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martes, 9 de abril de 2013

Confucio y el confucianismo: la filosofía antropocéntrica



Confucio no fue el creador de lo que en Occidente llamamos confucianismo, término que no existe en chino. Confucio compiló y transmitió una tradición que ya estaba viva miles de años antes que él, lo que lo convirtió en uno de los filósofos más influyentes de la historia. Hoy, más de 2.500 años después de su nacimiento, el confucianismo sigue siendo la columna vertebral del pensamiento de una gran parte de la humanidad.
La tradición clásica china se forjó durante la dinastía Zhou (1025-221 a.C.), cuando se produjo el nacimiento de las dos escuelas de pensamiento que marcaron el desarrollo de esta civilización: el confucianismo y el taoísmo. Frente al pensamiento más individualista y natural de los taoístas, la filosofía humanista de Confucio (551-479 a.C.) apuntaba al buen gobierno, tanto del Estado como del hombre, a través de unas virtudes y unos ritos que, según él mismo indicaba, eran los encarnados por los primeros reyes sabios de la dinastía Zhou. Así, Confucio se presenta como el transmisor de un pasado que considera la edad de oro de la civilización china.

Confucio (Kung-fu-tse), nació en el año 551 a.C. en el principado de Lu, correspondiente a la actual provincia china de Shangtung, en una familia de antiguo linaje que hoy, dos milenios y medio más tarde, continúa existiendo. Según la tradición, nació el vigésimo séptimo día del octavo mes lunar, una fecha que ha sido cuestionada por los historiadores. Sin embargo, el 28 de septiembre es para gran parte del este del Asia el cumpleaños de Confucio. De hecho, en Taiwan es un día de fiesta oficial conocido como Día de los Maestros.

Su padre murió cuando él tenía apenas tres años y su madre se encargó de su educación. A los 30 años, su necesidad insaciable de aprender se transformo en una sólida vocación pedagógica _Kung-fu-tse significa “Maestro Kung”-. Su profundo conocimiento de las seis artes –rituales, música, tiro con arco, conducción de carros, caligrafía y aritmética- y su familiaridad con la tradición clásica, especialmente poesía e historia, lo convirtieron en un inmejorable maestro.

Antes de Confucio, las familias aristocráticas contrataban profesores para educar a sus hijos, y el Gobierno instruía a sus oficiales. Confucio extendió la educación a todos los hombres y fue también la primera persona en hacer del aprendizaje y la enseñanza un modo de vida, entendiéndolos no sólo como una acumulación de conocimientos, sino como una construcción del carácter, en la que Confucio basaba la vida del Estado: “Cuando los antiguos querían hacer pública en el imperio la luminosa virtud, ordenaban primero su Estado; cuando querían ordenar su Estado, arreglaban primero su casa; cuando querían arreglar su casa, perfeccionaban primero su propia persona; cuando querían perfeccionar su propia persona, hacían primero recto su corazón; cuando querían hacer recto su corazón, hacían primero veraces sus pensamientos; cuando querían hacer veraces sus pensamientos, completaban primero su saber.

Así, la educación era para Confucio lo que hoy llamaríamos la base de un programa político y social, y ese saber no podía mantenerlo apartado de la sociedad humana –tentación que, sin embargo, confesó haber tenido que resistir-: poco antes de cumplir los cincuenta años Confucio fue magistrado, luego ministro asistente de obras públicas y finalmente ministro de Justicia en Lu, nombramiento que bastó, según se cuenta, para que los criminales se retiraran a sus guaridas. Aunque no los sofistas, a uno de los cuales parece ser que Confucio condenó a muerte.

Pero la carrera política iba a ser corta. Un príncipe de un estado vecino, celoso de la prosperidad de
Lu, corrompió la moral del príncipe con un regalo cargado de malas intenciones: un grupo de bailarinas y cantantes y varios hermosos caballos que lograron apartar al gobernante del propugnado “completar primero su saber”. Confucio, con 56 años, dimitió y abandonó su patria en busca de otro estado feudal en el que poder servir. Durante los siguientes años, erró por China. Con 67 años, volvió a su ciudad natal para enseñar, compilar y editar las obras tradicionales. No volvió a aceptar un puesto público. Murió a los 73 años, en el 479 a.C., profundamente decepcionado porque ningún gobernante había querido seguir sus principios.

A Confucio le interesa el hombre por sí y como parte de la sociedad; la sociedad porque está compuesta por hombres. Su filosofía se orienta hacia los problemas concretos de la vida. De la misma manera que el Estado sano radica en un individuo consciente, Confucio no enseña una lógica que, con reglas generales, ayude a pensar, sino que intenta que el alumno aprenda a pensar por sí mismo y descubra en la práctica la lógica. Confucio, especialmente, quería apartar a sus discípulos de aquellos que criticaban la religión, los gobiernos y relativizaban el bien y el mal, buenos argumentadores al estilo de los mejores griegos.

De las cuestiones metafísicas, simplemente prescindía: “Si ni siquiera sabemos cómo se debe servir a los hombres, ¿cómo vamos a saber cómo servir a los espíritus? Si no sabemos nada de la vida, ¿cómo vamos a saber algo de la muerte?” Esto no se tradujo en una enemistad hacia la práctica religiosa; sólo fue un reconocimiento de los límites de su conocimiento. A sus discípulos les recomendó que siguieran los rituales, no se sabe si por formalismo conservador o por convicción. Confucio valoraba especialmente todo aquello que mantuviera al hombre en relación con su familia y su comunidad –le resultaba inútil el ideal de sabio aislado-, y probablemente los ritos tenían más una función social que religiosa.

Uno de los valores fundamentales era para él el hsiao –piedad filial-, que era el primer paso hacia la
excelencia moral, la cual creía que residía en el atenimiento a la virtud cardinal: jen –humanidad-. Con la familia viva en la mente y el corazón, el individuo no tendría ningún problema en abrirse al mundo. Pero esta piedad filial no representaba una sumisión, sino una manera que tenían, tanto el padre como el hijo, de aprender a ser humanos, de ser el padre, plenamente padre, y el hijo, hijo. No sólo el hombre había de ser él mismo, sino también sus conceptos debían estar perfectamente definidos. Por eso, cuando le preguntaron qué haría con el Estado en caso de ser el príncipe, respondió: “Seguramente, rectificaría los conceptos”.

Al morir Confucio, más de tres mil personas se declaraban alumnos suyos. De entre todos ellos Mencio (Meng-Tse, 371-289 a.C.) fue el más destacado. Además de ejercer como consejero de príncipes, indagó en el sentido psicológico de la doctrina. Según él, el hombre es esencialmente bueno y sabio: en su propia naturaleza, y gracias a la educación, descubrirá estos dos tesoros. No hay que imitar o admirar al sabio “pues él es de la misma naturaleza que nosotros”. La maldad se debe a defectos de las instituciones y los gobernantes.

Contemporáneo suyo fue Hsun Tse (355-288 a.C.), para quien: “La naturaleza del ser humano es
malvada, lo que tiene de bueno es artificial. Pues, por naturaleza, desde su nacimiento tiene el hombre el deseo de buscar provecho”. La oposición era completa. Mencio era un introvertido optimista; Hsun Tse defendía el dominio y domesticación de la naturaleza: “Buscas en vano la causa de las cosas. ¿Por qué no apropiártelas y gozar de lo que producen?”.

Un nieto de Confucio escribió un libro, el Tshung Yung, en el que continuó con fuerza la tradición confucianista. Trasladó el principio ético del justo medio –no decantarse por el yin o el yang-, que su abuelo entendía como una forma de acción, a un concepto metafísico en el que la unión entre el yo íntimo y la armonía exterior convierten al Universo en un todo ordenado “y todas las cosas alcanzan su pleno crecimiento y despliegue”. Es decir, si antes la armonía política dependía de la salud del individuo –y viceversa-, ahora era la armonía universal la que era en parte creada por él.

Durante los 2.000 años siguientes, el confucianismo ha sido la piel del pensamiento filosófico chino, piel sobre la que, en muchas ocasiones, han vestido las ropas del taoísmo y el budismo. Entre los años 200 a.C. y el 1000 de nuestra era –la Edad Media china- se anquilosó. El libro oracular, I Ching, perdió lo que de más preciado tenía para Confucio: el ser una comunicación directa entre el libro y el consultante. A la sombra del lenguaje simbólico, medraron innumerables interpretaciones, textos explicativos y técnicas de consulta.

El neoconfucianismo comenzó en el siglo XII con Chu Hsi (1130-1200). A partir de los orígenes de la doctrina, revivió el yin y el yang con dos concpetos inseparables: li –la razón universal norma de los fenómenos- y ki –la materia fundametno de los fenómenos-.

La dinastía Ming albergó la segunda época neoconfuciana (1368-1644), cuyo pensador más
importante, Wang-Yang-Ming (1473-1529), fue un idealista que buscaba entender el cosmos dentro de sí mismo, mente y corazón.

En el tercer y último periodo (1644-1911), la idea básica fue la unidad entre sustancia y función, y la primacía de la Mente Original. La realidad y la manifestación son una misma cosa; la Mente Original es voluntad, conciencia y razón. Esta escuela buscaba nada menos que la síntesis de toda la tradición confucianista que , abusando un poco, pude quedar resumida en el concepto del justo medio: unión entre hombre y su entorno, interacción entre el yin y el yang, moderación, filosofía orientada hacia la ética y no tanto al conocimiento. Y, sobre todo, el rechazo a la unilateralidad y respeto por ambos extremos: de esto ha resultado el cultivo de una ambigüedad que ha dificultado al mundo occidental –dual y dialéctico- su relación con el pensamiento y actitud chinos.


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