viernes, 30 de diciembre de 2011
Casco de coco
Nos encantaría que algunos inventos tuvieran éxito, pero, incluso con la mejor de las intenciones, lo más probable es que estén destinados al fracaso. Tal es el caso del casco de seguridad de coco. Su inventor es un simpático académico de Malasia. Vio la oportunidad de ayudar a sus paisanos reciclando los materiales de desecho de los cocos para fabricar un casco duradero y ecológico para los ciclistas. Tiene un relleno de espuma que, en un accidente, absorbe la energía del impacto, mientras el coco forma la barrera protectora. También tiene la ventaja de que los materiales son más ligeros que los que se emplean en los cascos tradicionales. Pasó todas las pruebas de impacto y se presentó en un espectáculo de inventos de reconocimiento internacional con relativo éxito. Pero, al final, ¿quién va a querer un casco que le deja el cabello con olor a coco rancio?
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domingo, 25 de diciembre de 2011
San Esteban
La historia de san Esteban aparece en los Hechos de los Apóstoles y tuvo lugar justo después de la crucifixión de Jesús, cuando los apóstoles se encontraban todavía predicando en Jerusalén. Éstos nombraron diáconos a unas cuantas personas para que se encargasen de velar por las necesidades de los fieles cristianos y entre ellas se encontraba precisamente san Esteban, un hombre “lleno de gracia y de virtud” que no tardó en realizar numerosos milagros y prodigios. Pero unos judíos de habla griega, envidiosos de su elocuencia, lo acusaron de haber blasfemado contra Moisés y Dios.
Al defenderse de tales acusaciones, san Esteban acusó al sanedrín de haber dado muerte al “Justo” para, a continuación, añadir, sellando así su destino: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie, a la diestra de Dios”. Tras realizar esta afirmación, blasfema según la ley judaica, lo condujeron fuera de las murallas de la ciudad y lo lapidaron, con lo que se convirtió en el primer mártir del cristianismo, pues murió en el año 36. Entre la muchedumbre se encontraba un devoto judío de nombre Saulo que sostenía las túnicas de los que lanzaban las piedras, y que con el tiempo habría de convertirse al cristianismo con el nombre de Pablo.
A san Esteban suele representársele casi siempre con la apariencia de un hombre joven vestido con la dalmática de diácono y un evangelio en las manos. Además, suele haber también piedras, en alusión a su martirio, las cuales pueden encontrarse en sus manos, sobre su cabeza o bien sobre la dalmática. En los cuadros no devotos, es frecuente representarlo en medio del martirio. Por otro lado, no es extraño verlo acompañado de otro diácono, san Lorenzo, pues no en vano comparten la misma tumba en Roma, adonde según la tradición condujeron las reliquias del santo en el siglo V.
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Al defenderse de tales acusaciones, san Esteban acusó al sanedrín de haber dado muerte al “Justo” para, a continuación, añadir, sellando así su destino: “Estoy viendo los cielos abiertos y al Hijo del Hombre en pie, a la diestra de Dios”. Tras realizar esta afirmación, blasfema según la ley judaica, lo condujeron fuera de las murallas de la ciudad y lo lapidaron, con lo que se convirtió en el primer mártir del cristianismo, pues murió en el año 36. Entre la muchedumbre se encontraba un devoto judío de nombre Saulo que sostenía las túnicas de los que lanzaban las piedras, y que con el tiempo habría de convertirse al cristianismo con el nombre de Pablo.
A san Esteban suele representársele casi siempre con la apariencia de un hombre joven vestido con la dalmática de diácono y un evangelio en las manos. Además, suele haber también piedras, en alusión a su martirio, las cuales pueden encontrarse en sus manos, sobre su cabeza o bien sobre la dalmática. En los cuadros no devotos, es frecuente representarlo en medio del martirio. Por otro lado, no es extraño verlo acompañado de otro diácono, san Lorenzo, pues no en vano comparten la misma tumba en Roma, adonde según la tradición condujeron las reliquias del santo en el siglo V.
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miércoles, 21 de diciembre de 2011
1851-Exposición Universal de Londres (2)
(Continúa de la entrada anterior)
Las aportaciones extranjeras se agruparon por naciones. Francia envió una pequeña fuente que arrojaba agua de colonia y una estatua de zinc de la reina Victoria. El escultor americano Hiram Power presentó su propia versión de un esclavo griego “desnudo y puesto a la venta para que lo compre algún bárbaro oriental”. Samuel Colt expuso un revólver. Alfred Krupp, “un fabricante de Essen”, un cañón. Se mostraban cerraduras americanas baratas para competir con las inglesas y el telégrafo eléctrico de Siemens para competir con el británico. Había también un “tipógrafo”, antepasado de la máquina de escribir. Las Antillas enviaron marfil y perlas, Australia, carne en conserva y Chile un bloque de oro bruto de 152 kg. de peso. Las participaciones británicas estaban patrocinadas por la Royal Society of Arts, presidida por el Príncipe Alberto. Los miembros de esta sociedad visitaron a industriales y presidentes de diversas compañías, quienes prometieron miles de productos. Entre ellos figuraban una bañera mecánica para señoras, tirantes elásticos, cocinas de gas, una nariz de plata artificial, un casco submarino patentado, diversos tipos de máquinas voladoras, un “paraguas defensivo con estilete”, una locomotora express y el mencionado bloque de carbón de 24 toneladas.
La exposición fue una idea personal de Alberto. Decenas de caricaturas de la época le representaron pidiendo limosna para financiar su proyecto, en el que pocos creyeron al principio. Algunas de las críticas eran tan duras como delirantes, y procedían de lo más granado de la alta sociedad londinense y de figuras extranjeras tan influyentes como el rey de Prusia, un pariente de Victoria y Alberto que temía, entre todos los males, que los “rojos socialistas” aprovecharan la confusión del acontecimiento para asesinarle durante una de sus frecuentes visitas a Londres. El príncipe consorte le remitió la siguiente carta:
“Los matemáticos han calculado que el Palacio de Cristal se hundirá en cuanto sople un vendaval, los ingenieros dicen que las galerías se vendrán abajo y aplastarán a los visitantes; los economistas políticos predicen una escasez de alimentos en Londres por la vasta afluencia de foráneos; los médicos consideran que el contacto entre tantas razas distintas hará renacer la peste negra medieval; los moralistas, que Inglaterra se verá infectada por toda la escoria del mundo civilizado e incivilizado; los teólogos aseguran que esta segunda Torre de Babel atraerá sobre sí la venganza de un Dios ofendido. No puedo ofrecer garantías contra ninguno de estos peligros, ni me siento en posición de asumir responsabilidad alguna por las amenazas que puedan pesar sobre las vidas de nuestros reales parientes”
La exposición dependió de fondos particulares, no públicos, y de una organización privada, no burocrática. Los contratistas de la construcción garantizaron el costo del proyecto en una fase crítica. El evento costó 336.000 libras y se hicieron llamamientos a empresarios, se organizaron banquetes para recaudar fondos, se enviaron circulares, se editaron folletos y se anunció el acontecimiento en la prensa con el fin de estimular la participación pública. La reina aportó 1.000 libras y el Príncipe Alberto 500, mientras miles de trabajadores y ciudadanos de a pie contribuyeron con modestas aportaciones, fruto de su trabajo.
Diversos comités gubernamentales se dirigieron a dignatarios cívicos, embajadores y Jefes de Estado del mundo entero para invitarles a participar en el proyecto. Cincuenta países y colonias aceptaron participar con cerca de 109.000 productos. Las mercancías eran transportadas en carros de caballos hasta Hyde Park, donde los zapadores y mineros reales se ocupaban de su descarga. Sólo los productos británicos y los llegados de las colonias del Imperio ocupaban la mitad oeste del palacio, dejando la otra mitad para las mercancías del resto del mundo. Los artículos pesados, como máquinas de vapor y prensas hidráulicas, se exhibían en el suelo, mientras que los más ligeros y delicados, como sedas y tapices, se mostraban en la galería.
El pánico cundió al descubrir que China no había enviado suficientes artículos para cubrir sus 28 m2 de pabellón. Los miembros de la Comisión Real “saquearon” literalmente a los coleccionistas privados de tesoros orientales, reuniendo así apresuradamente unas 50 cajas con todo tipo de artículos. Los 113 productos aportados por Rusia, entre los que figuraban pieles de tigre y armaduras, no llegaron a tiempo por hallarse los puertos del norte del país bloqueados por el hielo, y no fue posible exhibirlos el día de la inauguración.
La exposición no era un bazar; nada de lo que se exhibía estaba a la venta. Lo más que podían comprar los visitantes eran los catálogos oficiales, medallas, refrigerios (pero no bebidas alcohólicas) y ramilletes de flores. El propósito era hacer inventario del progreso humano, en especial del avance de la industria del vapor en un mundo en el que las distancias se estaban acortando gracias al perfeccionamiento de los transportes. Los promotores querían que la organización fuera internacional porque creían que en un mundo de libre comercio, la industria británica era capaz de hacer frente a cualquier competencia. Uno de los primeros miembros de la comisión, que murió antes de que se inaugurara la muestra, fue sir Robert Peel, quien en 1846 había introducido el libre comercio.
Todos los objetos expuestos se dividieron en grupos y se sometieron al dictamen de jurados internacionales. Los premios mostraron la preeminencia de la destreza británica en ingeniería más que en diseño. En el grupo “Muebles, Tapizados, Papeles pintados, Papier-Maché y Artículos Barnizados”, los franceses ganaron cuatro medallas de un total de cinco. Pero en “Fabricación de Máquinas y Herramientas”, Gran Bretaña ganó 17 medallas de 24.
Entre el 1 de mayo y el 15 de octubre de 1851, día de la clausura, excluidos los domingos y los dos últimos días, en los que no se admitió público, el Palacio de Cristal recibió 6.063.986 visitantes. Algunos de ellos, como la reina, acudieron varias veces. Ya varias semanas antes de la inauguración, los curiosos se acercaban hasta el fabuloso Palacio de Cristal para contemplar los productos que iban llegando. La compañía de ferrocarril ofreció billetes a precios reducidos hasta Londres, y un servicio especial de transbordadores que hacía la travesía del Canal trasladó a miles de visitantes franceses. Unas 25.000 personas compraron abonos para toda la temporada. La máxima asistencia se registró el 7 de octubre, cuando cerca de 110.000 personas cruzaron las puertas; entre ellas, una vez más, el duque de Wellington. Los visitantes de a chelín –cerca de 4 millones- pagaron 220.000 libras esterlinas del total de las 357.000 recaudadas. Los lunes y jueves eran días de chelín, los viernes de media corona (dos chelines y seis peniques), y los sábados de cinco chelines (desde el 2 de agosto, media corona). Con el fin de alojar a la avalancha de visitantes se publicó una guía de casas de huéspedes y hoteles baratos, en muchos de los cuales podía pasarse la noche por sólo 6 peniques. Un dispositivo especial de seguridad integrado por 6.000 policías, controlaba a las multitudes en Hyde Park.
El superávit de la exposición ascendió a unas 168.000 libras, que se destinaron a la compra de una propiedad en South Kensington, donde habrían de construirse los principales museos de Londres, la sede del Colegio Real de Arte y Música y el Albert Hall. El objetivo de los comisarios al emplear el remanente fue promover la educación industrial y la aplicación de la ciencia y el arte a las industrias productivas. Así, se puede decir que, en términos de público y de finanzas, la exposición fue un éxito notable.
Sin embargo, los mensajes que pretendió proclamar tuvieron menos éxito. La Guerra de Crimea, que estalló en 1854, ahogó las esperanzas de paz. El comercio estimuló rivalidades y conflictos tanto como la interdependencia. Gran Bretaña perdió su ventaja industrial. El evangelio del trabajo perdió su fervor. La estructura de hierro y cristal abrió una nueva era en la arquitectura. Gran parte de los objetos exhibidos fueron menospreciados en cuanto cambiaron las modas en cerámica y mobiliario.
Terminada la exposición, el Palacio de Cristal se trasladó a un nuevo emplazamiento en el sur de Londres. Allí ardió completamente la noche del 1 de diciembre de 1936. El resplandor se divisó en todo Londres.
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jueves, 15 de diciembre de 2011
1851-Exposición Universal de Londres (1)
La mañana del 1 de mayo de 1851, día oficial de fiesta, la reina Victoria y el príncipe Alberto subieron a su carroza a las 11,30 para marchar ceremoniosamente desde el palacio de Buckingham al nuevo Palacio de Cristal de Londres, en Hyde Park. Llevaban consigo a sus dos hijos mayores: “Vicky”, vestida de satén blanco con puntillas, y “Bertie”, el futuro Eduardo VII, en traje de escocés.
Para la reina éste fue, según sus palabras, “uno de los días más grandes y gloriosos” de su vida. Las carrozas, los soldados y sobre todo las enormes multitudes le hicieron recordar su coronación. Para Alberto, aquello era la culminación de muchos meses de trabajo. El Palacio de Cristal era el centro de la primera gran Exposición Internacional de Londres, en la cual se exhibirían los productos y la maquinaria de todas las naciones. En gran parte, a él se debía el haberse hecho realidad el proyecto de tal exposición. Alberto era presidente de la Real Sociedad de las Artes, en la que se había examinado por vez primera la propuesta. En un banquete celebrado en la Mansión House en marzo de 1850, resumió el propósito de la exposición: ofrecer “una imagen viva del grado de desarrollo al que ha llegado la humanidad, y un nuevo punto de partida desde el cual todas las naciones pudieran dirigir sus futuros esfuerzos.”
Alberto era también miembro de la Comisión Real que había llevado a cabo los complicados y laboriosos planes, a veces haciendo frente no sólo a la oposición sino al ridículo. Pero al final todo había concluido bien. Mientras la carroza real avanzaba lentamente, las multitudes se extendían hasta donde alcanzaba la vista. La reina y el príncipe se sintieron emocionados al vislumbrar por primera vez aquel día el gigantesco edificio sobre el que tremolaban las banderas de todas las naciones.
Cuando la pareja real entró en el edificio sonaron las trompetas y las 600 voces de un coro entonaron el himno nacional acompañadas por un gigantesco órgano. Alberto leyó un informe sobre la gran empresa, la reina dio la réplica, el arzobispo de Canterbury recitó una oración y el coro entonó el “Aleluya” de Haendel. Durante el canto del coro se produjo un imprevisto, cuando un misterioso visitante de China “emocionado por la solemnidad de la escena”, rodeó el borde de una bella fuente y fue a prosternarse ante la reina. A continuación, una gran procesión recorrió el edificio entre ondear de pañuelos y vítores ensordecedores. La reina oyó gritos de Vive la Reine, entre los de God save the Queen.
El anciano duque de Wellington avanzó del brazo de su viejo compañero de armas Lord Anglesey, que había perdido una pierna en la batalla de Waterloo, mientras una banda militar interpretaba la “Marcha bélica de los sacerdotes”, que Mendelssohn compuso para el drama de Racine “Athalie”. Pero a pesar de la música bélica, la exposición celebraba los triunfos de la paz y el libre comercio, a los que se consideraba inseparables. Entre los numerosos dignatarios la reina vio a Joseph Paxton, diseñador del Palacio de Cristal y antiguo ayudante de jardinero del duque de Devonshire. Según una descripción contemporánea, en la concurrencia figuraban “las aristocracias de la sangre, el intelecto y la riqueza”, y representantes de las ciencias y las artes como Henry Cole, organizador de la exposición. El primer ministro, Lord John Russell, tan feliz como la reina, se sintió sumamente impresionado por “la conducta general de las multitudes reunidas” y por su “lealtad y alborozo”.
Sólo tres años antes, una marea de revoluciones barría Europa. Ahora, Londres, henchido de visitantes extranjeros, parecía un modelo de estabilidad política, de la misma forma que la economía británica parecía un modelo de progreso industrial. Uno de los colegas de Alberto en la comisión fue el ingeniero George Stephenson, hijo del constructor de la locomotora Rocket. Otro, Sir William Cubitt, presidente del Instituto de Ingenieros Civiles. También había representantes del mundo del algodón, la lana, la seda, la banca y la agricultura.
Aquel 1 de mayo de 1851 no hubo tiempo para que la reina y Alberto admiraran la enorme variedad de objetos expuestos, pero la pareja había de volver muchas veces, e incluso la reina quiso pasar allí su trigésimo segundo cumpleaños. Pero el 1 de mayo volvió a su palacio a la 1,20 del mediodía, aclamada a lo largo de todo el trayecto. Tanto ella como Alberto salieron al balcón para escuchar los vítores más enfervorizados. Luego recibieron, entre otros, al duque de Wellington, que cumplía aquel día 82 años. Después de una cena en familia, se les permitió a los niños seguir levantados algo más de lo habitual, hasta que la reina y Alberto fueran a la ópera. La lectura de los diarios de la mañana siguiente pareció ser tan estimulante y agradable para la reina Victoria como la inauguración. Un articulista del The Times comparaba la gran nave del Palacio de Cristal y su gran arco con una catedral. Decía haber visto algo “sin parangón antes y que, en la naturaleza de las cosas, jamás podría repetirse”. “Se había concebido –añadía- como un solemne tributo al arte y sus riquezas”, y “a algunos les recordó aquel día en que todas las edades y pueblos se reunirán alrededor del trono de su Hacedor”.
Pero, ¿qué exhibía la Gran Exposición? La verdadera pieza maestra fue el propio edificio. Joseph Paxton, que trazó su primer diseño de un edificio de cristal y hierro sobre una hoja de papel secante, creó una estructura que era un “matrimonio entre la belleza y la fortaleza”. Fue la revista “Punch” la que dio al edificio su nombre de Palacio de Cristal. Estaba compuesto de 300.000 paneles de cristal insertados en piezas normalizadas y con una superficie de 9 hectáreas, construido en sólo 22 semanas, justo a tiempo para recibir los productos que comenzaron a llegar al puerto de Londres el 12 de febrero de 1851, menos de tres meses antes de la fecha prevista de inauguración. El hierro era ya el material dominante de la Revolución Industrial; ahora llegaba la primacía del cristal, que Paxton había utilizado por primera vez en un invernadero.
El edificio, de 560 m. de longitud y 33 m. de altura, con una nave central, transeptos y un enorme arco, era lo suficientemente grande para albergar árboles –de hecho, los grandes olmos de Hyde Park se respetaron, construyéndose el edificio a su alrededor-. Soldados que colaboraron en la obra, corrieron y saltaron para comprobar la resistencia de los pisos antes de la inauguración. Sin embargo, más que la hazaña de ingeniería lo que más sedujo al público fue lo novelesco del edificio, y lo mismo ocurrió con muchos objetos expuestos. La Fuente de Osler, de 8 metros de altura y con 4 toneladas de cristal, parecía una fuente mágica. El diamante Koh-i-Noor, propiedad personal de la reina Victoria, encerrado en una jaula de oro, fascinó también a los visitantes, tanto a los que no entendían de diamantes como a los que no habían visto uno nunca. Cerca de la entrada de la exposición había un enorme bloque de carbón de 24 toneladas, no lejos de una colosal estatua de Ricardo Corazón de León. “Nos tememos que la maquinaria –decía el Daily News- no será el sector más popular, aunque sea el más amplio de la exposición”.
Pero el periódico estaba equivocado, pues algunas piezas de maquinaria sí atrajeron a los visitantes. La gente contemplaba sobrecogida la gran prensa hidráulica del puente Britannia, y con fascinación la máquina de fabricar sobres de De La Rue, que podía hacer 45 sobres plegados y engomados por minuto. Había varios expresos ferroviarios y un triciclo de vapor para carretera. El martillo neumático de James Nasmyth era capaz de cascar una nuez o de forjar el cojinete principal de un buque de vapor.
(Continúa en la siguiente entrada)
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martes, 13 de diciembre de 2011
¿Crecen las orejas y la nariz según nos hacemos mayores?
La impresión no nos engaña: en las personas mayores las orejas son especialmente grandes y la nariz también ha aumentado de tamaño.
Los científicos especulan acerca de las causas. Unos investigadores daneses han demostrado de forma indudable que el tamaño de estos dos órganos aumenta en su relación con el tamaño del cuerpo. Está comprobado que el tejido adiposo disminuye con los años, y también desciende la estabilidad de las asociaciones, por ejemplo las existentes entre las diversas células cartilaginosas o entre los cartílagos y la piel. Esto lleva a que las orejas pierdan elasticidad y se “deformen”. Lo que antes estaba bien pegado a la cabeza ahora se va descolgando y despegando cada vez más, de modo que el pabellón auditivo y, en especial los lóbulos de las orejas, parecen ser más grandes a simple vista.
Por otra parte, la cara se hace más pequeña por una pérdida de tejido adiposo. La nariz y las orejas sólo tienen un porcentaje pequeño de grasa, y por ello dan la sensación de ser mayores. En comparación con la cara son claramente más grandes de lo que eran en una edad más temprana, pero lo que realmente ocurre es que hay una reducción del tamaño de los pómulos o la barbilla.
Otros resultados de investigaciones concluyen que las orejas se desarrollan con la edad y por ello se vuelven realmente mayores. Además, se genera más sustancia base de los cartílagos, que se almacena sobre todo en las orejas y la nariz.
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jueves, 8 de diciembre de 2011
El origen del helado
Mucho antes de que los califas de Bagdad denominaran sorbetes (sharbets) a los refrescos de nieve y zumo de frutas, ya los chinos los elaboraban desde aproximadamente el año 2500 a.C. Su principal especialidad eran los aromatizados con canela y el arroz con leche y canela helado con nieve. También se sabe que Alejandro Magno hacía elaborar sorbetes para sus tropas y que el emperador romano Nerón hacía traer nieve de las montañas albanesas y de los glaciares alpinos para ofrecer sorbetes a sus invitados. Siglos después, durante el reinado de Carlos V se fabricaban en España sorbetes con ayuda de la nieve que se traía de ciudades de montaña, lo que hizo surgir el oficio de “nevero”, entre los que destacó el catalán Pablo Xarquies, que fundó en Madrid unos depósitos subterráneos de hielo para abastecer el mercado local.
La base del sorbete siguió siendo la nieve mezclada con frutas y miel hasta que Marco Polo –otros señalan más verosímilmente al fabricante toscano Bernardo Buontalenti- introdujo en Italia el método chino que permitía refrigerar todo tipo de mezclas.
Hacia 1651, surgió el helado moderno cuando un cocinero francés que servía en la corte inglesa creó el primero de crema de leche de la historia. Con la apertura en 1672 de la primera heladería de París, fundada por el siciliano Procopio de Coltelli en la Rue des Fosser Saint Germain, frente a la Comedia Francesa, el helado pasó a ser también un manjar al alcance de los menos pudientes. En España, destacó la heladería del napolitano Tortoni, abierta en 1789 frente al Palacio Real madrileño, que se especializó en una galleta rellena de helado, claro antecedente del helado al corte actual. Finalmente, en 1920, surgió el bombón helado –vainilla recubierta de chocolate y con un palito de madera en el medio- y, en 1923, el polo –helado de hielo con un palo en su centro-, ambos por iniciativa comercial del confitero Harry Bust, de Youngstown, Ohio.
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martes, 6 de diciembre de 2011
El coste de oportunidad
Por más ricos e influyentes que seamos, nunca tendremos tiempo suficiente a lo largo del día para hacer todo lo que queramos. La economía se ocupa de este problema a través de la noción de coste de oportunidad, que sencillamente plantea la cuestión de si nuestro tiempo o dinero estarían mejor invertidos en otro lugar.
Cada hora de nuestro tiempo tiene un valor. Cada hora que dedicamos a un empleo dado podría, con cierta facilidad, utilizarse de forma diferente, ya sea en otro trabajo, en dormir o en ver una película. Cada una de estas opciones tiene un coste de oportunidad diferente, a saber, lo que nos cuestan las oportunidades perdidas.
Supongamos que queremos ver un partido de fútbol. La primera posibilidad es ir al campo, pero las entradas son caras e ir y volver del estadio nos tomará un par de horas de mucho tráfico. ¿Por qué no mejor, podríamos razonar, lo vemos en casa y usamos el dinero y el tiempo que ahorramos en cenar con unos amigos? Eso es el coste de oportunidad: el uso alternativo de nuestro tiempo y dinero.
Otro ejemplo nos lo proporciona la decisión de ir o no a la universidad. Por un lado, habría que tener en cuenta que los años dedicados al estudio reportan abundantes recompensas, tanto en términos intelectuales como sociales, como el hecho de que los licenciados tienden a disponer de mejores oportunidades laborales. Por otro, habría que considerar los costes de las matrículas, de los libros y del trabajo que es necesario realizar para aprobar cada curso. Sin embargo, esta forma de plantear el problema pasa por alto el coste de oportunidad: los tres o cuatro años que pasamos en la universidad podrían dedicarse fácilmente a un empleo remunerado, en el que además de dinero en efectivo ganaríamos una valiosa experiencia laboral que mejoraría nuestro currículo.
El concepto de coste de oportunidad es tan importante para las empresas como para los individuos. Piénsese, por ejemplo, en una fábrica de calzado. El propietario planea invertir medio millón de euros en una nueva máquina que acelerará de forma espectacular el ritmo de la producción de zapatos de cuero. Ese mismo dinero podría igualmente ponerse en una cuenta bancaria en la que ganaría un 5% de interés anual. Por tanto, el coste de oportunidad de la inversión es de 25.000 euros anuales: la cantidad a la que se renuncia al invertir en la maquinaria.
Para los economistas, toda decisión está determinada por el conocimiento de aquello que ha de sacrificarse (en términos de dinero y disfrute) para poder adoptarla. Al saber con precisión qué obtenemos y a qué renunciamos, deberíamos ser capaces de tomar decisiones más racionales y mejor informadas.
Considérese la regla económica más famosa de todas: no existen comidas gratis. Incluso cuando alguien se ofrece a invitarnos a comer por nada, sin esperar que le devolvamos el favor o que conversemos durante la comida, el almuerzo nunca será completamente gratuito. El tiempo que se pase en el restaurante siempre nos costará algo en términos de las oportunidades que dejamos pasar.
Algunas personas encuentran la noción del coste de oportunidad sumamente deprimente, y la idea de pasarse toda la vida calculando si su tiempo estaría mejor empleado haciendo algo más rentable o más divertido les resulta insoportable. No obstante, en cierto sentido se trata de algo que forma parte de la naturaleza humana: todo el tiempo estamos valorando los pros y los contras de nuestras decisiones.
En el mundo de los negocios, existe un eslogan muy popular: “ Value for Money”, literalmente “valor por dinero”. La gente, se dice, quiere sacar el máximo provecho a su dinero. Sin embargo, hay otro lema que está ganando terreno con rapidez: “Value for Time, “valor por tiempo”. Dado que el principal límite que tienen nuestros recursos es la cantidad de horas que podemos dedicar a algo, buscamos maximizar los beneficios que obtenemos de nuestra inversión de tiempo. Al leer esta entrada, usted invierte una pequeña porción de su tiempo que bien podría dedicar a otras actividades: dormir, comer, ver la tele, etc. A cambio, esta entrada intentará ayudarle a pensar como un economista y considerar atentamente el coste de oportunidad de cada una de sus decisiones.
Nos demos cuenta o no, lo cierto es que todos hacemos juicios basándonos en la noción de coste de oportunidad. Si tenemos en casa una cañería con una fuga de agua, puede suceder que decidamos reparar el problema nosotros mismos tras calcular que incluso comprando las herramientas necesarias, un libro de fontanería, etc, nos ahorraremos una suma considerable en comparación con lo que nos cobraría un profesional. Sin embargo, esa decisión tiene un coste adicional invisible, a saber, todo lo que podríamos hacer con el tiempo invertido en realizar la reparación (y ello sin mencionar el hecho de que el fontanero probablemente haga un mejor trabajo). Esta idea está estrechamente vinculada a la teoría de la ventaja comparativa.
En todo el mundo, los gobiernos emplean el argumento del coste de oportunidad de forma similar para abordar el problema de la privatización. El razonamiento no es sólo que las empresas de servicios públicos con frecuencia estarían mejor gestionadas en el sector privado, sino también que el dinero obtenido con su venta podría emplearse más eficazmente en inversiones públicas.
Ahora bien, las decisiones tomadas con la mirada puesta en el coste de oportunidad pueden a menudo salir mal. Entre 2001 y 2007, el Banco de España se desprendió de 26.000 millones de euros en reservas de oro. Con la entrada en circulación del euro, el antiguo banco emisor ya no necesita acumular reservas para sostener el tipo de cambio, ya que el responsable de velar por éste es al Banco Central Europeo y, en última instancia, los gobiernos nacionales. De la misma manera, la liquidez de la economía procede del Eurosistema, por lo que no tiene sentido acumular reservas de manera improductiva. En última instancia, la solvencia de un país ya no viene determinada por su capacidad para acumular reservas, sino por la salud de las cuentas públicas y privadas.
Por otra parte, muchos consideraban el oro una inversión poco rentable, por lo que el precio del metal había caído. Por tanto, el Tesoro decidió vender el oro e invertir el dinero en otros asuntos. Pocos habrían podido prever que menos de una década después, el precio del oro aumentaría bruscamente hasta poco menos de 981 dólares la onza, lo que significa que el oro que se vendió entonces se podría hoy vender a un precio muy superior. El gobierno español obtuvo algunos beneficios al invertir el producto de la venta, pero nada comparable a lo que habría podido ganar si hubiera dejado el oro donde estaba para venderlo más tarde. Esto sirve para ilustrar uno de los peligros del coste de oportunidad: nos anima a creer que las manzanas del vecino siempre son mejores.
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Cada hora de nuestro tiempo tiene un valor. Cada hora que dedicamos a un empleo dado podría, con cierta facilidad, utilizarse de forma diferente, ya sea en otro trabajo, en dormir o en ver una película. Cada una de estas opciones tiene un coste de oportunidad diferente, a saber, lo que nos cuestan las oportunidades perdidas.
Supongamos que queremos ver un partido de fútbol. La primera posibilidad es ir al campo, pero las entradas son caras e ir y volver del estadio nos tomará un par de horas de mucho tráfico. ¿Por qué no mejor, podríamos razonar, lo vemos en casa y usamos el dinero y el tiempo que ahorramos en cenar con unos amigos? Eso es el coste de oportunidad: el uso alternativo de nuestro tiempo y dinero.
Otro ejemplo nos lo proporciona la decisión de ir o no a la universidad. Por un lado, habría que tener en cuenta que los años dedicados al estudio reportan abundantes recompensas, tanto en términos intelectuales como sociales, como el hecho de que los licenciados tienden a disponer de mejores oportunidades laborales. Por otro, habría que considerar los costes de las matrículas, de los libros y del trabajo que es necesario realizar para aprobar cada curso. Sin embargo, esta forma de plantear el problema pasa por alto el coste de oportunidad: los tres o cuatro años que pasamos en la universidad podrían dedicarse fácilmente a un empleo remunerado, en el que además de dinero en efectivo ganaríamos una valiosa experiencia laboral que mejoraría nuestro currículo.
El concepto de coste de oportunidad es tan importante para las empresas como para los individuos. Piénsese, por ejemplo, en una fábrica de calzado. El propietario planea invertir medio millón de euros en una nueva máquina que acelerará de forma espectacular el ritmo de la producción de zapatos de cuero. Ese mismo dinero podría igualmente ponerse en una cuenta bancaria en la que ganaría un 5% de interés anual. Por tanto, el coste de oportunidad de la inversión es de 25.000 euros anuales: la cantidad a la que se renuncia al invertir en la maquinaria.
Para los economistas, toda decisión está determinada por el conocimiento de aquello que ha de sacrificarse (en términos de dinero y disfrute) para poder adoptarla. Al saber con precisión qué obtenemos y a qué renunciamos, deberíamos ser capaces de tomar decisiones más racionales y mejor informadas.
Considérese la regla económica más famosa de todas: no existen comidas gratis. Incluso cuando alguien se ofrece a invitarnos a comer por nada, sin esperar que le devolvamos el favor o que conversemos durante la comida, el almuerzo nunca será completamente gratuito. El tiempo que se pase en el restaurante siempre nos costará algo en términos de las oportunidades que dejamos pasar.
Algunas personas encuentran la noción del coste de oportunidad sumamente deprimente, y la idea de pasarse toda la vida calculando si su tiempo estaría mejor empleado haciendo algo más rentable o más divertido les resulta insoportable. No obstante, en cierto sentido se trata de algo que forma parte de la naturaleza humana: todo el tiempo estamos valorando los pros y los contras de nuestras decisiones.
En el mundo de los negocios, existe un eslogan muy popular: “ Value for Money”, literalmente “valor por dinero”. La gente, se dice, quiere sacar el máximo provecho a su dinero. Sin embargo, hay otro lema que está ganando terreno con rapidez: “Value for Time, “valor por tiempo”. Dado que el principal límite que tienen nuestros recursos es la cantidad de horas que podemos dedicar a algo, buscamos maximizar los beneficios que obtenemos de nuestra inversión de tiempo. Al leer esta entrada, usted invierte una pequeña porción de su tiempo que bien podría dedicar a otras actividades: dormir, comer, ver la tele, etc. A cambio, esta entrada intentará ayudarle a pensar como un economista y considerar atentamente el coste de oportunidad de cada una de sus decisiones.
Nos demos cuenta o no, lo cierto es que todos hacemos juicios basándonos en la noción de coste de oportunidad. Si tenemos en casa una cañería con una fuga de agua, puede suceder que decidamos reparar el problema nosotros mismos tras calcular que incluso comprando las herramientas necesarias, un libro de fontanería, etc, nos ahorraremos una suma considerable en comparación con lo que nos cobraría un profesional. Sin embargo, esa decisión tiene un coste adicional invisible, a saber, todo lo que podríamos hacer con el tiempo invertido en realizar la reparación (y ello sin mencionar el hecho de que el fontanero probablemente haga un mejor trabajo). Esta idea está estrechamente vinculada a la teoría de la ventaja comparativa.
En todo el mundo, los gobiernos emplean el argumento del coste de oportunidad de forma similar para abordar el problema de la privatización. El razonamiento no es sólo que las empresas de servicios públicos con frecuencia estarían mejor gestionadas en el sector privado, sino también que el dinero obtenido con su venta podría emplearse más eficazmente en inversiones públicas.
Ahora bien, las decisiones tomadas con la mirada puesta en el coste de oportunidad pueden a menudo salir mal. Entre 2001 y 2007, el Banco de España se desprendió de 26.000 millones de euros en reservas de oro. Con la entrada en circulación del euro, el antiguo banco emisor ya no necesita acumular reservas para sostener el tipo de cambio, ya que el responsable de velar por éste es al Banco Central Europeo y, en última instancia, los gobiernos nacionales. De la misma manera, la liquidez de la economía procede del Eurosistema, por lo que no tiene sentido acumular reservas de manera improductiva. En última instancia, la solvencia de un país ya no viene determinada por su capacidad para acumular reservas, sino por la salud de las cuentas públicas y privadas.
Por otra parte, muchos consideraban el oro una inversión poco rentable, por lo que el precio del metal había caído. Por tanto, el Tesoro decidió vender el oro e invertir el dinero en otros asuntos. Pocos habrían podido prever que menos de una década después, el precio del oro aumentaría bruscamente hasta poco menos de 981 dólares la onza, lo que significa que el oro que se vendió entonces se podría hoy vender a un precio muy superior. El gobierno español obtuvo algunos beneficios al invertir el producto de la venta, pero nada comparable a lo que habría podido ganar si hubiera dejado el oro donde estaba para venderlo más tarde. Esto sirve para ilustrar uno de los peligros del coste de oportunidad: nos anima a creer que las manzanas del vecino siempre son mejores.
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domingo, 4 de diciembre de 2011
Fantasmas y Apariciones (2)
(Continúa de la entrada anterior)
Desde que se ha tenido la sensación de que los espíritus estaban de alguna forma presentes en el mundo material y podían intervenir en él, se ha intentado contactar con ellos, fundamentalmente con fines adivinatorios. Si es cierto que los espíritus tienen un conocimiento muy superior al de los mortales acerca del pasado, presente y futuro, conseguir una línea directa con los muertos significa tener acceso al poder.
En todas las sociedades primitivas ha habido chamanes y brujos, que eran los únicos con acceso a las revelaciones del más allá. En culturas religiosas más avanzadas, de alguna forma, los sacerdotes han asumido ese papel. Sólo a partir del siglo XIX, con la aparición del espiritismo, se ha buscado en el contacto con los difuntos un interés puramente mercantilista, aprovechándose de la ingenua credulidad de los participantes.
En marzo de 1848, Katie y Maggie Fox, dos niñas de Hydesville, cerca de Nueva york, descubrieron que eran capaces de producir ruidos con los dedos de los pies, haciéndolos chasquear contra el suelo u otros muebles e hicieron creer de esa forma a su madre que un espíritu intentaba contactar con la familia. Leah, la hermana mayor, con un sentido mucho más práctico de la vida, decidió sacarle provecho al pequeño truco organizando sesiones, por supuesto previo pago de cierta cantidad de dinero, en las que los visitantes podían contactar con sus seres queridos difuntos a través de las niñas, que actuaban así como intermediarias o médiums entre el mundo material y el espiritual.
Con posterioridad, y a pesar de la confesión de las hermanas Fox, los creyentes en el espiritismo han sido muchísimos, como muchos han sido los métodos utilizados para contactar con el más allá. De los golpes y chasquidos vía médium, se pasó a utilizar una oui-ja, una tabla en la que están representadas las letras del abecedario y que supuestamente permite comunicarse con los espíritus de una forma rápida y eficiente.
Sin duda, los espíritus también han sabido sacar provecho de los avances de la tecnología, interfiriendo las grabaciones magnetofónicas, mostrándose a través de la televisión en regiones del espectro en las que no emite ninguna emisora o apareciendo misteriosamente en fotografías. La verdad es que todos estos registros de la supuesta acción de los espíritus son muy fáciles de falsear, incluso involuntariamente –muchas de las supuestas psicofonías recogen realmente sonidos de emisoras lejanas por el efecto de la refracción de las ondas en la ionosfera-, y no superan nunca en espectacularidad ni verosimilitud a los trucos realizados por cualquier prestidigitador medianamente hábil.
Tampoco debe quitarse importancia a las declaraciones del astrónomo Camille Flamarion, según el cual las sesiones de espiritismo tenían un gran éxito porque, en muchas ocasiones, los caballeros aprovechaban la obligada oscuridad para meter mano a señoras y jovencitas, que aceptaban complacidas poner en peligro un contacto espiritual a favor de uno físico.
Desde el punto de vista científico, hay que tener en cuenta que las apariciones de fantasmas y espectros constituyen un fenómeno puramente subjetivo. La forma concreta de un espectro y la misma aparición del espíritu están totalmente condicionadas por el observador. Incluso, en muchos casos, sólo una persona es capaz de ver la aparición, aunque haya otras presentes en el mismo escenario.
Esto hace imposible el análisis científico del fenómeno en sí, ya que la ciencia sólo puede estudiar fenómenos que sean objetivos y reproducibles. En el caso de una aparición, lo único transmisible es la propia experiencia del individuo, por lo que entra más en el terreno de la psicología que en el de un estudio físico sistemático. De hecho, muchas de las experiencias de apariciones son fenomenológicamente indistinguibles de las alucinaciones. La aparición es un fenómeno real, pero sólo en la mente del observador.
Entre todos los casos documentados de personas que han experimentado o presenciado la aparición de un fantasma, se repiten una serie de patrones muy característicos. En la mayoría de los casos se da una situación de angustia o de obsesión por parte del observador. Es frecuente que, ante la reciente pérdida de un ser querido, se tenga la experiencia de verlo en determinados momentos. La angustia que supone este suceso hace que se repita muchas veces con intensidad creciente. La única forma de combatir al fantasma es plantarle cara, como si realmente existiera. La razón por la que la aparición es recurrente es el miedo a que se produzca. Lo que hay que combatir realmente es ese miedo.
Otra de las experiencias, muy estudiadas por psicólogos y neurólogos, y que lleva a la sensación de una aparición fantasmal, son las alucinaciones hipnagógicas, causantes de los terrores nocturnos. Cuando una persona se está durmiendo, sus distintas funciones cerebrales no siempre están en estado de sueño al mismo tiempo. Es fácil que determinadas funciones se hallen anuladas, mientras otras aún permanecen activas. De esta forma, puede ser que tengamos consciencia de estar aún despiertos y simultáneamente tengamos una alucinación propia de un sueño, pero que vivimos con especial realismo. Si además nuestras funciones motoras están bloqueadas, tendremos la sensación de estar paralizados, incapaces de huir de una experiencia que nos puede llegar a aterrorizar. En esa situación, basta un pequeño ruido o que alguien nos toque, para salir de tan desagradable estado. Este fenómeno psicológico es muy típico en los niños, pero también puede suceder a los adultos.
Si, ante la pérdida de un ser querido, tenemos una experiencia de este tipo, y más aún si estamos imbuidos de una cultura de carácter dualista, en la que existe una fuerte creencia en la inmortalidad del alma, resulta sumamente fácil llegar a la conclusión de que lo que hemos visto es realmente el espíritu de nuestro ser querido, que viene a comunicarnos algo.
Existe un factor de otra índole, pero también de carácter psicológico, que se repite con frecuencia. En los casos de fantasmas que se manifiestan por medio de movimientos y ruidos extraños, suele suceder que todos esos fenómenos ocurran cuando un miembro concreto de la familia está presente, por lo general un adolescente. En familias proclives a creer en fenómenos paranormales y en las que uno de los hijos tiene problemas de carácter afectivo, ésta suele ser una forma de canalizar sus frustraciones y reclamar la atención de quienes le rodean.
A la hora de estudiar los fenómenos físicos asociados a un supuesto contacto con el más allá, casi siempre se pueden explicar de una forma mucho más simple que suponiendo la interacción de un espíritu etéreo en el mundo material. Y en los casos en los que no existe tal explicación suele ser porque se ha investigado poco o mal. En sesiones de espiritismo con la oui-ja, la acción de los participantes, aunque sea de forma inconsciente, resulta innegable. Se pueden diseñar experimentos en los que, sin contradecir los requisitos de la oui-ja, se elimine toda interacción de los participantes en el objeto móvil. En esos experimentos, el indicador, como era de esperar, no se mueve. Por otro lado, la banalidad de las revelaciones hechas por los espíritus, a quienes se supone en conocimiento de la verdad, deja mucho que desear. Una prueba muy sencilla consiste en formularle al espíritu una pregunta cuya respuesta no conozca ninguno de los asistentes a la sesión. Ante su ignorancia, el espíritu guardará un respetuoso silencio.
Muchas veces, al explicar las psicofonías o determinadas apariciones, los estudiosos han esgrimido hipótesis distintas de la presencia real de un espíritu. Así, algunos suponen que tales fenómenos son debidos a proyecciones del subconsciente de una persona, que se materializan como consecuencia del profundo deseo de esa persona de ver un fantasma. Otras explicaciones a las psicofonías o los poltergeist serían la psicokinesis y la telepsicokinesis, según las cuáles la propia mente de una persona con especiales cualidades psíquicas sería capaz de interactuar con el sistema de grabación de un magnetófono o podría mover objetos mentalmente de forma inconsciente.
El problema de estas explicaciones es que parten de hipótesis no demostradas por ahora y que muchas veces resultan más inverosímiles que la propia presencia de los espíritus. Un curioso fenómeno asociado a las apariciones es que no sólo son terriblemente reacias a ocurrir en presencia de investigadores independientes, sino que, a medida que se afinan los medios de verificación, la intensidad del fenómeno se va debilitando. En una entrada anterior cuento el caso de Houdini como destapador de engaños psíquicos.
En cualquier caso, sean reales o imaginadas, las apariciones de los fantasmas, sean gratuitas o financiadas por productoras cinematográficas, lo innegable es que, aunque vivimos en una era altamente tecnificada, por nuestra cultura o por la propia forma de ser de los humanos, seguimos necesitando de lo irreal, lo mágico, lo incognoscible y lo inalcanzable. O dicho de otra manera: para no sentirnos desamparados en medio del universo y para no desesperar ante la perspectiva de un fin definitivo, necesitamos creer que hay algo más, aunque ese algo sea ficticio.
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