La mañana del jueves 24 de octubre de 1929, la policía de Nueva York recibió el aviso de que una multitud se había congregado ante el edificio de la Bolsa de la ciudad. Un destacamento se presentó en el lugar preparado para controlar a lo que esperaban serían unos agitadores. Pero lo que se encontraron fue un grupo cuya actitud no era agresiva. Por el contrario, sus rostros, como afirmaría The Saturday Evening Post, denotaban "una especie de horrorizada incredulidad". La explicación a aquella concentración se encontraba en la catastrófica evolución que aquel día sufrían las cotizaciones de los valores bursátiles.
A medida que las noticias de la quiebra se esparcían por el distrito financiero de Nueva York, en las calles que rodean la Bolsa se agolpaban aterrorizados inversores. Corredores de bolsa y especuladores, incapaces de hacer frente a la bancarrota, se suicidaron. Pronto acudieron a la escena los noticiarios de cine. Una inversora se tiró desde el tejado del Equitable Building, de 40 pisos. Dos hombres que tenían una cuenta bancaria conjunta saltaron cogidos de la mano desde la ventana del décimo piso de un hotel. Otros sufrieron ataques cardíacos cuando la cinta telegráfica les reveló la trágica realidad. Dos importantes banqueros de Nueva York, James Riordan y Jesse Livermore se mataron cuando se derrumbó la bolsa y sus vastas fortunas se desvanecieron en unas horas. Riordan se pegó un tiro en su residencia de la ciudad: sus últimas palabras dirigidas a su mayordomo, fueron: "¿Qué será de mis hijas?" Livermore se disparó un tiro en la cabeza en el lavabo del elegante hotel Sherry-Netherlands. Dejó una nota en letras mayúsculas que decía: "Mi vida ha sido un fracaso".
A medida que las noticias de la quiebra se esparcían por el distrito financiero de Nueva York, en las calles que rodean la Bolsa se agolpaban aterrorizados inversores. Corredores de bolsa y especuladores, incapaces de hacer frente a la bancarrota, se suicidaron. Pronto acudieron a la escena los noticiarios de cine. Una inversora se tiró desde el tejado del Equitable Building, de 40 pisos. Dos hombres que tenían una cuenta bancaria conjunta saltaron cogidos de la mano desde la ventana del décimo piso de un hotel. Otros sufrieron ataques cardíacos cuando la cinta telegráfica les reveló la trágica realidad. Dos importantes banqueros de Nueva York, James Riordan y Jesse Livermore se mataron cuando se derrumbó la bolsa y sus vastas fortunas se desvanecieron en unas horas. Riordan se pegó un tiro en su residencia de la ciudad: sus últimas palabras dirigidas a su mayordomo, fueron: "¿Qué será de mis hijas?" Livermore se disparó un tiro en la cabeza en el lavabo del elegante hotel Sherry-Netherlands. Dejó una nota en letras mayúsculas que decía: "Mi vida ha sido un fracaso".
Aquel jueves, conocido para la historia como "Jueves Negro", las operaciones del día en la bolsa de Nueva York, el mayor mercado del mundo, habían comenzado como de costumbre. Pero los corredores estaban nerviosos. Las últimas semanas se habían registrado violentos vaivenes, tanto en los precios como entre el optimismo y el temor. Durante el decenio de 1929, los estadounidenses se habían entregado a gastos desmedidos, tanto en bienes de consumo como en títulos de bolsa: había crédito abundante para una amplia gama de compras. La orgía especulativa sobre los títulos estaba financiada en gran parte por los préstamos de los corredores, y todo el mundo estaba seguro de que los valores, siempre en alza, garantizaban sus inversiones.
Pero al acercarse el final del decenio, estaba claro que habría de pagarse un precio muy caro. A mediados de octubre de 1929, los precios habían caído tan drásticamente que millares de accionistas -cuyas "fortunas" existían sólo sobre el papel- se vieron obligados a vender sus valores, lo que, a su vez, alimentó una ulterior espiral descendente en los precios. Ya para entonces había voces que avisaban de la catástrofe. Roger W.Babson, asesor financiero de una de las firmas inversoras en el mercado, había anunciado que podía ser inminente una caída en las cotizaciones.
Fue el viernes 18 de octubre cuando sonó la alarma, al perder en la sesión de la Bolsa siete puntos los índices industriales recogidos en el Times. Al día siguiente, éstos registraron un retroceso de doce enteros y la cifra de operaciones alcanzó cotas extraordinarias. Para el inversionista medio, sin embargo, los hechos no eran todavía en aquellos días motivo de preocupación. Su confianza en el sistema parecía no tener límites, hasta el punto de que fue entonces cuando apareció el concepto de "sostén organizado". En efecto, se suponía que los hombres más poderosos de los negocios, los que tenían mayor interés en mantener los precios de los valores a un nivel razonable, intervendrían en el mercado.
Pero la semana siguiente iba a empezar con malos augurios. El lunes las ventas fueron muy elevadas, y la incertidumbre se adueñó de todos. La jornada del martes supuso cierto alivio al registrarse algunas ganancias. C.E.Mitchell, del National City Bank, se apresuró a declarar que la situación era fundamentalmente sana, pero Babson repitió sus pronósticos pesimistas y recomendó vender títulos y comprar oro. Y no se equivocaba. El miércoles volvieron a bajar los precios y el índice de valores industriales del Times reflejó una caída de 415 a 384. Negros presagios.
El jueves, el "Jueves Negro", los hechos dieron la razón a los pesimistas. Un frenesí de ventas se apoderó de los aterrorizados inversores y arrasó los cimientos del mercado de valores de Estados Unidos. A las 11 de la mañana, una hora después de la apertura, el pánico se había adueñado del mercado. Los inversores que habían comprado acciones de compañías que se les había asegurado eran florecientes y en expansión daban instrucciones a sus corredores para que vendieran... a cualquier precio, y a veces virtualmente por nada. La mañana en que estalló la burbuja, inversores que tenían fortunas en papel vieron sus finanzas barridas a mayor velocidad que la de las cintas telegráficas portadoras de las malas noticias. En la Bolsa se declaró una pugna enloquecida por vender. Los corredores palidecían conmocionados y algunos corrían gritando como locos mientras aumentaban la incertidumbre y el temor. Por lo indigno de aquel caos, las autoridades cerraron la galería de visitantes.
Hacia el mediodía, parecía que lo peor del pánico había pasado y se había emprendido una operación de rescate. Un grupo de cinco destacados banqueros y financieros acordaron aunar recursos del orden de 20-30 millones de dólares para comprar paquetes de títulos. Admitieron que se había producido "un cierto apresuramiento en las ventas", pero que habían decidido resolver el desequilibrio y enderezar el mercado. La noticia actuó como un bálsamo milagroso y los precios se afianzaron.
Una hora después, a la una y media, apareció en la sala Richard Whitney, el afable y seguro presidente de la bolsa. Abriéndose paso entre la multitud que se agolpaba ante las máquinas telegráficas, se encaminó al punto en el que se estaban vendiendo acciones de U.S.Steel. Pidió 10.000 acciones a un precio superior al que se pedía; visitó otros 20 corros comprando también grandes cantidades de acciones. En unos minutos había gastado 20 millones del dinero de los banqueros.
Pero el efecto fue corto. Como las máquinas telegráficas no podían aún mantenerse a la altura de la infinidad de transacciones, continuaron lanzando noticias sombrías incluso después de que el mercado se recuperara en respuesta al dramático intento. Esto, a su vez, provocó más ventas frenéticas de acciones. Los agentes, con las órdenes de venta y las cintas telegráficas hasta la rodilla, intentaron desesperadamente calcular cuánto estaban perdiendo sus clientes minuto a minuto. Las operaciones se cerraron, como era habitual, a las 3 de la tarde, pero horas después aún había luces en las ventanas de las oficinas mientras los empleados luchaban para poner orden en las transacciones.
Según la cuenta final, aquel día se vendieron 12.894.650 títulos a precios cada vez más bajos, comparados con el promedio diario de 4 millones del mes anterior. Hubo muchas operaciones el viernes y el sábado, días durante los cuales los precios se mantuvieron bastante firmes. El domingo, los periódicos declararon que lo peor de la caída había pasado y que la actividad económica se recuperaría la semana siguiente. El lunes, sin embargo, los títulos comenzaron a caer y los banqueros se reunieron de nuevo para estudiar la forma de romper el compromiso tomado el jueves.
El martes -el "Martes Aterrador"- se hizo evidente que lo peor estaba aún por llegar: aquel día se negociaron 16,5 millones de títulos antes de que se desplomara el fondo del mercado. No quedaba nadie a quien vender acciones: 14.000 millones de dólares en papel se habían esfumado en un solo día. En cierto momento, un botones de la Bolsa ofreció 1 dólar por un paquete de acciones que seis días antes había valido 100.000 dólares... y se lo dieron. El mercado estaba sin ningún control. El índice industrial del Times señaló una pérdida de 43 puntos, lo que significaba que en seis días se habían perdido las ganancias de más de año y medio. Durante este día los banqueros se reunieron en dos ocasiones, pero sus intenciones no eran las de sostener el mercado, sino todo lo contrario: el "pool" (acuerdo para mancomunar intereses) de los banqueros estaba vendiendo. Se había llegado a la conclusión de que algo marchaba mal en la economía, que los problemas no eran técnicos ni de ajuste, que algo tenía que cambiar.
Y "algo" había cambiado: la Gran Depresión había comenzado. Cuatro años más tarde, el producto nacional neto norteamericano a precios constantes era un 50% inferior al de 1929 y el desempleo afectaba al 25% de la población activa, mientras que la renta per cápita (cifra obtenida de dividir la Renta Nacional de un país entre el número de habitantes) era igual a la de 1908. Se había retrocedido cinco años.
ORIGENES DE LA CRISIS
El "Crack" de la Bolsa de Nueva York cogió desprevenidos a europeos y americanos, que no esperaban que la crisis fuera a producirse. Hoy, sin embargo, aun estando lejos de saber exactamente las causas de la Gran Depresión, podemos afirmar que existían determinados factores que la hacían posible, e incluso bastante probable.
La I Guerra Mundial fue la causa de que se rompiera el equilibrio económico del que se venía disfrutando. Hasta entonces, el sistema monetario se había basado en la convertibilidad de las monedas en oro, convertibilidad que quedó suprimida durante la contienda. Cuando, al finalizar ésta, los países intentaron volver a la situación anterior, el panorama económico había cambiado sustancialmente: las monedas de los países vencidos habían sufrido una profunda depreciación, y otro tanto ocurrió con las de algunos de los vencedores tras la ruptura, en 1919, de la solidaridad financiera establecida entre ellos. El desconcierto se vio incrementado por el vasto movimiento especulativo de quienes se dedicaron a comprar monedas depreciadas a la espera de que, vuelta la normalidad, recuperasen su paridad anterior (es decir, la cantidad de oro que se podía comprar con ellas inicialmente). Sin embargo, tal esperanza se vería pronto frustrada, pues Europa se encontraba empobrecida y el centro de la actividad económica se había trasladado de Londres a Nueva York.
A diferencia de Europa, Estados Unidos salió de la guerra más fuerte que nunca. Sólo en términos económicos, había pasado de ser deudor a acreedor, se había hecho con nuevos mercados en su país y en el extranjero a costa de los productores europeos, y había establecido una balanza comercial sumamente favorable. Con sus numerosos mercados, la creciente población y el rápido avance tecnológico, parecía haber encontrado la clave para la prosperidad perpetua.
Con esta situación se llega a 1921, año en el que se registra la primera crisis internacional: aparece el fantasma del paro y los precios sufren bruscos descensos. Esta crisis afectó muy duramente al Reino Unido pero en Estados Unidos la fluctuación fue menos severa y durante casi una década su creciente economía no hizo sino mejorar. Los críticos sociales que insistían en las vergonzosas condiciones de los barrios bajos urbanos y rurales o que hacían notar que la nueva prosperidad era compartida de forma muy desigual por las clases medias urbanas, por una parte, y los obreros y agricultores por otra, fueron rechazados por aquéllas como chiflados que no compartían el sueño americano. Para ellas la "nueva era" había llegado.
El "crack" bursátil de 1929 no fue la causa de la recesión, sino un síntoma. El orígen de ésta había ido fraguándose, inadvertidamente, en diferentes escenarios:
1) Por un lado, la política deflacionista seguida por los países desarrollados para frenar el crecimiento de su oferta monetaria, hinchada por el alto volumen de los créditos concedidos para financiar sus exportaciones. Posteriormente, apareció un fenómeno totalmente nuevo: la brusca depreciación de las monedas, algunas de las cuales, como el marco alemán, la corona austriaca y el rublo ruso, pierden todo su valor y dejan de servir como instrumento de cambio. Los países no podían hacer frente a las cargas heredadas de la guerra con una producción todavía desorganizada, y cubrían sus gastos mediante préstamos del respectivo Banco Central, es decir, fabricando billetes.
2) En medio de estos desajustes, se convoca en abril de 1922, la conferencia de Génova, cuyo objetivo era exclusivamente económico: volver a la estabilidad. Pero los intereses de los países convocados eran, en gran medida, opuestos, y los resultados no fueron del todo satisfactorios. No obstante, todos ellos hicieron esfuerzos para lograr la estabilización de sus monedas, introduciendo, entre otras medidas y como novedad importante, la posibilidad de que aquéllas fueran respaldadas mediante el "patrón cambios-oro" (cuando un país adopta la medida de no obligar a su banco central a convertir su moneda en oro, sino en cualquier otra divisa que sea convertible en oro, según paridades fijas), con lo que hacia 1927 se logró restablecer, aunque de forma muy inestable, el deseado equilibrio económico.
Sin embargo, la inestabilidad era demasiado fuerte. La mayoría de los países estaban cubriendo sus déficits exteriores mediante préstamos del Reino Unido y sobre todo de Estados Unidos, con lo que quedaban ocultos sus problemas internos. Bastó una elevación de los tipos de interés por parte de estos últimos en 1928 para que se pusiera de manifiesto la debilidad del panorama económico internacional y su dependencia de la economía norteamericana.
3) Pero, a su vez, en los Estados Unidos se había ido acumulando una serie de factores, propios de la fase ascendente del ciclo, que fácilmente podían desembocar en una depresión. Durante el período de prosperidad iniciado en la posguerra, salvo el paréntesis de 1921, el volumen de inversión fue elevadísimo. A ello había contribuido la alta tasa de ganancias, debida a fuertes incrementos de la productividad y a lo moderado de las alzas salariales. En consecuencia, la producción industrial acabó excediendo la capacidad de demanda (había más productos en el mercado que compradores dispuestos a adquirirlos), de forma que hacia 1928 las posibilidades de inversión rentable, ante la ausencia de un consumo creciente, se habían agotado y muchos capitales, en lugar de dirigirse a la creación de nuevas empresas y negocios, se dirigieron hacia la Bolsa. En el verano de 1928, los bancos e inversores norteamericanos comenzaron a restringir la compra de obligaciones alemanas y de otros países para invertir sus fondos a través de la Bolsa de Nueva York, que empezó consecuentemente a subir de forma espectacular. Durante el alza especulativa del "gran mercado alcista" muchas personas con ingresos modestos se vieron tentadas de comprar acciones a crédito.
Meses antes del hundimiento de Wall Street, Estados Unidos se había entregado a un delirio de compra de valores. En todo el país surgían oficinas de corredores de bolsa que a diario se llenaban de hombres y mujeres ansiosos de beneficios. La "compra marginal" permitía a trabajadores corrientes adquirir valores a crédito. El comprador entregaba sólo una pequeña parte del coste, el 10% por ejemplo: era el "margen"; el resto del coste se pagaba pidiendo un préstamo a un corredor, quien conservaba los valores como garantía. Cuando subía el precio de las acciones, el comprador las vendía, pagaba al corredor y se embolsaba el beneficio.
La fiebre de beneficios rápidos afectó tanto a los que ya eran ricos como a cuantos soñaban con serlo. Para satisfacer la demanda de últimas noticias financieras, los hoteles instalaron en sus vestíbulos máquinas telegráficas de cinta perforada que comunicaban las cotizaciones. El transatlántico Ile de France zarpó de Nueva York para Europa plenamente equipado con máquinas de cinta y con oficina de corretaje. El mercado de valores alcanzó cifras sin precedentes de operaciones.
Como hemos visto, en octubre de 1929, la confianza comenzó a desmoronarse. Al tiempo que los precios de los valores se hundían, los compradores que habían comprado "con margen" no sólo vieron cómo su propia cartera bajaba de valor, sino que sufrieron las presiones de los corredores que deseaban más "margen" para proteger el dinero que habían prestado. Los vendedores de valores superaron con mucho el número de los compradores y millares de personas sin dinero se vieron forzadas a malvender sus inversiones.
Sin embargo, la inestabilidad era demasiado fuerte. La mayoría de los países estaban cubriendo sus déficits exteriores mediante préstamos del Reino Unido y sobre todo de Estados Unidos, con lo que quedaban ocultos sus problemas internos. Bastó una elevación de los tipos de interés por parte de estos últimos en 1928 para que se pusiera de manifiesto la debilidad del panorama económico internacional y su dependencia de la economía norteamericana.
3) Pero, a su vez, en los Estados Unidos se había ido acumulando una serie de factores, propios de la fase ascendente del ciclo, que fácilmente podían desembocar en una depresión. Durante el período de prosperidad iniciado en la posguerra, salvo el paréntesis de 1921, el volumen de inversión fue elevadísimo. A ello había contribuido la alta tasa de ganancias, debida a fuertes incrementos de la productividad y a lo moderado de las alzas salariales. En consecuencia, la producción industrial acabó excediendo la capacidad de demanda (había más productos en el mercado que compradores dispuestos a adquirirlos), de forma que hacia 1928 las posibilidades de inversión rentable, ante la ausencia de un consumo creciente, se habían agotado y muchos capitales, en lugar de dirigirse a la creación de nuevas empresas y negocios, se dirigieron hacia la Bolsa. En el verano de 1928, los bancos e inversores norteamericanos comenzaron a restringir la compra de obligaciones alemanas y de otros países para invertir sus fondos a través de la Bolsa de Nueva York, que empezó consecuentemente a subir de forma espectacular. Durante el alza especulativa del "gran mercado alcista" muchas personas con ingresos modestos se vieron tentadas de comprar acciones a crédito.
Meses antes del hundimiento de Wall Street, Estados Unidos se había entregado a un delirio de compra de valores. En todo el país surgían oficinas de corredores de bolsa que a diario se llenaban de hombres y mujeres ansiosos de beneficios. La "compra marginal" permitía a trabajadores corrientes adquirir valores a crédito. El comprador entregaba sólo una pequeña parte del coste, el 10% por ejemplo: era el "margen"; el resto del coste se pagaba pidiendo un préstamo a un corredor, quien conservaba los valores como garantía. Cuando subía el precio de las acciones, el comprador las vendía, pagaba al corredor y se embolsaba el beneficio.
La fiebre de beneficios rápidos afectó tanto a los que ya eran ricos como a cuantos soñaban con serlo. Para satisfacer la demanda de últimas noticias financieras, los hoteles instalaron en sus vestíbulos máquinas telegráficas de cinta perforada que comunicaban las cotizaciones. El transatlántico Ile de France zarpó de Nueva York para Europa plenamente equipado con máquinas de cinta y con oficina de corretaje. El mercado de valores alcanzó cifras sin precedentes de operaciones.
Como hemos visto, en octubre de 1929, la confianza comenzó a desmoronarse. Al tiempo que los precios de los valores se hundían, los compradores que habían comprado "con margen" no sólo vieron cómo su propia cartera bajaba de valor, sino que sufrieron las presiones de los corredores que deseaban más "margen" para proteger el dinero que habían prestado. Los vendedores de valores superaron con mucho el número de los compradores y millares de personas sin dinero se vieron forzadas a malvender sus inversiones.
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