viernes, 20 de agosto de 2010

1204-La Cuarta Cruzada (2ª parte)


(...) Alejo IV pronto se dio cuenta de que un emperador no puede ser tan irresponsable como un pretendiente. Su intento de obligar al clero de la ciudad a admitir la supremacía de Roma y de introducir los usos latinos tropezó con una resistencia remolona. Tampoco le fue fácil conseguir todo el dinero que había prometido. Empezó su reinado haciendo temerarios y pródigos regalos a los jefes cruzados, cuya codicia se sintió así estimulada. Pero cuando tuvo que entregar a los venecianos el dinero que les debían los cruzados, encontró que el tesoro imperial resultaba insuficiente. Alejo anunció por tanto nuevos impuestos, y además enfureció a la Iglesia al confiscarle gran cantidad de objetos eclesiásticos de plata, con el fin de ser fundidos para los venecianos.

Durante el otoño y el invierno de 1203, el ambiente de la ciudad fue haciéndose más denso. El espectáculo de los altivos caballeros francos paseando a zancadas por sus calles exasperó a los ciudadanos. El comercio estaba paralizado. Grupos de soldados occidentales borrachos saqueaban continuamente las aldeas de las afueras, de manera que la vida ya no era segura fuera de las murallas. Un desastroso incendio deshizo todo un barrio de la ciudad cuando algunos franceses, en un acceso de piedad, redujeron a cenizas la mezquita construida para el culto de los mercaderes musulmanes de paso.

Los cruzados, por su parte, estaban tan descontentos como los bizantinos. Acabaron por darse cuenta de que el gobierno bizantino era totalmente incapaz de llevar a cabo las promesas hechas por Alejo IV. No llegaban ni el dinero ni los hombres que había ofrecido. Alejo pronto abandonó la desesperada tarea de intentar satisfacer a sus huéspedes. Les invitó a un festín ocasional en palacio, y con su ayuda hizo una breve excursión militar contra su tío Alejo III en Tracia, regresando a la capital para celebrar la victoria en cuanto hubo ganado una insignificante escaramuza. El resto de sus días y sus noches lo pasaba en placeres privados. Su padre, Isaac, que estaba ciego y no podía participar en el gobierno, se encerró con sus astrólogos favoritos, cuyas profecías no le daban ninguna seguridad para el futuro. Una ruptura abierta se hizo inevitable, y Dandolo contribuyó en gran medida a precipitarla al hacer peticiones insensatas.

Sólo dos hombres en Constantinopla parecían capaces de dominar la situación, ambos yernos del ex emperador Alejo III. Teodoro Láscaris era un soldado notable que había organizado la primera defensa contra los latinos. Pero después de la fuga de su suegro, se retiró; su cuñado, Alejo Murzuphlus, buscó, al contrario, el favor de Alejo IV y recibió honores y dignidades. Se convirtió ahora en el jefe de los nacionalistas. Probablemente para ahuyentar a Alejo IV del trono organizó un tumulto en enero de 1204. Pero el único resultado concreto fue la destrucción de la gran estatua de Atenea, obra de Fidias, que se hallaba en el foro del Oeste. Fue hecha pedazos por una turba embriagada, porque la diosa parecía llamar y atraer a los invasores.

En febrero llegó al palacio imperial de Blachernes una delegación de los cruzados para exigir a Alejo IV que cumpliese inmediatamente sus promesas. Lo único que pudo hacer fue confesar su impotencia, y los delegados fueron casi despedazados por la multitud furiosa cuando salían de la cámara imperial de audiencias. El populacho se dirigió después a Santa Sofía y allí declaró depuesto a Alejo IV y eligió en su lugar a un oscuro noble llamado Nicolás Canabus, que se hallaba presente y que pretendió rechazar el honor. Entonces, Murzuphlus invadió el palacio. Nadie intentó defender a Alejo IV, que fue arrojado a una mazmorra, donde le estrangularon, universal y merecidamente olvidado. Su padre, Isaac, murió de aflicción y de malos tratos bien calculados, pocos días después. El desvaído Canabus fue encarcelado y Murzuphlus subió al trono como Alejo V.

La revolución de palacio fue un reto directo a los cruzados. Los venecianos llevaban mucho tiempo apremiándoles con la idea de que el único medio eficaz era tomar Constantinopla por asalto y establecer en la ciudad a un occidental como emperador. Su consejo parecía ahora estar justificado. Pero no sería fácil elegir emperador. Hubo discusiones durante el mes de marzo en el campamento de Galata. Algunos presionaban para que fuese elegido Felipe de Suabia, con el fin de unificar los dos imperios. Pero Felipe estaba lejos, había sido excomulgado y a los venecianos no les gustaba la idea de un imperio único y poderoso. El candidato evidente era Bonifacio de Montferrato. Pero también en este caso, a pesar de las declaraciones de afecto hacia él hechas por Dandolo, los venecianos disintieron. Para los gustos de éstos, Bonifacio era demasiado ambicioso. Además, tenía relaciones con los genoveses. Se decidió al fin que un jurado de seis francos y seis venecianos elegirían al emperador en cuanto la ciudad se hubiese conquistado. Si, como parecía mejor, el emperador iba a ser un franco, entonces un veneciano sería elegido patriarca. El emperador tendría para sí el gran palacio residencial de Blachernes, una cuarta parte de la ciudad y el Imperio. Las tres cuartas partes restantes serían, una mitad para los venecianos y la otra para los caballeros cruzados, y serían divididas en feudos para ellos. Con la excepción del Dogo, todos los feudatarios tributarían homenaje al emperador. Todas las cosas serían ordenadas de esta guisa para “honor de Dios, del Papa y del Imperio”. La pretensión de que la expedición seguiría alguna vez adelante para combatir al infiel fue abiertamente abandonada.

Alejo V era un gobernante vigoroso, pero no popular. Destituía a cualquier ministro al que juzgaba desleal a su persona. Hubo algún intento de reparar las murallas y organizar a la población para la defensa de la ciudad. Pero los defensores de la urbe se habían desmoralizado con las constantes revoluciones, y no se presentó nunca ninguna oportunidad de traer tropas de las provincias. Y había traidores pagados por los venecianos dentro de la ciudad.

El primer ataque de los cruzados, el 6 de abril, fue rechazado con graves pérdidas. Seis días después, los cruzados volvieron a atacar. Hubo una lucha desesperada en el Cuerno de oro, donde los barcos griegos intentaron en vano impedir que la flota veneciana desembarcase tropas en la parte baja de las murallas. El asalto principal se lanzó contra el barrio de Blachernes, donde las murallas terrestres descendían hacia el Cuerno de oro. Se abrió una brecha en la muralla exterior, cuando, bien por accidente o bien por traición, un incendio en la ciudad, que se hallaba a retaguardia de los griegos, los cogió en el cepo. Su defensa se derrumbó, y los francos y venecianos irrumpieron en la ciudad.

Murzuphlus huyó con su esposa, protegido por las murallas, hasta la Puerta Dorada, cerca del mar de Mármara, y luego a Tracia, a buscar refugio junto a su suegro. Cuando se supo que había huido, los nobles que quedaron se reunieron en Santa Sofía para ofrecer la corona a Teodoro Láscaris. Pero era demasiado tarde para salvar la ciudad. Teodoro rehusó un honor sin contenido. Salió con el patriarca a la plaza entre la iglesia y el gran palacio, y habló apasionadamente a la guardia varega, advirtiéndole que no ganaría nada sirviendo ahora a nuevos amos. Pero la moral de los varegos estaba quebrantada; no lucharían más. Por eso, Teodoro, su esposa y el patriarca, con muchos miembros de la nobleza, se deslizaron hacia el puerto de palacio y se embarcaron para Asia.

Hubo escasos combates en las calles cuando los invasores se abrieron paso hacia la ciudad. A la mañana siguiente, el dogo y los cruzados principales estaban instalados en el gran palacio y sus soldados fueron informados que podían pasar los tres días siguientes dedicados al saqueo.

El saqueo de Constantinopla no tiene parangón en la historia. Durante nueve siglos, la gran ciudad había sido la capital de la civilización cristiana. Repleta de obras de arte que habían sobrevivido de la antigua Grecia, conservaba también obras maestras de sus propios y exquisitos artistas. Los venecianos, en efecto, conocían el valor de tales cosas. Siempre que podían, se apoderaban de tesoros y los llevaban para adornar sus plazas e iglesias y los palacios de su ciudad. Pero los franceses y los flamencos estaban llenos de ansia de destrucción. Se precipitaron, en turba aullante, por las calles y hacia las casas, arrebatando cualquier cosa brillante o destruyendo lo que no podían llevarse, y sólo se detenían para asesinar o violar o para abrir las bodegas de vinos. No se libraron ni los monasterios, ni las iglesias ni las bibliotecas.

En la misma Santa Sofía podían verse soldados borrachos deshaciendo las colgaduras de seda y derribando el gran iconostasio de plata, que se hizo pedazos, al tiempo que los libros sagrados y los iconos eran pisoteados. Mientras ellos bebían alegremente de los copones del altar, una ramera se sentó en el sitial del patriarca y empezó a cantar una obscena canción francesa. Las monjas eran violadas en sus conventos. Igual los palacios que las chozas eran asaltados y destruidos. En las calles agonizaban mujeres y niños. Durante tres días continuaron las horribles escenas de saqueo y derramamiento de sangre, hasta que la enorme y hermosa ciudad no era más que un matadero. Incluso los sarracenos habrían sido más indulgentes, exclamaba el historiador Nicetas; y con razón.

La antigua cultura griega representaba la cima más elevada del esfuerzo humano hasta entonces. Pero en los días anteriores a la imprenta, la historia de aquella cultura dependía de la existencia de un número relativamente pequeño de manuscritos. Hacia los siglos finales del Imperio Romano, esa historia tenía una base moderadamente firme, porque hacía copias de las obras distribuidas en varias bibliotecas, públicas y privadas.

Poco a poco, aquellas bibliotecas habían sido destruidas. Los bárbaros germánicos habían ensombrecido toda la mitad occidental del imperio. Los árabes invasores destruyeron las partes de la Biblioteca de Alejandría que los cristianos fanáticos no habían devastado. Al comienzo de 1204, el único lugar donde los grandes documentos de la cultura griega se conservaban todavía intactos y completos era Constantinopla. Y fueron esos documentos los que destruyeron los iracundos cruzados. Ellos, analfabetos como eran, no veían ningún valor en viejos rollos de pergamino y salvo algunas de las grandes obras teatrales de Esquilo, Sófocles, Eurípides y Aristófanes, todo lo demás desapareció.

Muchos documentos se conservaron, puesto que la ciudad era tan rica en ellos que toda la furia de los cruzados no pudo aniquilarlos ni descubrir todo lo que los aterrorizados habitantes consiguieron esconder. Pero fue suficiente para que con esta ruina cayera un telón entre los antiguos y nosotros –un telón oscuro e impenetrable que no se levantaría jamás.

Al fin, los jefes latinos se dieron cuenta de que tanta destrucción no beneficiaría a nadie. Cuando los soldados se sintieron cansados de su libertinaje, se restableció el orden. Todos los que habían robado alguna cosa de valor fueron obligados a entregarla a los nobles franceses y los infelices ciudadanos eran torturados para que revelasen los bienes que habían procurado esconder. Incluso después de haber destruido tanto y tan caprichosamente, la cantidad de botín era sorprendente. Todo se repartió según lo pactado: tres octavas partes fueron a manos de los cruzados; tres octavas, a las de los venecianos, y un cuarto se reservó para el futuro emperador.

La tarea siguiente fue elegir emperador. Bonifacio de Montferrato aún tenía esperanzas de ser elegido. Para realzar su posición, rescató a la emperatriz viuda Margarita, la esposa húngara de Isaac, y se casó con ella sin dilación. Pero los venecianos no querían saber nada de él. Por influencia de ellos, el trono fue otorgado a un príncipe menos discutible, Balduino IX, Conde de Flandes y Hainault, hombre de alto linaje y gran riqueza, pero más débil y tratable. Su título sería mayor que su poder efectivo. Iba a ser, en efecto, soberano de todo el territorio conquistado, con la ominosa excepción de las tierras adjudicadas al dogo de Venecia. Los venecianos, además, reclamaban su derecho a los tres octavos de Constantinopla y se quedaron con la parte que incluía Santa Sofía, donde un veneciano, Tomás Morosini, fue instalado como patriarca. Además, exigieron aquellas zonas del Imperio que pudieran ser útiles para su supremacía marítima, las costas occidentales de la Grecia continental, todo el Peloponeso, Naxos, Andros y Eubea, Gallipolli y los puertos tracios en el mar de Mármara y Adrianópolis.

A Bonifacio de Montferrato, en compensación por no haber sido elegido emperador, se le ofrecieron un vago dominio en Anatolia, el este y el centro de la Grecia continental y la isla de Creta. Pero no teniendo ningún deseo de partir para conquistar tierras en Asia, pidió a cambio la Macedonia, con Tesalónica. Fue nombrado rey de Tesalónica, sometido al Emperador. A los nobles menores se les asignaron feudos apropiados a su categoría e importancia.

El 16 de mayo de 1204, Balduino fue coronado solemnemente en Santa Sofía. Celebró asamblea en Constantinopla en octubre, donde enfeudó a unos 600 vasallos suyos con sus señoríos. Entretanto, se elaboró una constitución, basada en parte en las teorías de los juristas feudales y en parte en lo que se creía que era la práctica del reino de Jerusalén. Vino a ser poco más que un presidente de una cámara de pares. Pocas constituciones han sido tan impracticables como esta.

Romania, nombre que los latinos dieron al Imperio, tenía poca más realidad que el poder del Emperador. Muchas de sus provincias estaban aún por conquistar y no serían tomadas jamás. Los venecianos, con su realismo, sólo cogieron lo que sabían que podían conservar, Creta y los puertos de Modon y Croton en el Peloponeso, y, durante algún tiempo, Corfú. Establecieron señores vasallos de origen veneciano en sus islas egeas, y en Cefalonia y Eubea aceptaron el homenaje de príncipes latinos que se habían colocado a sí mismos al frente de aquéllas.

Así, casi todas las provincias europeas del Impero pasaron a manos latinas. Pero los latinos estaban equivocados en su idea de que la conquista de Constantinopla les daría todo el imperio. En épocas de desastre, el espíritu griego se manifestaba como el más valeroso y enérgico. La pérdida de la capital imperial produjo al principio un caos. Pero en el plazo de tres años el mundo independiente griego fue reorganizado en tres estados hereditarios. En menos de cincuenta años, los griegos volverían a reinar en Constantinopla.

Los ufanos conquistadores de 1204 no podían prever los vacuos resultados de su empresa, y sus contemporáneos estaban también ofuscados con la conquista. Al principio hubo regocijo por todo el mundo latino. Es cierto que el satírico cluniacense Guyot de Provins preguntaba al Papa por qué permitía una Cruzada dirigida contra cristianos, y el trovador provenzal Guillem Figuera acusaba duramente a Roma de perfidia contra los griegos. Pero tales disidentes eran raros. El papa Inocencio, a pesar de todos los recelos que le inspiró la desviación de la Cruzada hacia Constantinopla, se mostró al principio encantado. En contestación a una epístola del nuevo Emperador, Balduino, jactándose de los grandes y valiosos resultados del milagro que Dios había obrado, Inocencio respondió que se regocijaba en el Señor y que daba su aprobación sin reservas. En todo el Occidente se entonaron himnos de alabanza y el entusiasmo aumentó cuando empezaron a llegar preciosas reliquias para las iglesias de Francia y de Bélgica. Era seguro que con Constantinopla en manos de sus parientes, toda la estrategia de las Cruzadas sería mucho más eficaz. Llegaron rumores de que los musulmanes estaban aterrados.

Después, los pensamientos eran menos alentadores. Los recelos del Papa empezaron a resurgir. La integración del Imperio oriental y de su Iglesia en el mundo de la Cristiandad romana era un éxito espléndido; pero, ¿se había realizado de una manea que pudiera traer un beneficio duradero? Recibió nuevas noticias y supo con horror de las escenas blasfemas y sedientas de sangre que se produjeron durante el saqueo de la ciudad. Estaba profundamente indignado como cristiano y muy inquieto como político. Semejante brutalidad, tan bárbara, no era la mejor política para ganarse el afecto de la Cristiandad oriental. Escribió con acerada furia a Constantinopla enumerando y denunciando las atrocidades. También supo que los conquistadores habían separado, sin más, el Estado y la Iglesia sin tener en cuenta su autoridad. Sus derechos habían sido deliberadamente ignorados, y podía percatarse de lo incompetentes que eran los arreglos hechos para el nuevo Imperio y cómo los cruzados habían sido víctimas, totalmente, de la astucia de los venecianos. Luego, para su disgusto, se enteró de que su legado, Pedro de Saint-Marcel, había publicado un decreto absolviendo a todos los que habían tomado la Cruz para hacer el viaje ulterior a Tierra Santa. La Cruzada se reveló como una expedición que no tenía más finalidad que la de conquistar territorio cristiano. No haría nada por ayudar a los soldados cristianos que luchaban contra el Islam.

La Cuarta Cruzada fue un crimen, un desastre para los cristianos, hasta tal punto que en 2001, Juan Pablo II quiso zanjar la cuestión durante un viaje a Grecia y pidió perdón por aquella cruzada. No sólo causó la destrucción o dispersión de todos los tesoros del pasado que Bizancio había almacenado devotamente, y la herida mortal de una civilización activa y aún grandiosa, sino que constituyó también un acto de gigantesca locura política. En lugar de ello, les privó de sus potenciales aliados y transformó todo el sistema defensivo de la Cristiandad. Si los latinos hubiesen podido ocupar todo el Imperio bizantino de los viejos tiempos, entonces habrían podido proporcionar una ayuda poderosa al movimiento cruzado, aunque la penetración bizantina en los intereses de la Siria latina no hubiese prosperado mucho tiempo. Pero Bizancio había perdido territorio en Anatolia y los latinos no podían ni siquiera conquistar todo lo que quedaba, mientras su ataque a los griegos dio nuevo vigor a los turcos. La vía terrestre desde Europa a Siria se hizo más difícil a consecuencia de la cuarta Cruzada, con los bizantinos de Nicea suspicaces, y los turcos hostiles a los viajeros. Ningún grupo armado de Occidente pudo volver a intentar nunca un viaje a través de Anatolia. Tampoco se facilitó la vía marítima, pues los barcos italianos preferían ahora transportar pasajeros a las islas griegas y al Bósforo antes que a Acre o a los puertos sirios.

En el amplio alcance de la historia mundial, los resultados fueron totalmente desastrosos. Desde los comienzos de su Imperio, Bizancio había sido el guardián de Europa contra el Oriente infiel y el Norte bárbaro. Se opuso a ellos con sus ejércitos y los amansó con su civilización. Pasó por muchos períodos angustiosos, cuando parecía que había llegado su hora, pero hasta entonces siempre sobrevivió. A fines del siglo XII, estaba enfrentado con una larga crisis, cuando el daño a su fuerza en hombres y a su economía originado por las conquistas turcas en Anatolia, un siglo antes, empezó a surtir todo su efecto, aumentado por la enérgica rivalidad de las ciudades mercantiles italianas. Pero, tal vez, habría demostrado nuevamente su elasticidad y hubiese podido reconquistar los Balcanes y gran parte de Anatolia, y su cultura habría seguido proyectando su ininterrumpida influencia sobre los países de su entorno. Incluso los turcos seléucidas hubiesen podido caer bajo su dominio y ser finalmente absorbidos para remozar el imperio.

Pero con la pérdida de Constantinopla, la unidad del mundo bizantino quedó quebrantada y nunca pudo rehacerse, ni siquiera después de reconquistada la misma capital. Cuando apareció una tribu turca nueva, más vigorosa, bajo el caudillaje de la brillante casa de Osmán, los otomanos, el mundo cristiano oriental estaba demasiado profundamente dividido para oponer una resistencia eficaz. Su jefatura se desplazaba a otros confines, alejándose de la cuna mediterránea de la cultura europea hacia el lejano nordeste, hacia las vastas llanuras de Rusia. La Segunda Roma empezaba a ceder su puesto a la Tercera Roma, Moscovia.

Entretanto se había sembrado el odio entre las cristiandades oriental y occidental. Las lisonjeras esperanzas del papa Inocencio y las complacidas jactancias de los cruzados, que creían haber terminado con el cisma y unificado la Iglesia, nunca se realizaron. En lugar de ello, su barbarie dejó un recuerdo que nunca se les perdonaría. Más tarde, los potentados cristianos orientales abogarían por la unión con Roma, en la sincera esperanza de que tal vínculo produciría un frente unido contra los turcos. Pero su pueblo no les seguiría. No podían olvidar la cuarta Cruzada. Era tal vez inevitable que la Iglesia de Roma y las grandes iglesias orientales siguieran rumbos distintos, pero todo el movimiento cruzado había agriado sus relaciones y, desde entonces, a pesar de lo que algunos príncipes intentaron hacer, en los corazones de los cristianos orientales el cisma fue completo, irremediable y definitivo.

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