span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} saber si ocupa lugar: El palito de los relojes de sol

viernes, 24 de abril de 2009

El palito de los relojes de sol


El palito o gnomon es la parte del reloj de sol que proyecta la sombra. Es una palabra griega que significa "indicador", "el que discierne", o "el que revela". El extremo que proyecta la sombra apunta al norte y es paralelo al eje de rotación de la tierra, esto es, se inclina sobre la horizontal en un ángulo que iguala la latitud del punto en el que se localiza el reloj de sol. En algunos relojes de sol el gnomon es vertical, aunque esto corresponde a la antiguedad, donde lo que se hacía era observar la altitud del sol a lo largo del día.

Nuestros antepasados ignoraban nuestras 24 horas iguales –sin las que casi somos incapaces de decir algo de los días (o de pensar en ellos)- tanto, al menos, como ignoraban cualquier otro de nuestros descubrimientos astronómicos. Al contrario que éstos, nuestras horas son divisiones imaginarias del tiempo que sólo son reales en nuestras cabezas. Salvo los astrónomos, a nadie se le ocurrió dividir el día en 24 partes iguales hasta pasados casi tres milenios de que se construyese el primer y burdo instrumento que troceaba el día.


Intentemos por un momento borrar de nuestra mente esas horas iguales y preguntarnos qué tendríamos si no existiesen los relojes. Tendríamos, sencillamente, dos grandes reinos de luz y oscuridad alternándose. Para la humanidad primitiva la noche y el día eran fenómenos fundamentalmente diferentes, que no se fundían en una sola unidad. Aún hoy, muy pocos lenguajes tienen una palabra específica para esta unidad temporal, la más importante de todas; en castellano hacemos referencia con la palabra día tanto al período día/noche íntegro como a la parte iluminada por el Sol. Hace falta una cierta abstracción para ver la noche y el día como una sola unidad en vez de cómo dos reinos opuestos. Los primeros intentos de medir el tiempo no tomaban la unidad día-noche entera, sino que solían llevar la cuenta de las repeticiones de algún suceso que fuera fácilmente reconocible dentro de la unidad, el amanecer, por ejemplo, o la puesta de sol. Encontramos esta forma de contar en las obras de Homero: “Es la duodécima aurora desde que llegué a Ilión”. Tanto la Ilíada como la Odisea nos dan una idea de cómo se medía el tiempo en un mundo sin relojes.

El Sol era un reloj, el único que necesitaban los guerreros de Homero o los campesinos y primeros habitantes urbanos de su mundo. Existe una razón por la que el calendario, con su año, mes y semana, se desarrollase mucho antes que el reloj, con sus unidades de tiempo mucho menores. En concreto, una vez los hombres dejaron sólo de cazar y recoger y empezaron a cultivar y criar, tuvieron la necesidad de que hubiera una forma de seguir las estaciones y de saber cuándo había que plantar las cosechas y trasladar los rebaños, pero no la de contar las horas del día.

No obstante, el Sol siempre estuvo ahí, siempre proyectando sombras, y es seguro que se le usó durante milenios como indicador informal del momento del día antes de que se inventase un artilugio que diese la hora. Al menos en los climas soleados, esta mina de oro para la medición del tiempo estaba por todas partes –a los pies de todo lo que se levantara, persona, planta, animal o edificio-, un regalo de la geometría de nuestro sistema solar que por entonces no era todavía de utilidad para el hombre.

Durante siglos sólo se midieron las horas de sol; las de la noche eran inútiles para toda actividad y no había, pues, razón alguna para intentar contarlas. Con nuestro mundo nocturno iluminado eléctricamente, nos es casi imposible recordar qué oscurísima es la noche cuando no hay alumbrado. Nada más que con la luna llena y los fuegos, luego las velas, para poner una mínima claridad en las tinieblas, la noche no era sólo un tiempo de reposo, era temible y no servía más que para dormir.





Empecemos, pues, con la parte del día a la que llega la luz del Sol, y fijémonos en los primeros intentos de dividir, dentro de esa parte, el tiempo. En lo que tenga que ver con el Sol todos los indicios apuntan siempre a los egipcios, los primeros siempre, según parece, en tomar conciencia de las cosas. No sólo nos dieron el año solar, sino que en Egipto se han encontrado los primeros aparatos conocidos para medir la sombra del sol. El primer reloj de sol no era más que una estaca vertical clavada en el suelo (el gnomon), gracias a la cual se observaba en el suelo la sombra que iba creando el Sol. Con una estaca así se ve que la sombra cambia tanto en dirección como en longitud a lo largo del día. Todos nos hemos dado cuenta de que las sombras se alargan al caer la tarde y por la mañana temprano ocurre el mismo fenómeno. Y las sombras, claro está, caen hacia el oeste por la mañana, cuando el Sol está en el este, y giran hacia el este a lo largo de la tarde, cuando el Sol ha cruzado a la parte occidental del cielo.

No sabemos hasta qué punto se necesitaba una mayor precisión al contar el tiempo en el segundo milenio a.C., pero sí que las ciudades y el comercio estaban ya bien establecidos por entonces. Un conocimiento más sólido de la hora debió de facilitar, sin duda, las formas de vida más complejas que aquéllas y éste trajeron consigo. Fuese un invento espontáneo o una respuesta buscada con empeño a una necesidad práctica, lo cierto es que alguien encontró la manera de mejorar el primitivo gnomon, calibrando los cambios de las sombras que proyectaba. En Egipto se encontró un reloj de sol así, datado en el 1.500 a.C. aproximadamente, del reinado de Tutmosis III. Por la mañana se ponía la T erguida mirando al este, y de esa forma la sombra caía sobre la barra horizontal. A mediodía se giraba el instrumento para que la T mirase al oeste y siguiese arrojando sombra sobre la barra calibrada hasta que el Sol se pusiera. Espaciando más las rayas calibradas cuanto más lejos estuviese la hora del mediodía, este primer “reloj” solventaba el problema de que las sombras correspondientes vayan siendo más largas y podía dividir el día en doce partes aproximadamente iguales.

Esa es la diferencia más importante entre el antiguo reloj solar y la forma que tenemos ahora de medir el tiempo. Doce partes iguales del día es algo completamente diferente a doce de nuestras horas iguales de sesenta minutos cada una. Nuestras horas son iguales a lo largo de todo el año, mientras que en el viejo reloj de sol lo único que “igual” significaba era que, dentro de un día, sus horas solares eran iguales, pero, claro está, las de un día del verano eran mucho más largas que las de uno del invierno. Excepto en el ecuador, no hay dos días en el año que tengan el mismo tiempo de luz solar; por eso a las horas de los relojes de sol se las llama temporales. Piense en las cinco de la tarde, un día laboral: viviendo en la latitud de Madrid, en invierno será ya de noche; en verano, en cambio, hará un sol espléndido, pero en un caso y en el otro serán las 5:00 p.m. Si hubiéramos vivido donde fuera, cuando fuese, pero antes de hace unos setecientos años, no hubiese sido así. Si las horas de sol se dividiesen en doce partes iguales, las cinco de la tarde caerían en invierno ya en el reino de la noche, y antes de que se inventaran los aparatos que miden el tiempo sin tener que echar mano del Sol no se habrían contado en absoluto. La duodécima hora de luz solar acabaría alrededor de las 4:30 p.m. En el verano, las cinco de la tarde correspondían sólo, más o menos, a la novena de las doce largas horas de sol. Nos cuesta imaginar esto y, sin embargo, desde que empezó a haber relojes de algún tipo, puede que ya en el segundo milenio a.C., somos nosotros la excepción, no la regla.

Se han encontrado en Egipto los primeros restos de relojes de sol semejantes a los que nos resultan más familiares; son de alrededor del 1.300 a.C. Como los nuestros, éstos medían el tiempo sólo por la dirección de la sombra del Sol, no por su longitud. Se inventaron muchas variantes, sobre todo en los cinco siglos que precedieron a la era cristiana; no sólo los egipcios, sino los griegos y los caldeos hicieron muchas innovaciones. Para afrontar que las horas diurnas y el camino del Sol por el cielo (y por lo tanto la sombra que crea) varían a lo largo del año, se diseñaron los relojes de forma que pudiesen dar la hora correcta (es decir, la correcta doceava parte de la parte del día alumbrada por el Sol) en la estación que fuera, o incluso en un mes determinado. Además de con el cuadrante plano que nos es tan conocido, se construyeron relojes de sol con forma de hemisferio cóncavo, de cono, cubo, columna, anillo y tableta abierta, por citar sólo unos cuantos. Los mesopotámicos desarrollaron una variante en la que la sombra se proyectaba en el interior de una semiesfera hueca. Este invento, llamado por lo común polo, gozó de mucho auge en Grecia, donde llegó en el siglo VI a. de C

Ya en el mundo romano del primer siglo a.C. Vitrubio da cuenta de la existencia de trece tipos distintos, y la variedad era tanto de tamaños como de estilos. César Augusto levantó en el 10 a.C. un gigantesco reloj de sol en el Campo de Marte: un enorme obelisco hacía de gnomon, y de cuadrante el pavimento a su alrededor, en el que se habían instalado unas líneas de bronce que marcaban las horas. Por entonces también, los romanos acomodados llevaban consigo relojes personales, de sol, muy pequeños, de poco más de un par de centímetros de diámetro.

No obstante, los romanos habían tardado en ver que era necesario descomponer el tiempo en horas. Los griegos tenían ya relojes de sol al menos un par de siglos antes de que llegasen al mundo romano. En realidad, fueron un elemento más de la vida en Atenas y en otras ciudades griegas desde el siglo V a.C. en adelante, y los astrónomos griegos, como los romanos, comprendieron que había que hacer los relojes de sol a la medida de la latitud de la ciudad donde se usasen. El erudito romano Plinio el Viejo nos cuenta que no hubo en Roma un reloj de sol hasta el 264 a.C. Era un bello ejemplar procedente de la siciliana Catania, traído como botín de la primera guerra púnica. Este reloj de sol dio a los romanos la hora, incorrectamente, durante un siglo, hasta que en el 164 a.C. el censor Marcio Filipo ofreció a Roma el primer reloj de sol adaptado a su latitud. Al contrario que la norma universal del tiempo a la que estamos acostumbrados, los antiguos relojes de sol daban una hora exclusivamente local.
Es evidente que pese al estudio científico que hicieron los inventores de los diversos tipos de relojes de sol, y pese a que los hubiera públicos en Roma, el mundo cotidiano de los romanos, en lo que se refería al tiempo, no podía ser más diferente del nuestro. Si un día en nuestro mundo controlado por la ubicua y abrumadora precisión de los relojes de pulsera de cada uno, inflexiblemente ligados a unos horarios públicos, habría creído que había ido a parar a Marte. Pese al tamaño y complejidad de la ciudad, la vida en Roma seguía siendo rural, por el estilo y por el ritmo. No hay indicios de que la posesión de relojes de sol llegase más allá de los ricos, o de que la atención que les prestase el resto de la población consistiera en algo más que un vistazo cuando diese la casualidad de que estuviesen cerca de uno público (y eso si el día era soleado). Los relojes de sol no eran los relojes del mundo antiguo.

El día romano empezaba exactamente como en el campo: al amanecer. Así pues, era el Sol mismo el que despertaba a los romanos, como a los guerreros de Homero casi mil años antes. Antes de que el reloj de sol aportase a Roma por fin el concepto de las horas, en el siglo III a.C., el Sol bastaba y sobraba para marcar el único hito del día romano: el momento en que cruzaba el meridiano, el mediodía. Un pregonero anunciaba en el Foro cuándo el Sol alcanzaba su punto más alto en el cielo; esta señal que marcaba un cambio en el día era importante en especial para los abogados, que tenían que presentarse ante el tribunal antes de mediodía para validar sus alegatos. La llegada del reloj de sol no hizo, ciertamente, que la gente pasase de golpe de esta percepción tan informal del tiempo a una que se pareciera más a la nuestra.

No obstante, los relojes de sol no dejaron de contar sus horas temporales durante los mil quinientos años siguientes. La forma en que expresaban el paso del tiempo prevaleció a lo largo del periodo romano tardío, del principio de la era cristiana y hasta del siglo XIV. Durante esos largos siglos casi todas las mejoras importantes del reloj de sol se debieron a los árabes, que habían conocido los relojes de sol gracias a la escuela alejandrina griega del siglo II d.C. y cuyas innovaciones pasarían a la cultura europea de la Edad Media. Sólo en el Renacimiento –y para satisfacer las necesidades de una máquina en la que el mundo antiguo no había ni soñado- resurgiría por última vez el reloj de sol.

No hay comentarios: