viernes, 27 de agosto de 2010

El Expreso de Medianoche - La realidad más allá de la película


En 1978, Oliver Stone ganaba el premio al mejor guión adaptado por “El Expreso de Medianoche”, una dura película dirigida por Alan Parker que cuenta la historia de Billy Hayes, un joven estadounidense condenado por el gobierno turco por tráfico de hachís. El pobre diablo acaba en una cárcel turca, siendo sometido a las peores atrocidades. La película colocó a los penales turcos entre las peores pesadillas del imaginario colectivo occidental. Pues bien, “El Expreso de Medianoche” no fue más que una película, y poco tuvo que ver con lo que le sucedía a los pequeños traficantes extranjeros cuando eran detenidos en Turquía con “las manos en la droga”.

Los agricultores turcos han venido cultivando opio durante siglos. Y al menos hasta tiempos recientes lo hacían en cantidades inmensas. Añadían las hojas de las amapolas a sus ensaladas, alimentaban a su ganado con la planta una vez extraída la pasta del opio. Lo único que no utilizaban del vegetal era, precisamente, la droga. Vendían la pasta de opio al gobierno, tal y como ordenaba la ley, para elaborar a partir de ella medicamentos con base en la morfina.

El problema era que los traficantes clandestinos pagaban considerablemente más por ese opio que el rácano precio fijado por el gobierno, así que muchos agricultores comenzaron a vender sólo una parte de su cosecha a las autoridades y el resto a los traficantes, que era donde realmente se hallaba el beneficio. Los traficantes transformaban la pasta de opio en heroína multiplicando su valor en el mercado por mil y lo vendían a los distribuidores europeos y norteamericanos, quienes lo suministraban a los adictos a precios astronómicos.

Las drogas son una plaga en las sociedades occidentales, causando no solo enfermedad y muerte sino disparando el número de crímenes relacionados con el tráfico: robos, asalto a viviendas, fraude, chantaje, atracos, asesinatos…. Los países del Primer Mundo necesitaban hacer algo con este problema. Y lo que decidieron fue culpar a los turcos de ser los “proveedores”, dejando de lado el detalle de que sus propios ciudadanos eran los “demandantes”. Sin demanda, el mercado se seca. Con ella, da igual que se cierre un mercado, pronto saldrá otro dispuesto a dar al adicto lo que pide. Pero era mucho más fácil y políticamente adecuado hacer de Turquía el chivo expiatorio que coger el toro de casa por los cuernos.

El presidente Nixon y el Congreso presionaron al gobierno turco para que resolviera el problema occidental de las drogas. Y queriendo pagar parte de la factura, entregaron a los turcos 40 millones de dólares con tal fin. El dinero era para mejorar la vigilancia, arrestos, procesos judiciales y condenas y para facilitar la cosecha de la amapola del opio antes de que esté madura y se forme la savia (que forma la pasta de opio). Es necesario un laboratorio para extraer el opio de la savia y aquéllos deberían estar controlados por el gobierno. Sin savia y sin pasta de opio no habría heroína.

Turquía había cosechado en los sesenta la reputación de lugar donde era fácil comprar drogas. Y era cierta. Pocos turcos consumían drogas, pero la demanda se cruzaba con la oferta: si los extranjeros llegaban pidiendo drogas, el mercado se encargaría de satisfacer sus necesidades. De alguna manera, los extranjeros probablemente fueron los creadores del mercado de drogas de Turquía, al menos en lo que a exportación se refiere.

Con la presión del gobierno norteamericano sobre sus hombros, la policía turca recibió órdenes de acabar con el tráfico y arrestar a los contrabandistas. Y lo hicieron. Los traficantes extranjeros eran la presa más sencilla porque no conocían el terreno tan bien como los “talentos” locales. La mayoría de ellos no eran más que aficionados, fáciles de coger, acusar y encerrar.

Por esos absurdos que rigen la vida moderna, arrestar contrabandistas y traficantes extranjeros no hizo a los turcos más queridos por aquellos que precisamente les estaban empujando a hacerlo. En un incidente memorable, una mujer inglesa rellenó con droga el equipaje de su hijo de diez años y lo subió a un avión en la India con destino Londres vía Estambul. La policía turca descubrió las drogas, tomó al niño en custodia y arrestó a la madre cuando llegó en un vuelo posterior. Los periódicos británicos pusieron el grito en el cielo crucificando a los turcos por retener al niño y exigieron su inmediata liberación. Aparentemente no tenían nada que decir respecto a que una madre enviase a su hijo alrededor del mundo con suficientes drogas como para hacer que a su portador le cayera la pena de muerte. El niño, claro, fue liberado y los turcos no recibieron ni una palabra de agradecimiento por haber interceptado un cargamento de veneno destinado a la juventud británica.

Cuando un contrabandista extranjero era sentenciado, el gobierno turco se enfrentaba a un problema diferente: encarcelar al criminal. Esto era bastante caro, porque los convictos extranjeros eran encerrados en prisiones especiales más modernas y cómodas que los espartanos calabozos para turcos. Los prisioneros extranjeros debían ser tratados bien o surgirían voces indignadas en los medios de comunicación de sus países de origen. Así, cuando la policía accedió a atender los deseos americanos y comenzó a arrestar más y más traficantes extranjeros, el problema de espacio y alimentación de esos delincuentes se convirtió en una cuestión económica para las autoridades.

¿Qué hacer? Las autoridades turcas dieron con una idea, digamos, creativa. Liberaban al convicto, pendiente de que se presentase una apelación. Esto cortaba inmediatamente el gasto de mantenimiento del preso. Mientras el individuo salía por la puerta de la prisión, alguien le susurraría al oído que había un tren que cubría el recorrido de Estambul a Edirne atravesando territorio griego…y que circulaba muy muy despacio. Era cierto.

Tras el colapso del Imperio Otomano, cuando se trazó la nueva frontera entre Grecia y Turquía, la vieja línea ferroviaria atravesaba territorio de ambos países. Hasta que en la década de los setenta se construyó un nuevo trazado que discurría enteramente en el lado turco de la frontera, un tren muy lento salía de Estambul cada noche a las 10:10 con destino a Uzunköprü, cerca de la frontera grecoturca. Después de dejar Uzunköprü se encaminaba al norte hacia Edirne, entrando en territorio griego en Pithio. Se detenía allí para que guardias fronterizos turcos subieran a bordo durante el trayecto hasta volver a territorio turco, finalizando en Edirne a las 8.01 a.m.

Puesto que el tren iba desde un punto de Turquía a otro sin parar en Grecia (excepto para recoger a los guardias de frontera) se consideraba un tren “doméstico” y no se exigía pasaporte para comprar un billete. Aunque los traficantes lo llamaban el Expreso de Medianoche, no era un expreso sino un yolcu o tren de pasajeros, el tren más lento posible, circulando tan despacio que casi se podía igualar su velocidad corriendo. Si tenías una buena razón para hacerlo, podías saltar en marcha durante su recorrido “griego”. Después, el convicto podría llamar a su consulado en Tesalónica o Atenas, decir que había perdido el pasaporte, solicitar uno nuevo y seguir su camino. Si los guardias griegos de frontera lo veían saltar, lo meterían en el calabozo por una noche, llamarían a su consulado, le darían un pasaporte nuevo y lo dejarían marchar.

Era un sistema perfecto: los políticos americanos estaban satisfechos porque los turcos arrestaban y procesaban y las estadísticas mejoraban; los políticos turcos también, porque se ahorraban los gastos y el acoso de los periódicos al encarcelar a criminales extranjeros; los delincuentes estaban felices porque salían de rositas; los compradores de droga no tenían quejas porque cuando las cosas se pusieron difíciles en Turquía se marcharon a Tailandia y allí encontraron una nueva y abundante fuente de mercancía.

Hollywood estaba también contenta: reunió a un grupo de actores que hablaban turco pero tenían apellidos griegos y armenios, los vistieron de turcos y los metieron en la racista y antiturca película con guión de Oliver Stone “El Expreso de Medianoche”, donde la policía turca –que había actuado movida por las presiones americanas y apoyada por las autoridades de ese país- se transformaba en una siniestra banda de pervertidos, mientras que el delincuente americano era elevado al altar del héroe. La película fue un éxito de taquilla y nadie que la viera volvió a plantearse visitar Turquía. Por ayudar a América con su problema con las drogas, Turquía perdió millones de dólares en ingresos por turismo.

lunes, 23 de agosto de 2010

¿Qué es el cinturón de asteroides?


Básicamente residuos: un conjunto de rocas que describe órbitas alrededor del Sol en el hueco que hay entre Marte y Júpiter. Pero estos residuos celestes pueden decir muchas cosas a los astrónomos.

Hace tiempo se especuló que eran los fragmentos de un planeta hecho añicos. Sin embargo, ahora sabemos que los asteroides difieren demasiado unos de otros en su composición química para haber pertenecido originalmente al mismo objeto. Además, para haber hecho estallar un planeta, una explosión tendría que haber sido lo suficientemente potente como para superar la fuerza de atracción de la propia gravedad del planeta y esto es poco probable. Los científicos creen que el cinturón son en realidad fragmentos rocosos que nunca llegaron a unirse con éxito para formar un planeta.

La primera vez que se programó que una sonda espacial cruzara el cinturón de asteroides, situado entre las órbitas de Marte y Júpiter, algunos científicos mostraron una preocupación seria ante la posibilidad de que el artefacto tuviera que surcar un espacio poblado por una densidad elevada de objetos. El primer paso a través del cinturón de asteroides se produjo a comienzos de la década de 1970, cuando las naves Pioneer 10 y Pioneer 11 viajaron hasta Júpiter y más allá.

El peligro no estriba en chocar contra un objeto de grandes dimensiones. De hecho, se trata de un riesgo minúsculo porque entre Marte y Júpiter media una cantidad inmensa de espacio y porque, en relación, los objetos que pululan por él son minúsculos. El mayor de todos, Ceres, tiene unos 1.000 km de diámetro y en conjunto, los miles de asteroides del cinturón tendrían sólo 1/200 de la masa de la Tierra. Aunque hubiera un millón de planetoides con diámetros superiores a un kilómetro, la probabilidad de que una nave encallara en el cinturón de asteroides seguiría siendo insignificante. Se puede determinar el tamaño de los asteroides midiendo la cantidad de luz solar que reflejan y el calor que irradian. En cuanto a su composición química, los astrónomos la determinan mediante espectroscopia, que les permite identificar los espectros característicos de los diferentes materiales.

Si el cinturón albergara 100.000 asteroides de un tamaño considerable (de varios kilómetros), y la cantidad real se estima en unas diez veces menos, la separación media entre ellos rondaría los cinco millones de kilómetros. Esto equivale a más de diez veces la distancia entre la Tierra y la Luna. Si nos encontráramos en uno de esos pequeños mundos y miráramos hacia arriba, no veríamos un cielo repleto de rocas, sino que nuestros vecinos se revelarían tan pequeños y vagos que haría falta suerte para avistar siquiera uno, y no digamos ya cientos.



Puede decirse que el cinturón de asteroides está en realidad más vacío de lo que le gustaría a los astrónomos. A comienzos de la década de 1990, la NASA quiso que la nave Galileo se encontrara con un asteroide cuando atravesaba el cinturón en su viaje hacia Júpiter. Pero costó un buen esfuerzo localizar algún objeto que cayera de manera aproximada en la ruta de la Galileo. Para alcanzar ese cuerpo hubo que modificar expresamente la trayectoria de la sonda espacial, pero gracias a ello se consiguieron las primeras imágenes cercanas de un asteroide, el bautizado como Gaspra.

El número de objetos en el cinturón aumenta mucho a medida que decrece el tamaño, pero, aun así, las Pioneer sólo recibieron contados impactos de cuerpos micrométricos durante su paso. Sin embargo, esto no significa que los asteroides no entrañen peligros. Debemos reparar en que un planeta grande como la Tierra cuenta con una probabilidad apreciable de recibir un impacto a lo largo de un periodo dilatado de tiempo. El riesgo procede de los fragmentos que dejan las colisiones entre miembros del propio cinturón; tras escindirse, algunos de los fragmentos adoptan trayectorias dirigidas hacia la Tierra debido al influjo gravitatorio de Júpiter.

Hace 65 millones de años, un asteroide de unos 12 km de diámetro chocó contra la Tierra y exterminó a cerca del 90% de los animales, entre ellos los dinosaurios. Estos grandes impactos constituyen acontecimientos muy infrecuentes, pero la probabilidad aumenta con los objetos menores. La probabilidad de que la Tierra choque con un objeto de un tamaño aproximado de un kilómetro es de una entre 5.000 en el lapso de una vida humana. Esto es, la Tierra es golpeada una vez cada cien mil años por un objeto de aproximadamente un kilómetro de diámetro, y una vez cada cincuenta millones de años por un objeto de aproximadamente diez kilómetros de diámetro. Aunque se requiere probablemente un objeto de diez kilómetros para acabar con una especie entera, ya sea el dinosaurio o el hombre, una colisión con un objeto de tan sólo un kilómetro de diámetro ya tendría más energía que todas las armas nucleares almacenadas en la Tierra: al menos un millón de veces la potencia de la bomba arrojada sobre Hiroshima en 1945.

¿Podrían los asteroides del cinturón intentarlo de nuevo y formar con éxito un planeta? No. En primer lugar, toda su masa junta no sería suficiente para formar un planeta de tamaño respetable. Pero, lo que es más importante, el campo gravitatorio de Júpiter altera constantemente los movimientos de los asteroides y les impide juntarse en un montón lo suficientemente grande como para quedarse adherido por su propia gravedad.

sábado, 21 de agosto de 2010

¿Con qué músculo del cuerpo se puede ejercer más fuerza?


Un entrenamiento intensivo en el gimnasio puede llegar a conseguir unos impresionantes músculos en los brazos y piernas. Los que se oponen a este tipo de ejercicio afirman que estos paquetes de músculos no son capaces de procurar un buen rendimiento. ¿Qué músculo del cuerpo humano es el más eficiente?

Evidentemente no son los de los brazos: sus bíceps, que pueden ser muy llamativos a la vista, tienen la desventaja de no disponer de un adecuado efecto de palanca, que es mucho más importante que la longitud del músculo. Las fibras musculares que, en forma de haz, constituyen los músculos, cuentan con una tensión similar. Esto significa que, además del efecto de palanca, también resulta de gran importancia el número de fibras. En el caso de muchas fibras, es decir, de un músculo grueso, la tensión se suma. Por consiguiente, la mayor fuerza se puede hacer con un músculo especialmente grueso o con uno que disponga del más adecuado efecto de palanca.

Cuando se trata de soportar peso, el efecto de palanca es especialmente importante: al principio de la lista se coloca sorprendentemente el músculo masticatorio de la mandíbula. Con él, en un experimento en los EEUU en el año 1986, se midieron 422 kg de peso. Sin embargo, el valor medio es de unos 70 kg.

viernes, 20 de agosto de 2010

1204-La Cuarta Cruzada (2ª parte)


(...) Alejo IV pronto se dio cuenta de que un emperador no puede ser tan irresponsable como un pretendiente. Su intento de obligar al clero de la ciudad a admitir la supremacía de Roma y de introducir los usos latinos tropezó con una resistencia remolona. Tampoco le fue fácil conseguir todo el dinero que había prometido. Empezó su reinado haciendo temerarios y pródigos regalos a los jefes cruzados, cuya codicia se sintió así estimulada. Pero cuando tuvo que entregar a los venecianos el dinero que les debían los cruzados, encontró que el tesoro imperial resultaba insuficiente. Alejo anunció por tanto nuevos impuestos, y además enfureció a la Iglesia al confiscarle gran cantidad de objetos eclesiásticos de plata, con el fin de ser fundidos para los venecianos.

Durante el otoño y el invierno de 1203, el ambiente de la ciudad fue haciéndose más denso. El espectáculo de los altivos caballeros francos paseando a zancadas por sus calles exasperó a los ciudadanos. El comercio estaba paralizado. Grupos de soldados occidentales borrachos saqueaban continuamente las aldeas de las afueras, de manera que la vida ya no era segura fuera de las murallas. Un desastroso incendio deshizo todo un barrio de la ciudad cuando algunos franceses, en un acceso de piedad, redujeron a cenizas la mezquita construida para el culto de los mercaderes musulmanes de paso.

Los cruzados, por su parte, estaban tan descontentos como los bizantinos. Acabaron por darse cuenta de que el gobierno bizantino era totalmente incapaz de llevar a cabo las promesas hechas por Alejo IV. No llegaban ni el dinero ni los hombres que había ofrecido. Alejo pronto abandonó la desesperada tarea de intentar satisfacer a sus huéspedes. Les invitó a un festín ocasional en palacio, y con su ayuda hizo una breve excursión militar contra su tío Alejo III en Tracia, regresando a la capital para celebrar la victoria en cuanto hubo ganado una insignificante escaramuza. El resto de sus días y sus noches lo pasaba en placeres privados. Su padre, Isaac, que estaba ciego y no podía participar en el gobierno, se encerró con sus astrólogos favoritos, cuyas profecías no le daban ninguna seguridad para el futuro. Una ruptura abierta se hizo inevitable, y Dandolo contribuyó en gran medida a precipitarla al hacer peticiones insensatas.

Sólo dos hombres en Constantinopla parecían capaces de dominar la situación, ambos yernos del ex emperador Alejo III. Teodoro Láscaris era un soldado notable que había organizado la primera defensa contra los latinos. Pero después de la fuga de su suegro, se retiró; su cuñado, Alejo Murzuphlus, buscó, al contrario, el favor de Alejo IV y recibió honores y dignidades. Se convirtió ahora en el jefe de los nacionalistas. Probablemente para ahuyentar a Alejo IV del trono organizó un tumulto en enero de 1204. Pero el único resultado concreto fue la destrucción de la gran estatua de Atenea, obra de Fidias, que se hallaba en el foro del Oeste. Fue hecha pedazos por una turba embriagada, porque la diosa parecía llamar y atraer a los invasores.

En febrero llegó al palacio imperial de Blachernes una delegación de los cruzados para exigir a Alejo IV que cumpliese inmediatamente sus promesas. Lo único que pudo hacer fue confesar su impotencia, y los delegados fueron casi despedazados por la multitud furiosa cuando salían de la cámara imperial de audiencias. El populacho se dirigió después a Santa Sofía y allí declaró depuesto a Alejo IV y eligió en su lugar a un oscuro noble llamado Nicolás Canabus, que se hallaba presente y que pretendió rechazar el honor. Entonces, Murzuphlus invadió el palacio. Nadie intentó defender a Alejo IV, que fue arrojado a una mazmorra, donde le estrangularon, universal y merecidamente olvidado. Su padre, Isaac, murió de aflicción y de malos tratos bien calculados, pocos días después. El desvaído Canabus fue encarcelado y Murzuphlus subió al trono como Alejo V.

La revolución de palacio fue un reto directo a los cruzados. Los venecianos llevaban mucho tiempo apremiándoles con la idea de que el único medio eficaz era tomar Constantinopla por asalto y establecer en la ciudad a un occidental como emperador. Su consejo parecía ahora estar justificado. Pero no sería fácil elegir emperador. Hubo discusiones durante el mes de marzo en el campamento de Galata. Algunos presionaban para que fuese elegido Felipe de Suabia, con el fin de unificar los dos imperios. Pero Felipe estaba lejos, había sido excomulgado y a los venecianos no les gustaba la idea de un imperio único y poderoso. El candidato evidente era Bonifacio de Montferrato. Pero también en este caso, a pesar de las declaraciones de afecto hacia él hechas por Dandolo, los venecianos disintieron. Para los gustos de éstos, Bonifacio era demasiado ambicioso. Además, tenía relaciones con los genoveses. Se decidió al fin que un jurado de seis francos y seis venecianos elegirían al emperador en cuanto la ciudad se hubiese conquistado. Si, como parecía mejor, el emperador iba a ser un franco, entonces un veneciano sería elegido patriarca. El emperador tendría para sí el gran palacio residencial de Blachernes, una cuarta parte de la ciudad y el Imperio. Las tres cuartas partes restantes serían, una mitad para los venecianos y la otra para los caballeros cruzados, y serían divididas en feudos para ellos. Con la excepción del Dogo, todos los feudatarios tributarían homenaje al emperador. Todas las cosas serían ordenadas de esta guisa para “honor de Dios, del Papa y del Imperio”. La pretensión de que la expedición seguiría alguna vez adelante para combatir al infiel fue abiertamente abandonada.

Alejo V era un gobernante vigoroso, pero no popular. Destituía a cualquier ministro al que juzgaba desleal a su persona. Hubo algún intento de reparar las murallas y organizar a la población para la defensa de la ciudad. Pero los defensores de la urbe se habían desmoralizado con las constantes revoluciones, y no se presentó nunca ninguna oportunidad de traer tropas de las provincias. Y había traidores pagados por los venecianos dentro de la ciudad.

El primer ataque de los cruzados, el 6 de abril, fue rechazado con graves pérdidas. Seis días después, los cruzados volvieron a atacar. Hubo una lucha desesperada en el Cuerno de oro, donde los barcos griegos intentaron en vano impedir que la flota veneciana desembarcase tropas en la parte baja de las murallas. El asalto principal se lanzó contra el barrio de Blachernes, donde las murallas terrestres descendían hacia el Cuerno de oro. Se abrió una brecha en la muralla exterior, cuando, bien por accidente o bien por traición, un incendio en la ciudad, que se hallaba a retaguardia de los griegos, los cogió en el cepo. Su defensa se derrumbó, y los francos y venecianos irrumpieron en la ciudad.

Murzuphlus huyó con su esposa, protegido por las murallas, hasta la Puerta Dorada, cerca del mar de Mármara, y luego a Tracia, a buscar refugio junto a su suegro. Cuando se supo que había huido, los nobles que quedaron se reunieron en Santa Sofía para ofrecer la corona a Teodoro Láscaris. Pero era demasiado tarde para salvar la ciudad. Teodoro rehusó un honor sin contenido. Salió con el patriarca a la plaza entre la iglesia y el gran palacio, y habló apasionadamente a la guardia varega, advirtiéndole que no ganaría nada sirviendo ahora a nuevos amos. Pero la moral de los varegos estaba quebrantada; no lucharían más. Por eso, Teodoro, su esposa y el patriarca, con muchos miembros de la nobleza, se deslizaron hacia el puerto de palacio y se embarcaron para Asia.

Hubo escasos combates en las calles cuando los invasores se abrieron paso hacia la ciudad. A la mañana siguiente, el dogo y los cruzados principales estaban instalados en el gran palacio y sus soldados fueron informados que podían pasar los tres días siguientes dedicados al saqueo.

El saqueo de Constantinopla no tiene parangón en la historia. Durante nueve siglos, la gran ciudad había sido la capital de la civilización cristiana. Repleta de obras de arte que habían sobrevivido de la antigua Grecia, conservaba también obras maestras de sus propios y exquisitos artistas. Los venecianos, en efecto, conocían el valor de tales cosas. Siempre que podían, se apoderaban de tesoros y los llevaban para adornar sus plazas e iglesias y los palacios de su ciudad. Pero los franceses y los flamencos estaban llenos de ansia de destrucción. Se precipitaron, en turba aullante, por las calles y hacia las casas, arrebatando cualquier cosa brillante o destruyendo lo que no podían llevarse, y sólo se detenían para asesinar o violar o para abrir las bodegas de vinos. No se libraron ni los monasterios, ni las iglesias ni las bibliotecas.

En la misma Santa Sofía podían verse soldados borrachos deshaciendo las colgaduras de seda y derribando el gran iconostasio de plata, que se hizo pedazos, al tiempo que los libros sagrados y los iconos eran pisoteados. Mientras ellos bebían alegremente de los copones del altar, una ramera se sentó en el sitial del patriarca y empezó a cantar una obscena canción francesa. Las monjas eran violadas en sus conventos. Igual los palacios que las chozas eran asaltados y destruidos. En las calles agonizaban mujeres y niños. Durante tres días continuaron las horribles escenas de saqueo y derramamiento de sangre, hasta que la enorme y hermosa ciudad no era más que un matadero. Incluso los sarracenos habrían sido más indulgentes, exclamaba el historiador Nicetas; y con razón.

La antigua cultura griega representaba la cima más elevada del esfuerzo humano hasta entonces. Pero en los días anteriores a la imprenta, la historia de aquella cultura dependía de la existencia de un número relativamente pequeño de manuscritos. Hacia los siglos finales del Imperio Romano, esa historia tenía una base moderadamente firme, porque hacía copias de las obras distribuidas en varias bibliotecas, públicas y privadas.

Poco a poco, aquellas bibliotecas habían sido destruidas. Los bárbaros germánicos habían ensombrecido toda la mitad occidental del imperio. Los árabes invasores destruyeron las partes de la Biblioteca de Alejandría que los cristianos fanáticos no habían devastado. Al comienzo de 1204, el único lugar donde los grandes documentos de la cultura griega se conservaban todavía intactos y completos era Constantinopla. Y fueron esos documentos los que destruyeron los iracundos cruzados. Ellos, analfabetos como eran, no veían ningún valor en viejos rollos de pergamino y salvo algunas de las grandes obras teatrales de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, todo lo demás desapareció.

Muchos documentos se conservaron, puesto que la ciudad era tan rica en ellos que toda la furia de los cruzados no pudo aniquilarlos ni descubrir todo lo que los aterrorizados habitantes consiguieron esconder. Pero fue suficiente para que con esta ruina cayera un telón entre los antiguos y nosotros –un telón oscuro e impenetrable que no se levantaría jamás.

Al fin, los jefes latinos se dieron cuenta de que tanta destrucción no beneficiaría a nadie. Cuando los soldados se sintieron cansados de su libertinaje, se restableció el orden. Todos los que habían robado alguna cosa de valor fueron obligados a entregarla a los nobles franceses y los infelices ciudadanos eran torturados para que revelasen los bienes que habían procurado esconder. Incluso después de haber destruido tanto y tan caprichosamente, la cantidad de botín era sorprendente. Todo se repartió según lo pactado: tres octavas partes fueron a manos de los cruzados; tres octavas, a las de los venecianos, y un cuarto se reservó para el futuro emperador.

La tarea siguiente fue elegir emperador. Bonifacio de Montferrato aún tenía esperanzas de ser elegido. Para realzar su posición, rescató a la emperatriz viuda Margarita, la esposa húngara de Isaac, y se casó con ella sin dilación. Pero los venecianos no querían saber nada de él. Por influencia de ellos, el trono fue otorgado a un príncipe menos discutible, Balduino IX, Conde de Flandes y Hainault, hombre de alto linaje y gran riqueza, pero más débil y tratable. Su título sería mayor que su poder efectivo. Iba a ser, en efecto, soberano de todo el territorio conquistado, con la ominosa excepción de las tierras adjudicadas al dogo de Venecia. Los venecianos, además, reclamaban su derecho a los tres octavos de Constantinopla y se quedaron con la parte que incluía Santa Sofía, donde un veneciano, Tomás Morosini, fue instalado como patriarca. Además, exigieron aquellas zonas del Imperio que pudieran ser útiles para su supremacía marítima, las costas occidentales de la Grecia continental, todo el Peloponeso, Naxos, Andros y Eubea, Gallipolli y los puertos tracios en el mar de Mármara y Adrianópolis.

A Bonifacio de Montferrato, en compensación por no haber sido elegido emperador, se le ofrecieron un vago dominio en Anatolia, el este y el centro de la Grecia continental y la isla de Creta. Pero no teniendo ningún deseo de partir para conquistar tierras en Asia, pidió a cambio la Macedonia, con Tesalónica. Fue nombrado rey de Tesalónica, sometido al Emperador. A los nobles menores se les asignaron feudos apropiados a su categoría e importancia.

El 16 de mayo de 1204, Balduino fue coronado solemnemente en Santa Sofía. Celebró asamblea en Constantinopla en octubre, donde enfeudó a unos 600 vasallos suyos con sus señoríos. Entretanto, se elaboró una constitución, basada en parte en las teorías de los juristas feudales y en parte en lo que se creía que era la práctica del reino de Jerusalén. Vino a ser poco más que un presidente de una cámara de pares. Pocas constituciones han sido tan impracticables como esta.

Romania, nombre que los latinos dieron al Imperio, tenía poca más realidad que el poder del Emperador. Muchas de sus provincias estaban aún por conquistar y no serían tomadas jamás. Los venecianos, con su realismo, sólo cogieron lo que sabían que podían conservar, Creta y los puertos de Modon y Croton en el Peloponeso, y, durante algún tiempo, Corfú. Establecieron señores vasallos de origen veneciano en sus islas egeas, y en Cefalonia y Eubea aceptaron el homenaje de príncipes latinos que se habían colocado a sí mismos al frente de aquéllas.

Así, casi todas las provincias europeas del Impero pasaron a manos latinas. Pero los latinos estaban equivocados en su idea de que la conquista de Constantinopla les daría todo el imperio. En épocas de desastre, el espíritu griego se manifestaba como el más valeroso y enérgico. La pérdida de la capital imperial produjo al principio un caos. Pero en el plazo de tres años el mundo independiente griego fue reorganizado en tres estados hereditarios. En menos de cincuenta años, los griegos volverían a reinar en Constantinopla.

Los ufanos conquistadores de 1204 no podían prever los vacuos resultados de su empresa, y sus contemporáneos estaban también ofuscados con la conquista. Al principio hubo regocijo por todo el mundo latino. Es cierto que el satírico cluniacense Guyot de Provins preguntaba al Papa por qué permitía una Cruzada dirigida contra cristianos, y el trovador provenzal Guillem Figuera acusaba duramente a Roma de perfidia contra los griegos. Pero tales disidentes eran raros. El papa Inocencio, a pesar de todos los recelos que le inspiró la desviación de la Cruzada hacia Constantinopla, se mostró al principio encantado. En contestación a una epístola del nuevo Emperador, Balduino, jactándose de los grandes y valiosos resultados del milagro que Dios había obrado, Inocencio respondió que se regocijaba en el Señor y que daba su aprobación sin reservas. En todo el Occidente se entonaron himnos de alabanza y el entusiasmo aumentó cuando empezaron a llegar preciosas reliquias para las iglesias de Francia y de Bélgica. Era seguro que con Constantinopla en manos de sus parientes, toda la estrategia de las Cruzadas sería mucho más eficaz. Llegaron rumores de que los musulmanes estaban aterrados.

Después, los pensamientos eran menos alentadores. Los recelos del Papa empezaron a resurgir. La integración del Imperio oriental y de su Iglesia en el mundo de la Cristiandad romana era un éxito espléndido; pero, ¿se había realizado de una manea que pudiera traer un beneficio duradero? Recibió nuevas noticias y supo con horror de las escenas blasfemas y sedientas de sangre que se produjeron durante el saqueo de la ciudad. Estaba profundamente indignado como cristiano y muy inquieto como político. Semejante brutalidad, tan bárbara, no era la mejor política para ganarse el afecto de la Cristiandad oriental. Escribió con acerada furia a Constantinopla enumerando y denunciando las atrocidades. También supo que los conquistadores habían separado, sin más, el Estado y la Iglesia sin tener en cuenta su autoridad. Sus derechos habían sido deliberadamente ignorados, y podía percatarse de lo incompetentes que eran los arreglos hechos para el nuevo Imperio y cómo los cruzados habían sido víctimas, totalmente, de la astucia de los venecianos. Luego, para su disgusto, se enteró de que su legado, Pedro de Saint-Marcel, había publicado un decreto absolviendo a todos los que habían tomado la Cruz para hacer el viaje ulterior a Tierra Santa. La Cruzada se reveló como una expedición que no tenía más finalidad que la de conquistar territorio cristiano. No haría nada por ayudar a los soldados cristianos que luchaban contra el Islam.

La Cuarta Cruzada fue un crimen, un desastre para los cristianos, hasta tal punto que en 2001, Juan Pablo II quiso zanjar la cuestión durante un viaje a Grecia y pidió perdón por aquella cruzada. No sólo causó la destrucción o dispersión de todos los tesoros del pasado que Bizancio había almacenado devotamente, y la herida mortal de una civilización activa y aún grandiosa, sino que constituyó también un acto de gigantesca locura política. En lugar de ello, les privó de sus potenciales aliados y transformó todo el sistema defensivo de la Cristiandad. Si los latinos hubiesen podido ocupar todo el Imperio bizantino de los viejos tiempos, entonces habrían podido proporcionar una ayuda poderosa al movimiento cruzado, aunque la penetración bizantina en los intereses de la Siria latina no hubiese prosperado mucho tiempo. Pero Bizancio había perdido territorio en Anatolia y los latinos no podían ni siquiera conquistar todo lo que quedaba, mientras su ataque a los griegos dio nuevo vigor a los turcos. La vía terrestre desde Europa a Siria se hizo más difícil a consecuencia de la cuarta Cruzada, con los bizantinos de Nicea suspicaces, y los turcos hostiles a los viajeros. Ningún grupo armado de Occidente pudo volver a intentar nunca un viaje a través de Anatolia. Tampoco se facilitó la vía marítima, pues los barcos italianos preferían ahora transportar pasajeros a las islas griegas y al Bósforo antes que a Acre o a los puertos sirios.

En el amplio alcance de la historia mundial, los resultados fueron totalmente desastrosos. Desde los comienzos de su Imperio, Bizancio había sido el guardián de Europa contra el Oriente infiel y el Norte bárbaro. Se opuso a ellos con sus ejércitos y los amansó con su civilización. Pasó por muchos períodos angustiosos, cuando parecía que había llegado su hora, pero hasta entonces siempre sobrevivió. A fines del siglo XII, estaba enfrentado con una larga crisis, cuando el daño a su fuerza en hombres y a su economía originado por las conquistas turcas en Anatolia, un siglo antes, empezó a surtir todo su efecto, aumentado por la enérgica rivalidad de las ciudades mercantiles italianas. Pero, tal vez, habría demostrado nuevamente su elasticidad y hubiese podido reconquistar los Balcanes y gran parte de Anatolia, y su cultura habría seguido proyectando su ininterrumpida influencia sobre los países de su entorno. Incluso los turcos seléucidas hubiesen podido caer bajo su dominio y ser finalmente absorbidos para remozar el imperio.

Pero con la pérdida de Constantinopla, la unidad del mundo bizantino quedó quebrantada y nunca pudo rehacerse, ni siquiera después de reconquistada la misma capital. Cuando apareció una tribu turca nueva, más vigorosa, bajo el caudillaje de la brillante casa de Osmán, los otomanos, el mundo cristiano oriental estaba demasiado profundamente dividido para oponer una resistencia eficaz. Su jefatura se desplazaba a otros confines, alejándose de la cuna mediterránea de la cultura europea hacia el lejano nordeste, hacia las vastas llanuras de Rusia. La Segunda Roma empezaba a ceder su puesto a la Tercera Roma, Moscovia.

Entretanto se había sembrado el odio entre las cristiandades oriental y occidental. Las lisonjeras esperanzas del papa Inocencio y las complacidas jactancias de los cruzados, que creían haber terminado con el cisma y unificado la Iglesia, nunca se realizaron. En lugar de ello, su barbarie dejó un recuerdo que nunca se les perdonaría. Más tarde, los potentados cristianos orientales abogarían por la unión con Roma, en la sincera esperanza de que tal vínculo produciría un frente unido contra los turcos. Pero su pueblo no les seguiría. No podían olvidar la cuarta Cruzada. Era tal vez inevitable que la Iglesia de Roma y las grandes iglesias orientales siguieran rumbos distintos, pero todo el movimiento cruzado había agriado sus relaciones y, desde entonces, a pesar de lo que algunos príncipes intentaron hacer, en los corazones de los cristianos orientales el cisma fue completo, irremediable y definitivo.

jueves, 12 de agosto de 2010

1204- La Cuarta Cruzada (1ª parte)


Ha pasado a la Historia como la cruzada torcida, la que no vio ni un solo combate entre cristianos y sarracenos, la que se desvió de su ruta y cuyo destino final fue la fragmentación del Imperio Bizantino.

En noviembre de 1199, el conde Tibaldo de Champagne invitó a sus amigos y vecinos a un torneo en su castillo de Ecri, sobre el Aisne. Terminadas las justas, la conversación entre los señores recayó sobre el tema de la necesidad de una nueva Cruzada. Era un asunto que afectaba poderosamente al conde, pues era sobrino de Ricardo Corazón de León y de Felipe Augusto y hermano del conde Enrique, que había reinado en Palestina. Por sugerencia suya, un predicador itinerante, Fulko de Neuilly, fue llamado para hablar a los huéspedes. Encandilados por su elocuencia, todos hicieron voto de abrazar la Cruz, y un mensajero partió para referir al Papa la piadosa decisión.

Inocencio III llevaba en el trono papal algo más de un año. Tenía una apasionada ambición por establecer la autoridad trascendente de la Santa Sede, pero a la vez era prudente, perspicaz y de ideas claras, un jurista que deseaba una base legal para sus pretensiones y un político dispuesto a utilizar siempre el instrumento que tuviera más a mano. Estaba preocupado por la situación de Oriente. Uno de sus primeros actos fue expresar públicamente el deseo de una nueva Cruzada, y en 1199 escribió al patriarca Aymar de Jerusalén para pedirle un informe detallado del reino franco.

La experiencia había probado que los reyes y los emperadores no eran plenamente deseables en expediciones cruzadas. La única cruzada concluida con pleno éxito fue la primera, en la que no tomó parte ninguna testa coronada. Una cruzada de barones más o menos homogéneos de raza evitaría las rivalidades entre reyes y naciones, que tanto habían perjudicado a la Segunda y Tercera Cruzadas. Las envidias que surgieran serían insignificantes y fácilmente dominadas por un enérgico representante papal. Inocencio recibió, por tanto, con cálido entusiasmo las noticias de la Champaña.

En aquel momento, Ricardo de Inglaterra había muerto (marzo de 1199) y su hermano Juan y su sobrino Arturo estaban disputándose la herencia, con el rey de Francia tomando parte activa en la querella. Con los reyes de Francia e Inglaterra ocupados, Alemania absorbida por una guerra civil y la autoridad papal restablecida en la Italia del sur, Inocencio podía proceder confiadamente a la predicación de su Cruzada. Como paso preliminar entabló negociaciones con el emperador bizantino Alejo III sobre la unión de las Iglesias.

En Francia, el agente principal del Papa como predicador fue el ya mencionado Fulko de Neuilly, que había procurado hacía tiempo promover una Cruzada. Era célebre por su falta de miedo ante los príncipes, como cuando ordenó al rey Ricardo que abandonara su soberbia, su avaricia y su codicia. A petición del Papa, recorrió el país persuadiendo a la gente campesina para seguir a sus señores a la guerra santa. En Alemania, los sermones del abad Martín de Pairis eran casi tan estimulantes, aunque allí los nobles estaban demasiado enfrascados en la guerra civil como para poder prestarle mucha atención. Pero ni Fulko ni Martín despertaron el mismo entusiasmo que los predicadores de la Primera Cruzada.

El reclutamiento fue más ordenado y en lo principal quedó circunscrito a los que dependían de los barones que ya habían tomado la Cruz, y muchos de estos barones lo hicieron menos por piedad que por un deseo de adquirir nuevas tierras, lejos de la actividad disciplinaria del rey Felipe Augusto. Tibaldo de Champagne fue aceptado por todos como líder del movimiento. Con él estaban Balduino IX de Hainault, conde de Flandes, y su hermano Enrique; Luis, conde de Blois, Godofredo de Villehardouin, y muchos señores menores de la Francia del Norte y de los Países Bajos.

La expedición no pudo organizarse con rapidez. El primer problema fue encontrar barcos para trasladarse a Oriente, ya que con la decadencia de Bizancio, la ruta terrestre por los Balcanes y Anatolia ya no era practicable. Pero ninguno de los cruzados tenía una flota a su disposición, excepto el conde de Flandes, y este y su flota navegaron por su cuenta a Palestina. Después, había el problema de la estrategia general: dónde desembarcar y qué objetivos establecer.

Mientras tanto, Isaac II, emperador de Constantinopla, perdió el trono. Sus funcionarios eran corruptos e incontrolables y él mismo era mucho más extravagante de lo que su empobrecido Imperio podía permitirse. Había perdido terreno en los Balcanes ante los valaquios-búlgaros y en Anatolia ante los turcos. Vendió más y más concesiones comerciales a los italianos para tener fresca la tesorería. La falta de tacto en el pródigo esplendor de la su boda enfureció a los súbditos, abrumados de impuestos. Su propia familia empezó a abandonarle y en 1195 su hermano Alejo maquinó una conspiración palaciega que triunfó. Isaac fue cegado y arrojado a prisión junto a su hijo, el joven Alejo.

El nuevo emperador, Alejo III, era poco menos inútil que su hermano. Demostró alguna actividad diplomática, tratando de reconquistar la amistad del papado con el ofrecimiento de conversaciones sobre la unión eclesiástica, y sus intrigas contribuyeron a mantener desunidos a los diferentes príncipes turcos. Pero los asuntos internos se dejaron en manos de su esposa Eufrosina, que era extravagante y se hallaba rodeada de servidores tan corruptos como su destronado cuñado.

A finales de 1201, el joven Alejo, hijo de Isaac, huyó de prisión en Constantinopla y se trasladó a la corte de su hermana en Alemania. Conoció allí al príncipe alemán Felipe de Suabia y a Bonifacio de Montferrato, que había sustituido a Tibaldo de Champagne a la muerte de éste como líder de la cruzada. Los tres celebraron consejo. Alejo deseaba obtener el trono de su padre. Felipe estaba dispuesto a ayudarle para convertir al Imperio bizantino en cliente del occidental. Bonifacio tenía el ejército cruzado a su disposición… ¿No sería una ventaja para la Cruzada si se detenía en su camino para poner en el trono de Constantinopla a un gobernante amigo?

Los cruzados habían estado buscando entretanto los medios para su viaje por mar. Se firmó un tratado con los venecianos: a cambio de 85.000 marcos de plata de Colonia, Venecia accedió a suministrar a la Cruzada, hacia el 28 de junio de 1202, transportes y vituallas durante un año para 4.500 caballeros y sus caballos, 9.000 escuderos y 20.000 infantes. Además, la República proporcionaría cincuenta galeras para escoltar la Cruzada, a condición de que Venecia recibiese la mitad de las conquistas.

Algunos cruzados veían el tratado con recelo e hicieron sus arreglos particulares para trasladar a su gente hasta Siria. Había también algún descontento entre los cruzados más humildes por la decisión de atacar Egipto. Se habían alistado para socorrer a Tierra Santa y no podían comprender que se tuviera que ir a otra parte. Su descontento fue alentado sutilmente por los venecianos, que no tenían ninguna intención de ayudar a un ataque contra Egipto, con quien les unían buenas relaciones comerciales. En el mismo momento en que el gobierno veneciano estaba negociando con los cruzados sobre el transporte de sus fuerzas, los embajadores de aquél se hallaban en El Cairo proyectando un tratado comercial con el virrey del sultán, que firmó con ellos en la primavera de 1202, después de que los egipcios hubieran recibido seguridades del Dogo veneciano en el sentido de que no patrocinaría ninguna expedición contra Egipto.

No es seguro que los cruzados entendieran las sutilezas de la diplomacia veneciana. Pero si algunos de ellos sospechaban que se les engañaba, no había nada que hacer. Su tratado con Venecia los ponía enteramente en manos de ella, pues no pudieron conseguir los 85.000 marcos que habían prometido. Para junio de 1202, el ejército de 11.000 hombres estaba reunido, pero como el dinero no llegaba, la República no quiso proporcionar los barcos. Acampados en la pequeña isla de San Nicolás de Lido, acosados por los mercaderes venecianos con los que habían contraído deudas, amenazados de que sus suministros serían totalmente suprimidos a menos que entregaran el dinero, los cruzados estuvieron dispuestos hacia septiembre a aceptar cualesquiera condiciones que Venecia les pudiera ofrecer.

Algunas décadas antes había habido una guerra intermitente entre la República y el rey de Hungría a causa del dominio de Dalmacia, y la ciudad clave de Zara había pasado recientemente a manos húngaras. Los cruzados fueron informados de que la expedición podía partir y que el pago de la deuda se aplazaría si tomaban parte en una campaña preliminar para reconquistar Zara. El Papa, enterado del ofrecimiento y escandalizado, notificó enseguida la prohibición de aceptarlo. Pero, independientemente de lo que sintieran acerca de la moralidad del asunto, no tuvieron más remedio que conformarse.

El arreglo había sido hecho entre bastidores, por Bonifacio de Montferrato, que tenía pocos escrúpulos cristianos, y el Dogo de Venecia, Enrique Dandolo. Dandolo era muy anciano, pero la edad no había quebrantado su energía ni su ambición. Unos treinta años antes participó en una embajada a Constantinopla, donde se vio envuelto en una pendencia y perdió parcialmente la vista. Su amargura subsiguiente contra los bizantinos aumentó cuando, poco después de su elevación al dogaresado en 1193, tuvo alguna dificultad en conseguir una renovación, por parte del usurpador emperador Alejo III, de las favorables condiciones comerciales otorgadas por Isaac. Estaba, por tanto, dispuesto a discutir con Bonifacio los planes para una expedición contra Constantinopla. Pero de momento había que conservar la apariencia de la Cruzada. En cuanto el ataque contra Zara fue aprobado, se celebró una solemne ceremonia en San Marcos, donde el Dogo y sus principales consejeros abrazaron ostentosamente la Cruz.

La flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202, y llegó a la altura de Zara dos días después. Tras un furioso asalto, la ciudad capituló el día 15 y fue totalmente saqueada. Tres días después los venecianos y los cruzados llegaron a las manos a causa del reparto del botín, pero se restableció la paz. Luego, el Dogo y Bonifacio de Montferrato decidieron que el año estaba demasiado avanzado para aventurarse a salir hacia Oriente. La expedición se dispuso para invernar en Zara, mientras sus jefes proyectaban expediciones futuras.

Cuando llegó a Roma la noticia del saqueo de Zara, el papa Inocencio III quedó horrorizado. Era intolerable que, desafiando sus órdenes, una Cruzada fuese utilizada para atacar el territorio de un hijo tan fiel de la Iglesia. Excomulgó a toda la expedición. Después, dándose cuenta de que los mismos cruzados habían sido víctimas del engaño, les perdonó, aunque mantuvo la excomunión contra los venecianos. Dandolo seguía impertérrito.

A través de Bonifacio, estaba en contacto con Felipe de Suabia, un colega de excomunión, y a principios de 1203 llegó a Zara un mensajero de Alemania, de parte de aquél, comunicando un ofrecimiento definido de Alejo, el aspirante a emperador de Bizancio que había huido de prisión. Si la Cruzada continuaba hasta Constantinopla y colocaba en el trono imperial a Alejo, éste garantizaría el pago del dinero que los cruzados aún debían a los venecianos; les proporcionaría el dinero y las provisiones necesarias para la conquista de Egipto y contribuiría con un contingente de 10.000 hombres del ejército bizantino; pagaría el sostenimiento de quinientos caballeros que permaneciesen en Tierra Santa y aseguraría la sumisión de la Iglesia de Constantinopla a Roma. Bonifacio comunicó el asunto a Dandolo, que estaba encantado. Significaba que Venecia recibiría su dinero y que, al mismo tiempo, humillaría a los griegos, y que podría, además, ampliar y fortalecer sus privilegios comerciales por todo el Imperio Bizantino. El ataque contra Egipto se podría impedir fácilmente más adelante.

Cuando el proyecto fue expuesto a los cruzados, hubo algunos disidentes que creían que habían abrazado la Cruz para luchar contra los musulmanes y no veían justificación alguna para el retraso. Se separaron de la hueste y siguieron por mar a Siria. Otros, a pesar de sus protestas, se quedaron con el ejército; otros fueron acallados con oportunos sobornos venecianos. Pero el cruzado medio estaba hecho a la idea de considerar a Bizancio como traidor constante a la Cristiandad a lo largo de las guerras santas. Sería pues prudente y meritorio obligar al Imperio a la colaboración en este momento. Los hombres piadosos en el ejército estaban contentos de contribuir a una política que haría entrar en el redil a los griegos cismáticos. Los más apegados a las cosas del mundo pensaban en las riquezas de Constantinopla y sus prósperas provincias, y todas sus esperanzas se cifraban en el botín. Todo el resentimiento que Occidente había acumulado desde hacía tiempo contra la Cristiandad oriental facilitó la tarea de Dandolo y Bonifacio de inclinar a la opinión pública en apoyo de su proyecto.

La inquietud del Papa sobre la Cruzada no disminuyó cuando supo la decisión que se había tomado. Un plan tramado entre los venecianos y los amigos de Felipe de Suabia era poco probable que fuese admisible para la Iglesia. Además se había entrevistado con el joven Alejo y le parecía un muchacho sin valor. Pero era demasiado tarde para que pudiera hacer una protesta eficaz, y si el desvío pretendía asegurar realmente la ayuda bizantina contra el infiel y al mismo tiempo conseguir la unión de las Iglesias, estaría justificado. Se dio por satisfecho con la promulgación de una orden para que no fuese atacado ningún cristiano más, a menos que obstaculizara activamente la guerra santa. Habría sido más prudente, a la larga, que hubiese expresado, aunque en vano, su reprobación abierta y sin concesiones. A los bizantinos, siempre suspicaces de las intenciones papales e ignorantes de las complejidades de la política occidental, la tibieza de su condena les pareció una prueba de que era él el poder oculto en toda la intriga.

El 25 de abril, Alejo llegó a Zara procedente de Alemania, y pocos días después la expedición zarpó, deteniéndose algún tiempo en Durazzo, donde Alejo fue aceptado como emperador, y después en Corfú. Allí Alejo firmó solemnemente un tratado con sus aliados. La travesía prosiguió el 25 de mayo. La flota bordeó el Peloponeso y el 24 de junio llegaron ante la capital del Imperio.

El emperador Alejo III no hizo ningún preparativo para oponerse a su llegada. El ejército imperial nunca se había recobrado de desastres militares anteriores y, para colmo, se componía casi todo de mercenarios. Los regimientos francos eran evidentemente poco dignos de confianza en tal momento; los regimientos eslavos y pechenegos eran de fiar siempre que hubiese dinero contante y sonante para pagarles; la guardia varega, compuesta ahora principalmente por daneses e ingleses, era tradicionalmente leal a la persona del emperador, pero Alejo III no era un hombre que inspirase una gran lealtad personal. Era un usurpador que había ganado el trono no por méritos castrenses o políticos, sino debido a una mezquina conjura palaciega, y había demostrado ser poco apto para gobernar. No sólo desconfiaba de su ejército, sino también del ánimo general de sus súbditos. Le pareció más seguro no hacer nada. Constantinopla había pasado por muchas otras tormentas en los nueve siglos de su historia. Sin duda podría afrontar una más.

Después de atacar sin éxito Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, los cruzados desembarcaron en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Ocuparon la ciudad y pudieron romper la cadena en la entrada del Cuerno de Oro y llevar sus barcos al puerto. El joven Alejo les había inducido a creer que toda Bizancio se levantaría para recibirlos. Se sorprendieron al ver cerradas las puertas de la ciudad y a los soldados guarneciendo las murallas. Sus primeros intentos de asalto, realizados desde los barcos adosados contra las murallas a lo largo del Cuerno de Oro, fueron rechazados; pero después de un combate tenaz, el 17 de julio, Dandolo y los venecianos abrieron una brecha. Alejo III, tan sorprendido como los cruzados de hallar defendida su ciudad, estaba pensando ya en la fuga; había leído en la Biblia cómo huyó David ante Absalón y que vivió para recuperar su trono. Llevándose a su hija favorita y una bolsa de piedras preciosas, se deslizó por las murallas terrestres y se refugió en Mosynópolis, en Tracia.

Los funcionarios del gobierno, que se habían quedado sin emperador, tomaron una rápida pero sutil decisión. Sacaron de la prisión al ex emperador Isaac, ciego, y lo colocaron en el trono, anunciando a Dandolo y a los cruzados que como había sido repuesto el padre del pretendiente, no había necesidad de seguir combatiendo. El joven Alejo había preferido hasta entonces ignorar la existencia de su padre, pero ahora no era fácil repudiarle. Convenció a sus aliados para que suspendieran el ataque. Los cruzados enviaron una embajada a la ciudad para decir que reconocerían a Isaac si su hijo era elevado a ser co-emperador y si ambos cumplían el tratado concertado entre ellos y Alejo. Isaac prometió cumplir sus peticiones. El 1 de agosto, en una solemne ceremonia en la iglesia de Santa Sofía, en presencia de los principales barones cruzados, Alejo IV fue coronado como emperador para reinar al lado de su padre.

martes, 10 de agosto de 2010

¿Es posible que un meteorito choque contra un avión comercial?


En realidad, sí es posible, aunque con una probabilidad baja. Podemos hacernos una idea somera si comparamos el área de los aviones con el área de los vehículos terrestres en Estados Unidos, quizá el país más motorizado. La superficie de un vehículo normal ronda los 10 metros cuadrados, y en Estados Unidos hay casi 100 millones de ellos, lo que arroja un área total de unos 1.000 kilómetros cuadrados. Un avión comercial típico tiene una superficie característica de varios cientos de metros cuadrados, pero el número de aviones existentes es mucho menor que el de coches y camiones, tal vez de varios miles. Por tanto, el área total de los aviones existentes no supera los 10 kilómetros cuadrados, o un factor al menos 100 veces inferior al de los vehículos terrestres. Sólo se conocen tres casos de impactos de meteoritos contra coches en Estados Unidos durante el siglo pasado, de modo que las probabilidades parecen contrarias a que los aviones sufran algún impacto, aunque tampoco es imposible.

En caso de que algún avión sufriera una colisión de este tipo, sería más probable que le ocurriera parado que en vuelo, porque en total los aviones pasan más tiempo en tierra.
.

domingo, 8 de agosto de 2010

¿Quién inventó el teléfono?


La respuesta es Antonio Meucci.

Inventor errático, a veces brillante, el florentino Meucci llegó a los Estados Unidos en 1850. En 1860 hizo la primera demostración de un aparato eléctrico al que llamó teletrófono. Rellenó una solicitud provisional de patente en 1871, cinco años antes de la patente de Alexander Graham Bell para el teléfono.

Desgraciadamente, aquel mismo año Meucci tuvo serios problemas de salud al resultar herido por la explosión de la caldera del ferry de Staten Island. Con poco dominio del idioma inglés y viviendo del subsidio de desempleo, no pudo enviar los diez dólares necesarios para renovar la patente provisional en 1874.

Cuando se registró la patente de Bell en 1876, Meucci puso una demanda. Envió sus croquis originales y los aparatos ya funcionales al laboratorio de la Western Union, encargada del registro de patentes. Por una “coincidencia” extraordinaria, Bell trabajaba en aquel laboratorio y los modelos desaparecieron misteriosamente. Meucci se había quedado sin nada.

El inventor italiano murió en 1889 mientras su caso contra Bell todavía estaba en los tribunales. Como resultado, fue Bell y no Meucci quien se llevó el crédito y la gloria del invento. En 2004 la injusticia fue parcialmente compensada por la Cámara de Representantes norteamericana al aprobar una resolución declarando que “la vida y logros de Antonio Meucci deberían tener reconocimiento, así como su trabajo en la invención del teléfono”.

No es que Bell fuera un fraude completo. Siendo joven había enseñado a su perro a decir “¿Cómo estás abuela?” como forma de comunicarse con ella cuando estaban en habitaciones diferentes. Y también hizo del teléfono un invento práctico, no sólo una curiosidad.

Como su amigo Thomas Edison, Bell era incansable en la búsqueda de nuevos artilugios. Y, como Edison, no siempre tuvo éxito. Su detector de metales no consiguió localizar la bala que un asesino había disparado al presidente norteamericano James Garfield –parece ser que su máquina se confundió debido a los muelles de la cama en la que agonizaba el presidente-.

La incursión de Bell en la genética animal vino motivada por su deseo de aumentar el número de nacimientos de mellizos y trillizos en ovejas. Se dio cuenta de que las ovejas con más de dos pezones daban a luz más gemelos…pero todo lo que consiguió con sus experimentos fueron ovejas con más pezones, no más trillizos.

En el activo de Bell, hay que apuntar que inventó el hidrofoil, que estableció en 1919 un record de velocidad sobre el agua en 114 kilómetros por hora, imbatido durante diez años. Bell, que tenía por entonces ochenta y dos años, sabiamente rechazó el honor de viajar en su propio invento.

Pero por encima de todo, Bell siempre se refirió a sí mismo como “maestro de sordos”. Su madre y esposa eran sordas y durante años se dedicó a la enseñanza de niños con esa discapacidad. Entre sus alumnos se encontró Helen Keller, una niña sordociega que, con el tiempo, consiguió una licenciatura en Arte y desarrollar una importante labor política y literaria. Esta extraordinaria mujer nunca olvidó a su maestro y a él le dedicó su autobiografía.

jueves, 5 de agosto de 2010

¿De dónde viene la expresión "prensa amarilla"?


A finales del siglo XIX y principios del XX existió una guerra, una guerra entre magnates de la prensa diaria norteamericana. Y de la lucha por controlar un comic saldría una expresión, "prensa amarilla", que sobrevivido cien años.

En aquellos años, controlar la prensa diaria era símbolo de poder. A falta de radio o televisión (el telégrafo no era un instrumento casero), el periódico se convirtió en la herramienta cotidiana e indispensable para estar informado, y sus ventas empezaron a crecer sobre todo en las grandes ciudades. De ello se dieron perfecta cuenta dos ambiciosos hombres de negocios: Joseph Pulitzer y William Randolph Hearst.

Joseph Pulitzer (1847-1911), húngaro de nacimiento, emigró a Estados Unidos en 1864. Tras una corta carrera política como senador republicano, en 1879 se convierte en editor del St.Louis Post-Dispatch, donde inicia su política empresarial de convertirse en defensor del hombre de la calle y contar las cosas un pelín exageradas. Al adquirir el New York World en 1882 (fundado originalmente en 1860), concentra su interés en el contenido humano de las historias, los escándalos y el sensacionalismo periodístico. Aumentó las ventas de este periódico de 15.000 a 600.000 ejemplares, convirtiéndolo en el más vendido del momento. En 1892 promovió la primera escuela universitaria de periodismo del mundo. Fue acusado por calumnias en 1909 al publicar la noticia del pago fraudulento por parte del gobierno norteamericano a la French Panama Company de 40 millones de dólares, pero la justicia lo absolvió. En 1917, seis años después de su muerte y siguiendo su voluntad, se instituyeron los ya famosos Premios Pulitzer.

Por su parte, William Randolph Hearst (1863-1951) heredó muy joven una vasta fortuna con la que empezaría a comprar diversas cabeceras periodísticas, como el San Francisco Examiner (1887) o el New York Journal (1895), que convirtió en un periódico abocado al sensacionalismo y capaz de cualquier cosa con tal de llamar la atención, hasta el punto de estar considerado con sus titulares uno de los inductores de la Guerra de Cuba de 1898. Aunque lo intentó en dos ocasiones (1905 y 1909) su carrera política como alcalde de Nueva York fue frustrada por el fracaso en las urnas; líder del ala liberal del Partido Demócrata entre 1896 y 1935, acabó sus ideales políticos en la zona conservadora. Como símbolo de su poder hizo construir cerca de San Simeón (California) un gran palacio al que llamó Hearst Castle, considerado actualmente como monumento histórico nacional.

El sensacionalismo practicado por uno y por otro acabó siendo conocido como “prensa amarilla”, pero ¿por qué?

Pulitzer había creado en 1889 el concepto de suplemento dominical (una sola hoja a doble cara), convirtiéndolo en una revista satírica que incluía textos humorísticos, narraciones, ilustraciones y chistes. Cinco años después, con la ayuda de la por entonces revolucionaria impresión en color, la sencilla hoja se transformó en un suplemento semanal de 8 páginas que, desde el 5 de mayo de 1895, empezaría a publicar en color las vivencias de Yellow Kid, de Richard F.Outcault. El personaje, aún por definir, había nacido en la revista Truth, donde Outcault, un dibujante procedente del terreno de la ilustración técnica, haría sus pinitos como ilustrador costumbrista; se trataba de un niño ataviado con un camisón que se paseaba por un mísero barrio de una gran ciudad, sucio, calvo y descalzo.





El pequeño niño de grandes orejas, vestido con un camisón raído con una gran mancha en forma de huella de una mano a la altura del pecho, empezó siendo de color azul o marrón hasta que unos meses después la imprenta perfeccionó el amarillo; de ahí lo de Yellow Kid (“chico amarillo”). También tardaría algún tiempo Outcault en definir el semblante definitivo de Mickey Dugan, que así se llamaba en realidad el personaje; al camisón, la apariencia siempre risueña o burlona y los dos dientes superiores, Outcault unió en mayo de 1896 una de sus características esenciales: incluir en el camisón el diálogo del personaje, transcrito como si hablara un niño con dos dientes.

Consciente del tirón popular del suplemento dominical de Pulitzer (Yellow Kid disfrutaba de un notorio éxito entre los lectores de todas las edades a los que iba dirigido el suplemento), William Randolph Hearst, siempre atento a tomar nota de aciertos ajenos para desarrollaros y mejorarlos, decidió aumentar la tirada de su New York Journal con un golpe de efecto. El domingo 1 de noviembre de 1896 nacía el American Humorist, otro suplemento en color, éste también de ocho páginas, pero, por aquello de aportar algo, de tamaño más grande que el de Pulitzer. De hecho, Hearst llegó un poco más lejos: contrató a todo el personal técnico y creativo del dominical de Pulitzer para su American Humorist, incluido el Yellow Kid de Outcault, por supuesto.

Pulitzer reaccionó rápidamente denunciando el “robo” del personaje en los juzgados, y el posterior veredicto tomó la salomónica decisión de permitir que el World de Pulitzer pudiera seguir publicando las aventuras de “Yellow Kid” como “Hogan´s Alley”, aunque con otro dibujante, mientras que reconoció a Outcault la facultad de dibujar a su criatura, aunque con otro título, en el Journal de Hearst.

En el fragor de la batalla por el control del Yellow Kid de Outcault, el World y el Journal fueron bautizados como “The Yellow Kid Papers”, expresión que posteriormente sería recortada a “The Yellow Papers” y, poco después, a la de “Yellow Journalism”, “periodismo amarillo”. En aquel momento se publicaron (ni en la prensa de Pulitzer ni en la de Hearst, por supuesto) muchos chistes críticos sobre este enfrentamiento, pero posiblemente el más significativo sea el titulado “The Big Type War of the Yellow Kids”, publicado el 29 de junio de 1898 en Vim Magazine y firmado por el caricaturista Leon Barritt. Es el que ilustra la cabecera de este artículo.