En 1978, Oliver Stone ganaba el premio al mejor guión adaptado por “El Expreso de Medianoche”, una dura película dirigida por Alan Parker que cuenta la historia de Billy Hayes, un joven estadounidense condenado por el gobierno turco por tráfico de hachís. El pobre diablo acaba en una cárcel turca, siendo sometido a las peores atrocidades. La película colocó a los penales turcos entre las peores pesadillas del imaginario colectivo occidental. Pues bien, “El Expreso de Medianoche” no fue más que una película, y poco tuvo que ver con lo que le sucedía a los pequeños traficantes extranjeros cuando eran detenidos en Turquía con “las manos en la droga”.
Los agricultores turcos han venido cultivando opio durante siglos. Y al menos hasta tiempos recientes lo hacían en cantidades inmensas. Añadían las hojas de las amapolas a sus ensaladas, alimentaban a su ganado con la planta una vez extraída la pasta del opio. Lo único que no utilizaban del vegetal era, precisamente, la droga. Vendían la pasta de opio al gobierno, tal y como ordenaba la ley, para elaborar a partir de ella medicamentos con base en la morfina.
El problema era que los traficantes clandestinos pagaban considerablemente más por ese opio que el rácano precio fijado por el gobierno, así que muchos agricultores comenzaron a vender sólo una parte de su cosecha a las autoridades y el resto a los traficantes, que era donde realmente se hallaba el beneficio. Los traficantes transformaban la pasta de opio en heroína multiplicando su valor en el mercado por mil y lo vendían a los distribuidores europeos y norteamericanos, quienes lo suministraban a los adictos a precios astronómicos.
Las drogas son una plaga en las sociedades occidentales, causando no solo enfermedad y muerte sino disparando el número de crímenes relacionados con el tráfico: robos, asalto a viviendas, fraude, chantaje, atracos, asesinatos…. Los países del Primer Mundo necesitaban hacer algo con este problema. Y lo que decidieron fue culpar a los turcos de ser los “proveedores”, dejando de lado el detalle de que sus propios ciudadanos eran los “demandantes”. Sin demanda, el mercado se seca. Con ella, da igual que se cierre un mercado, pronto saldrá otro dispuesto a dar al adicto lo que pide. Pero era mucho más fácil y políticamente adecuado hacer de Turquía el chivo expiatorio que coger el toro de casa por los cuernos.
El presidente Nixon y el Congreso presionaron al gobierno turco para que resolviera el problema occidental de las drogas. Y queriendo pagar parte de la factura, entregaron a los turcos 40 millones de dólares con tal fin. El dinero era para mejorar la vigilancia, arrestos, procesos judiciales y condenas y para facilitar la cosecha de la amapola del opio antes de que esté madura y se forme la savia (que forma la pasta de opio). Es necesario un laboratorio para extraer el opio de la savia y aquéllos deberían estar controlados por el gobierno. Sin savia y sin pasta de opio no habría heroína.
Turquía había cosechado en los sesenta la reputación de lugar donde era fácil comprar drogas. Y era cierta. Pocos turcos consumían drogas, pero la demanda se cruzaba con la oferta: si los extranjeros llegaban pidiendo drogas, el mercado se encargaría de satisfacer sus necesidades. De alguna manera, los extranjeros probablemente fueron los creadores del mercado de drogas de Turquía, al menos en lo que a exportación se refiere.
Con la presión del gobierno norteamericano sobre sus hombros, la policía turca recibió órdenes de acabar con el tráfico y arrestar a los contrabandistas. Y lo hicieron. Los traficantes extranjeros eran la presa más sencilla porque no conocían el terreno tan bien como los “talentos” locales. La mayoría de ellos no eran más que aficionados, fáciles de coger, acusar y encerrar.
Por esos absurdos que rigen la vida moderna, arrestar contrabandistas y traficantes extranjeros no hizo a los turcos más queridos por aquellos que precisamente les estaban empujando a hacerlo. En un incidente memorable, una mujer inglesa rellenó con droga el equipaje de su hijo de diez años y lo subió a un avión en la India con destino Londres vía Estambul. La policía turca descubrió las drogas, tomó al niño en custodia y arrestó a la madre cuando llegó en un vuelo posterior. Los periódicos británicos pusieron el grito en el cielo crucificando a los turcos por retener al niño y exigieron su inmediata liberación. Aparentemente no tenían nada que decir respecto a que una madre enviase a su hijo alrededor del mundo con suficientes drogas como para hacer que a su portador le cayera la pena de muerte. El niño, claro, fue liberado y los turcos no recibieron ni una palabra de agradecimiento por haber interceptado un cargamento de veneno destinado a la juventud británica.
Cuando un contrabandista extranjero era sentenciado, el gobierno turco se enfrentaba a un problema diferente: encarcelar al criminal. Esto era bastante caro, porque los convictos extranjeros eran encerrados en prisiones especiales más modernas y cómodas que los espartanos calabozos para turcos. Los prisioneros extranjeros debían ser tratados bien o surgirían voces indignadas en los medios de comunicación de sus países de origen. Así, cuando la policía accedió a atender los deseos americanos y comenzó a arrestar más y más traficantes extranjeros, el problema de espacio y alimentación de esos delincuentes se convirtió en una cuestión económica para las autoridades.
¿Qué hacer? Las autoridades turcas dieron con una idea, digamos, creativa. Liberaban al convicto, pendiente de que se presentase una apelación. Esto cortaba inmediatamente el gasto de mantenimiento del preso. Mientras el individuo salía por la puerta de la prisión, alguien le susurraría al oído que había un tren que cubría el recorrido de Estambul a Edirne atravesando territorio griego…y que circulaba muy muy despacio. Era cierto.
Tras el colapso del Imperio Otomano, cuando se trazó la nueva frontera entre Grecia y Turquía, la vieja línea ferroviaria atravesaba territorio de ambos países. Hasta que en la década de los setenta se construyó un nuevo trazado que discurría enteramente en el lado turco de la frontera, un tren muy lento salía de Estambul cada noche a las 10:10 con destino a Uzunköprü, cerca de la frontera grecoturca. Después de dejar Uzunköprü se encaminaba al norte hacia Edirne, entrando en territorio griego en Pithio. Se detenía allí para que guardias fronterizos turcos subieran a bordo durante el trayecto hasta volver a territorio turco, finalizando en Edirne a las 8.01 a.m.
Puesto que el tren iba desde un punto de Turquía a otro sin parar en Grecia (excepto para recoger a los guardias de frontera) se consideraba un tren “doméstico” y no se exigía pasaporte para comprar un billete. Aunque los traficantes lo llamaban el Expreso de Medianoche, no era un expreso sino un yolcu o tren de pasajeros, el tren más lento posible, circulando tan despacio que casi se podía igualar su velocidad corriendo. Si tenías una buena razón para hacerlo, podías saltar en marcha durante su recorrido “griego”. Después, el convicto podría llamar a su consulado en Tesalónica o Atenas, decir que había perdido el pasaporte, solicitar uno nuevo y seguir su camino. Si los guardias griegos de frontera lo veían saltar, lo meterían en el calabozo por una noche, llamarían a su consulado, le darían un pasaporte nuevo y lo dejarían marchar.
Era un sistema perfecto: los políticos americanos estaban satisfechos porque los turcos arrestaban y procesaban y las estadísticas mejoraban; los políticos turcos también, porque se ahorraban los gastos y el acoso de los periódicos al encarcelar a criminales extranjeros; los delincuentes estaban felices porque salían de rositas; los compradores de droga no tenían quejas porque cuando las cosas se pusieron difíciles en Turquía se marcharon a Tailandia y allí encontraron una nueva y abundante fuente de mercancía.
Hollywood estaba también contenta: reunió a un grupo de actores que hablaban turco pero tenían apellidos griegos y armenios, los vistieron de turcos y los metieron en la racista y antiturca película con guión de Oliver Stone “El Expreso de Medianoche”, donde la policía turca –que había actuado movida por las presiones americanas y apoyada por las autoridades de ese país- se transformaba en una siniestra banda de pervertidos, mientras que el delincuente americano era elevado al altar del héroe. La película fue un éxito de taquilla y nadie que la viera volvió a plantearse visitar Turquía. Por ayudar a América con su problema con las drogas, Turquía perdió millones de dólares en ingresos por turismo.
Los agricultores turcos han venido cultivando opio durante siglos. Y al menos hasta tiempos recientes lo hacían en cantidades inmensas. Añadían las hojas de las amapolas a sus ensaladas, alimentaban a su ganado con la planta una vez extraída la pasta del opio. Lo único que no utilizaban del vegetal era, precisamente, la droga. Vendían la pasta de opio al gobierno, tal y como ordenaba la ley, para elaborar a partir de ella medicamentos con base en la morfina.
El problema era que los traficantes clandestinos pagaban considerablemente más por ese opio que el rácano precio fijado por el gobierno, así que muchos agricultores comenzaron a vender sólo una parte de su cosecha a las autoridades y el resto a los traficantes, que era donde realmente se hallaba el beneficio. Los traficantes transformaban la pasta de opio en heroína multiplicando su valor en el mercado por mil y lo vendían a los distribuidores europeos y norteamericanos, quienes lo suministraban a los adictos a precios astronómicos.
Las drogas son una plaga en las sociedades occidentales, causando no solo enfermedad y muerte sino disparando el número de crímenes relacionados con el tráfico: robos, asalto a viviendas, fraude, chantaje, atracos, asesinatos…. Los países del Primer Mundo necesitaban hacer algo con este problema. Y lo que decidieron fue culpar a los turcos de ser los “proveedores”, dejando de lado el detalle de que sus propios ciudadanos eran los “demandantes”. Sin demanda, el mercado se seca. Con ella, da igual que se cierre un mercado, pronto saldrá otro dispuesto a dar al adicto lo que pide. Pero era mucho más fácil y políticamente adecuado hacer de Turquía el chivo expiatorio que coger el toro de casa por los cuernos.
El presidente Nixon y el Congreso presionaron al gobierno turco para que resolviera el problema occidental de las drogas. Y queriendo pagar parte de la factura, entregaron a los turcos 40 millones de dólares con tal fin. El dinero era para mejorar la vigilancia, arrestos, procesos judiciales y condenas y para facilitar la cosecha de la amapola del opio antes de que esté madura y se forme la savia (que forma la pasta de opio). Es necesario un laboratorio para extraer el opio de la savia y aquéllos deberían estar controlados por el gobierno. Sin savia y sin pasta de opio no habría heroína.
Turquía había cosechado en los sesenta la reputación de lugar donde era fácil comprar drogas. Y era cierta. Pocos turcos consumían drogas, pero la demanda se cruzaba con la oferta: si los extranjeros llegaban pidiendo drogas, el mercado se encargaría de satisfacer sus necesidades. De alguna manera, los extranjeros probablemente fueron los creadores del mercado de drogas de Turquía, al menos en lo que a exportación se refiere.
Con la presión del gobierno norteamericano sobre sus hombros, la policía turca recibió órdenes de acabar con el tráfico y arrestar a los contrabandistas. Y lo hicieron. Los traficantes extranjeros eran la presa más sencilla porque no conocían el terreno tan bien como los “talentos” locales. La mayoría de ellos no eran más que aficionados, fáciles de coger, acusar y encerrar.
Por esos absurdos que rigen la vida moderna, arrestar contrabandistas y traficantes extranjeros no hizo a los turcos más queridos por aquellos que precisamente les estaban empujando a hacerlo. En un incidente memorable, una mujer inglesa rellenó con droga el equipaje de su hijo de diez años y lo subió a un avión en la India con destino Londres vía Estambul. La policía turca descubrió las drogas, tomó al niño en custodia y arrestó a la madre cuando llegó en un vuelo posterior. Los periódicos británicos pusieron el grito en el cielo crucificando a los turcos por retener al niño y exigieron su inmediata liberación. Aparentemente no tenían nada que decir respecto a que una madre enviase a su hijo alrededor del mundo con suficientes drogas como para hacer que a su portador le cayera la pena de muerte. El niño, claro, fue liberado y los turcos no recibieron ni una palabra de agradecimiento por haber interceptado un cargamento de veneno destinado a la juventud británica.
Cuando un contrabandista extranjero era sentenciado, el gobierno turco se enfrentaba a un problema diferente: encarcelar al criminal. Esto era bastante caro, porque los convictos extranjeros eran encerrados en prisiones especiales más modernas y cómodas que los espartanos calabozos para turcos. Los prisioneros extranjeros debían ser tratados bien o surgirían voces indignadas en los medios de comunicación de sus países de origen. Así, cuando la policía accedió a atender los deseos americanos y comenzó a arrestar más y más traficantes extranjeros, el problema de espacio y alimentación de esos delincuentes se convirtió en una cuestión económica para las autoridades.
¿Qué hacer? Las autoridades turcas dieron con una idea, digamos, creativa. Liberaban al convicto, pendiente de que se presentase una apelación. Esto cortaba inmediatamente el gasto de mantenimiento del preso. Mientras el individuo salía por la puerta de la prisión, alguien le susurraría al oído que había un tren que cubría el recorrido de Estambul a Edirne atravesando territorio griego…y que circulaba muy muy despacio. Era cierto.
Tras el colapso del Imperio Otomano, cuando se trazó la nueva frontera entre Grecia y Turquía, la vieja línea ferroviaria atravesaba territorio de ambos países. Hasta que en la década de los setenta se construyó un nuevo trazado que discurría enteramente en el lado turco de la frontera, un tren muy lento salía de Estambul cada noche a las 10:10 con destino a Uzunköprü, cerca de la frontera grecoturca. Después de dejar Uzunköprü se encaminaba al norte hacia Edirne, entrando en territorio griego en Pithio. Se detenía allí para que guardias fronterizos turcos subieran a bordo durante el trayecto hasta volver a territorio turco, finalizando en Edirne a las 8.01 a.m.
Puesto que el tren iba desde un punto de Turquía a otro sin parar en Grecia (excepto para recoger a los guardias de frontera) se consideraba un tren “doméstico” y no se exigía pasaporte para comprar un billete. Aunque los traficantes lo llamaban el Expreso de Medianoche, no era un expreso sino un yolcu o tren de pasajeros, el tren más lento posible, circulando tan despacio que casi se podía igualar su velocidad corriendo. Si tenías una buena razón para hacerlo, podías saltar en marcha durante su recorrido “griego”. Después, el convicto podría llamar a su consulado en Tesalónica o Atenas, decir que había perdido el pasaporte, solicitar uno nuevo y seguir su camino. Si los guardias griegos de frontera lo veían saltar, lo meterían en el calabozo por una noche, llamarían a su consulado, le darían un pasaporte nuevo y lo dejarían marchar.
Era un sistema perfecto: los políticos americanos estaban satisfechos porque los turcos arrestaban y procesaban y las estadísticas mejoraban; los políticos turcos también, porque se ahorraban los gastos y el acoso de los periódicos al encarcelar a criminales extranjeros; los delincuentes estaban felices porque salían de rositas; los compradores de droga no tenían quejas porque cuando las cosas se pusieron difíciles en Turquía se marcharon a Tailandia y allí encontraron una nueva y abundante fuente de mercancía.
Hollywood estaba también contenta: reunió a un grupo de actores que hablaban turco pero tenían apellidos griegos y armenios, los vistieron de turcos y los metieron en la racista y antiturca película con guión de Oliver Stone “El Expreso de Medianoche”, donde la policía turca –que había actuado movida por las presiones americanas y apoyada por las autoridades de ese país- se transformaba en una siniestra banda de pervertidos, mientras que el delincuente americano era elevado al altar del héroe. La película fue un éxito de taquilla y nadie que la viera volvió a plantearse visitar Turquía. Por ayudar a América con su problema con las drogas, Turquía perdió millones de dólares en ingresos por turismo.