domingo, 8 de agosto de 2010

¿Quién inventó el teléfono?


La respuesta es Antonio Meucci.

Inventor errático, a veces brillante, el florentino Meucci llegó a los Estados Unidos en 1850. En 1860 hizo la primera demostración de un aparato eléctrico al que llamó teletrófono. Rellenó una solicitud provisional de patente en 1871, cinco años antes de la patente de Alexander Graham Bell para el teléfono.

Desgraciadamente, aquel mismo año Meucci tuvo serios problemas de salud al resultar herido por la explosión de la caldera del ferry de Staten Island. Con poco dominio del idioma inglés y viviendo del subsidio de desempleo, no pudo enviar los diez dólares necesarios para renovar la patente provisional en 1874.

Cuando se registró la patente de Bell en 1876, Meucci puso una demanda. Envió sus croquis originales y los aparatos ya funcionales al laboratorio de la Western Union, encargada del registro de patentes. Por una “coincidencia” extraordinaria, Bell trabajaba en aquel laboratorio y los modelos desaparecieron misteriosamente. Meucci se había quedado sin nada.

El inventor italiano murió en 1889 mientras su caso contra Bell todavía estaba en los tribunales. Como resultado, fue Bell y no Meucci quien se llevó el crédito y la gloria del invento. En 2004 la injusticia fue parcialmente compensada por la Cámara de Representantes norteamericana al aprobar una resolución declarando que “la vida y logros de Antonio Meucci deberían tener reconocimiento, así como su trabajo en la invención del teléfono”.

No es que Bell fuera un fraude completo. Siendo joven había enseñado a su perro a decir “¿Cómo estás abuela?” como forma de comunicarse con ella cuando estaban en habitaciones diferentes. Y también hizo del teléfono un invento práctico, no sólo una curiosidad.

Como su amigo Thomas Edison, Bell era incansable en la búsqueda de nuevos artilugios. Y, como Edison, no siempre tuvo éxito. Su detector de metales no consiguió localizar la bala que un asesino había disparado al presidente norteamericano James Garfield –parece ser que su máquina se confundió debido a los muelles de la cama en la que agonizaba el presidente-.

La incursión de Bell en la genética animal vino motivada por su deseo de aumentar el número de nacimientos de mellizos y trillizos en ovejas. Se dio cuenta de que las ovejas con más de dos pezones daban a luz más gemelos…pero todo lo que consiguió con sus experimentos fueron ovejas con más pezones, no más trillizos.

En el activo de Bell, hay que apuntar que inventó el hidrofoil, que estableció en 1919 un record de velocidad sobre el agua en 114 kilómetros por hora, imbatido durante diez años. Bell, que tenía por entonces ochenta y dos años, sabiamente rechazó el honor de viajar en su propio invento.

Pero por encima de todo, Bell siempre se refirió a sí mismo como “maestro de sordos”. Su madre y esposa eran sordas y durante años se dedicó a la enseñanza de niños con esa discapacidad. Entre sus alumnos se encontró Helen Keller, una niña sordociega que, con el tiempo, consiguió una licenciatura en Arte y desarrollar una importante labor política y literaria. Esta extraordinaria mujer nunca olvidó a su maestro y a él le dedicó su autobiografía.

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