jueves, 25 de abril de 2013
Cheyenne Mountain y el NORAD
El complejo de Cheyenne Mountain alberga el Mando Alterno Nacional del NORAD y, en los últimos tiempos, del USNORTHCOM. El NORAD es una iniciativa conjunta de Estados Unidos y Canadá para vigilar el espacio aéreo e identificar posibles amenazas a estos dos países. El sistema evalúa el peligro que supone cualquier actividad irregular y emite la alarma correspondiente.
El NORAD (Mando Norteamericano de Defensa Aeroespacial) se creó como un organismo de colaboración entre Estados Unidos y Canadá en 1958, cuando la amenaza de ataque por parte de la URSS era una de las mayores preocupaciones del continente. A su vez, el USNORTHCOM es el Comando Norte de EEUU y se creó para proteger al país después de los ataques del 11 de septiembre de 2001.
El lema del NORAD resume a la perfección lo que sucede dentro de Cheyenne Mountain: “Disuadir, Detectar, Defender”. Si la amenaza de la aniquilación mutua sirvió durante la Guerra Fría para disuadir a potenciales atacantes, la detección se consigue con la ayuda de un amplio radar y sistemas por satélite que captan cualquier tipo de actividad anómala en el cielo. A su vez, los cazas y bombarderos de las Fuerzas Aéreas y, como último recurso, los misiles, están preparados para la defensa.
Ambas organizaciones tienen su cuartel general en la base de las Fuerzas Aéreas de Peterson, cerca de Colorado Springs. Aunque las operaciones cotidianas tienen lugar allí, Cheyenne Mountain siempre está alerta por si tiene que tomar el relevo de inmediato.
La montaña tiene una altura de casi 3.000 metros y forma parte de las Montañas Rocosas. Fue elegida como base para el NORAD por su céntrica situación y su geología estable, además de por su proximidad a la Academia de las Fuerzas Aéreas de Estados Unidos y otras instalaciones militares. Su construcción empezó en 1961 y se estima que se usaron más de 450.000 kilos de explosivos para vaciar la montaña. Hay 4.5 km de túneles y galerías en un área de casi dos hectáreas donde antes había 700.000 toneladas de granito.
Se calcula que cuando el NORAD entró en funcionamiento el proyecto ya había costado 142 millones de dólares. En 1989 se empezó un programa de renovación, pero a mitad de los años noventa el proyecto iba con un serio retraso y estaba costando varios cientos de millones de dólares más de lo presupuestado.
El complejo consta de 15 edificios de acero con varias plantas (la mayoría tiene tres). Cada uno de ellos reposa sobre gigantescos muelles de una tonelada de peso cada uno (y se calcula que hay cerca de 1.400) para que cada estructura pueda tambalearse horizontalmente en cualquier dirección y aislar así el impacto de una explosión nuclear o un terremoto. La construcción de un pasaje que corta la montaña de norte a sur también contribuye a minimizar el efecto de las ondas de choque.
Para entrar en el complejo hay que cruzar unas puertas de casi un metro de grosor y 25 toneladas de peso diseñadas para abrirse y cerrarse en 45 segundos. En el caso de que se produzca una explosión nuclear, las entradas principales están provistas de unos sensores que captan las ondas de presión y hacen que unas válvulas se cierren y sellen el complejo. Si esto sucediera, el edificio contiene suficientes reservas de comida para alimentar a varios cientos de personas hasta un máximo de 30 días, mientras que los manantiales naturales abastecerían el edificio con agua almacenada en cuatro enormes tanques subterráneos. Estos depósitos tienen una capacidad que supera los 5.5 millones de litros. Al parecer, los trabajadores a veces utilizan canoas para navegar por ellos.
Asimismo, un sistema de ventilación altamente eficaz aseguraría el suministro constante de aire fresco. La montaña también está equipada con instalaciones para cubrir otras necesidades básicas, como servicios médicos, peluquerías, gimnasios y saunas.
Afortunadamente, Cheyenne Mountain no ha sufrido nunca una alarma de alto nivel, aunque ha estado cerca de ello en una o dos ocasiones como resultado de un error humano o técnico. El más famoso ocurrió en 1980, cuando el ordenador del NORAD inició un simulacro de alarma sin darse cuenta de que era solo una prueba. Por suerte, un trabajador se percató de ello antes de que despegaran aviones o se lanzara ningún misil.
Cheyenne Mountain también puede presumir de carrera cinematográfica por haber sido el escenario de varias secuencias de “Juegos de Guerra”, una película de 1983 inspirada en el incidente anterior.
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miércoles, 24 de abril de 2013
La Minería: Las piedras al servicio del hombre
La historia de la minería es, en parte, la historia de la riqueza de las naciones. Casi todo lo que perdura de otras épocas está construido con materiales provenientes de la propia corteza terrestre. Ésta es la historia de cómo el ser humano desarrolló las técnicas que le permitieron acceder a sus materias primas fundamentales.
La minería es una industria de alta importancia que provee al hombre de gran parte de las materias primas usadas en sus utensilios y construcciones –metales y piedras-, de un porcentaje importante de sus fuentes de energía –carbón- e incluso de condimentos alimenticios –sal-. En el mejor de los casos, estos materiales están al aire libre o enterrados a pocos metros del suelo, por lo que pueden explotarse en minas a cielo abierto. Lo más usual, sin embargo, es que estén formando capas, bolsas o filones ocultos bajo toneladas de terreno y sea imprescindible para su obtención la excavación de profundas minas.
El inicio de la minería estuvo a buen seguro relacionado, indirectamente, con el reconocimiento de las grutas en que el ser humano vivía y, directamente, con la búsqueda de pedernal –una variedad de cuarzo- con el que fabricaba todo tipo de instrumentos –armas, adornos o herramientas-. Como el pedernal enterrado es más fácil de labrar que el externo, el hombre primitivo decidió acometer su búsqueda y extracción. Y así, tras ser agricultor, ganadero y cazador, se convirtió también en minero.
El sílex y la obsidiana –un cristal volcánico- eran otros materiales muy útiles en aquellos tiempos. Su extracción se realizaba ya unos 3.000 años a.de C. en los Países Bajos, como lo prueban los centenares de pozos mineros de hasta 12 m de profundidad de las cercanías de Limburg. También de entonces data uno de los primeros métodos mineros típicos de extracción de piedra: la inserción de cuñas de madera en las grietas de las rocas de la cantera y su posterior baño con sustancias como vinagre o agua, que producía su aumento de tamaño y la consiguiente ruptura de los bloques de roca. Tal vez fuera éste el método usado por los hombres del Neolítico para la obtención de materiales con que erigir monumentos como el de Stonehenge, cuyos bloques, de unas 54 toneladas de peso, fueron llevados hasta allí desde los 40 km que lo separan de la cantera, o por los egipcios para sus magníficas pirámides.
El cobre ya se extraía hace 9.000 años en Anatolia, pero hasta el 150 a.de C. no se empezó a utilizar el método de extracción al fuego: la veta de cobre era calentada mediante una hoguera y, a continuación, enfriada bruscamente; la roca se fragmentaba y hacía más fácil la extracción del mineral. Así se hacía en regiones mineras como la de Mittenberg (Austria) de hasta 100 m de profundidad, donde, gracias al trabajo de unas mil personas, se extrajeron 30.000 toneladas de cobre en 300 años.
El oro, por su parte, cuando no se obtenía mediante la filtración del agua de ciertos ríos, lo era de minas las primeras de las cuales se abrieron en el Bajo Egipto 2.000 años a.C. La obtención del hierro era algo más dificultosa, pues generalmente se encuentra mezclado con otros metales y es necesario fundirlo. Para ello se utilizaban en la antigüedad los hornos renn, situados en las faldas de las montañas que, aprovechando la fuerza del viento, generaban el calor que se requiere para fundir el hierro. Este método era empleado ya en el norte de Europa unos 2.000 años a.de C. En cuanto a la sal, también hay constancia de que existían minas de sal gema en la Europa de hace 3.000 años.
La minería fue convirtiéndose, con el paso del tiempo, en una de las principales fuentes de riqueza. La civilización egipcia, por ejemplo, a falta de yacimientos cercanos al río, obtenía sus recursos minerales del desierto del Sinaí, de minas como la de cobre de Timna, que hoy en día sigue en explotación.
Los griegos heredaron gran parte de las avanzadas técnicas mineras egipcias. Herodoto y Jenofonte dan testimonio en sus escritos de la existencia de antiquísimas minas de cinc en Delfos, de plata en Laurion y otras en la isla de Thasos. Los griegos avanzaron considerablemente las técnicas de explotación: en Laureion, por ejemplo, había unos 2.000 pozos, de hasta 120 metros, excavados en terreno duro. Las minas contaban ya con buenas –para la época- medidas de seguridad y con un alto grado de organización, como lo prueba, por ejemplo, la existencia en ellas de útiles depósitos de agua subterráneos.
La civilización romana continuó con las técnicas griegas, difundiéndolas a todo su imperio. Abrieron multitud de minas en Chipre, los Alpes, los Cárpatos, la Italia Central o la Península Ibérica. Las técnicas utilizadas eran muchas y muy ingeniosas: tornillos de Arquímedes, cajas elevadoras, ruedas de agua…
Con la Edad media llegó la mecanización de la minería. Por ejemplo, se comenzaron a usar tornos y otros mecanismos hidráulicos. Además, empezaron a proliferar las minas verticales. Hasta entonces, la mayoría era un conjunto de galerías horizontales excavadas en la falda de una montaña; ahora fue posible horadar el suelo en vertical y, mediante mecanismos hidráulicos, subir los minerales obtenidos a la superficie.
El importante desarrollo del horno de carbón vegetal, mediante el cual era posible transformar el hierro, fue otro de los muchos avances tecnológicos de la época. Se crearon compañías de explotación y prácticamente se abandonaron las pequeñas explotaciones. Hasta que la minería del Nuevo Mundo eclipsó por su riqueza a la del Viejo Continente, en Europa existían numerosas y prósperas regiones mineras: Salzburgo, Carintia, Estiria, Tirol, Montes Metálicos de Bohemia, Sajonia, Selva Negra, Harz, Turingia… Tan grande fue su auge que los mineros, por su importancia vital en el desarrollo de un país, se convirtieron en una clase privilegiada: eran libres podían llevar armas, residir donde eligieran y estaban exentos de servicios militares.
El definitivo avance tecnológico minero comenzó a principios del siglo XIX, con la sustitución por la máquina de vapor de la energía hidráulica y la utilización de pólvora negra para la apertura de minas y otras voladuras, que facilitó enormemente una labor hasta entonces realizada a fuerza de músculo y utensilios simples. A finales del siglo, la pólvora negra fue ventajosamente sustituida por la dinamita. Además, la utilización de compresores de aire comprimido posibilitó la utilización de barrenas que abrían orificios en la roca donde se introducían los cartuchos de dinamita. También a finales del siglo llegó a las minas la electricidad como energía motriz de locomotoras, ventiladores y bombas, mecanismos todos ellos muy útiles en el trabajo minero. Un último pero no menos importante invento de este siglo fue el de la lámpara se seguridad, obra del físico inglés Davy (1778-1829), en la que la llama está rodeada por una camisa que enfría los gases de combustión y que evita que explosione el grisú.
Hoy en día la explotación de las minas suele estar en manos de grandes compañías, pues sólo ellas son capaces de rentabilizar la pobreza de los yacimientos actuales. Se hace necesaria la alta tecnificación de todos los procesos de explotación para aumentar la rentabilidad y ello requiere, a su vez, grandes inversiones que sólo las compañías pueden realizar. Además, es imprescindible un proceso previo de prospección del terreno que asegure la rentabilidad de cada posible explotación. Tras los estudios geológicos que determinan si es o no probable que bajo el suelo se halle una cantidad apreciable de mineral, se pasa al a más precisa prospección geofísica.
Son varios los métodos que empela esta última, y su enumeración puede servir para hacerse una idea del grado de tecnificación actual de los trabajos mineros. La prospección gravimétrica utiliza las medidas de gravímetros muy sensibles para determinar el diferente peso en distintos puntos causada por la existencia de capas más o menos presadas de mineral. Gracias a las diversas medidas se puede representar la veta que se va a explotar. La prospección magnética detecta, gracias a la balanza magnética creada por el estadounidense Carl Heiland, las variaciones del campo magnético terrestre creadas por la presencia de materiales magnéticos como el hierro. La prospección de las ondas sísmicas creadas por una explosión intencionada en el subsuelo para detectar su estructura de vetas. Los materiales radiactivos suelen ser detectados por prospección radiactiva gracias a contadores geiger.
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domingo, 21 de abril de 2013
EL AUTÉNTICO DARTAGNAN
Gatien Courtiliz de Sandras es el nombre de un oscuro escritor francés del siglo XVIII que hoy casi nadie recuerda. Pero él fue el primero que, en 1700, recogió las andanzas de un personaje destinado, con el tiempo, a ser el símbolo de una época de capa y espada: sus “Memorias del señor D´Artagnan” narraban la vida del mosquetero Charles de Batz-Castelmore, uno de los muchos hombres de armas que protagonizaron valerosamente las frecuentes guerras de la Francia del siglo XVII, el grand siècle del Rey Sol Luis XIV. El relato tuvo un éxito muy relativo –Voltaire lo tildó de irreal y fantasioso-, hasta que en el siglo XIX Alejandro Dumas padre y su asistente literario Auguste Maquet lo aprovecharon para idealizar al personaje en un exitoso ciclo de folletines. Así que D´Artagnan existió, Pero, como queda claro al estudiar su vida, ésta fue muy diferente de la que el gran público conoce a través de las famosas novelas y del mundo del cine.
Charles de Batz descendía de una de las familias más antiguas de Gascuña, que tomó su nombre de la Baronía de Artagnan. En el siglo XI esta Baronía, separada de los dominios de los condes de Fézensac, fue heredada por un joven caballero de la villa de Montesquieu. En el siglo XVI, uno de sus descendientes, Paul de Montesquieu, añadió a su apellido el de Artagnan (o Artaignan, como aparece en la documentación), al contraer matrimonio con la Jacquette d´Estaing, señora de Artagnan en Bigorra. La familia Artagnan se distinguió en la milicia en los siglos siguientes. Joseph de Montesquieu, conde de Artagnan, fue capitán de mosqueteros y lugarteniente general a comienzos del siglo XVIII. Sus parientes también ocuparon cargos relevantes: Pierre de Montesquiou d´Artagnan fue mariscal de Francia y su hermano Henri fue lugarteniente real de Bayona. Su sobrino, Charles de Batz, es nuestro protagonista.
Charles de Batz nació en una fecha indeterminada entre 1611 y 1615. Su madre, Françoise de Montesquieu d´Artagnan, se había casado en 1608 con Bertrand de Batz, señor de Castelmore, de una antigua casa noble de la región del Bearn. El matrimonio tuvo varios hijos; entre ellos, Paul de Batz, que era mosquetero del rey hacia 1640, y Charles de Batz, que tomó de su madre el apellido D´Artagnan. Charles se crió en un entorno rural, y su ansia de aventuras y sus deseos de prosperar en el mundo del ejército dejando de lado los negocios familiares, lo impelieron a abandonar a su familia y a viajar a París con unas vagas cartas de presentación.
En la primavera de 1640, D´Artagnan llegó a París. En cuestión de días, acaso horas, tomó contacto con los mosqueteros y se vio envuelto en un duelo entre estos y la Guardia personal del cardenal Richelieu, el personaje más poderoso del reino y primer ministro de Luis XIII. La prohibición de los duelos estaba por entonces vigente en todo el reino y el joven gascón que por entonces ya había dado muestras de un carácter turbulento y se había visto envuelto en alguna pugna de taberna-, sin imaginarlo estuvo a punto de acabar prematuramente sus días.
Unos años antes, en mayo de 1627, había tenido lugar el duelo más famoso de la historia moderna francesa, el protagonizado por François de Montmorency, conde de Luxe y Bouteville, y el marqués de Beuvron. Este duelo tuvo una proyección pública extraordinaria.
Logró ser abortado por oficiales reales y mientras Beuvron pudo huir a Inglaterra, Bouteville fue arrestado y encerrado en la Bastilla por contravenir las ordenanzas reales que prohibían estas pruebas de honor. El prestigio del duelista capturado puso en un gran aprieto al cardenal Richelieu. Se trataba de hacer cumplir la ley o de transigir a causa del prestigio del personaje implicado. Sin embargo, el rigor se impuso y Bouteville fue ajusticiado frente al Ayuntamiento de París en junio de 1627.
Richelieu había asumido la lucha contra los duelos como una tarea personal, continuando las disposiciones punitivas de Enrique IV destinadas a acabar con un auténtico monstruo que devoraba a la nobleza francesa. Solo entre 1588 y 1608, casi ochocientos caballeros habían perecido en este tipo de enfrentamientos. Desde 1620, el problema había adquirido de nuevo proporciones alarmantes, pues los duelos habían convertido las calles parisinas en un campo de batalla. La situación estaba más controlada a la llegada del joven D´Artagnan a París, y su primera aventura fue perdonada. La intervención de Luis XIII, que por entonces desconfiaba de su ministro Richelieu, fue crucial, pues mostró un apoyo decidido a sus mosqueteros frente a la Guardia del Cardenal.
Fue entre los mosqueteros donde Charles encontró a sus tres camaradas de armas: Armand de Sillegue d´Athos (Athos, en la novela de Dumas), Isaac de Portau (Portos) y Henri d´Aramitz (Aramis), al mando de su capitán Jean-Armand du Peyrer, conde Troisvilles o Tréville. Todos ellos procedían de la pequeña burguesía rural del sur de Francia y este paisanaje afianzó aún más sus lazos de amistad. Tréville había ingresado en las Guardias Francesas en 1616 y en 1625 pasó a ser corneta en la Compañía de Mosqueteros. Su carácter intrépido lo elevó diez años más tarde al cargo de lugarteniente de los Mosqueteros, con lo que la Compañía quedó bajo su control efectivo.
Las historias de Athos, Portos y Aramis, sin embargo, no corren paralelas a la de D´Artagnan. Ciertamente, los cuatro tuvieron ocasión de combatir juntos y de prestarse ayuda al grito de la consigna de “À moi, mousquetaires!” (“¡A mí, mosqueteros!”). Pero Athos murió muy joven, en 1643, con apenas 28 años, herido en una refriega en las calles de París. Es irónico que Dumas lo convirtiera en un paladín invencible. Ese mismo año, los historiadores pierden la pista de Portos, quien parece ser que optó por los quehaceres pacíficos de un gentilhombre de provincias. Murió en 1712, a la provecta edad de 95 años. Aramis sirvió en los ejércitos reales durante quince años y hacia 1650 volvió al Béarn, donde se casó. Murió en 1654. Mientras la estela de sus compañeros se difuminaba, D´Artagnan comenzó a escribir su biografía con trazos muy fuertes.
Fue, pues, en la primavera de 1640, cuando Tréville y D´Artagnan se conocieron. La participación de Charles de Batz en el duelo mencionado tuvo como consecuencia inmediata y no deseada que el joven gascón no pudiera entrar en la Compañía de Mosqueteros. Las influencias de Tréville, sin embargo, permitieron que fuera admitido en las Guardias Francesas.
Charles formó parte de la Compañía de las Guardias Francesas como cadete y participó en los asedios de Arras, Aire y Bépaune, en el norte de Francia, entre 1640-1641. Combatió en la Guerra del Rosellón contra los españoles, con especial arrojo en los combates de Colliure y Perpiñán, en 1642. En 1644 fue enviado al asedio de Gravelinas, cerca de Calais. Ese mismo año vistió por vez primera el uniforme de los mosqueteros, como reconocimiento a su valor en la guerra. El fragor de las batallas en que participó fue extremo. Sólo en las campañas del norte, el ejército francés sufrió la pérdida de 18.000 de los 26.000 hombres que combatieron entre 1635 y 1643.
Aunque apenas sabía leer o escribir, Charles era un personaje ambicioso. Había demostrado un valor marcial indudable, pero también había procurado, siempre que estaba en París, ampliar su círculo de influencia y poner en evidencia su fidelidad a los hombres fuertes del momento, comenzando por los monarcas y sus principales ministros. Parecía que en 1644 se habían cumplido todas sus esperanzas vitales, al ser aceptado como mosquetero. Sin embargo, los inesperados giros del destino iban a cambiar irremediablemente su suerte y permitirían al soldado asumir cometidos más allá del campo de batalla.
La reina regente Ana de Austria se hizo cargo del poder en 1643. Francia fue gobernada, en nombre del joven Luis XIV, por una española de Valladolid y un italiano, el cardenal Mazarino, que había estudiado Derecho canónico en Alcalá, por lo que presumiblemente, ambos se hablaban en castellano. En 1646, los Mosqueteros fueron disueltos por orden de la reina. La enemistad entre Tréville y el cardenal Mazarino y las antipatías de la viuda de Luis XIII por el primero, que había sido un súbdito fidelísimo de su marido, pesaron en esta decisión. El intrigante Mazarino, pese a todo, fue capaz de advertir que, entre aquellos valerosos soldados, podría reclutar nuevos y eficaces secuaces.
Así la vida de D´Artagnan sufrió un vuelco en 1646, cuando el poderoso cardenal lo asignó a su servicio personal en diversas misiones secretas. Como recompensa, la carrera de D´Artagnan fue meteórica. En 1649 volvió a integrarse en las Guardias Francesas con el cargo de lugarteniente, e iba a ser nombrado capitán del cuerpo cinco años después.
Entre las misiones que le asignó Mazarino destacaron las emprendidas en Inglaterra. D´Artagnan debía informarse del grado de apoyo social con que contaba el lord protector Oliver Cromwell, cuyo hijo Richard era un apetecible candidato matrimonial para la sobrina de Mazarino, Hortense Mancini. Cuando la república de Cromwell entró en colapso, las pretensiones de Mazarino se dirigieron a lograr el enlace de su sobrina con el nuevo rey de Inglaterra, Carlos II. D´Artagnan fracasó en ambos cometidos que, todo hay que reconocerlo, adolecían de una extrema dosis de delirio, sólo explicable por la codicia ilimitada del cardenal italiano.
En 1657, por fin, D´Artagnan logró, por intercesión de Mazarino, regresar al cuerpo de Mosqueteros (que se había reinstaurado) con el rango de subteniente de la primera compañía. A partir de entonces, el mosquetero tomó el título de conde D´Artagnan. Por esos años, la primera compañía de mosqueteros estaba a cargo del duque de Nevers, Philippe Mancini, el joven sobrino de Mazarino y hermano de Hortense, quien había sido instruido por Paul de Batz, el hermano de D´Artagnan. La experiencia de D´Artagnan se impuso fácilmente al carácter veleidoso de Mancini, un joven de 25 años más preocupado por la vida cortesana que por la milicia. En la práctica, D´Artagnan fue escalando posiciones hasta lograr el control pleno de los mosqueteros, mientras conseguía también crearse un círculo propio de allegados. Estaba en condiciones de cambiar de señor, y quién mejor que el propio rey.
Los historiadores han sido implacables al describir a Luis XIV, destacando su pasión por la gloria militar y por el amor, terrenos en los que fue realmente insaciable, pero también su falta absoluta de virtudes morales. Solo mediante una hábil y costosa operación de propaganda orquestada por su entorno palatino, la frágil figura del monarca acabó adquiriendo una plenitud sobrehumana hasta verse convertido en el Rey Sol, la representación suprema del absolutismo. En el camino de construcción de ese poder soberano que identificaba al rey con el Reino y el Estado (“El Estado soy yo”), cuando murió su mentor Mazarino, el monarca optó por asumir personalmente el gobierno.
El 9 de marzo de 1661 falleció el cardenal Mazarino. Al día siguiente, el rey, que a la sazón contaba con 23 años, reunió a sus ministros y declaró que nunca más nombraría a un primer ministro. Por fin, Luis XIV reinaba y también gobernaba. Sin embargo, tuvo que mantener en su entorno a los antiguos colaboradores de Mazarino: Le Tellier, Fouquet y Lionne. Acabar con su influencia fue una misión delicada, sobre todo hacer frente al poderoso Nicolas Fouquet.
Intendente de la Generalidad de París, procurador general del Parlamento, superintendente de Hacienda y ministro de Estado, este ambicioso y astuto personaje había hecho suya la divisa Quo non ascendam? (“¿Adonde no subiré?”). Fouquet se había ganado con los años la confianza de los ricos banqueros que sufragaban las necesidades financieras de Luis XIV, aunque también había aprovechado sus relaciones para enriquecer a su protector Mazarino, quien acumuló una inmensa fortuna, la mayor que un particular consiguiera reunir jamás durante el Antiguo Régimen, según los historiadores económicos de la Francia moderna. Por su parte, Fouquet también amasó un abundante patrimonio y articuló una densa red de relaciones de fidelidad.
La detención de Fouquet, ordenada por Luis XIV en septiembre de 1661, fue una misión difícil que solo llegó a buen fin gracias a la energía, la resolución y la incondicional devoción personal de D´Artagnan por el monarca. Fouquet fue conducido a Pignerol, una de las fortalezas más remotas de Francia, situada a la entrada de tres valles de los Alpes en el camino hacia Italia. Durante años, D´Artagnan actuó como carcelero de este personaje. Fouquet fue utilizado como chivo expiatorio en un juicio espectacular que intentó moralizar la vida pública francesa, pero que solo consiguió favorecer el ascenso de un nuevo factótum, un antiguo intendente de Mazarino, Jean-Baptiste Colbert.
Bajo su nuevo patrón, D´Artagnan llevó adelante su carrera. A la muerte de Mazarino, los Mancini perdieron también todo protagonismo y el mosquetero gascón se hizo cargo progresivamente de la Compañía de Mosqueteros, hasta ser nombrado capitán en 1667.
Ese mismo año, Luis XIV decidió reiniciar la guerra contra España. Era la guerra de devolución: como no se había pagado la dote de su esposa, la española María Teresa, Luis XIV exigió en compensación los territorios españoles de los Países Bajos. El rey determinó que toda la Corte fuera a la guerra. El mosquetero escoltó permanentemente a la familia real y desafió a la muerte en los enfrentamientos, por lo que fue premiado con el cargo de brigadier de Caballería. Sirvió con honores en los asedios de las ciudades de Tournai, Douai y Lille, que condujeron a la conquista del Franco Condado por Luis XIV. D´Artagnan fue gobernador de Lille durante unos meses, aunque esta responsabilidad fue excesiva para un iletrado como él. Con innegable desahogo, se hizo cargo de otra misión de Estado.
De nuevo, en diciembre de 1671, los servicios incondicionales de D´Artagnan fueron requeridos por Luis XIV. En esta ocasión, se trataba de detener a Antonin Nompar de Caumont, quien sería nombrado posteriormente duque de Lauzun, un militar de categoría y antiguo favorito del rey que había osado inmiscuirse en el harén que Luis XIX tenía en Versalles. Lo cierto fue que las implicaciones de D´Artagnan en las cenagosas bambalinas de la Corte adquirieron entonces tintes repugnantes. De nuevo, el mosquetero se encaminó a Pignerol, donde condujo al desgraciado prisionero, que iba a permanecer encerrado durante diez eternos años hasta recuperar el favor real.
Aunque D´Artagnan no era un cortesano, sus ocupaciones ajenas a la milicia ganaron importancia con los años. A partir de la lectura de sus memorias –que, pese a ser apócrifas, recogen los grandes momentos de su turbulenta existencia- no se sabe si fue más determinante en su destino la intriga o el valor. Se nos presenta como un arquetipo de la mentalidad del súbdito del Antiguo Régimen. D´Artagnan acaba siendo un gentilhombre de a pie, pero que juega un papel trascendental en un orden social sentido como inmutable y natural. El único mundo que cuenta es el de la corte, organizado por la Providencia de manera absoluta. Los pasillos palaciegos aparecen como una jungla, en la que todos los vicios y enredos son posibles; pero esto no hace más que reforzar todavía más la superioridad del monarca. Las intrigas son debilidades que afectan a los favoritos y a los cortesanos del rey, la falta incumbe siempre al ministro y jamás al soberano. En todo momento, D´Artagnan se consideró el buen súbdito que obedecía a su buen señor.
Cuando se declaró la guerra a Holanda, en 1672, consiguió el cargo de mariscal de campo y con este rango participó en el sitio de Maastricht al año siguiente. Fue una campaña triunfal para Luis XIV. El ejército francés atravesó el Rhin por Tolhuis el 12 de junio de 1673 y pronto se tomaron más de cuarenta ciudades. Tras sortear las inundaciones defensivas provocadas por los holandeses, las tropas se dirigieron a Maastricht, cuyo asedio fue muy duro. Entre las operaciones llevadas a cabo, destacó el asalto a la fortaleza del Día de San Juan de 1673, que fue de los más feroces de aquel año. Entre ese día y el amanecer del 25 de junio, 53 mosqueteros fueron heridos y 37 cayeron muertos junto a su capitán, el conde D´Artagnan. Fue una de aquellas acciones de esperanza perdida. Un testigo escribió que “todos los mosqueteros que regresaron tenían sus espadas ensangrentadas hasta las empuñaduras y melladas por los golpes que habían dado”. El cadáver de D´Artagnan no fue encontrado jamás.
Con la desaparición de su más famoso integrante, parecía que el tiempo de los mosqueteros también estaba acabándose. Maastricht cayó el 30 de junio de 1673, pero su conquista fue mérito de Sébastien de Vauban, el ingeniero militar encargado del operativo de asalto –con los años iba a diseñar casi cuarenta fortalezas y la fortificación de más de trescientas ciudades francesas según las nuevas modalidades bélicas-
En esta línea, como elemento estratégico, la infantería continuó desarrollándose, mientras que la caballería solo iba a representar en el futuro una cuarta parte escasa del Ejército francés. Los dragones, una fuerza que combinaba caballería e infantería, tomaron el relevo de los piqueros y los mosqueteros. Gradualmente, estos cuerpos, que siempre recurrían a la espada como complemento en el combate, perdieron su carácter emblemático. En 1699, se decidió la supresión del mosquete y en 1703 la de la pica. Como sustituta, la bayoneta ganó relevancia desde 1689. El arma blanca colocada en la boca del arma de fuego permitió a la infantería conjugar un arma ofensiva y defensiva que relegó al pasado la cruda realidad y la enardecida mitología de los grandes espadachines.
Pero D´Artagnan no murió en Maastricht. Aquello fue sólo su paso a la inmortalidad. Alejandro Dumas, padre, y Auguste Maquet confirieron fama universal al conde D´Artagnan. Basaron gran parte de sus datos en las memorias apócrifas de D´Artagnan que escribió Gatien Courtilz de Sandras en 1700. Este escritor conoció las hazañas de D´Artagnan durante los meses que permaneció recluido en la prisión parisina de la Bastilla, por entonces gobernada por François de Montlezau, señor de Besmaux, un ex compañero de nuestro mosquetero protagonista.
La trilogía de Dumas sobre D´Artagnan (“Los tres mosqueteros”, 1844; “Veinte años después”, 1845; y “El vizconde de Bragelonne”, 1848-1850) fue poco respetuosa con la historia real. En sus libros el mosquetero es quince años más joven y participa en acciones militares que, en realidad, protagonizaron otros miembros de la familia Montesquieu. Asimismo, el nudo dramático se basa en el inexistente antagonismo entre Luis XIII y Richelieu, así como en la fabulada relación de la reina Ana de Austria con el duque de Buckingham. Ni la espía inglesa Milady de Winter ni su hija Mordaunt existieron. Para caracterizar al personaje literario de Milady, Dumas quizás se inspirara en Lucy Perry (1599-1660), hermana del conde de Northumberland y esposa del conde de Carlisle. Fue famosa por su gran belleza e ingenio, y se la relacionó con Richelieu y el espionaje francés en Londres. Sus intrigas políticas en la convulsa Inglaterra la llevaron a ser encerrada varios meses en la Torre de Londres en 1649 tras la caída de su protector Stafford. Tampoco es real la misión de D´Artagnan en Inglaterra, presuntamente enviado por la reina para recuperar los herretes de diamantes regalada por Luis XIII e imprudentemente entregada por Ana de Austria a Buckingham.
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domingo, 14 de abril de 2013
El Concilio de Pisa
Hablar del concilio de Pisa suena, de entrada, aburrido, pero aquel concilio, que comenzó el 25 de marzo del año 1409, el que intentó poner fin al famoso Cisma de Occidente, es cualquier cosa menos aburrido, porque fue uno de los más tormentosos y animados que se recuerdan. Se trataba de acabar con un problema grave: había dos papas reinando en la cristiandad. Pues cómo sería la que allí se montó, que cuando terminó el concilio, en vez de dos papas, había tres.
Como el Cisma de Occidente merece capítulo aparte, sólo decir que en 1409, la situación de la Iglesia no era muy halagüeña. Hacía treinta años que había dos papas mandando en paralelo, uno desde Aviñón y otro desde Roma. Cada vez que se moría uno de los dos papas, los cardenales de cada bando elegían sucesor, con lo cual el cisma seguía y seguía y no se solucionaba nunca. Aquello era insostenible; hasta que el rey de Francia, Carlos VI, dijo “ya basta”. La única forma de solucionar esto era retirar toda obediencia a los dos y deponerlos; y, por cierto, uno de los dos papas era español, aragonés para más señas: Benedicto XIII, el papa Luna.
Los cardenales de uno y otro bando se alarmaron ante el enfado del rey francés, aparcaron sus diferencias y se reunieron a ver qué hacían. De esta reunión salió el Concilio de Pisa. Pero resulta que el único que puede reunir un concilio y firmar todo lo acordado es el papa. Y como había dos y ninguno quería ceder el poder, aquel concilio era, digamos, “ilegal”. Lógico, ninguno de los dos papas contendientes iba a convocarlo para facilitar su expulsión. Los papas se mantuvieron en sus trece (esta frase hecha procede precisamente de entonces, porque Benedicto XIII fue el que se mantuvo en sus ídem), así que el seudoconcilio los declaró herejes, los separó de la Iglesia y eligió a otro papa para sustituirlos, Alejandro V. No hay dos sin tres.
Y Alejandro V tuvo que buscarse otra sede, porque en Aviñón y Roma seguían amarrados a la silla los otros dos papas. Se fue a Bolonia y allí pasó su pontificado sin pena ni gloria hasta que lo envenenaron. Los otros dos estuvieron peleados todavía cinco años más.
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martes, 9 de abril de 2013
Confucio y el confucianismo: la filosofía antropocéntrica
La tradición clásica china se forjó durante la dinastía Zhou (1025-221 a.C.), cuando se produjo el nacimiento de las dos escuelas de pensamiento que marcaron el desarrollo de esta civilización: el confucianismo y el taoísmo. Frente al pensamiento más individualista y natural de los taoístas, la filosofía humanista de Confucio (551-479 a.C.) apuntaba al buen gobierno, tanto del Estado como del hombre, a través de unas virtudes y unos ritos que, según él mismo indicaba, eran los encarnados por los primeros reyes sabios de la dinastía Zhou. Así, Confucio se presenta como el transmisor de un pasado que considera la edad de oro de la civilización china.
Confucio (Kung-fu-tse), nació en el año 551 a.C. en el principado de Lu, correspondiente a la actual provincia china de Shangtung, en una familia de antiguo linaje que hoy, dos milenios y medio más tarde, continúa existiendo. Según la tradición, nació el vigésimo séptimo día del octavo mes lunar, una fecha que ha sido cuestionada por los historiadores. Sin embargo, el 28 de septiembre es para gran parte del este del Asia el cumpleaños de Confucio. De hecho, en Taiwan es un día de fiesta oficial conocido como Día de los Maestros.
Su padre murió cuando él tenía apenas tres años y su madre se encargó de su educación. A los 30 años, su necesidad insaciable de aprender se transformo en una sólida vocación pedagógica _Kung-fu-tse significa “Maestro Kung”-. Su profundo conocimiento de las seis artes –rituales, música, tiro con arco, conducción de carros, caligrafía y aritmética- y su familiaridad con la tradición clásica, especialmente poesía e historia, lo convirtieron en un inmejorable maestro.
Antes de Confucio, las familias aristocráticas contrataban profesores para educar a sus hijos, y el Gobierno instruía a sus oficiales. Confucio extendió la educación a todos los hombres y fue también la primera persona en hacer del aprendizaje y la enseñanza un modo de vida, entendiéndolos no sólo como una acumulación de conocimientos, sino como una construcción del carácter, en la que Confucio basaba la vida del Estado: “Cuando los antiguos querían hacer pública en el imperio la luminosa virtud, ordenaban primero su Estado; cuando querían ordenar su Estado, arreglaban primero su casa; cuando querían arreglar su casa, perfeccionaban primero su propia persona; cuando querían perfeccionar su propia persona, hacían primero recto su corazón; cuando querían hacer recto su corazón, hacían primero veraces sus pensamientos; cuando querían hacer veraces sus pensamientos, completaban primero su saber.
Así, la educación era para Confucio lo que hoy llamaríamos la base de un programa político y social, y ese saber no podía mantenerlo apartado de la sociedad humana –tentación que, sin embargo, confesó haber tenido que resistir-: poco antes de cumplir los cincuenta años Confucio fue magistrado, luego ministro asistente de obras públicas y finalmente ministro de Justicia en Lu, nombramiento que bastó, según se cuenta, para que los criminales se retiraran a sus guaridas. Aunque no los sofistas, a uno de los cuales parece ser que Confucio condenó a muerte.
Pero la carrera política iba a ser corta. Un príncipe de un estado vecino, celoso de la prosperidad de Lu, corrompió la moral del príncipe con un regalo cargado de malas intenciones: un grupo de bailarinas y cantantes y varios hermosos caballos que lograron apartar al gobernante del propugnado “completar primero su saber”. Confucio, con 56 años, dimitió y abandonó su patria en busca de otro estado feudal en el que poder servir. Durante los siguientes años, erró por China. Con 67 años, volvió a su ciudad natal para enseñar, compilar y editar las obras tradicionales. No volvió a aceptar un puesto público. Murió a los 73 años, en el 479 a.C., profundamente decepcionado porque ningún gobernante había querido seguir sus principios.
A Confucio le interesa el hombre por sí y como parte de la sociedad; la sociedad porque está compuesta por hombres. Su filosofía se orienta hacia los problemas concretos de la vida. De la misma manera que el Estado sano radica en un individuo consciente, Confucio no enseña una lógica que, con reglas generales, ayude a pensar, sino que intenta que el alumno aprenda a pensar por sí mismo y descubra en la práctica la lógica. Confucio, especialmente, quería apartar a sus discípulos de aquellos que criticaban la religión, los gobiernos y relativizaban el bien y el mal, buenos argumentadores al estilo de los mejores griegos.
De las cuestiones metafísicas, simplemente prescindía: “Si ni siquiera sabemos cómo se debe servir a los hombres, ¿cómo vamos a saber cómo servir a los espíritus? Si no sabemos nada de la vida, ¿cómo vamos a saber algo de la muerte?” Esto no se tradujo en una enemistad hacia la práctica religiosa; sólo fue un reconocimiento de los límites de su conocimiento. A sus discípulos les recomendó que siguieran los rituales, no se sabe si por formalismo conservador o por convicción. Confucio valoraba especialmente todo aquello que mantuviera al hombre en relación con su familia y su comunidad –le resultaba inútil el ideal de sabio aislado-, y probablemente los ritos tenían más una función social que religiosa.
Uno de los valores fundamentales era para él el hsiao –piedad filial-, que era el primer paso hacia la excelencia moral, la cual creía que residía en el atenimiento a la virtud cardinal: jen –humanidad-. Con la familia viva en la mente y el corazón, el individuo no tendría ningún problema en abrirse al mundo. Pero esta piedad filial no representaba una sumisión, sino una manera que tenían, tanto el padre como el hijo, de aprender a ser humanos, de ser el padre, plenamente padre, y el hijo, hijo. No sólo el hombre había de ser él mismo, sino también sus conceptos debían estar perfectamente definidos. Por eso, cuando le preguntaron qué haría con el Estado en caso de ser el príncipe, respondió: “Seguramente, rectificaría los conceptos”.
Al morir Confucio, más de tres mil personas se declaraban alumnos suyos. De entre todos ellos Mencio (Meng-Tse, 371-289 a.C.) fue el más destacado. Además de ejercer como consejero de príncipes, indagó en el sentido psicológico de la doctrina. Según él, el hombre es esencialmente bueno y sabio: en su propia naturaleza, y gracias a la educación, descubrirá estos dos tesoros. No hay que imitar o admirar al sabio “pues él es de la misma naturaleza que nosotros”. La maldad se debe a defectos de las instituciones y los gobernantes.
Contemporáneo suyo fue Hsun Tse (355-288 a.C.), para quien: “La naturaleza del ser humano es malvada, lo que tiene de bueno es artificial. Pues, por naturaleza, desde su nacimiento tiene el hombre el deseo de buscar provecho”. La oposición era completa. Mencio era un introvertido optimista; Hsun Tse defendía el dominio y domesticación de la naturaleza: “Buscas en vano la causa de las cosas. ¿Por qué no apropiártelas y gozar de lo que producen?”.
Un nieto de Confucio escribió un libro, el Tshung Yung, en el que continuó con fuerza la tradición confucianista. Trasladó el principio ético del justo medio –no decantarse por el yin o el yang-, que su abuelo entendía como una forma de acción, a un concepto metafísico en el que la unión entre el yo íntimo y la armonía exterior convierten al Universo en un todo ordenado “y todas las cosas alcanzan su pleno crecimiento y despliegue”. Es decir, si antes la armonía política dependía de la salud del individuo –y viceversa-, ahora era la armonía universal la que era en parte creada por él.
Durante los 2.000 años siguientes, el confucianismo ha sido la piel del pensamiento filosófico chino, piel sobre la que, en muchas ocasiones, han vestido las ropas del taoísmo y el budismo. Entre los años 200 a.C. y el 1000 de nuestra era –la Edad Media china- se anquilosó. El libro oracular, I Ching, perdió lo que de más preciado tenía para Confucio: el ser una comunicación directa entre el libro y el consultante. A la sombra del lenguaje simbólico, medraron innumerables interpretaciones, textos explicativos y técnicas de consulta.
El neoconfucianismo comenzó en el siglo XII con Chu Hsi (1130-1200). A partir de los orígenes de la doctrina, revivió el yin y el yang con dos concpetos inseparables: li –la razón universal norma de los fenómenos- y ki –la materia fundametno de los fenómenos-.
La dinastía Ming albergó la segunda época neoconfuciana (1368-1644), cuyo pensador más importante, Wang-Yang-Ming (1473-1529), fue un idealista que buscaba entender el cosmos dentro de sí mismo, mente y corazón.
En el tercer y último periodo (1644-1911), la idea básica fue la unidad entre sustancia y función, y la primacía de la Mente Original. La realidad y la manifestación son una misma cosa; la Mente Original es voluntad, conciencia y razón. Esta escuela buscaba nada menos que la síntesis de toda la tradición confucianista que , abusando un poco, pude quedar resumida en el concepto del justo medio: unión entre hombre y su entorno, interacción entre el yin y el yang, moderación, filosofía orientada hacia la ética y no tanto al conocimiento. Y, sobre todo, el rechazo a la unilateralidad y respeto por ambos extremos: de esto ha resultado el cultivo de una ambigüedad que ha dificultado al mundo occidental –dual y dialéctico- su relación con el pensamiento y actitud chinos.
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domingo, 7 de abril de 2013
Auguste Rodin - La congelación escultórica del movimiento
Acusado durante décadas de ampuloso y provocador, Auguste Rodin es considerado hoy uno de los mejores y más célebres escultores de todos los tiempos. La fuerza expresiva de obras como El pensador, El beso o Balzac, plenas de vitalidad, poesía y sensualidad, supuso la ruptura definitiva con el academicismo y el comienzo de una nueva concepción del arte escultórico.
Rodin es considerado el último de los románticos, tendencia intelectual y artística anterior a su propia época; también se le encuadra dentro del naturalismo por su interés en el hombre como parte de la Naturaleza, y de impresionista por su forma rápida de modelar, más interesada en captar un rasgo de expresividad que en la perfección del acabado. Pero, con independencia de su adscripción a cualquier género o estilo, Rodin fue sobre todo un innovador y un valiente provocador capaz de transmitir toda la creatividad de su genio lejos de la tradición conservadora que había dominado la escultura durante siglos.
La búsqueda de la expresividad basada en el dinamismo y el dramatismo de las formas tuvo su precedente en la figura del escultor francés Jean Baptiste Carpeaux (1827-1875), al que pertenece el en su tiempo polémico grupo La danza (1869) que, como el resto de su obra, está condicionado por el estudio psicológico y la agresividad de las formas renacentistas, las mismas fuentes de las que bebería Rodin.
François-Auguste Rodin había nacido en París (1840) en el seno de una familia humilde. Mal estudiante y buen dibujante, ingresó en una escuela de artesanía y diseño, donde pronto manifestó su afición por la escultura, vocación que abandonaría al ser rechazado tres veces en su intento de acceder a la Escuela de Bellas Artes y, sobre todo, por la muerte de su hermana María (1862), tras la cual entró como novicio en una orden religiosa. Superado tal trance, decidió continuar su tortuosa andadura artística y durante una década trabajó para otros escultores en París y Bruselas. Su obra más representativa de este periodo, el retrato de un vagabundo conocido como El hombre con la nariz rota (1864), fue presentada en el Salón –la exposición artística francesa más prestigiosa- y rechazada por ser demasiado realista para las puritanas tendencias imperantes.
En 1875, viajó a Italia y entró en contacto directo con la obra de Miguel Ángel, lo que provocó su definitiva ruptura con el academicismo. A su regreso, realizó su primera escultura importante, La edad de bronce (1876), obra controvertida al considerar sus detractores que había sido copiada directamente sobre el cuerpo del modelo. Desde entonces, y aunque la polémica le persiguió incluso después de su muerte, su talento sería internacionalmente reconocido.
En 1880, le fue solicitado el proyecto para esculpir una puerta destinada al Museo de Artes Decorativas de París: conocida como La puerta del infierno, el artista no previó la magnitud del trabajo que tenía por delante: inspirado por la Divina Comedia de Dante, le tuvo ocupado durante casi 37 años. Se inspiró en personajes de Dante, Baudelaire y Ovidio, pero los transformó en convulsas, voluptuosas y trágicas figuras. En el grupo escultórico se muestra el viaje a través de los reinos del más allá (Infierno, Purgatorio y Paraíso) como un gran fresco de pasiones y emociones humanas, expandiendo el concepto de la escultura tradicional. A su muerte había completado casi 200 figuras individuales, pero la puerta no estuvo terminada a su muerte. Se completó en 1926, nueve años después del fallecimiento de Rodin.
La Puerta del Infierno era una fuente inagotable de ideas. Rodin convirtió en esculturas independientes a algunas de las figuras incluidas en La puerta. Fue el caso de un retrato simbólico de Dante: El pensador, que muestra paradigmáticamente su influencia miguelangelesca. La figura fue el primer trabajo creado por Rodin para ser expresamente expuesta en un lugar público –frente al Panteón, en París, en 1906-.
Su siguiente trabajo de importancia fue un encargo como homenaje al alcalde y a cinco burgueses de Calais que, durante el asedio de 1347 por el rey Eduardo III de Inglaterra, ofrecieron sus vidas a cambio de evitar el saqueo de la ciudad, siendo finalmente perdonados. El autor quiso evitar la clásica estatua conmemorativa y se decantó por eliminar el típico zócalo, lo que desató una larga polémica pero que anticipó la evolución de la escultura a partir de los años sesenta del siglo XX. Rodin representó a los seis vecinos descalzos y con una soga alrededor de sus cuellos aguardando su trágico destino. Obra de fuerte carácter heroico, en Los burgueses de Calais (comenzado en 1884 y finalizado en 1895) cada figura tiene un tratamiento marcadamente individualizado y, a la vez, cada una de ellas presenta múltiples puntos de vista sin perder la unidad del conjunto.
La obra de Rodin parte del estudio y de la abstracción del movimiento. Su trabajo se iniciaba con el análisis minucioso del modelo en vivo, del que elaboraba multitud de esbozos preparatorios, dibujados y en barro, con los que sintetizaba un boceto definitivo que perfeccionaba, entonces sí, con la pose.
Lo que hace a Rodin excepcional es su capacidad para la elección exacta de ese instante que, una vez transferido desde su mente a la materia a través de sus manos –era un gran modelador-, hacía del resto de las tareas escultóricas como la talla de la piedra o la elaboración de los moldes trabajos subsidiarios cuya ejecución definitiva podía dejar en manos de sus ayudantes. De hecho, su estudio en Meudon, cerca de París, se parecía a una fábrica, con más de 50 personas trabajando allí.
Rodin escandalizó a la sociedad por la gran carga erótica de sus figuras. El ciclo de El beso (1886), concebido como motivo para La puerta del Infierno, es su obra más conocida dentro de esta tendencia (a su muerte dejó muchos esbozos eróticos). Pero la mayor polémica de la carrera de Rodin llegó con una escultura monumental de Balzac, encargada en 1892 por la Sociedad de la Gente de Letras como homenaje al novelista francés. Esta obra supuso un reto para el artista ya que Balzac había muerto en 1850, a lo que se añadía la apariencia nada mítica del escritor. Rodin fue acusado de estafador al no presentar la obra en el plazo pactado; por otro lado, su elección, tras realizar varias estatuas desnudas, de una versión final en la que Balzac aparece cubierto con una especie de bata produjo un inmenso escándalo, llegando a ser tachado Rodin de loco. Este fue un duro golpe para el escultor que consideraba esta obra como su mayor logro y una evolución radical dentro de su estética.
Rodin continuó realizando bocetos de nuevas obras y sacando nuevas copias facsímiles de las anteriores hasta el momento de su muerte en 1917. Considerado en su tiempo por muchos como vulgar y carente de talento, hoy es reconocido como uno de los más grandes escultores de la historia tal como él mismo vaticinó tras el fracaso de su Balzac: “Si la verdad es imperecedera, predigo que mi obra será reconocida por el mundo”.
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viernes, 5 de abril de 2013
¿Por qué gritamos al asustarnos o experimentar dolor?
La puerta se cierra, pero desgraciadamente los dedos se han quedado en medio. En estas situaciones se suele gritar, aunque eso no haga que el dolor sea menor. El sentido común de las personas debería decirles que no tiene ningún sentido gritar como un poseso pero, a pesar de ello, lo hacemos. De hecho, el intelecto no tiene ocasión de intervenir, ya que el reflejo se le adelanta.
Estos reflejos son los que han protegido a los hombres en épocas en las que aún no estaba implantado un lenguaje. Si el Homo sapiens resultaba herido o se sentía atacado, gracias a los gritos podía avisar a sus congéneres de la tribu y hacerles saber su situación de emergencia a la vez que les ponía en aviso acerca del peligro. A pesar de haber transcurrido mucho tiempo, no nos hemos alejado demasiado de esas costumbres de los hombres primitivos, y también los seres humanos del siglo XXI gritamos para recibir atención, ayuda o consuelo.
Pero durante este tiempo hemos aprendido algo. Si se conoce cómo es un dolor y nos resulta previsible que nos afecte, aún cuando sea comparativamente severo, seremos capaces de asumirlo y evitar los gritos como reacción refleja. En caso contrario, el estrépito de gritos en la consulta del dentista probablemente resultaría ensordecedor.
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miércoles, 3 de abril de 2013
¿Es posible dinamitar Marte?
En una palabra: no. Sería imposible destruir el Planeta Rojo mediante cualquier dispositivo ideado por los científicos excepto las finanzas. Los planetas pueden sobrevivir a terribles agresiones; la Hellas Planitia, un cráter marciano de unos 2.092 km de diámetro, es el testimonio de la colisión del planeta con un asteroide tan gigantesco que el impacto generó unos cien millones de megatones de energía. Si un meteorito de ese tamaño impactara sobre la Tierra, barrería de un plumazo la vida en un continente entero.
Por el contrario, el arma nuclear más poderosa jamás probada, la “Bomba del Zar”, en Rusia, poseía una potencia de “solo” 50 megatones, y los arsenales de la mayoría de los países consisten en bombas de potencias entre 200 y 400 kilotones; en términos de impacto planetario, el equivalente a unos fuegos artificiales. Enfrentándose a un objeto tan robusto como un planeta, ninguna bomba nuclear tendría efecto. Ni siquiera el más poderoso de los meteoritos ha conseguido destruir Marte o la Tierra. La cantidad de energía necesaria sería tan inmensa que tal cosa nunca sucedería.
¿Pero qué pasaría si consiguiéramos idear un arma radicalmente más poderosa que pudiera desencadenar, digamos, un millón de megatones, es decir, la cantidad aproximada de energía producida por el Sol en un mes. La amplitud del campo gravitacional que la masa marciana crearía neutralizaría incluso un esfuerzo tan colosal. Podríamos desatar la mayor explosión jamás concebida y destruir el planeta, pero los fragmentos de roca volverían a ensamblarse. Un esfuerzo más realista y productivo para la energía nuclear en el espacio sería encontrar una forma de pulverizar los asteroides de menor tamaño que orbitasen peligrosamente cerca de la Tierra.
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martes, 2 de abril de 2013
La Alquimia: ¿fraude o quimera?
Unas veces venerados, otras perseguidos; unos, místicos; otros farsantes; los alquimistas fueron acusados de herejías, embrujos y fraudes. Pero también inventaron muchos útiles de laboratorio y desarrollaron métodos de investigación con los que trabajan los científicos actuales. Sin embargo, su meta fundamental no fue ésa, sino la búsqueda de un universo puro, perfecto y ordenado.
La alquimia trata de las fuerzas sutiles existentes en la naturaleza, así como de las diversas condiciones y estados de la materia. Su saber es una combinación secreta, esotérica e iniciática de ciertos conocimientos extraídos de las ciencias naturales, el empirismo, la metalurgia y la filosofía natural. Una combinación secreta porque sus adeptos ocultan a los legos sus conocimientos; esotérica porque no sustenta sus principios en teorías científicas; e iniciática, porque sólo se adentra en ella quien es guiado por un maestro.
Para los alquimistas, sólo existe, en realidad, una única materia –la materia prima-, presentada, eso sí, en múltiples formas y en diferentes estados. Según la proporción en que estas formas y estados se combinan, surgen los distintos minerales –y, por tanto, los metales-, están vivos, evolucionan y, además, todos –menos el oro y, en menor medida, la plata- son impuros. Ningún ser vivo, ni tampoco sustancia inanimada alguna, es perfecta; ni siquiera el hombre ha logrado completar su perfeccionamiento físico –aún hay enfermedades insuperables- ni espiritual –el hombre está dominado por la maldad.
Los esfuerzos de la alquimia se concentraron en intentar transformar los metales viles en el estado perfecto del oro y, en general, en la búsqueda de la máxima perfección en todo. A través del proceso alquímico –llamado Gran Obra-, se hace pasar a la materia por una serie de estados –fuego, al ser calentada; aire al ser destilada; agua, al ser enfriada; y tierra, al precipitarse-, mientras se va purificando, para acabar transformándose en la “materia prima” o elemento puro del que procede todo cuanto ha sido creado.
Cuando el alquimista obtiene ese elemento, continúa el proceso hasta obtener la Piedra Filosofal, suma de todas las perfecciones, transmutadora de metales –unos granos suyos convierten en oro cualquier metal vil con que entren en contacto- y, disuelta en el Elixir de la Eterna Juventud o Panacea Universal, curadora de todos los males. La piedra filosofal hará al hombre perfecto al acabar con sus imperfecciones físicas –librándolo de toda enfermedad y otorgándole la inmortalidad- y espirituales –si ha llegado a la meta, es porque posee el conocimiento universal-, y le llevará de vuelta a la felicidad del Paraíso.
Para el alquimista, conseguir la piedra y el elixir no es sólo la consecuencia de un proceso, sino la prueba de que ha conquistado la parcela de verdad a la que dedicó su vida y de que, en consecuencia, él personalmente ha conseguido la felicidad.
Quizás haya que situar las primeras manifestaciones de la alquimia en Alejandría, donde se recopilaron y actualizaron las prácticas pre-alquímicas de las culturas griega, caldea, egipcia y judía. Pero, muchos siglos antes, al otro lado del mundo, en China, ya se daban prácticas alquimistas –con el principal objetivo de fabricar oro-. Los orientales consideraban que, ingiriendo oroj, un hombre podía conseguir poderes ilimitados y, sobre todo, la inmortalidad. Más como el oro es difícil de encontrar en la naturaleza, los alquimistas chinos trataron de fabricarlo artificialmente.
En el siglo X, los árabes comenzaron a practicar técnicas alquimistas basadas en las chinas y griegas, que conocieron a través de Siria, Persia y Egipto. A ellos debemos los conceptos de elixir de la eterna juventud y piedra filosofal, y entre sus aportaciones a la ciencia destacan el descubrimiento de la sal amoniacada, la preparación de álcalis cáusticos, el descubrimiento de las propiedades de las sustancias animales y la introducción del método de descomposición por destilación para analizar dichas sustancias. Su clasificación de los minerales fue la base de la mayoría de los sistemas que se utilizarían más tarde en Occidente. También fueron quienes acuñaron, entre los siglos VIII y IX, la voz al-kimiya –“alquimia”- sobre la base de la palabra griega “chymeia” –“arte de fusión de los metales”-, que provenía a su vez del antiguo nombre de Egipto, Chem.
El hecho de que muchos alquimistas fueran, además, magos, astrólogos y cabalísticos hizo recaer sobre ellos la sospecha de que practicaban magia negra y brujería. A pesar de que muchos nobles –incluso reyes- y clérigos –incluso papas- la pracitaron, los Estados y la Iglesia pesiguieron durante muchos siglos a sus adeptos, juzgando y condenando a algunos a la hogera –a veces más por defender teorías heréticas, que por sus prácticas-.
En Roma, a finales del siglo III, el emperador Diocleciano hizo destruir los tratados de alquimia y ejecutar a sus adeptos en Egipto. Durante la Edad Media, fueron acusados de magia y alquimia todos los que practicaban la física y la química. El arzobispo de Praga fue perseguido por alquimista por el Concilio de Constanza (1414-18) y un decreto dado en Venecia en 1530 prohibía, bajo pena de muerte, la práctica de la alquimia.
No es de extrañar, pues, que, en este contexto, los alquimistas utilizaran un lenguaje simbólico, secreto y hermético, al que sólo accedían los adeptos iniciados por un maestro; que evitaran ser perseguidos firmando sus obras con nombre falso y atribuyendo sus tesis a autores ilustres –Alberto Magno, Raimundo Lulio o Santo Tomás-, y que, en ocasiones, incluso, dieran a sus obras títulos tomados de las Santas Escrituras para teñir de respetables y cristianas a sus teorías, evitando las peligrosas acusaciones de herejía.
Pero, como es obvio, junto a estos alquimistas científicos surgieron una multitud de farsantes que, de muy distintas maneras, convencían a otros de que conocían el secreto de la transmutación de cualquier metal en oro, cuando, en realidad, su único “saber” era el de “transmutar” de sitio, a su favor, las monedas de oro.
Quizá el más famoso de todos los alquimistas fue Teophrastus Bombastus von Hohenheim (1493-1541), más conocido como Paracelso –al recordar su sabiduría la del famoso médico romano Celso-, quien ha pasado a la historia, entre otras cosas, por fundar la llamada yatroquímica, una escisión de la alquimia que estudiaba el uso medicinal de todo tipo de sustancias. Paracelso elaboraba estas sustancias a partir de ácidos minerales, sales metálicas, álcalis y todo tipo de plantas, llamadas arcanos. Su doctrina partía de la base de que la enfermedad está provocada por el exceso o el defecto orgánico de una determinada sustancia; en consecuencia, las contenidas en las plantas podrían reequilibrar el organismo, además de alimentarlo y purificarlo. Con ello, Paracelso levantó una barrera entre alquimia y ciencia, sentando las bases de una química basada en medidas exactas, a la que llegó al desarrollar procesos para aislar, mezclar y dosificar las sustancias que forman parte de una mezcla y al intentar, en su faceta de médico, obtener extractos de minerales y plantas lo más puros posibles.
Pese a sus luces y sus sombras, siempre se ha visto en la alquimia el origen de la química actual. No en vano, sus practicantes inventaron alambiques, hornos, matraces, vasos de precipitados, filtros, recipientes de vidrio especiales y otros muchos utensilios, e idearon procedimientos como la sublimación, la destilación, la evaporación, la coagulación, la fusión y la calcinación, que siguen utilizándose en los laboratorios científicos actuales.
Aunque en su momento fueron tachados de locos y visionarios, la ciencia actual ha tenido en cierto modo que darles la razón. Sus teorías sobre la transmutación de los metales, el origen único de la materia y de todas las criaturas, y la composición atómica de todas las sustancias de la naturaleza, aunque rudimentarias, son hoy irrefutables. Por ejemplo, gracias a los actuales aceleradores de partículas ya es posible la transformación de mercurio en oro –aunque a tal coste y poniendo en acción tanta energía que resulta antieconómico.
Otro ejemplo: más de la mitad de la producción mundial de platino se destina a los convertidores catalíticos de los automóviles. Esto explica el encarecimiento del platino. Recientemente, científicos de la Universidad Penn State utilizaron un láser para separar un electrón de una molécula de carburo de tungsteno, dotándolo de las propiedades del platino. El carburo de tungsteno, compuesto metálico que cuesta una milésima parte de lo que cuesta el platino, no es un metal noble, pero contribuirá a la bajada de precio del platino. Se espera repetir el éxito con grupos de moléculas de carburo de tungsteno y encontrar sustitutos para otros elementos poco comunes. Al igual que los alquimistas, aún no han encontrado la forma de convertir el plomo en oro, pero les basta con imitar el resto de los elementos de la tabla periódica.
Junto a estas coincidencias con la ciencia “oficial”, la actividad de los alquimistas estuvo siempre rodeada de un halo de misterio que enturbió su verdadero papel histórico. Farsantes o ilusos; enloquecidos o soñadores, lo cierto es que los alquimistas –los verdaderos- sólo perseguían la perfección, el conocimiento pleno y la inmortalidad, tres sueños o quimeras comunes a todos los seres humanos.
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