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sábado, 12 de diciembre de 2009

Stradivarius: los violines más valiosos del mundo


No existe en la historia de la música instrumento con más personalidad propia que el violín. Cada uno posee su propio sonido único, característico e irrepetible. Pero de entre todos los violines ninguno puede rivalizar con la magia de los Stradivarius, los más perfectos de la historia, creados por el más célebre luthier de todos los tiempos.

Desde mediados del siglo XVI, Cremona, capital de la provincia italiana de Lombardía, fue la capital mundial de la artesanía de instrumentos musicales de cuerda. El precursor de este éxito artesanal fue Andrea Amati, iniciador de una de las más grandes dinastías de violeros, que tuvo su máximo exponente, un siglo después, en su nieto Nicolo (1596-1684), cuyas obras lograron aunar equilibrio, belleza y un sonido, a la vez dulce y potente, nunca escuchado hasta entonces.

Sin embargo, uno de sus alumnos, Antonio Stradivari o –latinizado- Stradivarius (1644-1737), natural de Cremona, consiguió superarle años más tarde. A los 22 años, cuando hacía diez que había ingresado de aprendiz en el taller del reputado Nicolo Amati, Stradivarius comenzó a firmar los instrumentos que fabricaba. En sus inicios, siguió los pasos de su maestro, pero tras su muerte, en 1684, empezó a construir violines más anchos y largos, los “stradivarius largos”, y comenzó a experimentar nuevas técnicas que le permitieron confeccionar instrumentos considerados ya entonces originales y perfectos, de formas armoniosas y con el diseño más equilibrado de cuantos se han construido nunca. Pero ni Amati ni Stradivarius estuvieron solos.

Andrea Guarneri (o Guarnerius), contemporáneo de ambos y también alumno de Amati, al que siguió en modelos y técnicas, posteriormente redujo el arco de los violines y modificó las efes. Su hijo, Giuseppe, que trabajó hasta 1740, también desarrolló un estilo propio, decantándose por violines de pequeño tambor y gran elegancia. Su hermano Pietro y el hijo de éste continuaron la tradición familiar durante otros quince años.

Sin olvidar a Francesco Ruggeri y a sus hijos Giacinto y Vincenzo –éstos dedicados más a la
elaboración de violonchelos-, el más original de los luthiers de la escuela de Cremona fue Giuseppe Guarneri del Ges, que se consagró a la búsqueda de un sonido más potente, sin atender tanto al aspecto estético de los violines. Ello le hizo utilizar en ocasiones maderas no adecuadas, pese a lo cual sus instrumentos fueron tan prestigiosos entonces como los del propio Stradivarius.
La mayor innovación del violín de Stradivarius respecto a otros instrumentos de cuerda anteriores fue la posición de la barra armónica –colocada bajo la cuerda más baja- y el alma –un pequeño cilindro de madera colocado en posición vertical a la caja de resonancia-. Estos dos elementos, además de la ausencia de esquinas, impedían que chocaran entre sí las ondas sonoras idénticas –evitando reverberaciones no
deseadas- y que la circulación del aire por la caja de resonancia tuviese obstáculos, por lo que el sonido resultaba más potente, limpio y hermoso.

La técnica de Stradivarius era muy similar a la del resto de violeros de su época: la diferencia era su afán perfeccionista. El cremonés mejoró la calidad de los violines al alargar y estilizar la caja del instrumento, que pasó a medir 36 centímetros –límite fijado porque las cuerdas utilizadas entonces, hechas de tripas de gato, se romperían si el mástil hubiera sido más largo-. Seleccionaba minuciosamente la calidad de las maderas empleadas –arce, abeto, ébano, pino, sauce y haya-, puliéndolas hasta obtener unos espesores milimétricos, que daban una duración insólita a la vibración del sonido.

Siguiendo la tradición de los maestros de Cremona, Stradivarius extraía las tablas del violín de bloques macizos de madera de abeto, preferentemente de ejemplares con al menos 25 años de edad. La tapa armónica se componía con dos bloques adyacentes de veta longitudinal; el fondo, a partir de
piezas ensambladas de madera de arce.

En 1704, Stradivarius, a la sazón de 60 años de edad, decidió anotar la fórmula de su éxito. Según él, el secreto radicaba en la composición del barniz de color dorado rojizo que los artesanos de Cremona aplicaban a los instrumentos de cuerda. Así pues, escribió la fórmula en la cara interior de una de las tapas de su Biblia. Tal vez por motivos comerciales, el uso de ese barniz se fue abandonando con el tiempo y cuando la Biblia de Stradivarius se perdió años después, con ella se esfumó el secreto.

Desde entonces, los constructores de violines han pugnado en vano por descubrirlo de nuevo. Se sabe que, a diferencia de los demás barnices de la época –espesos, aceitosos y que se secaban rápidamente limitando la gama de sonidos del instrumento-, el de Cremona era poco denso y poco graso y se secaba lentamente, formando una fina capa elástica sobre la madera, que permitía a los instrumentos emitir tonos muy melodiosos. El proceso de secado de estos barnices, así como el de las maderas utilizadas, se prolongaba durante varios años para que los violines adquiriesen sus cualidades sonoras definitivas.

Estos antiguos violines cremoneses, que no poseían ninguna superficie plana, constaban de más de sesenta piezas, cuya distribución no ha variado en lo más mínimo. Todo se hacía a mano, manteniendo un perfecto equilibrio de minuciosidad, ingenio, arte y buen gusto. La barra armónica se colocaba en el interior de la tapa, en paralelo con las cuerdas y bajo el lado izquierdo del puente. Los arcos, curvados al fuego, se unían con las fajas internas y, a continuación, se procedía al corte de las hendiduras con forma de efe y se aplicaban los filetes –pequeñas tiras de haya blanca o de ébano- para reforzar los bordes. Sobre la tapa, en la línea que une los cortes de las efes, se situaba el puente, normalmente de madera de haya.

Estas técnicas artesanas clásicas daban como resultado en las mágicas manos del maestro Stradivarius, un violín de ejecución suave y fácil, con una potencia acústica inigualable y una voz fascinante, tanto en los sonidos agudos como en los medios y graves. Gracias a Stradivarius, el violín fue adquiriendo cada vez más importancia en la instrumentación renacentista –restando protagonismo a otros instrumentos de arco de caja cuadrada o en forma de pera- y, ya avanzado el Barroco, se convirtió en el auténtico inspirador de multitud de obras de los compositores más célebres de la época, como Vivaldi o Haendel. Desde entonces, y sobre todo desde que el
violinista italiano Giovanni Battista Viotti (1755-1824) los diera a conocer en toda Europa, no hubo intérprete que no quisiera tocar en un stradivarius ni aficionado que no soñara con poseer uno.


A lo largo de setenta años de actividad, Stradivarius elaboró más de mil instrumentos de cuerda. Además de violines –los mejores datan del primer cuarto de siglo XVIII-, construyó también violas y violonchelos –igualmente insuperables- y laúdes, mandolinas y guitarras. A su muerte, en 1737, dejó sin acabar unos ochenta instrumentos, que finalizaron dos de sus once hijos, Francesco y Omobono, quienes, junto a Carlo Bergonzi, son considerados sus mejores alumnos, aunque ninguno de ellos pudo igualar la perfección del maestro.




La muerte de Stradivarius supuso el inicio del declive de la artesanía violera cremonesa. Aparte de sus alumnos –de trabajo muy desigual-, sólo destacó un gran violero de este período, Lorenzo Storioni, seguidor de la llamada escuela clásica. Con Giovanni Battista Ceruti y su hijo Giuseppe, la violaría de Cremona se mantuvo viva hasta poco después de la unificación de Italia (1860), pero la decadencia fue, a la postre, inevitable.

Se conservan aproximadamente unos 500 violines, 12 violas y 50 violonchelos fabricados por Stradivarius. Muchos tienen incluso nombre propio –a veces el de los virtuosos que los utilizaron- y su historia es conocida desde que fueron moldeados por el maestro hasta nuestros días. Entre estos violines se encuentran los llamados Emperador, Canto del Cisne, Rojo de Sarasate, Boissier –también de Sarasate-, Viotti, Pucelle, Parke, Betts, Alard y Mesiah. Se ha
calculado que el precio al que Stradivarius vendía sus obras equivale hoy a unos 90 euros por violín y el doble por violonchelo.

A mediados del siglo XIX, un stradivarius costaba ya alrededor de 100.000 euros actuales; hoy, la valoración de uno de estos instrumentos puede llegar a ser de millones de euros. Tras la muerte del legendario violonchelista Mstislav Rostopovich en 2007, su chelo, uno de los más famosos, el Duport Stradivarius de 1711, fue adquirido por la Fundación Musical de Japón por 20 millones de dólares. Un coleccionista ruso pagó recientemente 9,5 millones de dólares por el
violín Stradivarius Barrow de 1715.

Aunque no son muchos los que desean poner a la venta semejante tesoro, como ocurre con los Estados que los poseen, que los consideran parte de su patrimonio histórico-artístico. Es el caso de la Casa Real española, que aún conserva un magnífico quinteto ornamentado, que el propio Stradivarius construyó por encargo de Felipe V.

Hoy, el espíritu de los antiguos luthiers ha resurgido. Aunque la producción mecanizada está eclipsando la elaboración artesanal, nuevas generaciones de violeros intentan seguir los pasos de los grandes maestros cremoneses; desgraciadamente, ni una vía ni otra han dado, ni por asomo, el resultado deseado. Y es que, si la técnica se puede copiar, lo que nunca se podrá imitar es el arte y el esmero de un artesano inmortal que elevó el violín a la cima del arte musical.

1 comentario:

Anónimo dijo...

Simplemente magnifico!
Lo que se hace con pasión
no sera igualado por ninguna
tecnica.