La historia del vaso desechable comienza en 1908, cuando el inventor Hugh Moore produjo un aparato de porcelana apto para servir un vaso de agua pura y muy fría. El llamado Penny Water Vendor de Moore –precursor en función y diseño a los posteriores depósitos refrigeradores de uso en oficinas- estaba formado por tres compartimientos separados: el superior alojaba el hielo, el del medio, el agua, y el inferior los vasos –puestos que éstos nunca se vendían separadamente ni se reutilizaban-.
Se instalaron varios dispensadores de agua de Moore en diversos puntos céntricos de la ciudad de Nueva York, preferentemente en las paradas de los transportes públicos –incluso, se apoyó la acción con una fuerte campaña publicitaria, de inspiración antialcohólica, que aconsejaba calmar la sed con agua fresca-, pero para desgracia de Moore nadie compraba sus tragos de agua.
Su negocio era una ruina hasta que, en 1909, en coordinación con un funcionario de la sanidad pública, el doctor Samuel Crumbine –ardoroso enemigo de la costumbre de la época de beber de las fuentes públicas utilizando un vaso metálico colgado junto a ellas, y que nunca era lavado ni sustituido-, varió la finalidad de su recién constituida empresa y se dedicó a la fabricación de vasos de papel desechables gracias a la financiación aportada -200.000 dólares- por un banquero hipocondríaco y escrupuloso, obteniendo el éxito casi inmediatamente.
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lunes, 30 de abril de 2012
jueves, 26 de abril de 2012
La manta eléctrica
La primera manta eléctrica de la historia fue exhibida en Viena, en 1883, durante la Exposición Universal de Austria. En 1912, el inventor estadounidense S.I.Russell patentó una almohadilla eléctrica, utilizada principalmente para calentar los pechos de los pacientes tuberculosos. Se trataba de un pequeño cuadrado de tela, provisto de unas espiras eléctricas aisladas, que transmitían el calor a su revestimiento textil.
Sin embargo, los primeros modelos ofrecían graves inconvenientes –sobre todo en cuanto a su seguridad y su precio-, lo que retrasó la aparición de un modelo verdaderamente práctico hasta que, hacia mediados de la década de 1930, la tecnología comenzó a ofrecer más posibilidades y mitigó los riesgos e inconvenientes. Leer Mas...
sábado, 21 de abril de 2012
El viaje de las aves migratorias: ¿cómo se orientan los animales?
Desde épocas remotas el hombre no ha dejado de maravillarse ante el fenómeno de la migración de las aves, uno de los espectáculos más enigmáticos e impresionantes que la Naturaleza pueda ofrecernos. Cada año, miles de millones de aves de todo el mundo reemprenden un largo y tortuoso camino en busca de las condiciones apropiadas para alimentarse y criar a sus pequeños.
Durante los primeros días de otoño, varios cientos de miles de cigüeñas blancas se arremolinan inquietas en torno al estrecho de Gibraltar, entre el sur de la Península Ibérica y el continente africano. Con sus enormes alas blanquinegras, las cigüeñas esperan el momento en el que una potente masa de aire caliente las eleve lo suficiente como para atravesar, con el menor gasto de energía posible, los escasos 14 kilómetros de mar que las separa de África y continuar así su largo viaje hacia el sur.
Se calcula que, sólo desde Europa, más de 5.000 millones de aves emigran a África para pasar el invierno. Durante este periodo, el instinto migratorio es tan acusado que no parece importarles cualquier otra cosa que no sea llegar a sus destinos. Se ha observado, por ejemplo, que muchas especies que guardan una clara relación predador-presa durante el resto del ciclo anual vuelan juntas sin el menor instinto de ataque o de huida entre ellas, lo que sin duda demuestra la importancia y la prioridad de la migración.
Cualquier ave migradora está dispuesta a recorrer varios miles de kilómetros para obtener una sustancial mejora en sus necesidades alimentarias o reproductivas. Con la llegada de la primavera, la pequeña golondrina común, con sus poco más de 19 gramos de peso, recorre cerca de 10.000 km desde sus cuarteles de invierno en África hasta Eurasia, donde, en esa época, la abundancia de insectos es mayor y los días son mucho más largos que en las zonas cercanas el ecuador, con lo que disponen de más tiempo para conseguir alimento para ellas y para sus polluelos.
No obstante, pese al denominador común que supone el mayor aprovechamiento de los recursos con vistas a la reproducción, el desencadenante del fenómeno de la migración varía de unas especies a otras.
Tal vez, uno de los ejemplos más llamativos en cuanto al componente innato de las pautas migratorias lo protagonicen los jóvenes cuclillos que, pese a no haber tenido contacto alguno con sus padres, son capaces de seguir sus mismas rutas migratorias y de reunirse con los adultos en las zonas de invernada, en el sur. Muchas aves se muestran especialmente intranquilas durante la época de migración. Por ejemplo, la inquietud migratoria en las currucas capirotadas cautivas está relacionada con el tiempo que tardarían en efectuar su viaje migratorio.
Pero existe también un buen número de especies cuya necesidad de desplazamiento varía en función de las condiciones ambientales de un lugar y de un momento determinados. La mayoría de las golondrinas comunes del sur de la Península Ibérica o los chorlitejos tildíos de las regiones costeras del golfo de México permanecen durante todo el año en sus territorios de cría. La proliferación de nuevas fuentes de alimentación –en su mayor parte debidas a las basuras generadas por los humanos-, las continuas sequías en las zonas de invernada o la gradual subida de las temperaturas como consecuencia del cambio climático hacen que muchas aves se encuentren cómodas en sus áreas de cría y no necesiten recorrer miles de kilómetros.
Las aves migratorias demuestran poseer una extraordinaria y envidiable condición física. El diminuto colibrí rojizo, con una envergadura alar de 12 cm y un peso de tan sólo 2 gramos, es capaz de desplazarse desde Canadá y el norte de Estados Unidos hasta México, en un viaje que puede abarcar los 6.000 km. Pero sin un buen sistema de orientación todos los esfuerzos serían totalmente inútiles.
Las aves pueden utilizar tres sistemas diferentes –tres brújulas- para orientarse: el magnetismo terrestre, la posición de las estrellas y la del Sol. Se han descubierto partículas microscópicas de magnetita –conocidas como magnetosomas- no sólo en aves, sino también en reptiles, peces, insectos y mamíferos –incluido el hombre-. Incluso algunas bacterias acuáticas contienen minúsculas cantidades de magnetita que parecen afectar a su comportamiento natatorio (no pregunten dónde está la cabeza de una bacteria). Mediante un fenómeno llamado magnetotaxis, estos cristales de magnetita alojados en el cerebro están conectados a ciertas terminaciones nerviosas receptoras que convierten la señal magnética en impulso nervioso. El comportamiento migratorio asociado a este sistema ha sido ampliamente estudiado en petirrojos.
El rango de sensibilidad es muy estrecho; es decir, las brújulas internas no parecen detectar campos magnéticos mucho más débiles o más fuertes que el de la Tierra. Una investigación reciente sugiere que, al menos en algunos animales, la capacidad de percibir la dirección de la brújula puede implicar receptores de luz que recogen información del campo magnético de la Tierra.
La posición del Sol es igualmente importante y el uso que de él hacen las distintas especies, muy variado, desde el simple dato de que sale por el este y se pone por el oeste hasta su posición relativa en un momento determinado. Algunos investigadores han sugerido que una estructura interna del ojo –el pecten oculi- podría funcionar como un reloj de sol, proyectando una sombra sobre el fondo del globo ocular que proporcionaría una inestimable ayuda en la orientación del ave.
Sólo los pájaros que emigran de noche, tienen una brújula estelar. Los polluelos no nacen con un mapa de las estrellas grabado en la memoria, sino con la capacidad de detectar el centro de rotación de la bóveda celeste, lo que resulta, sin duda, mucho más importante, ya que el eje de rotación va desplazándose a lo largo del tiempo y un mapa estelar transmitido genéticamente perdería su validez en un unos pocos miles de años. Otras claves ambientales utilizadas por los animales migradores, no propiamente llamadas brújulas, incluyen la dirección del viento, las marcas visuales del paisaje y los olores.
Por intrigante que sea la idea de una brújula interna, es sólo la mitad del misterio de cómo encuentran los animales su camino a casa. Si usted está perdido en el bosque, la utilización de su brújula para determinar dónde está el norte resuelve sólo la mitad de su problema. Usted tiene que saber dónde quiere ir; en otras palabras, necesita un mapa para tomar decisiones de navegación. Los científicos definen la navegación como la capacidad de encontrar el camino desde una posición poco familiar sin ninguna clave sensorial directa, tal como un olor, procedente del destino. Cuando un animal se limita a reandar sus pasos, los científicos no consideran que sea auténtica navegación. De todos los animales estudiados, las aves muestran la evidencia más clara de ser auténticos navegadores; pese a todo, los científicos todavía no entienden cómo sabe un pájaro en qué dirección está su hogar.
Los investigadores en magnetorrecepción realizan lo que llaman experimentos de desplazamiento/liberación. Llevan a los sujetos –ya sean palomas o seres humanos- a posiciones distantes y luego los sueltan. En un caso, los investigadores aplicaron campos magnéticos artificiales a las palomas antes de soltarlas, esperando que los campos desorientarían a las aves. Para su sorpresa, estas palomas mostraron incluso una orientación más precisa. Esto puede deberse a que el campo magnético aplicado servía para alinear las partículas magnéticas de la brújula interna de las palomas. Los resultados de experimentos con seres humanos que llevan barras magnéticas en su frente no han sido concluyentes. Por lo tanto, hasta que haya resultados más definitivos, usted haría bien en llevar una brújula y un mapa en su bolsillo.
Por otra parte, las aves desarrollan diferentes técnicas de vuelo, la mayoría de ellas encaminadas al ahorro de energía. Las cigüeñas, las grullas o las aves rapaces, con sus alas anchas y su capacidad de separación de las plumas timoneras –lo que les da ese aspecto de volar con los dedos extendidos- son buenos ejemplos de aves que aprovechan las corrientes de aire ascendente –térmicas-. De esta manera ganan altura y sólo tienen que dejarse caer mientras avanzan. Las aves marinas, de alas largas y estrechas, se dejan llevar por un vuelo planeado a favor del viento llamado planeo dinámico. Unas especies alternan cortos periodos de aleteo con pequeños planeos y otras, como los patos, migran con un aleteo continuo.
La necesidad de migrar no es exclusiva de las especies con capacidad de vuelo. En las extensas llanuras de África, algunos avestruces recorren cientos de kilómetros durante la estación seca de la misma manera que los pingüinos emperadores pueden recorrer grandes trayectos para llegar a sus lejanas zonas de cría. El emú es una especie nómada que puede llegar a recorrer 1.000 km en un año siguiendo el patrón de las precipitaciones.
El alca común, aun siendo perfectamente capaz de volar, suele realizar sus migraciones a nado, ya que los polluelos aún no han completado su desarrollo y no han aprendido a volar, mientras que los padres además de acompañar a sus jóvenes crías durante el viaje, están mudando su plumaje en el periodo de migración, lo que les impide ganar altura.
Uno de los métodos más utilizados en el estudio de las migraciones es el anillamiento. Muchas aves son capturadas mediante finas redes de hilo con el fin de colocarles sobre uno de sus tarsos una pequeña anilla de plástico o de metal en la que figura un número. El objetivo es conocer el lugar de procedencia, la fecha de anillamiento y otros datos de gran valor si el ave es posteriormente recuperada en cualquier otro punto del planeta.
Otros métodos de investigación incluyen sofisticadas técnicas de seguimiento por radio. Tras instalar un transmisor en un ave, es posible saber su posición exacta y el rumbo de sus desplazamientos examinando las señales captadas por un receptor. En ocasiones, se han utilizado aviones ultraligeros que han seguido bandadas durante horas, tomando todo tipo de datos sobre la altura, la velocidad, la posición o el ritmo de aleteo.
En el pasado, no existía ninguna técnica de estudio más que la observación directa. A lo largo de la historia, se han formulado hipótesis que hoy consideramos totalmente absurdas o descabelladas para explicar el fenómeno de la migración. Se sostenía que las aves, durante determinadas épocas del año, se transformaban misteriosamente en otras especies o que pasaban el invierno enterradas en el fango de los lagos y de los estanques hasta su resurgir en la primavera siguiente. Pero la realidad tal vez no sea menos fantástica.
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miércoles, 18 de abril de 2012
¿Cómo hacemos para no caernos de la cama incluso cuando dormimos profundamente?
Es una mera cuestión de entrenamiento. Son muchas las ocasiones en que los niños se caen de la cama, y se equivoca quien piense que el niño no puede valorar correctamente el tamaño de su lecho. El subconsciente debe practicar a fin de protegerse de las caídas, que pueden llegar a ser dolorosas. Una vez aprendido, es igual que el adulto duerma en una cama de matrimonio o que lo haga en un estrecho catre, seguro que no aterrizará en el duro suelo. Es posible que, aún estando sumidos en el más profundo de los sueños, no perdamos del todo la consciencia y podamos reaccionar frente a determinado tipo de peligro o aviso. De lo contrario, tampoco nos despertaría el despertador. Leer Mas...
martes, 17 de abril de 2012
1916-Los Nenúfares - Claude Monet
Georges Clemenceau, hombre de Estado y antiguo presidente francés, describió uno de los cuadros de nenúfares pintado por su amigo Claude Monet como “una vega cubierta de flores y hojas, inflamada por la antorcha del sol y brillando con los juegos de la luz entre el cielo y la superficie del agua”. Clemenceau había coordinado satisfactoriamente las campañas militares y políticas destinadas a conseguir el final de la Primera Guerra Mundial y hecho una aportación importante a la victoria aliada. Alababa con gran entusiasmo los cuadros de nenúfares de Monet y decía que eran una “revelación”. Entre 1915 y 1924 logró que Monet pintara ocho enormes murales de nenúfares en las paredes de L´Orangerie, en las Tullerías, como regalo a la nación.
Sin embargo, pese a ese estímulo, Claude Monet no estuvo rodeado de promotores y mecenas distinguidos desde el principio. Por el contrario, su obra titulada “Impression, soleil levant”, inspiró al crítico Louis Leroy a acuñar el despreciativo término “impresionistas” para todo aquel grupo de pintores que no le gustaban. Durante décadas, Monet vivió prácticamente en la miseria. No fue hasta que el marchante Theo van Gogh, hermano de Vincent, vendió uno de sus cuadros por diez mil trescientos cincuenta francos –entonces una cantidad inaudita para una obra de arte contemporáneo- que Claude Monet logró vivir con bastante comodidad. Empezó a cosechar el fruto de su éxito cuando ya era de mediana edad.
Pudo, incluso, hacer realidad algo que había soñado toda su vida. Durante siete años había alquilado una casa en Giverny; ahora pudo comprarla y diseñar un jardín de flores y arbustos.
En 1895 y 1896 negoció, con éxito, la compra de varios terrenos vecinos –que incluían un estanque- en los que plantó una profusión de sauces llorones, lirios, rododendros y nenúfares. Entusiasta jardinero paisajista, se inspiró en las tallas japonesas, que ahora eran muy buscadas en el mercado del arte europeo, en especial en Francia e Inglaterra. Monet sentía tanto cariño por su propiedad que su principal preocupación durante los 36 años que le quedaban de vida fue pintar vistas de sus jardines.
De joven siempre había pintado al aire libre para captar la luz y el ambiente, el juego entre el color y el reflejo. Los seis jardineros que Monet empleó en su ancianidad cuidaban de su paraíso, dejándole libertad para pintarlo y retocar los cuadros en su estudio. Los nenúfares eran su obsesión: entre 1903 y 1908 los pintó en 48 cuadros, que expuso en París en 1909. Buscaba la eternidad en la pintura o eso parece sugerir su fugaz vislumbre de ella.
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Sin embargo, pese a ese estímulo, Claude Monet no estuvo rodeado de promotores y mecenas distinguidos desde el principio. Por el contrario, su obra titulada “Impression, soleil levant”, inspiró al crítico Louis Leroy a acuñar el despreciativo término “impresionistas” para todo aquel grupo de pintores que no le gustaban. Durante décadas, Monet vivió prácticamente en la miseria. No fue hasta que el marchante Theo van Gogh, hermano de Vincent, vendió uno de sus cuadros por diez mil trescientos cincuenta francos –entonces una cantidad inaudita para una obra de arte contemporáneo- que Claude Monet logró vivir con bastante comodidad. Empezó a cosechar el fruto de su éxito cuando ya era de mediana edad.
Pudo, incluso, hacer realidad algo que había soñado toda su vida. Durante siete años había alquilado una casa en Giverny; ahora pudo comprarla y diseñar un jardín de flores y arbustos.
En 1895 y 1896 negoció, con éxito, la compra de varios terrenos vecinos –que incluían un estanque- en los que plantó una profusión de sauces llorones, lirios, rododendros y nenúfares. Entusiasta jardinero paisajista, se inspiró en las tallas japonesas, que ahora eran muy buscadas en el mercado del arte europeo, en especial en Francia e Inglaterra. Monet sentía tanto cariño por su propiedad que su principal preocupación durante los 36 años que le quedaban de vida fue pintar vistas de sus jardines.
De joven siempre había pintado al aire libre para captar la luz y el ambiente, el juego entre el color y el reflejo. Los seis jardineros que Monet empleó en su ancianidad cuidaban de su paraíso, dejándole libertad para pintarlo y retocar los cuadros en su estudio. Los nenúfares eran su obsesión: entre 1903 y 1908 los pintó en 48 cuadros, que expuso en París en 1909. Buscaba la eternidad en la pintura o eso parece sugerir su fugaz vislumbre de ella.
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Santo Tomás de Aquino
Santo Tomás de Aquino (hacia 1225-1274) es el gran filósofo del escolasticismo y continúa siendo uno de los mayores pensadores cristianos de todos los tiempos. Nació en el seno de una familia aristocrática de la región de Aquino, cerca de Nápoles, e inició sus estudios en el monasterio benedictino de Monte Casino.
Pese a la oposición de sus padres, abandonó dicho monasterio y se fue a proseguir sus estudios en la universidad de Nápoles, donde estudió a fondo la obra del filósofo griego Aristóteles. Más tarde entró en la orden recién fundada de los dominicos, cuyos miembros se consagraban al estudio y a combatir las doctrinas contrarias a la Iglesia.
En los años sucesivos, santo Tomás de Aquino recorrió los principales centros de enseñanza de Europa al tiempo que escribía toda una colección de tratados teológicos y filosóficos. Tras rechazar de plano el enfoque según el cual la filosofía secular y la fe se excluían mutualmente, santo Tomás se dedicó a conciliar la filosofía griega con el pensamiento cristiano con el objetivo último de integrar razón y fe. Su última gran obra, la Summa Teologica (“Compendio teológico”) todavía se sigue estudiando en los seminarios católicos. Lo canonizaron en 1323.
En la tradición pictórica suele representársele como una persona de porte alto y robusto, así como sosegado, con el hábito blanco y negro propio de los dominicos, una estrella o una paloma (símbolo del Espíritu Santo), un ceñidor o un lirio, un libro o un buey. Sus revelaciones del año 1272 constituyen un motivo pictórico bastante popular. Según la leyenda, después de que la Iglesia rebatiera algunas de sus opiniones, se puso a rezar ante un crucifijo por tan gran injusticia, cuando de repente escuchó la voz de Jesús, que le decía: “¿Y qué hay de mi injusticia?”. La castidad del santo era proverbial y se dice que en una ocasión llegó a expulsar de su habitación a una mujer con un carbón ardiendo, después de lo cual unos ángeles le ofrecieron un ceñidor. A menudo se le representa también junto al filósofo musulmán Averroes, contra el que escribió toda una serie de tratados.
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martes, 10 de abril de 2012
Agustina de Aragón
En la galería de personajes que generó la Guerra de la Independencia (1808-1814) brilla con luz propia la figura de Agustina de Aragón. Patriota ardiente como muchos de sus contemporáneos, su condición de mujer constituye un atractivo añadido. Idealizada por la propaganda bélica, en realidad su vida distó bastante de la imagen que hemos heredado de ella.
Agustina Zaragoza Doménech, su nombre real, era de origen catalán. Nació en Barcelona en 1786, muy cerca de la iglesia de Santa María del Mar. Era la penúltima hija, de un total de once hermanos, de un matrimonio de campesinos que acababa de llegar a la ciudad desde la población leridana de Fulleda.
Apenas salida de la adolescencia, Agustina contrajo matrimonio en 1803 con Joan Roca Vilaseca, un artillero veterano de la guerra de Portugal y oriundo de la localidad gerundense de Maçanet de Cabrenys. El matrimonio, debido a la ocupación del marido, residió en Mahón y Barcelona. En esta ciudad se instalaron a principios de 1808, apenas unas semanas antes de que, en el mes de febrero, las tropas napoleónicas la ocuparan por sorpresa, como sucedió con otras plazas españolas.
Tras el estallido de la rebelión antifrancesa en Madrid, en mayo de ese mismo año, Joan Roca fue movilizado, abandonando así a su esposa. Al poco tiempo de la separación, a principios de junio, Agustina se trasladó a Zaragoza. Desconocemos qué le movió a ello; quizá le llegasen rumores que situaban a su esposo en aquella ciudad, o bien supo que parte de su familia se había refugiado allí.
Durante el primer sitio de Zaragoza, a principios del verano de 1808, Agustina participó en la defensa de la ciudad como la gran mayoría de mujeres: cosiendo sacos terreros, avituallando con comida, agua y munición a los defensores e incluso realizando labores ocasionales de enfermería.
Quiso la fortuna que el día 3 de julio se encontrase en el Portillo de San Agustín suministrando munición, en el momento en que los franceses abatían al último de los artilleros que defendía la posición. Cuando las tropas napoleónicas estaban a punto de completar el asalto final, Agustina prendió la mecha de una de las piezas de artillería, llevándose por delante a numerosos enemigos. Su acción sirvió para que otros civiles tomaran posiciones y rechazaran a los franceses que pretendían tomar aquel bastión.
Después de que los franceses levantasen este primer sitio en el mes de agosto, Agustina “la Artillera” fue recompensada por el general Palafox, el comandante de la plaza, con el grado de subteniente de artillería y la concesión de una pensión vitalicia.
Sus acciones bélicas no concluyeron tras este episodio, ya que la encontramos de nuevo participando en el segundo sitio de Zaragoza, establecido por los franceses a lo largo del invierno siguiente y que concluyó con la capitulación de la ciudad.
Agustina cayó enferma y fue capturada por los franceses. En el curso de su tortuoso traslado a Francia, consiguió huir en la localidad navarra de Puente la Reina, para a continuación dirigirse hacia zonas libres del dominio napoleónico. Una vez recuperada, Agustina se reintegró en el ejército y participó en numerosas acciones de guerra. Los sitios de Tortosa y de Vitoria son sólo algunas de ellas.
Al final del conflicto, Agustina Zaragoza se había convertido en una figura extraordinariamente popular. Se la invitó a visitar Andalucía, los ingleses le rindieron honores militares en Gibraltar, se entrevistó con personajes tan célebres como el general Castaños –el vencedor de la batalla de Bailén- o el propio Wellington, e incluso llegó a tener un encuentro con el rey Fernando VII al poco de que éste regresara de su cautiverio en Francia. Fue tal su fama que incluso Goya la inmortalizó en su serie de grabados sobre los Desastres de la Guerra.
La guerra de la Independencia le dio la fama, pero también fue el marco de otro episodio de su vida menos brillante y es que la sombra de la bigamia se cierne sobre su biografía. Al poco tiempo de llegar a Zaragoza en 1808, la vemos relacionada con un hombre llamado Luis de Talarbe. Era un antiguo pretendiente al que conoció durante los primeros años de su matrimonio en Mahón y con el que al parecer ya se había encontrado en alguna ocasión durante su posterior y breve estancia en Barcelona.
La desaparición de Joan Roca desde el inicio de la contienda, la misteriosa y rápida marcha de Agustina hacia Zaragoza, así como el hecho de que las fuentes no se pongan de acuerdo sobre si ella y Talarbe contrajeron matrimonio durante el primer sitio de Zaragoza, poco antes del famoso episodio del Portillo, nos llevan a sospechar la existencia de una relación seria entre ambos. Hubiera habido o no matrimonio, lo cierto es que este personaje no se separó de Agustina durante toda la guerra.
Una vez expulsados los franceses de España y reinstaurado en el trono Fernando VII, Agustina de Aragón pasó primero a residir en Barcelona, aunque poco después se trasladó a Segovia y a Valencia. Fue en la capital del Turia donde al parecer su primer esposo, Joan Roca, se puso en contacto con ella. Agustina se vio obligada a volver a Barcelona junto a su marido y Luis de Talarbe marchó a América, donde contrajo matrimonio. Pero este segundo período de convivencia se truncó en agosto de 1823 con el fallecimiento de Joan Roca.
Al poco tiempo de enviudar, Agustina regresó a Valencia. Allí no tardó mucho tiempo en conocer a un joven médico originario de Almería llamado Juan Cobos. A pesar de la diferencia de edad –ella era doce años mayor que él-, la precariedad económica en la que se encontraba Agustina la empujó a contraer matrimonio rápidamente en marzo de 1824, apenas medio año más tarde de haber tomado el luto. De esa unión nació su hija Carlota en 1825.
La segunda duda que se cierne sobre Agustina Zaragoza arranca con la muerte de Fernando VII en 1833 y el posterior conflicto sucesorio entre los partidarios de su hija Isabel (o isabelinos) y los de su hermano Carlos, los carlistas. Instalado con su esposa en Sevilla desde 1828, Cobos simpatizó abiertamente con la causa de estos últimos. Su decidida actuación a favor del partido apostólico le valdría en 1835 el nombramiento de gentilhombre de cámara del pretendiente Carlos, así como la concesión por parte de éste del título nobiliario de barón de Cobos de Belchite.
El desarrollo adverso de la guerra carlista minó la fortuna familiar, entre otras cosas porque las autoridades isabelinas suspendieron el pago de las pensiones que Agustina percibía desde la época de los sitios y que no recuperaría hasta varios años más tarde. La pregunta que se plantea es si Agustina llegó a coquetear con el carlismo o simplemente se vio arrastrada por las simpatías de su marido hacia la causa legitimista.
El tramo final de la vida de Agustina transcurrió entre Sevilla y Ceuta. En 1853 se instaló en esta última ciudad, en casa de su hija, casada con un militar allí destinado. Falleció en esta plaza norteafricana cuatro años después, el 29 de mayo de 1857.
Sus restos fueron trasladados a Zaragoza en 1870 y depositados provisionalmente en la basílica del Pilar. Con motivo del centenario del primer sitio, en 1908, se les dio sepultura finalmente en la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Portillo, junto con los restos de otras dos heroínas en la defensa de la ciudad: Casta Álvarez y Manuela Sancho.
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Agustina Zaragoza Doménech, su nombre real, era de origen catalán. Nació en Barcelona en 1786, muy cerca de la iglesia de Santa María del Mar. Era la penúltima hija, de un total de once hermanos, de un matrimonio de campesinos que acababa de llegar a la ciudad desde la población leridana de Fulleda.
Apenas salida de la adolescencia, Agustina contrajo matrimonio en 1803 con Joan Roca Vilaseca, un artillero veterano de la guerra de Portugal y oriundo de la localidad gerundense de Maçanet de Cabrenys. El matrimonio, debido a la ocupación del marido, residió en Mahón y Barcelona. En esta ciudad se instalaron a principios de 1808, apenas unas semanas antes de que, en el mes de febrero, las tropas napoleónicas la ocuparan por sorpresa, como sucedió con otras plazas españolas.
Tras el estallido de la rebelión antifrancesa en Madrid, en mayo de ese mismo año, Joan Roca fue movilizado, abandonando así a su esposa. Al poco tiempo de la separación, a principios de junio, Agustina se trasladó a Zaragoza. Desconocemos qué le movió a ello; quizá le llegasen rumores que situaban a su esposo en aquella ciudad, o bien supo que parte de su familia se había refugiado allí.
Durante el primer sitio de Zaragoza, a principios del verano de 1808, Agustina participó en la defensa de la ciudad como la gran mayoría de mujeres: cosiendo sacos terreros, avituallando con comida, agua y munición a los defensores e incluso realizando labores ocasionales de enfermería.
Quiso la fortuna que el día 3 de julio se encontrase en el Portillo de San Agustín suministrando munición, en el momento en que los franceses abatían al último de los artilleros que defendía la posición. Cuando las tropas napoleónicas estaban a punto de completar el asalto final, Agustina prendió la mecha de una de las piezas de artillería, llevándose por delante a numerosos enemigos. Su acción sirvió para que otros civiles tomaran posiciones y rechazaran a los franceses que pretendían tomar aquel bastión.
Después de que los franceses levantasen este primer sitio en el mes de agosto, Agustina “la Artillera” fue recompensada por el general Palafox, el comandante de la plaza, con el grado de subteniente de artillería y la concesión de una pensión vitalicia.
Sus acciones bélicas no concluyeron tras este episodio, ya que la encontramos de nuevo participando en el segundo sitio de Zaragoza, establecido por los franceses a lo largo del invierno siguiente y que concluyó con la capitulación de la ciudad.
Agustina cayó enferma y fue capturada por los franceses. En el curso de su tortuoso traslado a Francia, consiguió huir en la localidad navarra de Puente la Reina, para a continuación dirigirse hacia zonas libres del dominio napoleónico. Una vez recuperada, Agustina se reintegró en el ejército y participó en numerosas acciones de guerra. Los sitios de Tortosa y de Vitoria son sólo algunas de ellas.
Al final del conflicto, Agustina Zaragoza se había convertido en una figura extraordinariamente popular. Se la invitó a visitar Andalucía, los ingleses le rindieron honores militares en Gibraltar, se entrevistó con personajes tan célebres como el general Castaños –el vencedor de la batalla de Bailén- o el propio Wellington, e incluso llegó a tener un encuentro con el rey Fernando VII al poco de que éste regresara de su cautiverio en Francia. Fue tal su fama que incluso Goya la inmortalizó en su serie de grabados sobre los Desastres de la Guerra.
La guerra de la Independencia le dio la fama, pero también fue el marco de otro episodio de su vida menos brillante y es que la sombra de la bigamia se cierne sobre su biografía. Al poco tiempo de llegar a Zaragoza en 1808, la vemos relacionada con un hombre llamado Luis de Talarbe. Era un antiguo pretendiente al que conoció durante los primeros años de su matrimonio en Mahón y con el que al parecer ya se había encontrado en alguna ocasión durante su posterior y breve estancia en Barcelona.
La desaparición de Joan Roca desde el inicio de la contienda, la misteriosa y rápida marcha de Agustina hacia Zaragoza, así como el hecho de que las fuentes no se pongan de acuerdo sobre si ella y Talarbe contrajeron matrimonio durante el primer sitio de Zaragoza, poco antes del famoso episodio del Portillo, nos llevan a sospechar la existencia de una relación seria entre ambos. Hubiera habido o no matrimonio, lo cierto es que este personaje no se separó de Agustina durante toda la guerra.
Una vez expulsados los franceses de España y reinstaurado en el trono Fernando VII, Agustina de Aragón pasó primero a residir en Barcelona, aunque poco después se trasladó a Segovia y a Valencia. Fue en la capital del Turia donde al parecer su primer esposo, Joan Roca, se puso en contacto con ella. Agustina se vio obligada a volver a Barcelona junto a su marido y Luis de Talarbe marchó a América, donde contrajo matrimonio. Pero este segundo período de convivencia se truncó en agosto de 1823 con el fallecimiento de Joan Roca.
Al poco tiempo de enviudar, Agustina regresó a Valencia. Allí no tardó mucho tiempo en conocer a un joven médico originario de Almería llamado Juan Cobos. A pesar de la diferencia de edad –ella era doce años mayor que él-, la precariedad económica en la que se encontraba Agustina la empujó a contraer matrimonio rápidamente en marzo de 1824, apenas medio año más tarde de haber tomado el luto. De esa unión nació su hija Carlota en 1825.
La segunda duda que se cierne sobre Agustina Zaragoza arranca con la muerte de Fernando VII en 1833 y el posterior conflicto sucesorio entre los partidarios de su hija Isabel (o isabelinos) y los de su hermano Carlos, los carlistas. Instalado con su esposa en Sevilla desde 1828, Cobos simpatizó abiertamente con la causa de estos últimos. Su decidida actuación a favor del partido apostólico le valdría en 1835 el nombramiento de gentilhombre de cámara del pretendiente Carlos, así como la concesión por parte de éste del título nobiliario de barón de Cobos de Belchite.
El desarrollo adverso de la guerra carlista minó la fortuna familiar, entre otras cosas porque las autoridades isabelinas suspendieron el pago de las pensiones que Agustina percibía desde la época de los sitios y que no recuperaría hasta varios años más tarde. La pregunta que se plantea es si Agustina llegó a coquetear con el carlismo o simplemente se vio arrastrada por las simpatías de su marido hacia la causa legitimista.
El tramo final de la vida de Agustina transcurrió entre Sevilla y Ceuta. En 1853 se instaló en esta última ciudad, en casa de su hija, casada con un militar allí destinado. Falleció en esta plaza norteafricana cuatro años después, el 29 de mayo de 1857.
Sus restos fueron trasladados a Zaragoza en 1870 y depositados provisionalmente en la basílica del Pilar. Con motivo del centenario del primer sitio, en 1908, se les dio sepultura finalmente en la iglesia parroquial de Nuestra Señora del Portillo, junto con los restos de otras dos heroínas en la defensa de la ciudad: Casta Álvarez y Manuela Sancho.
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sábado, 7 de abril de 2012
El ketchup
El hoy llamado kétchup o cátsup –palabras que vienen del chino ke-siap, “salsa de pescado con vinagre” a través del malayo “kechup”- proviene de una salsa sazonada, de consistencia espesa, que fue uno de los primeros condimentos de la historia. Los antiguos romanos, que la llamaban liquamen, la preparaban, hacia el 300 a. de C., con vinagre, aceite, pimienta y pasta de anchoas secas, y la utilizaban para realzar el sabor del pescado y de la caza.
Hacia 1690, los chinos crearon una salsa picante, también destinada a pescados y caza, parecida a un escabeche de pescado, moluscos y especias, a la que ellos llamaron ketsiap y los malayos, kechap. A principios del siglo XVIII, marinos británicos descubrieron esta salsa en Singapur y Malasia. Sus cocineros sustituyeron las especias orientales por setas, nueces y pepinos, haciéndola muy popular con el nombre deformado de kétchup.
La primera incorporación documentada del tomate a esta salsa data de 1792, en una obra del estadounidense Richard Brigg llamada “The New Art of Cookery”, ya con el nombre deformado de cátsup. Esta salsa era vendida en el primer cuarto del siglo XIX en Estados Unidos como “Extracto de tomate del doctor Miles”. La primera salsa embotellada fue lanzada al mercado por el cocinero y empresario germanoamericano Henry Heinz, con el nombre de Heinz Tomato Catsup.
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lunes, 2 de abril de 2012
La antimateria: el mundo en negativo (y 2)
(Viene de la entrada anterior)
Se comenzaron a proyectar entonces aceleradores de partículas, en los que se producirían choques frontales de éstas y se obtendrían elevadas energías instantáneas, capaces de producir materia en forma de nuevas partículas.
Así fue como se llegó al descubrimiento del antiprotón –protón con carga negativa- y del antineutrón- partícula que, aunque carece de carga eléctrica, posee una propiedad, el espín, que también tiene un signo que la distingue del neutrón, de signo espín opuesto-. En 1955, los investigadores del acelerador de Berkeley proclamaron haber plasmado ya en fotografías las trayectorias de unos sesenta antiprotones. Al año siguiente, fueron descubiertos los antineutrones. Desde entonces, y gracias siempre a la evolución técnica de los superaceleradores, ha sido descubierta una infinidad de nuevas partículas y sus correspondientes antipartículas: mesones, piones, muones…
Ya se dispone de los componentes esenciales para la creación de un antiátomo: antielectrones, antineutrones y antiprotones. Estas antipartículas se crean profusamente en los aceleradores y pueden llegar a almacenarse. Y, dado que cuando una partícula de materia se encuentra con su colega de antimateria ambas se aniquilan produciendo un estallido de radiación gamma con una energía igual a la expresada por la ecuación de Einstein E=mc2, nos encontramos con lo que podríamos pensar es la solución a nuestros problemas energéticos. Efectivamente, toda la masa se convierte en energía radiante, en fotones de alta frecuencia. Así, si un solo gramo de materia se topara con otro gramo de antimateria se liberaría una energía igual a algo más de 43 kilotones, es decir, algo así como las generadas por tres bombas de Hiroshima, e igual a la energía necesaria para impulsar ¡1.000 lanzaderas espaciales! como las que se han venido utilizando hasta hace poco.
El problema es que no es tan sencillo. En primer lugar, tenemos que ser capaces de producir la antimateria, ya que hasta hace unos años, la única de que disponíamos era la que estaba presente en los rayos cósmicos y que, de vez en cuando, se dignaba a aparecer en nuestras cámaras detectoras. El segundo consiste en ser capaces de transportarla y confinarla de forma adecuada para que no se aniquile con la materia ordinaria en un momento no deseado. Por último, es imprescindible canalizarla en la dirección precisa para conseguir el máximo resultado.
Veamos en primer lugar el problema de la producción de antimateria. La primera sorpresa que se puede uno llevar cuando observa el universo que nos rodea es la aparente ausencia de antimateria. Todo lo que vemos y experimentamos está formado de materia vulgar, ordinaria, de la de andar por casa: electrones, protones y neutrones, básicamente. No resulta nada sencillo encontrar una antipartícula, a no ser que se tenga algo de suerte y de disponga del instrumental adecuado.
Aunque pueda parecernos tirste y desilusionante, puede que eso no sea tan malo, ya que si la antimateria abundase seríamos testigos de continuas ráfagas de radiación gamma generadas por la aniquilación de las antipartículas ordinarias. Es justamente la no presencia de estos destellos fotónicos lo que puede constituir una prueba más evidente de la ausencia de antimateria. ¿Por qué esto es así? ¿Cuál es la razón de que la materia triunfe sobre su “alter ego anti”? El modelo estándar presupone que el universo debe ser simétrico. Esto significa que, justo después del Big Bang, debieron crearse iguales cantidades de partículas que de antipartículas. Y si fue así, ¿por qué no se aniquilaron y el universo primigenio desapareció justo nada más comenzar su existencia? Evidentemente, algo debió de suceder para que estemos aquí y ahora haciéndonos semejante pregunta. ¿Qué fue lo que aconteció que hizo que la materia permaneciese y su opuesta compañera se desvaneciese en la nada?
A lo largo de la historia reciente de la física se han propuesto distintas soluciones a la cuestión anterior. En los años 60 del siglo XX, el físico ruso y premio Nobel de la paz Andrei Sakharov sugirió la posibilidad de que la materia y la antimateria presenten comportamientos ligeramente diferentes, es decir, que exista una cierta falta de simetría en su forma de actuar. Esta diferencia en el comportamiento se podría poner en evidencia mediante lo que se denominó la violación CP (carga y paridad). Existían ciertas pruebas que parecían evidenciar que la carga-paridad no se conservaba en ciertas situaciones.
La primera prueba de la violación CP se obtuvo en el año 1964, cuando se observó en unas partículas llamadas mesones k (kaones), las cuales se desintegraban dando lugar a dos mesones pi (piones). Más recientemente, se han encontrado nuevas evidencias de la violación de la simetría CP. Sakharov creía que este esquivo fenómeno había tenido como consecuencia el hecho de que, tras el Big Bang, habría tenido lugar la formación de una partícula de materia en exceso por cada mil millones de antipartículas (1.000.000.001 frente a 1.000.000.000). Esa ínfima diferencia habría dado lugar al universo que hoy observamos.
Pero, como siempre ocurre en cuestiones de ciencia (y es muy bueno que así sea), existe opiniones contrarias. Por un lado, algunos cosmólogos creen que podrían existir galaxias enteras de antipartículas. Allá por el año 1956, el doctor Maurice Goldhaber, físico en el Brookhaven National Laboratory, sugirió que quizá la antimateria hubiese formado otro universo aparte del nuestro. Proponía que, originalmente, existía una especie de partícula inestable gigantesca a la que llamaba “universón”. En un cierto momento, al principio del tiempo, esta partícula se había dividido en un “cosmón”, con carga eléctrica positiva y un “anticosmón”, eléctricamente negativo. La energía liberada en la separación había alejado mutualmente el cosmón del anticosmón a velocidades inimaginables. Mientras que el primero se convirtió en el universo que conocemos, el segundo puede no haber decaído aún ya que, afirmaba Goldhaber, el decaimiento espontáneo es un proceso estadístico. Si esto ocurriese, podría haber dado lugar a un antiuniverso. De esta forma, un antinucleón que fuese lanzado con suficiente velocidad podría alcanzar nuestro Cosmos, aniquilarse con algún otro nucleón y haber dado lugar a una distribución no esférica de materia en nuestro universo.
Por otro lado, muchos astrofísicos no están de acuerdo con estas ideas. El argumento esgrimido se basa en que el espacio exterior no está vacío y, en consecuencia, las hipotéticas galaxias de antimateria deberían, de cuando en cuando, sufrir colisiones con nubes de gas y polvo interestelares provocando tremendos chorros de rayos gamma muy energéticos y que, en teoría, deberíamos ser capaces de detectar en la Tierra. Finalmente, existen otros partidarios de una hipótesis intermedia entre las dos anteriores. Algunos científicos piensan que la antimateria existe, pero nuestras técnicas no están lo suficientemente avanzadas como para detectarla.
A la vista de todo lo expuesto, la única conclusión práctica que podemos extraer es que, si verdaderamente pretendemos utilizar la antimateria como fuente de energía, tenemos dos opciones: la primera de ellas consiste en dirigirnos hacia el centro de nuestra galaxia (¿a bordo de qué y con qué combustible?), donde parece haber una fuente abundante de la misma; o capturarla, de alguna manera, a partir de las llamaradas solares (la NASA informó que, en el año 2002, una de estas llamaradas había producido alrededor de medio kilogramo de antipartículas).
La segunda posibilidad no es otra que producirla nosotros mismos. Actualmente, esto sólo es posible en las grandes instalaciones dedicadas a la investigación de partículas, como el CERN (Centre Européenne pour la Recherche Nucléaire), en Suiza, o el Fermilab, en Estados Unidos. En estos centros se hace uso de las antipartículas con el fin de estudiar y escudriñar el interior más íntimo de nuestro universo. Haciendo incidir partículas tales como los protones a altísimas velocidades contra un blanco, que suele ser un metal, se pueden producir antiprotones en una proporción de uno de estos últimos por cada millón de los primeros.
Hoy en día, aunque no resulta excesivamente complicado producir antimateria con nuestro nivel tecnológico, resulta ser un mal negocio, pues la rentabilidad del proceso es bajísima. Esto es, la energía que se gasta para producirla no es muy inferior a la que se podría obtener de ella. Y aún peor, la producción de antiprotones en el CERN no supera los 10 millones por segundo. Parece impresionante. Sin embargo, si hacemos cuentas, llegamos al a conclusión de que la producción anual de antiprotones ronda, aproximadamente, el medio nanogramo. Si aún así no nos queda claro, lo explicaremos de otra manera: para llegar a disponer de un triste gramo de antimateria necesitaríamos 2.000 millones de años, y para fabricar tan sólo 7 gramos de antiprotones, la edad del universo. Más aún la energía que podríamos sacar de ese medio nanogramo anual daría únicamente para mantener encendida una bombilla de 100 watts durante 7 minutos y medio. ¡Vaya chasco!
En relación con el problema de la producción de antimateria, el del almacenamiento de la misma parece menor. En la denominada trampa de Pening, las antipartículas cargadas se mantienen en suspensión mediante campos electromagnéticos que las llevan de un lado a otro impidiendo que lleguen a tocar las paredes, condición sine qua non para la existencia de antipartículas.
La trampa de Penning tiene dos serios inconvenientes: su enorme tamaño y su peso. Para hacerse una idea, una de estas trampas, la Mark I, que se encuentra en la universidad estadounidense de Penn State, posee un peso aproximado de 100 kg y es capaz de almacenar unos 10.000 millones de antiprotones por un tiempo no superior a una semana. Actualmente se trabaja con denuedo para intentar conseguir reducir el volumen de las trampas de Penning, así como para prolongar el plazo de confinamiento.
Las andanzas de la raza humana por el sendero de la antimateria no han hecho sino empezar. Tengamos en cuenta que la primera vez que se produjeron antiátomos en el CERN (de antihidrógeno, para ser precisos) fue en 1996. Y que en 2007, once años después, se consiguió fabricar una molécula (el dipositronio) formada por materia y antimateria, simultáneamente. Quién sabe si, en un futuro, estas moléculas nos podrían proporcionar un combustible bueno, bonito y barato.
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Se comenzaron a proyectar entonces aceleradores de partículas, en los que se producirían choques frontales de éstas y se obtendrían elevadas energías instantáneas, capaces de producir materia en forma de nuevas partículas.
Así fue como se llegó al descubrimiento del antiprotón –protón con carga negativa- y del antineutrón- partícula que, aunque carece de carga eléctrica, posee una propiedad, el espín, que también tiene un signo que la distingue del neutrón, de signo espín opuesto-. En 1955, los investigadores del acelerador de Berkeley proclamaron haber plasmado ya en fotografías las trayectorias de unos sesenta antiprotones. Al año siguiente, fueron descubiertos los antineutrones. Desde entonces, y gracias siempre a la evolución técnica de los superaceleradores, ha sido descubierta una infinidad de nuevas partículas y sus correspondientes antipartículas: mesones, piones, muones…
Ya se dispone de los componentes esenciales para la creación de un antiátomo: antielectrones, antineutrones y antiprotones. Estas antipartículas se crean profusamente en los aceleradores y pueden llegar a almacenarse. Y, dado que cuando una partícula de materia se encuentra con su colega de antimateria ambas se aniquilan produciendo un estallido de radiación gamma con una energía igual a la expresada por la ecuación de Einstein E=mc2, nos encontramos con lo que podríamos pensar es la solución a nuestros problemas energéticos. Efectivamente, toda la masa se convierte en energía radiante, en fotones de alta frecuencia. Así, si un solo gramo de materia se topara con otro gramo de antimateria se liberaría una energía igual a algo más de 43 kilotones, es decir, algo así como las generadas por tres bombas de Hiroshima, e igual a la energía necesaria para impulsar ¡1.000 lanzaderas espaciales! como las que se han venido utilizando hasta hace poco.
El problema es que no es tan sencillo. En primer lugar, tenemos que ser capaces de producir la antimateria, ya que hasta hace unos años, la única de que disponíamos era la que estaba presente en los rayos cósmicos y que, de vez en cuando, se dignaba a aparecer en nuestras cámaras detectoras. El segundo consiste en ser capaces de transportarla y confinarla de forma adecuada para que no se aniquile con la materia ordinaria en un momento no deseado. Por último, es imprescindible canalizarla en la dirección precisa para conseguir el máximo resultado.
Veamos en primer lugar el problema de la producción de antimateria. La primera sorpresa que se puede uno llevar cuando observa el universo que nos rodea es la aparente ausencia de antimateria. Todo lo que vemos y experimentamos está formado de materia vulgar, ordinaria, de la de andar por casa: electrones, protones y neutrones, básicamente. No resulta nada sencillo encontrar una antipartícula, a no ser que se tenga algo de suerte y de disponga del instrumental adecuado.
Aunque pueda parecernos tirste y desilusionante, puede que eso no sea tan malo, ya que si la antimateria abundase seríamos testigos de continuas ráfagas de radiación gamma generadas por la aniquilación de las antipartículas ordinarias. Es justamente la no presencia de estos destellos fotónicos lo que puede constituir una prueba más evidente de la ausencia de antimateria. ¿Por qué esto es así? ¿Cuál es la razón de que la materia triunfe sobre su “alter ego anti”? El modelo estándar presupone que el universo debe ser simétrico. Esto significa que, justo después del Big Bang, debieron crearse iguales cantidades de partículas que de antipartículas. Y si fue así, ¿por qué no se aniquilaron y el universo primigenio desapareció justo nada más comenzar su existencia? Evidentemente, algo debió de suceder para que estemos aquí y ahora haciéndonos semejante pregunta. ¿Qué fue lo que aconteció que hizo que la materia permaneciese y su opuesta compañera se desvaneciese en la nada?
A lo largo de la historia reciente de la física se han propuesto distintas soluciones a la cuestión anterior. En los años 60 del siglo XX, el físico ruso y premio Nobel de la paz Andrei Sakharov sugirió la posibilidad de que la materia y la antimateria presenten comportamientos ligeramente diferentes, es decir, que exista una cierta falta de simetría en su forma de actuar. Esta diferencia en el comportamiento se podría poner en evidencia mediante lo que se denominó la violación CP (carga y paridad). Existían ciertas pruebas que parecían evidenciar que la carga-paridad no se conservaba en ciertas situaciones.
La primera prueba de la violación CP se obtuvo en el año 1964, cuando se observó en unas partículas llamadas mesones k (kaones), las cuales se desintegraban dando lugar a dos mesones pi (piones). Más recientemente, se han encontrado nuevas evidencias de la violación de la simetría CP. Sakharov creía que este esquivo fenómeno había tenido como consecuencia el hecho de que, tras el Big Bang, habría tenido lugar la formación de una partícula de materia en exceso por cada mil millones de antipartículas (1.000.000.001 frente a 1.000.000.000). Esa ínfima diferencia habría dado lugar al universo que hoy observamos.
Pero, como siempre ocurre en cuestiones de ciencia (y es muy bueno que así sea), existe opiniones contrarias. Por un lado, algunos cosmólogos creen que podrían existir galaxias enteras de antipartículas. Allá por el año 1956, el doctor Maurice Goldhaber, físico en el Brookhaven National Laboratory, sugirió que quizá la antimateria hubiese formado otro universo aparte del nuestro. Proponía que, originalmente, existía una especie de partícula inestable gigantesca a la que llamaba “universón”. En un cierto momento, al principio del tiempo, esta partícula se había dividido en un “cosmón”, con carga eléctrica positiva y un “anticosmón”, eléctricamente negativo. La energía liberada en la separación había alejado mutualmente el cosmón del anticosmón a velocidades inimaginables. Mientras que el primero se convirtió en el universo que conocemos, el segundo puede no haber decaído aún ya que, afirmaba Goldhaber, el decaimiento espontáneo es un proceso estadístico. Si esto ocurriese, podría haber dado lugar a un antiuniverso. De esta forma, un antinucleón que fuese lanzado con suficiente velocidad podría alcanzar nuestro Cosmos, aniquilarse con algún otro nucleón y haber dado lugar a una distribución no esférica de materia en nuestro universo.
Por otro lado, muchos astrofísicos no están de acuerdo con estas ideas. El argumento esgrimido se basa en que el espacio exterior no está vacío y, en consecuencia, las hipotéticas galaxias de antimateria deberían, de cuando en cuando, sufrir colisiones con nubes de gas y polvo interestelares provocando tremendos chorros de rayos gamma muy energéticos y que, en teoría, deberíamos ser capaces de detectar en la Tierra. Finalmente, existen otros partidarios de una hipótesis intermedia entre las dos anteriores. Algunos científicos piensan que la antimateria existe, pero nuestras técnicas no están lo suficientemente avanzadas como para detectarla.
A la vista de todo lo expuesto, la única conclusión práctica que podemos extraer es que, si verdaderamente pretendemos utilizar la antimateria como fuente de energía, tenemos dos opciones: la primera de ellas consiste en dirigirnos hacia el centro de nuestra galaxia (¿a bordo de qué y con qué combustible?), donde parece haber una fuente abundante de la misma; o capturarla, de alguna manera, a partir de las llamaradas solares (la NASA informó que, en el año 2002, una de estas llamaradas había producido alrededor de medio kilogramo de antipartículas).
La segunda posibilidad no es otra que producirla nosotros mismos. Actualmente, esto sólo es posible en las grandes instalaciones dedicadas a la investigación de partículas, como el CERN (Centre Européenne pour la Recherche Nucléaire), en Suiza, o el Fermilab, en Estados Unidos. En estos centros se hace uso de las antipartículas con el fin de estudiar y escudriñar el interior más íntimo de nuestro universo. Haciendo incidir partículas tales como los protones a altísimas velocidades contra un blanco, que suele ser un metal, se pueden producir antiprotones en una proporción de uno de estos últimos por cada millón de los primeros.
Hoy en día, aunque no resulta excesivamente complicado producir antimateria con nuestro nivel tecnológico, resulta ser un mal negocio, pues la rentabilidad del proceso es bajísima. Esto es, la energía que se gasta para producirla no es muy inferior a la que se podría obtener de ella. Y aún peor, la producción de antiprotones en el CERN no supera los 10 millones por segundo. Parece impresionante. Sin embargo, si hacemos cuentas, llegamos al a conclusión de que la producción anual de antiprotones ronda, aproximadamente, el medio nanogramo. Si aún así no nos queda claro, lo explicaremos de otra manera: para llegar a disponer de un triste gramo de antimateria necesitaríamos 2.000 millones de años, y para fabricar tan sólo 7 gramos de antiprotones, la edad del universo. Más aún la energía que podríamos sacar de ese medio nanogramo anual daría únicamente para mantener encendida una bombilla de 100 watts durante 7 minutos y medio. ¡Vaya chasco!
En relación con el problema de la producción de antimateria, el del almacenamiento de la misma parece menor. En la denominada trampa de Pening, las antipartículas cargadas se mantienen en suspensión mediante campos electromagnéticos que las llevan de un lado a otro impidiendo que lleguen a tocar las paredes, condición sine qua non para la existencia de antipartículas.
La trampa de Penning tiene dos serios inconvenientes: su enorme tamaño y su peso. Para hacerse una idea, una de estas trampas, la Mark I, que se encuentra en la universidad estadounidense de Penn State, posee un peso aproximado de 100 kg y es capaz de almacenar unos 10.000 millones de antiprotones por un tiempo no superior a una semana. Actualmente se trabaja con denuedo para intentar conseguir reducir el volumen de las trampas de Penning, así como para prolongar el plazo de confinamiento.
Las andanzas de la raza humana por el sendero de la antimateria no han hecho sino empezar. Tengamos en cuenta que la primera vez que se produjeron antiátomos en el CERN (de antihidrógeno, para ser precisos) fue en 1996. Y que en 2007, once años después, se consiguió fabricar una molécula (el dipositronio) formada por materia y antimateria, simultáneamente. Quién sabe si, en un futuro, estas moléculas nos podrían proporcionar un combustible bueno, bonito y barato.
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