tocando el pífano. Efectivamente, éste y el tambor eran los principales instrumentos de la soldadesca. Curiosamente, uno de los más grandes homenajes a Velázquez, efectuado por el impresionista Manet, es el “Tocador de pífano”, pintado en 1886.
- Los personajes que Velázquez colocó en retaguardia en la parte española, a la derecha, se corresponden con la imagen arquetípica de los temidos tercios de Flandes: soldados bigotudos y patilludos.
- Una cara mira hacia nosotros en el extremo derecho, tras el caballo. Esta figura, perfectamente individualizada, ha sido identificada por diversos estudiosos como la del propio Velázquez, que ya hizo lo mismo en dos lienzos más: “La adoración de los Reyes Magos” y, posteriormente, sin misterio alguno, en “Las Meninas”.
- Los dos caballos que sirven para delimitar los grupos de soldados parecen la misma figura vista de frente y de espaldas.
- Spínola contaba en el momento de la rendición más de 50 años, una edad que parece bien plasmada. Nassau tenía 10 más y, en cambio, resulta más joven que Spínola.
- Sólo dos armas de fuego en todo el cuadro. Una en cada bando y portadas por dos soldados en casi simétricas posturas. Ambos adoptan la posición símbolo de la no agresión: con el arcabuz al hombro.
Otro detalle curioso es que el cuadro, en un pequeño rincón a la derecha, muestra una hoja en blanco, en teoría destinada a albergar la firma del autor. Se trata en realidad de una especie de “anti-firma”, pues constituye una ostentación de la voluntad del artista de no especificar su nombre. A través de ese papel en blanco, Velázquez está declarando de manera orgullosa que no necesita firmar sus obras para que se reconozca su autoría, pues su estilo y calidad hablan por sí solos.
Pero la cartela en blanco –que también aparece en el Retrato ecuestre de Felipe IV- se inscribe también en un contexto más preciso y se relaciona con la posición que ocupaba o quería ocupar el pintor entre los artistas que trabajaban para la Corte. Ambos cuadros fueron realizados para el Salón de Reinos. Además de Velázquez, como hemos mencionado más arriba, en la decoración del lugar participaron muchos de los pintores más importantes que trabajaban entonces en Madrid. Ello propiciaba el enfrentamiento artístico entre dos generaciones de artistas: los que se habían formado al amparo de los pintores que llegaron para trabajar en El Escorial en la segunda mitad del siglo XVI, y una más moderna, integrada por artistas que desde sus inicios habían estado en contacto con el estilo naturalista. Ambos grupos tenían como cabezas a Vicente Carducho y Velázquez respectivamente. La relación entre ambos nunca fue buena. Carducho ocupaba una posición muy importante entre los artistas que trabajaban en la Corte, pero se vio seriamente amenazada ante la llegada del sevillano.
Para la decoración del Salón de Reinos, a Carducho se le encargaron tres de las grandes escenas de batallas, en consonancia con el lugar que ocupaba en los medios artísticos madrileños, mientras que Velázquez tuvo que ocuparse de una de ellas, además de cinco cuadros ecuestres. Una de las cosas que llaman la atención en los cuadros de aquél es que todos ellos están firmados con largas inscripciones en latín en las que además de indicar la fecha y el tema del cuadro se presenta a sí mismo como pintor del rey. Haciendo ostentación de la omisión de su firma, Velázquez estaba, entre otras cosas, respondiendo a su colega Carducho y afirmando que mientras éste necesitaba de una larga inscripción en latín para identificarse como autor de los cuadros, los suyos hablaban por sí mismos.
Que el lienzo haya llegado a nuestros días es casi un milagro: se salvó del incendio del Buen Retiro en 1640 y después volvió a esquivar las llamas que destruyeron el Alcázar (la residencia real) en 1734. De ahí pasó al nuevo hogar de los monarcas españoles, el Palacio Real, hasta que Fernando VII en 1819 lo donó como parte de la colección fundacional del Museo del Prado, donde sigue expuesto.
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domingo, 1 de enero de 2012
1634-La rendición de Breda - Velázquez (1)
Velázquez nunca estuvo allí. Y lo que es más: nunca tuvo intención de plasmar exactamente cómo sucedió. "La rendición de Breda" fue un cuadro que conmemoraba un suceso real: la capitulación de la ciudad holandesa de Breda ante el sitio de las tropas españolas en 1625. Pero más que documentar el hecho fidedignamente, la pretensión del lienzo era captar una esencia, la de la España de la casa de los Austrias: un imperio que vence pero que jamás humilla. El imperio de los caballeros hidalgos. O, como lo materializó Velázquez: un general victorioso al servicio de la Corona que posa su mano sobre el holandés vencido para impedir que se postre ante él durante la entrega de las llaves de la ciudad. Sólo que esta ofrenda, en realidad, jamás ocurrió. Pero empecemos por el principio, cinco años antes.
En 1629, Velázquez había viajado a Italia, destino imprescindible para cualquier pintor de la época que desease completar su formación. Allí entró en contacto directo con la teoría y la práctica del arte italiano de su tiempo y de su esplendoroso pasado. Sus reuniones con gente relevante y la oportunidad de entrar en contacto con lienzos y técnicas distintas marcarán definitivamente su estilo. Cuando regresa a España en 1631 su pintura ha cambiado: ya no es tenebrista, sino que se iluminan los ambientes, se llenan de modernidad las figuras y las escenas, y la libertad artística se hace más patente que nunca. El color se aviva, renace y surge intenso.
El Buen Retiro era un palacio circundado de jardines, levantado sobre un terreno anteriormente ocupado por una pajarera, donde el conde-duque de Olivares pasaba sus horas de ocio. En la época de Felipe II se había añadido un cuerpo llamado “Retiro” porque allí se retiraba el rey en las ocasiones de luto o penitencia. El duque lo había ofrecido a Felipe IV, que mandó construir allí un enorme palacio convertido después en símbolo de la monarquía española. En el otro extremo de Madrid, disponía de todo lo que le faltaba al antiguo Alcázar: amplios espacios, jardines, quioscos, fuentes, residencias decoradas con obras de grandes artistas y un teatro para representar obras de los mejores autores contemporáneos. Para el soberano significaba también la posibilidad de sentirse libre del rígido ceremonial cortesano y dedicarse a la caza, el pasatiempo favorito de la familia real, una tradición venatoria que había llevado a la construcción de residencias apropiadas fuera de Madrid: edificios más agradables, aunque menos suntuosos, situados en Aranjuez, la Zarzuela, el Pardo y Valsaín, donde se alternaban las estancias de la corte cuando se alejaba de la capital.
No se habían escatimado gastos para que el lugar pudiera competir con los más afamados palacios de Europa. En él había que glorificar las virtudes del príncipe católico y exaltar las glorias de su monarquía. A lo largo de 1634 y de los primeros meses del siguiente año, artistas especializados en labores decorativas prepararon el recinto para recibir el conjunto más deslumbrante de la pintura profana española del momento, configurado por una serie de lienzos dispuestos en sus muros. Entre los principales pintores destacaban Maino, Zurbarán, Carducho, Cajés y Pereda.
Como parte de los lienzos dedicados a las batallas, Velázquez contribuyó con la Rendición de Breda (1635), el célebre cuadro conocido también como "Las Lanzas". Si bien la reconquista de la ciudad tuvo lugar el 2 de junio de 1625, la entrega simbólica se desarrollaría tres días después. Nueve años más tarde, el pintor se encarga de inmortalizar el hecho.
Para entender desde un punto de vista histórico esta obra de Velázquez hay que remontarse a lo que estaba sucediendo desde finales del siglo XVI y principios del XVII. Los Países Bajos (liderados por su noble más importante, Guillermo de Orange) estaban inmersos en la guerra de los ochenta años o guerra de Flandes, en la que luchaban por independizarse de España.
En 1590, con Mauricio de Nassau-Orange (cuarto hijo de Guillermo) como estatúder de las Provincias Unidas de los Países Bajos, la ciudad de Breda fue tomada por los holandeses. La tregua de los Doce Años mantuvo el país en calma entre 1609 y 1621. En ese año, al expirar la tregua, la monarquía española inició una nueva etapa en la guerra. El conflicto duraba ya 60 años y había resultado muy costoso en hombres y dinero. Pero Felipe IV y su valido, el conde-duque de Olivares, pretendían retener a cualquier precio aquellas tierras.
Ambrosio Spínola, nacido en 1569 en el seno de una ilustre familia genovesa, era el más prestigioso general español del momento. Casado con una rica heredera y entregado a los estudios, hasta pasados los 30 años nada hacía presagiar su brillante porvenir como militar. En 1602, sin embargo, se ofreció a Felipe III para comandar una fuerza de 6.000 hombres en Flandes. Fue el inicio de una carrera meteórica, marcada por su excepcional habilidad como estratega. En aquel momento quedó al mando de las operaciones en los Países Bajos. Para ello contaba con el apoyo de la gobernadora de Flandes, Isabel Clara Eugenia, tía del soberano español. En 1622 se apoderó de Jüllich y poco después avanzó sobre Berg-op-Zoom, aunque tuvo que levantar el sitio. Finalmente, en la primavera de 1624 puso sus ojos en Breda. Ciudad rica y populosa, era una de las cunas de la causa rebelde y su conquista representaría un importante golpe para los holandeses. La empresa, sin embargo, no era fácil. Desde que en 1590 cayera en manos protestantes, la ciudad había sido reforzada con enormes muros y fosos lo que, según la mayoría de los militares, la hacía casi inexpugnable.
La única oportunidad de Spínola era coger desprevenida a la ciudad cuando hubiese en su interior el mínimo de efectivos. Tras amagar un ataque sobre otros puntos, en la madrugada del 28 de agosto de 1624 se lanzó con su caballería sobre los arrabales, cortó los caminos y aisló la ciudad. Durante el día fue llegando el resto de las fuerzas hispanas y el sitio se formalizó. Los atacantes sumaban unos 18.000 hombres, mientras que los defensores, al mando de Justino de Nassau, eran unos 7.000.
Esa misma mañana el general comenzó a trazar el plano de las obras de sitio, cuyo fin no sólo era rendir Breda, sino rechazar los intentos de socorro que llegarían desde el exterior. Trabajando a destajo, en sólo 17 días se completó el cinturón de trincheras, fuertes y parapetos que habrían de ahogar a los rebeldes. Era una doble línea fortificada protegida por 96 reductos, 37 fortines y 45 baterías. Una caravana de 400 carros abastecía a diario a los sitiadores y evacuaba a enfermos y heridos.
La fama de Spínola como ingeniero militar era conocida en toda Europa, por lo que no faltaron "turistas" que viajaron a Breda para admirar las obras de sitio, entre ellos el rey de Polonia y el duque de Baviera y, dice la leyenda, también el joven Descartes. En toda Europa se cruzaban apuestas sobre el éxito o fracaso de la empresa. La misma corte de España consideraba una temeridad aquel sitio e insinuó su levantamiento, pero la gobernadora, que confiaba ciegamente en su general, convenció a Madrid de la necesidad de continuar.
Los defensores estaban tranquilos. Confiaban en la solidez de sus defensas y en la ayuda de Mauricio de Nassau, hermano de Justino. Mauricio también creía que Breda era inexpugnable y apenas molestó a Spínola en el levantamiento del sitio. Es más, creyendo desprotegida Amberes, se lanzó sobre ella con el ánimo de tomarla, pero su intento fracasó estrepitosamente. Ante ello, Mauricio decidió tomarse más en serio el sitio de Breda y se plantó ante el ejército católico, listo para el ataque.
Spínola aceptó el reto y se preparó para hacerle frente, pero al final Mauricio desistió. Librar una batalla campal suponía arriesgarlo todo a una carta: si los holandeses ganaban, la ciudad se salvaría; pero si fracasaban estaría irremediablemente perdida. Por ello, el líder rebelde optó por la prudencia y se retiró, confiando en la capacidad de resistencia de la ciudad.
La llegada del invierno no sorprendió a los sitiadores. Se había previsto el mantenimiento de los convoyes diarios de abastecimiento a pesar de los rodeos que tenían que dar para transitar por caminos secos y seguros. Mientras tanto proseguía el martilleo constante de la artillería de sitio y el estallido de las minas que plantaban los atacantes, y que iban demoliendo uno a uno todos los baluartes defensivos. Esto permitía que el enemigo se aproximase cada vez más a las murallas de la ciudad. A todo ello se unió la escasez de alimentos dentro de la plaza y, lo que era peor, la constatación de que los ansiados socorros no llegaban, pues la dureza del invierno también había hecho mella en el ejército de Mauricio.
En un intento desesperado por romper el sitio, los defensores desviaron el cauce de un río cercano para que anegase el campamento de Spínola. Pero éste, previsor, había ordenado levantar unos diques que lo impidieron. Poco después, los sitiados expulsaron de Breda a mil bocas inútiles, niños y ancianos, una práctica habitual cuando escaseaban los alimentos en una ciudad sitiada. Pero Spínola los rechazó y los devolvió a la ciudad para que continuasen siendo una carga para la defensa.
En abril de 1625, Mauricio intentó socorrer de nuevo a Breda, pero se encontraba enfermo y volvió a fracasar. Murió poco después en La Haya, sin dejar de preguntar durante su agonía por la suerte de la ciudad. La noticia supuso un duro golpe para los sitiados, pero éstos intentaron un último ardid: una noche, el capitán inglés Thomas Veer reunió en secreto a unos 500 hombres y llevó a cabo una audaz salida que sorprendió a los centinelas españoles e italianos apostados en los baluartes más próximos. La operación empezó siendo un éxito, pero la rápida llegada de refuerzos obligó a retroceder a los holandeses y el intento fracasó.
Tras nueve meses de asedio, los defensores ya no podían aguantar más. Las bajas eran numerosas; los alimentos escaseaban y no había perspectivas de ayuda. El 31 de mayo se iniciaron las conversaciones de rendición. Como el ejército de Spínola también estaba agotado, las condiciones fueron bastante ventajosas para los sitiados.
El 5 de junio, la guarnición superviviente de Breda -unos 3.500 hombres en un estado lamentable- salía con armas, banderas y bagajes. Los ciudadanos quedaban exentos de pagar ningún tributo y sólo se les obligó a restaurar las imágenes de los templos católicos y erradicar la práctica del calvinismo. Justino de Nassau, acompañado de sus ayudantes, entregó personalmente las llaves de la ciudad a Spínola en la tienda de éste, que había sido engalanada para la ocasión.
La noticia fue recibida con gran alborozo en Bruselas y Madrid. Se celebraron misas, fiestas y fuegos artificiales. Días después, la gobernadora hizo su entrada en la ciudad bajo un arco de triunfo que el general genovés había hecho levantar y en el que una dedicatoria consagraba la victoria a ella y al rey Felipe IV. Las fiestas se prolongaron durante tres días seguidos, en los cuales la soldadesca se gastó la prima que habían recibido. El rey, como premio, nombró a su general Comendador Mayor de Castilla y el papa Urbano VIII le envió varios regalos bendecidos. Pero Spínola contestó al monarca que prefería alguna compensación económica contante y sonante debido al estado de ruina personal en el que se encontraba, pues durante años había adelantado el dinero necesario para la guerra; se calcula, en efecto, que la Corona le debía varios millones de ducados.
Breda supuso el cenit de la carrera militar de Spínola, pero también el canto del cisne del poderío militar español en Flandes. La falta de dinero hizo imposible emprender más ofensivas de envergadura y, al cabo de trece años, la ciudad se volvió a perder, esta vez definitivamente. En 1648, tras más de ocho décadas de guerras inútiles, España reconocía, por fin, la independencia de las provincias holandesas. El sitio y rendición quizás habrían pasado a la posteridad como un episodio más del conflicto, pero Velázquez y su pintura le otorgaron la inmortalidad.
(Continúa en la siguiente entrada)
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