Johannes Kepler nació en Württemberg, Alemania, en 1571, siete años después de Galileo y 28 después de que Copérnico publicase su obra heliocéntrica De Revolutionibus. Fue enviado de niño a la escuela del seminario protestante de la ciudad provincial de Maulbronn para que siguiese la carrera eclesiástica. Era este seminario una especie de centro de entrenamiento intelectual para formar en teología a las mentes jóvenes contra el catolicismo romano. Kepler, tenaz, inteligente y ferozmente independiente, soportó dos años la desolación de Maulbronn, convirtiéndose en una persona solitaria e introvertida, cuyos pensamientos se centraban en su supuesta indignidad ante los ojos de Dios, desesperando de llegar a alcanzar la salvación. Pero Dios se convirtió para él en algo más que una cólera divina deseosa de propiciación.
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler se aproximó a ellos a través de la geometría de Euclides, donde vislumbraba una imagen de la perfección divina. Kepler se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas en el cosmos bajo el aparente caos de la vida diaria.
Las ciencias de la antigüedad clásica habían sido silenciadas hacía más de mil años, pero en la baja Edad Media algunos ecos débiles de esas voces, conservados por estudiosos árabes, empezaron a insinuarse en los planes educativos europeos. En Maulbronn, Kepler se aproximó a ellos a través de la geometría de Euclides, donde vislumbraba una imagen de la perfección divina. Kepler se preguntaba por la posible existencia de formas ocultas en el cosmos bajo el aparente caos de la vida diaria.
En 1589, Kepler dejó Maulbronn para seguir los estudios de sacerdote en la gran Universidad de Tübingen, y este paso fue para él una liberación. Confrontado a las corrientes intelectuales más vitales de su tiempo, su genio fue inmediatamente reconocido por sus profesores, uno de los cuales introdujo al joven estudiante en los peligrosos misterios de la hipótesis de Copérnico, abrazándose a ella con fervor. El Sol era una metáfora de Dios, alrededor de la cual giraba todo lo demás. Antes de ser ordenado se le hizo una atractiva oferta para un empleo secular que acabó aceptando, quizás porque sabía que sus aptitudes para la carrera eclesiástica no eran excesivas. Le destinaron a Graz, en Austria, para enseñar matemáticas en la escuela secundaria, y poco después empezó a preparar almanaques astronómicos y meteorológicos y a confeccionar horóscopos como medio de ganarse un complemento. Fue quizá esa ocupación junto a su frustrada carrera teológica, la que tiñó sus pensamientos matemáticos de misticismo.
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Quería deducir unas leyes que, aplicadas a los cuerpos del Sistema Solar, explicasen la distribución de órbitas en el espacio y sus movimientos.
Se sabía de la existencia de cinco sólidos regulares o “platónicos”, cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos posteriores a Pitágoras: cubo, tetraedro, dodecaedro, icosaedro y octaedro. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del Sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Pensó que entre las seis esferas planetarias había cinco intervalos y, adoptando los valores obtenidos por Copérnico de los radios de esas esferas, Kepler encontró que los cinco sólidos regulares se podían ir inscribiendo en el orden siguiente: Saturno, cubo (seis caras); Júpiter, tetraedro (cuatro caras); Marte, dodecaedro (12 caras); Tierra, icosaedro (20 caras), Venus, octaedro (ocho caras), y Mercurio. Según él, la esfera de Saturno está circunscrita a un cubo en el cual se inscribe la esfera de Júpiter, esta última circunscrita al tetraedro, y así sucesivamente. Dispuestos de esta forma, la razón de las distancias de las esferas es bastante aproximada a la razón de las distancias medias de los planetas al Sol.
Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. La propuesta fue rechazada, pero Kepler no se rindió y dedicó sus días y sus noches a los trabajos matemáticos que intentaban sostener su teoría. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que lo que no debía estar bien eran las observaciones realizadas en el cielo nocturno. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes: Tycho Brahe.
Brahe fue uno de los más grandes observadores astronómicos de todos los tiempos, sin duda de aquellos anteriores a la introducción del telescopio, superando en la precisión de sus medidas a todos sus predecesores. Apoyado por el rey Federico II de Dinamarca (el propio Tycho era noble), pudo construir un gran centro astronómico –Uraninburgo- en la isla de Hven, dotado de todos los recursos disponibles en su época para la observación de los movimientos de los cuerpos celestes. Para acomodar los resultados que obtuvo, Tycho propuso un modelo a medio camino entre el geocéntrico y el heliocéntrico; uno en el que los planetas giraban en torno al Sol, aunque éste, a su vez, lo hacía alrededor de la Tierra, todavía inmóvil en el centro del universo. En 1599, en una decisión en la que tuvieron que ver problemas que surgieron entre el astrónomo y su rey, Brahe abandonó Dinamarca, instalándose en Praga, como astrónomo y matemático de Rodolfo II.
Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, Tycho acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos, sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio.
Al dejar Graz, Kepler su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Al llegar a los dominios de Tycho, sintió una decepción. Éste era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un séquito de aduladores, ayudantes, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler.
Además, Tycho no estaba dispuesto a regalar sus observaciones, toda la labor de su vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna –hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde del precipicio de la desconfianza mutua. Durante los 18 meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. Al final, Tycho murió tras los excesos cometidos en una cena. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler.
Éste, convertido en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. Pero los datos de Tycho no apoyaban más que los de Copérnico su conjetura de que las órbitas de los planetas estaban circunscritas por los cinco sólidos platónicos. Su teoría quedaría totalmente refutada por los descubrimientos muy posteriores de los planetas Urano, Neptuno y Plutón: no hay más sólidos platónicos que permitan determinar su distancia al Sol. Los sólidos pitagóricos anidados tampoco dejaban espacio para la luna terráquea y el descubrimiento por Galileo de las cuatro lunas de Júpiter era también desconcertante. Pero en lugar de desanimarse, Kepler quiso encontrar los satélites y se preguntaba cuántos satélites tenía que tener cada planeta.
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos.
En la época de Kepler sólo se conocían seis planetas: Mercurio, Venus, la Tierra, Marte, Júpiter y Saturno. Kepler se preguntaba por qué eran sólo seis. ¿Por qué no eran veinte o cien? ¿Por qué sus órbitas presentaban el espaciamiento que Copérnico había deducido? Nunca hasta entonces se había preguntado nadie cuestiones de este tipo. Quería deducir unas leyes que, aplicadas a los cuerpos del Sistema Solar, explicasen la distribución de órbitas en el espacio y sus movimientos.
Se sabía de la existencia de cinco sólidos regulares o “platónicos”, cuyos lados eran polígonos regulares, tal como los conocían los antiguos matemáticos posteriores a Pitágoras: cubo, tetraedro, dodecaedro, icosaedro y octaedro. Kepler pensó que los dos números estaban conectados, que la razón de que hubiera sólo seis planetas era porque había sólo cinco sólidos regulares, y que esos sólidos, inscritos o anidados uno dentro de otro, determinarían las distancias del Sol a los planetas. Creyó haber reconocido en esas formas perfectas las estructuras invisibles que sostenían las esferas de los seis planetas. Pensó que entre las seis esferas planetarias había cinco intervalos y, adoptando los valores obtenidos por Copérnico de los radios de esas esferas, Kepler encontró que los cinco sólidos regulares se podían ir inscribiendo en el orden siguiente: Saturno, cubo (seis caras); Júpiter, tetraedro (cuatro caras); Marte, dodecaedro (12 caras); Tierra, icosaedro (20 caras), Venus, octaedro (ocho caras), y Mercurio. Según él, la esfera de Saturno está circunscrita a un cubo en el cual se inscribe la esfera de Júpiter, esta última circunscrita al tetraedro, y así sucesivamente. Dispuestos de esta forma, la razón de las distancias de las esferas es bastante aproximada a la razón de las distancias medias de los planetas al Sol.
Presentó una propuesta para que el duque de Württemberg le diera una ayuda a la investigación, ofreciéndose para supervisar la construcción de sus sólidos anidados en un modelo tridimensional que permitiera vislumbrar a otros la grandeza de la sagrada geometría. La propuesta fue rechazada, pero Kepler no se rindió y dedicó sus días y sus noches a los trabajos matemáticos que intentaban sostener su teoría. Pero a pesar de todos sus esfuerzos, los sólidos y las órbitas planetarias no encajaban bien. Sin embargo, la elegancia y la grandiosidad de la teoría le persuadieron de que lo que no debía estar bien eran las observaciones realizadas en el cielo nocturno. Había entonces un solo hombre en el mundo que tenía acceso a observaciones más exactas de las posiciones planetarias aparentes: Tycho Brahe.
Brahe fue uno de los más grandes observadores astronómicos de todos los tiempos, sin duda de aquellos anteriores a la introducción del telescopio, superando en la precisión de sus medidas a todos sus predecesores. Apoyado por el rey Federico II de Dinamarca (el propio Tycho era noble), pudo construir un gran centro astronómico –Uraninburgo- en la isla de Hven, dotado de todos los recursos disponibles en su época para la observación de los movimientos de los cuerpos celestes. Para acomodar los resultados que obtuvo, Tycho propuso un modelo a medio camino entre el geocéntrico y el heliocéntrico; uno en el que los planetas giraban en torno al Sol, aunque éste, a su vez, lo hacía alrededor de la Tierra, todavía inmóvil en el centro del universo. En 1599, en una decisión en la que tuvieron que ver problemas que surgieron entre el astrónomo y su rey, Brahe abandonó Dinamarca, instalándose en Praga, como astrónomo y matemático de Rodolfo II.
Casualmente y por sugerencia de Rodolfo, Tycho acababa de invitar a Kepler, cuya fama matemática estaba creciendo, a que se reuniera con él en Praga.
Kepler, un maestro de escuela provinciano, de orígenes humildes, desconocido de todos excepto de unos pocos matemáticos, sintió desconfianza ante el ofrecimiento de Brahe. Pero otros tomaron la decisión por él. En 1598 los protestantes fueron excluidos del poder político y económico, la escuela de Kepler clausurada y prohibidas las oraciones, libros e himnos considerados heréticos. Después, se sometió a los ciudadanos a exámenes individuales sobre la firmeza de sus convicciones religiosas privadas: quienes se negaban a profesar la fe católica y romana eran multados con un diezmo de sus ingresos, y condenados, bajo pena de muerte, al exilio perpetuo de Graz. Kepler eligió el exilio.
Al dejar Graz, Kepler su mujer y su hijastro emprendieron el duro camino de Praga. Al llegar a los dominios de Tycho, sintió una decepción. Éste era un personaje extravagante, adornado con una nariz de oro, pues perdió la original en un duelo de estudiantes disputando con otro la preeminencia matemática. A su alrededor se movía un séquito de aduladores, ayudantes, parientes lejanos y parásitos varios. Las juergas inacabables, sus intrigas, sus mofas crueles contra aquel piadoso y erudito patán llegado del campo deprimían y entristecían a Kepler.
Además, Tycho no estaba dispuesto a regalar sus observaciones, toda la labor de su vida a un rival en potencia, mucho más joven. Se negaba también, por algún motivo, a compartir la autoría de los resultados conseguidos con su colaboración, si los hubiera. El nacimiento de la ciencia moderna –hija de la teoría y de la observación- se balanceaba al borde del precipicio de la desconfianza mutua. Durante los 18 meses que Tycho iba a vivir aún, los dos se pelearon y se reconciliaron repetidamente. Al final, Tycho murió tras los excesos cometidos en una cena. En su lecho de muerte legó sus observaciones a Kepler.
Éste, convertido en el nuevo matemático imperial, consiguió arrancar a la recalcitrante familia de Tycho las observaciones del astrónomo. Pero los datos de Tycho no apoyaban más que los de Copérnico su conjetura de que las órbitas de los planetas estaban circunscritas por los cinco sólidos platónicos. Su teoría quedaría totalmente refutada por los descubrimientos muy posteriores de los planetas Urano, Neptuno y Plutón: no hay más sólidos platónicos que permitan determinar su distancia al Sol. Los sólidos pitagóricos anidados tampoco dejaban espacio para la luna terráquea y el descubrimiento por Galileo de las cuatro lunas de Júpiter era también desconcertante. Pero en lugar de desanimarse, Kepler quiso encontrar los satélites y se preguntaba cuántos satélites tenía que tener cada planeta.
Tycho realizó sus observaciones del movimiento aparente entre las constelaciones de Marte y de otros planetas a lo largo de muchos años. Estos datos, de las últimas décadas anteriores a la invención del telescopio, fueron los más exactos obtenidos hasta entonces. Kepler trabajó con una intensidad apasionada para comprenderlos: ¿Qué movimiento real descrito por la Tierra y por Marte alrededor del Sol podía explicar, dentro de la precisión de las medidas, el movimiento aparente de Marte en el cielo, incluyendo los rizos retrógrados que describe sobre el fondo de las constelaciones? Tycho había recomendado a Kepler que estudiara Marte porque su movimiento aparente parecía el más anómalo, el más difícil de conciliar con una órbita formada por círculos.
Pitágoras, en el siglo VI a.C., Platón, Tolomeo y todos los astrónomos cristianos anteriores a Kepler, incluido por supuesto Copérnico, daban por sentado que los planetas se movían siguiendo caminos circulares. El círculo se consideraba una forma geométrica “perfecta”, y también los planetas colocados en lo alto de los cielos, lejos de la “corrupción” terrenal, se consideraban “perfectos” en un sentido místico. Así pues, Kepler intentó al principio explicar las observaciones suponiendo que la Tierra y Marte se movían en órbitas circulares alrededor del Sol.
Después de tres años de cálculos se dio cuenta de que dos de las precisas observaciones de Tycho no coincidían con los valores de la órbita que pensaba haber encontrado. Para muchos sólo hubieran sido “sólo” dos observaciones que no casaban. Para Kepler eran “nada menos” que dos. Tuvo la valentía de reconocer que había seguido un camino equivocado, el camino del círculo. Comenzó a probar con formas menos “perfectas”, ovaladas y meses después y ya un tanto desesperado, probó la fórmula de una elipse. Descubrió que encajaba maravillosamente con las observaciones de Tycho.
Kepler había descubierto que Marte giraba alrededor del Sol siguiendo no un círculo, sino una elipse. Los otros planetas tienen órbitas mucho menos elípticas que Marte, y si Tycho le hubiera aconsejado estudiar el movimiento, por ejemplo de Venus, Kepler nunca hubiera descubierto las órbitas verdaderas de los planetas. En este tipo de órbitas el Sol no está en el centro, sino desplazado, en un foco de la elipse. Cuando un planeta cualquiera está en su punto más próximo al Sol, se acelera. Cuando está en el punto más lejano, va más lento. Es éste el movimiento que nos permite decir que los planetas están siempre cayendo hacia el Sol sin alcanzarlo nunca. La primera ley del movimiento planetario de Kepler es simplemente esta: Un planeta se mueve en una elipse con el Sol en uno de sus focos.
En un movimiento circular uniforme, un cuerpo recorre en tiempos iguales un ángulo igual o una fracción igual del arco de un círculo. Así, por ejemplo, se precisa el doble de tiempo para recorrer dos tercios de una circunferencia que para recorrer sólo un tercio de ella. Kepler descubrió que en una órbita elíptica las cosas son distintas. El planeta, al moverse a lo largo de su órbita, barre dentro de la elipse una pequeña área en forma de cuña. Cuando está cerca del Sol, en un período dado de tiempo traza un arco grande en su órbita, pero el área representada por ese arco no es muy grande porque el planeta está entonces cerca del Sol. Cuando el planeta está alejado del sol cubre un arco mucho más pequeño en el mismo período de tiempo, pero ese arco corresponde a un área mayor, pues el Sol está ahora más distante. Kepler descubrió que estas dos áreas eran exactamente iguales, por elíptica que fuese la órbita: el área alargada y delgada correspondiente al planeta cuando está alejado del Sol, y el área más corta y rechoncha cuando está cerca del Sol, son exactamente iguales. Ésta es la segunda ley del movimiento planetario de Kepler: los planetas barren áreas iguales en tiempos iguales.
Años después, Kepler descubrió su tercera y última ley del movimiento planetario, una ley que relaciona entre sí el movimiento de varios planetas, que da el engranaje correcto del aparato de relojería del Sistema Solar. Aparte de las órbitas de Mercurio y de Marte, las órbitas de los otros planetas se desvían tan poco de la circularidad que no podemos distinguir sus formas reales aunque utilicemos un diagrama muy preciso. La Tierra es nuestra plataforma móvil desde la cual observamos el movimiento de los otros planetas sobre el telón de fondo de las constelaciones lejanas. Los planetas interiores (Mercurio, Venus, la Tierra y Marte) se mueven rápidamente en sus órbitas, cada vez más lentos cuanto más lejano está el planeta del Sol. Los otros planetas, como Júpiter y Saturno, se mueven muy lentamente.
Así, la tercera ley de Kepler o ley armónica, afirma que los cuadrados de los períodos de los planetas (los tiempos necesarios para completar una órbita) son proporcionales a los cubos de sus distancias medias al Sol: cuanto más distante está el planeta, más lento es su movimiento, pero de acuerdo con una ley matemática precisa.
Después de tantos siglos de investigación y de convencimiento de que los modelos planetarios eran una especie de intrincados mecanismos de relojería, la astronomía de Copérnico, “legalizada” por Kepler, demostró su capacidad para describir el Universo de una forma más simple y armónica.
Ocho días después de que Kepler descubriera la tercera ley, se divulgó en Praga el incidente que desencadenó la guerra de los Treinta Años. Las convulsiones de la guerra afectaron a la vida de millones de seres, la de Kepler entre ellas. Perdió a su mujer y a su hijo en una epidemia que llegó con la soldadesca, su regio patrón fue depuesto y él mismo excomulgado por la Iglesia luterana a causa de su individualismo intransigente en materias doctrinales. De nuevo Kepler se convirtió en un refugiado.
Los desastres de la guerra privaron a Kepler de sus principales apoyos financieros, y pasó el final de su vida a rachas, pidiendo dinero y buscando protectores. Confeccionó horóscopos para el duque de Wallenstein, como lo había hecho para Rodolfo II, y pasó sus últimos años en Sagan, una ciudad de Silesia controlada por Wallenstein. Su epitafio, que él mismo compuso, reza: “Medí los cielos y ahora mido las sombras. Mi mente tenía por límite los cielos, mi cuerpo descansa encerrado en la Tierra”.
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