Ha pasado a la Historia como la cruzada torcida, la que no vio ni un solo combate entre cristianos y sarracenos, la que se desvió de su ruta y cuyo destino final fue la fragmentación del Imperio Bizantino.
En noviembre de 1199, el conde Tibaldo de Champagne invitó a sus amigos y vecinos a un torneo en su castillo de Ecri, sobre el Aisne. Terminadas las justas, la conversación entre los señores recayó sobre el tema de la necesidad de una nueva Cruzada. Era un asunto que afectaba poderosamente al conde, pues era sobrino de Ricardo Corazón de León y de Felipe Augusto y hermano del conde Enrique, que había reinado en Palestina. Por sugerencia suya, un predicador itinerante, Fulko de Neuilly, fue llamado para hablar a los huéspedes. Encandilados por su elocuencia, todos hicieron voto de abrazar la Cruz, y un mensajero partió para referir al Papa la piadosa decisión.
Inocencio III llevaba en el trono papal algo más de un año. Tenía una apasionada ambición por establecer la autoridad trascendente de la Santa Sede, pero a la vez era prudente, perspicaz y de ideas claras, un jurista que deseaba una base legal para sus pretensiones y un político dispuesto a utilizar siempre el instrumento que tuviera más a mano. Estaba preocupado por la situación de Oriente. Uno de sus primeros actos fue expresar públicamente el deseo de una nueva Cruzada, y en 1199 escribió al patriarca Aymar de Jerusalén para pedirle un informe detallado del reino franco.
La experiencia había probado que los reyes y los emperadores no eran plenamente deseables en expediciones cruzadas. La única cruzada concluida con pleno éxito fue la primera, en la que no tomó parte ninguna testa coronada. Una cruzada de barones más o menos homogéneos de raza evitaría las rivalidades entre reyes y naciones, que tanto habían perjudicado a la Segunda y Tercera Cruzadas. Las envidias que surgieran serían insignificantes y fácilmente dominadas por un enérgico representante papal. Inocencio recibió, por tanto, con cálido entusiasmo las noticias de la Champaña.
En aquel momento, Ricardo de Inglaterra había muerto (marzo de 1199) y su hermano Juan y su sobrino Arturo estaban disputándose la herencia, con el rey de Francia tomando parte activa en la querella. Con los reyes de Francia e Inglaterra ocupados, Alemania absorbida por una guerra civil y la autoridad papal restablecida en la Italia del sur, Inocencio podía proceder confiadamente a la predicación de su Cruzada. Como paso preliminar entabló negociaciones con el emperador bizantino Alejo III sobre la unión de las Iglesias.
En Francia, el agente principal del Papa como predicador fue el ya mencionado Fulko de Neuilly, que había procurado hacía tiempo promover una Cruzada. Era célebre por su falta de miedo ante los príncipes, como cuando ordenó al rey Ricardo que abandonara su soberbia, su avaricia y su codicia. A petición del Papa, recorrió el país persuadiendo a la gente campesina para seguir a sus señores a la guerra santa. En Alemania, los sermones del abad Martín de Pairis eran casi tan estimulantes, aunque allí los nobles estaban demasiado enfrascados en la guerra civil como para poder prestarle mucha atención. Pero ni Fulko ni Martín despertaron el mismo entusiasmo que los predicadores de la Primera Cruzada.
El reclutamiento fue más ordenado y en lo principal quedó circunscrito a los que dependían de los barones que ya habían tomado la Cruz, y muchos de estos barones lo hicieron menos por piedad que por un deseo de adquirir nuevas tierras, lejos de la actividad disciplinaria del rey Felipe Augusto. Tibaldo de Champagne fue aceptado por todos como líder del movimiento. Con él estaban Balduino IX de Hainault, conde de Flandes, y su hermano Enrique; Luis, conde de Blois, Godofredo de Villehardouin, y muchos señores menores de la Francia del Norte y de los Países Bajos.
La expedición no pudo organizarse con rapidez. El primer problema fue encontrar barcos para trasladarse a Oriente, ya que con la decadencia de Bizancio, la ruta terrestre por los Balcanes y Anatolia ya no era practicable. Pero ninguno de los cruzados tenía una flota a su disposición, excepto el conde de Flandes, y este y su flota navegaron por su cuenta a Palestina. Después, había el problema de la estrategia general: dónde desembarcar y qué objetivos establecer.
Mientras tanto, Isaac II, emperador de Constantinopla, perdió el trono. Sus funcionarios eran corruptos e incontrolables y él mismo era mucho más extravagante de lo que su empobrecido Imperio podía permitirse. Había perdido terreno en los Balcanes ante los valaquios-búlgaros y en Anatolia ante los turcos. Vendió más y más concesiones comerciales a los italianos para tener fresca la tesorería. La falta de tacto en el pródigo esplendor de la su boda enfureció a los súbditos, abrumados de impuestos. Su propia familia empezó a abandonarle y en 1195 su hermano Alejo maquinó una conspiración palaciega que triunfó. Isaac fue cegado y arrojado a prisión junto a su hijo, el joven Alejo.
El nuevo emperador, Alejo III, era poco menos inútil que su hermano. Demostró alguna actividad diplomática, tratando de reconquistar la amistad del papado con el ofrecimiento de conversaciones sobre la unión eclesiástica, y sus intrigas contribuyeron a mantener desunidos a los diferentes príncipes turcos. Pero los asuntos internos se dejaron en manos de su esposa Eufrosina, que era extravagante y se hallaba rodeada de servidores tan corruptos como su destronado cuñado.
A finales de 1201, el joven Alejo, hijo de Isaac, huyó de prisión en Constantinopla y se trasladó a la corte de su hermana en Alemania. Conoció allí al príncipe alemán Felipe de Suabia y a Bonifacio de Montferrato, que había sustituido a Tibaldo de Champagne a la muerte de éste como líder de la cruzada. Los tres celebraron consejo. Alejo deseaba obtener el trono de su padre. Felipe estaba dispuesto a ayudarle para convertir al Imperio bizantino en cliente del occidental. Bonifacio tenía el ejército cruzado a su disposición… ¿No sería una ventaja para la Cruzada si se detenía en su camino para poner en el trono de Constantinopla a un gobernante amigo?
Los cruzados habían estado buscando entretanto los medios para su viaje por mar. Se firmó un tratado con los venecianos: a cambio de 85.000 marcos de plata de Colonia, Venecia accedió a suministrar a la Cruzada, hacia el 28 de junio de 1202, transportes y vituallas durante un año para 4.500 caballeros y sus caballos, 9.000 escuderos y 20.000 infantes. Además, la República proporcionaría cincuenta galeras para escoltar la Cruzada, a condición de que Venecia recibiese la mitad de las conquistas.
Algunos cruzados veían el tratado con recelo e hicieron sus arreglos particulares para trasladar a su gente hasta Siria. Había también algún descontento entre los cruzados más humildes por la decisión de atacar Egipto. Se habían alistado para socorrer a Tierra Santa y no podían comprender que se tuviera que ir a otra parte. Su descontento fue alentado sutilmente por los venecianos, que no tenían ninguna intención de ayudar a un ataque contra Egipto, con quien les unían buenas relaciones comerciales. En el mismo momento en que el gobierno veneciano estaba negociando con los cruzados sobre el transporte de sus fuerzas, los embajadores de aquél se hallaban en El Cairo proyectando un tratado comercial con el virrey del sultán, que firmó con ellos en la primavera de 1202, después de que los egipcios hubieran recibido seguridades del Dogo veneciano en el sentido de que no patrocinaría ninguna expedición contra Egipto.
No es seguro que los cruzados entendieran las sutilezas de la diplomacia veneciana. Pero si algunos de ellos sospechaban que se les engañaba, no había nada que hacer. Su tratado con Venecia los ponía enteramente en manos de ella, pues no pudieron conseguir los 85.000 marcos que habían prometido. Para junio de 1202, el ejército de 11.000 hombres estaba reunido, pero como el dinero no llegaba, la República no quiso proporcionar los barcos. Acampados en la pequeña isla de San Nicolás de Lido, acosados por los mercaderes venecianos con los que habían contraído deudas, amenazados de que sus suministros serían totalmente suprimidos a menos que entregaran el dinero, los cruzados estuvieron dispuestos hacia septiembre a aceptar cualesquiera condiciones que Venecia les pudiera ofrecer.
Algunas décadas antes había habido una guerra intermitente entre la República y el rey de Hungría a causa del dominio de Dalmacia, y la ciudad clave de Zara había pasado recientemente a manos húngaras. Los cruzados fueron informados de que la expedición podía partir y que el pago de la deuda se aplazaría si tomaban parte en una campaña preliminar para reconquistar Zara. El Papa, enterado del ofrecimiento y escandalizado, notificó enseguida la prohibición de aceptarlo. Pero, independientemente de lo que sintieran acerca de la moralidad del asunto, no tuvieron más remedio que conformarse.
El arreglo había sido hecho entre bastidores, por Bonifacio de Montferrato, que tenía pocos escrúpulos cristianos, y el Dogo de Venecia, Enrique Dandolo. Dandolo era muy anciano, pero la edad no había quebrantado su energía ni su ambición. Unos treinta años antes participó en una embajada a Constantinopla, donde se vio envuelto en una pendencia y perdió parcialmente la vista. Su amargura subsiguiente contra los bizantinos aumentó cuando, poco después de su elevación al dogaresado en 1193, tuvo alguna dificultad en conseguir una renovación, por parte del usurpador emperador Alejo III, de las favorables condiciones comerciales otorgadas por Isaac. Estaba, por tanto, dispuesto a discutir con Bonifacio los planes para una expedición contra Constantinopla. Pero de momento había que conservar la apariencia de la Cruzada. En cuanto el ataque contra Zara fue aprobado, se celebró una solemne ceremonia en San Marcos, donde el Dogo y sus principales consejeros abrazaron ostentosamente la Cruz.
La flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202, y llegó a la altura de Zara dos días después. Tras un furioso asalto, la ciudad capituló el día 15 y fue totalmente saqueada. Tres días después los venecianos y los cruzados llegaron a las manos a causa del reparto del botín, pero se restableció la paz. Luego, el Dogo y Bonifacio de Montferrato decidieron que el año estaba demasiado avanzado para aventurarse a salir hacia Oriente. La expedición se dispuso para invernar en Zara, mientras sus jefes proyectaban expediciones futuras.
Cuando llegó a Roma la noticia del saqueo de Zara, el papa Inocencio III quedó horrorizado. Era intolerable que, desafiando sus órdenes, una Cruzada fuese utilizada para atacar el territorio de un hijo tan fiel de la Iglesia. Excomulgó a toda la expedición. Después, dándose cuenta de que los mismos cruzados habían sido víctimas del engaño, les perdonó, aunque mantuvo la excomunión contra los venecianos. Dandolo seguía impertérrito.
A través de Bonifacio, estaba en contacto con Felipe de Suabia, un colega de excomunión, y a principios de 1203 llegó a Zara un mensajero de Alemania, de parte de aquél, comunicando un ofrecimiento definido de Alejo, el aspirante a emperador de Bizancio que había huido de prisión. Si la Cruzada continuaba hasta Constantinopla y colocaba en el trono imperial a Alejo, éste garantizaría el pago del dinero que los cruzados aún debían a los venecianos; les proporcionaría el dinero y las provisiones necesarias para la conquista de Egipto y contribuiría con un contingente de 10.000 hombres del ejército bizantino; pagaría el sostenimiento de quinientos caballeros que permaneciesen en Tierra Santa y aseguraría la sumisión de la Iglesia de Constantinopla a Roma. Bonifacio comunicó el asunto a Dandolo, que estaba encantado. Significaba que Venecia recibiría su dinero y que, al mismo tiempo, humillaría a los griegos, y que podría, además, ampliar y fortalecer sus privilegios comerciales por todo el Imperio Bizantino. El ataque contra Egipto se podría impedir fácilmente más adelante.
Cuando el proyecto fue expuesto a los cruzados, hubo algunos disidentes que creían que habían abrazado la Cruz para luchar contra los musulmanes y no veían justificación alguna para el retraso. Se separaron de la hueste y siguieron por mar a Siria. Otros, a pesar de sus protestas, se quedaron con el ejército; otros fueron acallados con oportunos sobornos venecianos. Pero el cruzado medio estaba hecho a la idea de considerar a Bizancio como traidor constante a la Cristiandad a lo largo de las guerras santas. Sería pues prudente y meritorio obligar al Imperio a la colaboración en este momento. Los hombres piadosos en el ejército estaban contentos de contribuir a una política que haría entrar en el redil a los griegos cismáticos. Los más apegados a las cosas del mundo pensaban en las riquezas de Constantinopla y sus prósperas provincias, y todas sus esperanzas se cifraban en el botín. Todo el resentimiento que Occidente había acumulado desde hacía tiempo contra la Cristiandad oriental facilitó la tarea de Dandolo y Bonifacio de inclinar a la opinión pública en apoyo de su proyecto.
La inquietud del Papa sobre la Cruzada no disminuyó cuando supo la decisión que se había tomado. Un plan tramado entre los venecianos y los amigos de Felipe de Suabia era poco probable que fuese admisible para la Iglesia. Además se había entrevistado con el joven Alejo y le parecía un muchacho sin valor. Pero era demasiado tarde para que pudiera hacer una protesta eficaz, y si el desvío pretendía asegurar realmente la ayuda bizantina contra el infiel y al mismo tiempo conseguir la unión de las Iglesias, estaría justificado. Se dio por satisfecho con la promulgación de una orden para que no fuese atacado ningún cristiano más, a menos que obstaculizara activamente la guerra santa. Habría sido más prudente, a la larga, que hubiese expresado, aunque en vano, su reprobación abierta y sin concesiones. A los bizantinos, siempre suspicaces de las intenciones papales e ignorantes de las complejidades de la política occidental, la tibieza de su condena les pareció una prueba de que era él el poder oculto en toda la intriga.
El 25 de abril, Alejo llegó a Zara procedente de Alemania, y pocos días después la expedición zarpó, deteniéndose algún tiempo en Durazzo, donde Alejo fue aceptado como emperador, y después en Corfú. Allí Alejo firmó solemnemente un tratado con sus aliados. La travesía prosiguió el 25 de mayo. La flota bordeó el Peloponeso y el 24 de junio llegaron ante la capital del Imperio.
El emperador Alejo III no hizo ningún preparativo para oponerse a su llegada. El ejército imperial nunca se había recobrado de desastres militares anteriores y, para colmo, se componía casi todo de mercenarios. Los regimientos francos eran evidentemente poco dignos de confianza en tal momento; los regimientos eslavos y pechenegos eran de fiar siempre que hubiese dinero contante y sonante para pagarles; la guardia varega, compuesta ahora principalmente por daneses e ingleses, era tradicionalmente leal a la persona del emperador, pero Alejo III no era un hombre que inspirase una gran lealtad personal. Era un usurpador que había ganado el trono no por méritos castrenses o políticos, sino debido a una mezquina conjura palaciega, y había demostrado ser poco apto para gobernar. No sólo desconfiaba de su ejército, sino también del ánimo general de sus súbditos. Le pareció más seguro no hacer nada. Constantinopla había pasado por muchas otras tormentas en los nueve siglos de su historia. Sin duda podría afrontar una más.
Después de atacar sin éxito Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, los cruzados desembarcaron en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Ocuparon la ciudad y pudieron romper la cadena en la entrada del Cuerno de Oro y llevar sus barcos al puerto. El joven Alejo les había inducido a creer que toda Bizancio se levantaría para recibirlos. Se sorprendieron al ver cerradas las puertas de la ciudad y a los soldados guarneciendo las murallas. Sus primeros intentos de asalto, realizados desde los barcos adosados contra las murallas a lo largo del Cuerno de Oro, fueron rechazados; pero después de un combate tenaz, el 17 de julio, Dandolo y los venecianos abrieron una brecha. Alejo III, tan sorprendido como los cruzados de hallar defendida su ciudad, estaba pensando ya en la fuga; había leído en la Biblia cómo huyó David ante Absalón y que vivió para recuperar su trono. Llevándose a su hija favorita y una bolsa de piedras preciosas, se deslizó por las murallas terrestres y se refugió en Mosynópolis, en Tracia.
Los funcionarios del gobierno, que se habían quedado sin emperador, tomaron una rápida pero sutil decisión. Sacaron de la prisión al ex emperador Isaac, ciego, y lo colocaron en el trono, anunciando a Dandolo y a los cruzados que como había sido repuesto el padre del pretendiente, no había necesidad de seguir combatiendo. El joven Alejo había preferido hasta entonces ignorar la existencia de su padre, pero ahora no era fácil repudiarle. Convenció a sus aliados para que suspendieran el ataque. Los cruzados enviaron una embajada a la ciudad para decir que reconocerían a Isaac si su hijo era elevado a ser co-emperador y si ambos cumplían el tratado concertado entre ellos y Alejo. Isaac prometió cumplir sus peticiones. El 1 de agosto, en una solemne ceremonia en la iglesia de Santa Sofía, en presencia de los principales barones cruzados, Alejo IV fue coronado como emperador para reinar al lado de su padre.
En noviembre de 1199, el conde Tibaldo de Champagne invitó a sus amigos y vecinos a un torneo en su castillo de Ecri, sobre el Aisne. Terminadas las justas, la conversación entre los señores recayó sobre el tema de la necesidad de una nueva Cruzada. Era un asunto que afectaba poderosamente al conde, pues era sobrino de Ricardo Corazón de León y de Felipe Augusto y hermano del conde Enrique, que había reinado en Palestina. Por sugerencia suya, un predicador itinerante, Fulko de Neuilly, fue llamado para hablar a los huéspedes. Encandilados por su elocuencia, todos hicieron voto de abrazar la Cruz, y un mensajero partió para referir al Papa la piadosa decisión.
Inocencio III llevaba en el trono papal algo más de un año. Tenía una apasionada ambición por establecer la autoridad trascendente de la Santa Sede, pero a la vez era prudente, perspicaz y de ideas claras, un jurista que deseaba una base legal para sus pretensiones y un político dispuesto a utilizar siempre el instrumento que tuviera más a mano. Estaba preocupado por la situación de Oriente. Uno de sus primeros actos fue expresar públicamente el deseo de una nueva Cruzada, y en 1199 escribió al patriarca Aymar de Jerusalén para pedirle un informe detallado del reino franco.
La experiencia había probado que los reyes y los emperadores no eran plenamente deseables en expediciones cruzadas. La única cruzada concluida con pleno éxito fue la primera, en la que no tomó parte ninguna testa coronada. Una cruzada de barones más o menos homogéneos de raza evitaría las rivalidades entre reyes y naciones, que tanto habían perjudicado a la Segunda y Tercera Cruzadas. Las envidias que surgieran serían insignificantes y fácilmente dominadas por un enérgico representante papal. Inocencio recibió, por tanto, con cálido entusiasmo las noticias de la Champaña.
En aquel momento, Ricardo de Inglaterra había muerto (marzo de 1199) y su hermano Juan y su sobrino Arturo estaban disputándose la herencia, con el rey de Francia tomando parte activa en la querella. Con los reyes de Francia e Inglaterra ocupados, Alemania absorbida por una guerra civil y la autoridad papal restablecida en la Italia del sur, Inocencio podía proceder confiadamente a la predicación de su Cruzada. Como paso preliminar entabló negociaciones con el emperador bizantino Alejo III sobre la unión de las Iglesias.
En Francia, el agente principal del Papa como predicador fue el ya mencionado Fulko de Neuilly, que había procurado hacía tiempo promover una Cruzada. Era célebre por su falta de miedo ante los príncipes, como cuando ordenó al rey Ricardo que abandonara su soberbia, su avaricia y su codicia. A petición del Papa, recorrió el país persuadiendo a la gente campesina para seguir a sus señores a la guerra santa. En Alemania, los sermones del abad Martín de Pairis eran casi tan estimulantes, aunque allí los nobles estaban demasiado enfrascados en la guerra civil como para poder prestarle mucha atención. Pero ni Fulko ni Martín despertaron el mismo entusiasmo que los predicadores de la Primera Cruzada.
El reclutamiento fue más ordenado y en lo principal quedó circunscrito a los que dependían de los barones que ya habían tomado la Cruz, y muchos de estos barones lo hicieron menos por piedad que por un deseo de adquirir nuevas tierras, lejos de la actividad disciplinaria del rey Felipe Augusto. Tibaldo de Champagne fue aceptado por todos como líder del movimiento. Con él estaban Balduino IX de Hainault, conde de Flandes, y su hermano Enrique; Luis, conde de Blois, Godofredo de Villehardouin, y muchos señores menores de la Francia del Norte y de los Países Bajos.
La expedición no pudo organizarse con rapidez. El primer problema fue encontrar barcos para trasladarse a Oriente, ya que con la decadencia de Bizancio, la ruta terrestre por los Balcanes y Anatolia ya no era practicable. Pero ninguno de los cruzados tenía una flota a su disposición, excepto el conde de Flandes, y este y su flota navegaron por su cuenta a Palestina. Después, había el problema de la estrategia general: dónde desembarcar y qué objetivos establecer.
Mientras tanto, Isaac II, emperador de Constantinopla, perdió el trono. Sus funcionarios eran corruptos e incontrolables y él mismo era mucho más extravagante de lo que su empobrecido Imperio podía permitirse. Había perdido terreno en los Balcanes ante los valaquios-búlgaros y en Anatolia ante los turcos. Vendió más y más concesiones comerciales a los italianos para tener fresca la tesorería. La falta de tacto en el pródigo esplendor de la su boda enfureció a los súbditos, abrumados de impuestos. Su propia familia empezó a abandonarle y en 1195 su hermano Alejo maquinó una conspiración palaciega que triunfó. Isaac fue cegado y arrojado a prisión junto a su hijo, el joven Alejo.
El nuevo emperador, Alejo III, era poco menos inútil que su hermano. Demostró alguna actividad diplomática, tratando de reconquistar la amistad del papado con el ofrecimiento de conversaciones sobre la unión eclesiástica, y sus intrigas contribuyeron a mantener desunidos a los diferentes príncipes turcos. Pero los asuntos internos se dejaron en manos de su esposa Eufrosina, que era extravagante y se hallaba rodeada de servidores tan corruptos como su destronado cuñado.
A finales de 1201, el joven Alejo, hijo de Isaac, huyó de prisión en Constantinopla y se trasladó a la corte de su hermana en Alemania. Conoció allí al príncipe alemán Felipe de Suabia y a Bonifacio de Montferrato, que había sustituido a Tibaldo de Champagne a la muerte de éste como líder de la cruzada. Los tres celebraron consejo. Alejo deseaba obtener el trono de su padre. Felipe estaba dispuesto a ayudarle para convertir al Imperio bizantino en cliente del occidental. Bonifacio tenía el ejército cruzado a su disposición… ¿No sería una ventaja para la Cruzada si se detenía en su camino para poner en el trono de Constantinopla a un gobernante amigo?
Los cruzados habían estado buscando entretanto los medios para su viaje por mar. Se firmó un tratado con los venecianos: a cambio de 85.000 marcos de plata de Colonia, Venecia accedió a suministrar a la Cruzada, hacia el 28 de junio de 1202, transportes y vituallas durante un año para 4.500 caballeros y sus caballos, 9.000 escuderos y 20.000 infantes. Además, la República proporcionaría cincuenta galeras para escoltar la Cruzada, a condición de que Venecia recibiese la mitad de las conquistas.
Algunos cruzados veían el tratado con recelo e hicieron sus arreglos particulares para trasladar a su gente hasta Siria. Había también algún descontento entre los cruzados más humildes por la decisión de atacar Egipto. Se habían alistado para socorrer a Tierra Santa y no podían comprender que se tuviera que ir a otra parte. Su descontento fue alentado sutilmente por los venecianos, que no tenían ninguna intención de ayudar a un ataque contra Egipto, con quien les unían buenas relaciones comerciales. En el mismo momento en que el gobierno veneciano estaba negociando con los cruzados sobre el transporte de sus fuerzas, los embajadores de aquél se hallaban en El Cairo proyectando un tratado comercial con el virrey del sultán, que firmó con ellos en la primavera de 1202, después de que los egipcios hubieran recibido seguridades del Dogo veneciano en el sentido de que no patrocinaría ninguna expedición contra Egipto.
No es seguro que los cruzados entendieran las sutilezas de la diplomacia veneciana. Pero si algunos de ellos sospechaban que se les engañaba, no había nada que hacer. Su tratado con Venecia los ponía enteramente en manos de ella, pues no pudieron conseguir los 85.000 marcos que habían prometido. Para junio de 1202, el ejército de 11.000 hombres estaba reunido, pero como el dinero no llegaba, la República no quiso proporcionar los barcos. Acampados en la pequeña isla de San Nicolás de Lido, acosados por los mercaderes venecianos con los que habían contraído deudas, amenazados de que sus suministros serían totalmente suprimidos a menos que entregaran el dinero, los cruzados estuvieron dispuestos hacia septiembre a aceptar cualesquiera condiciones que Venecia les pudiera ofrecer.
Algunas décadas antes había habido una guerra intermitente entre la República y el rey de Hungría a causa del dominio de Dalmacia, y la ciudad clave de Zara había pasado recientemente a manos húngaras. Los cruzados fueron informados de que la expedición podía partir y que el pago de la deuda se aplazaría si tomaban parte en una campaña preliminar para reconquistar Zara. El Papa, enterado del ofrecimiento y escandalizado, notificó enseguida la prohibición de aceptarlo. Pero, independientemente de lo que sintieran acerca de la moralidad del asunto, no tuvieron más remedio que conformarse.
El arreglo había sido hecho entre bastidores, por Bonifacio de Montferrato, que tenía pocos escrúpulos cristianos, y el Dogo de Venecia, Enrique Dandolo. Dandolo era muy anciano, pero la edad no había quebrantado su energía ni su ambición. Unos treinta años antes participó en una embajada a Constantinopla, donde se vio envuelto en una pendencia y perdió parcialmente la vista. Su amargura subsiguiente contra los bizantinos aumentó cuando, poco después de su elevación al dogaresado en 1193, tuvo alguna dificultad en conseguir una renovación, por parte del usurpador emperador Alejo III, de las favorables condiciones comerciales otorgadas por Isaac. Estaba, por tanto, dispuesto a discutir con Bonifacio los planes para una expedición contra Constantinopla. Pero de momento había que conservar la apariencia de la Cruzada. En cuanto el ataque contra Zara fue aprobado, se celebró una solemne ceremonia en San Marcos, donde el Dogo y sus principales consejeros abrazaron ostentosamente la Cruz.
La flota zarpó de Venecia el 8 de noviembre de 1202, y llegó a la altura de Zara dos días después. Tras un furioso asalto, la ciudad capituló el día 15 y fue totalmente saqueada. Tres días después los venecianos y los cruzados llegaron a las manos a causa del reparto del botín, pero se restableció la paz. Luego, el Dogo y Bonifacio de Montferrato decidieron que el año estaba demasiado avanzado para aventurarse a salir hacia Oriente. La expedición se dispuso para invernar en Zara, mientras sus jefes proyectaban expediciones futuras.
Cuando llegó a Roma la noticia del saqueo de Zara, el papa Inocencio III quedó horrorizado. Era intolerable que, desafiando sus órdenes, una Cruzada fuese utilizada para atacar el territorio de un hijo tan fiel de la Iglesia. Excomulgó a toda la expedición. Después, dándose cuenta de que los mismos cruzados habían sido víctimas del engaño, les perdonó, aunque mantuvo la excomunión contra los venecianos. Dandolo seguía impertérrito.
A través de Bonifacio, estaba en contacto con Felipe de Suabia, un colega de excomunión, y a principios de 1203 llegó a Zara un mensajero de Alemania, de parte de aquél, comunicando un ofrecimiento definido de Alejo, el aspirante a emperador de Bizancio que había huido de prisión. Si la Cruzada continuaba hasta Constantinopla y colocaba en el trono imperial a Alejo, éste garantizaría el pago del dinero que los cruzados aún debían a los venecianos; les proporcionaría el dinero y las provisiones necesarias para la conquista de Egipto y contribuiría con un contingente de 10.000 hombres del ejército bizantino; pagaría el sostenimiento de quinientos caballeros que permaneciesen en Tierra Santa y aseguraría la sumisión de la Iglesia de Constantinopla a Roma. Bonifacio comunicó el asunto a Dandolo, que estaba encantado. Significaba que Venecia recibiría su dinero y que, al mismo tiempo, humillaría a los griegos, y que podría, además, ampliar y fortalecer sus privilegios comerciales por todo el Imperio Bizantino. El ataque contra Egipto se podría impedir fácilmente más adelante.
Cuando el proyecto fue expuesto a los cruzados, hubo algunos disidentes que creían que habían abrazado la Cruz para luchar contra los musulmanes y no veían justificación alguna para el retraso. Se separaron de la hueste y siguieron por mar a Siria. Otros, a pesar de sus protestas, se quedaron con el ejército; otros fueron acallados con oportunos sobornos venecianos. Pero el cruzado medio estaba hecho a la idea de considerar a Bizancio como traidor constante a la Cristiandad a lo largo de las guerras santas. Sería pues prudente y meritorio obligar al Imperio a la colaboración en este momento. Los hombres piadosos en el ejército estaban contentos de contribuir a una política que haría entrar en el redil a los griegos cismáticos. Los más apegados a las cosas del mundo pensaban en las riquezas de Constantinopla y sus prósperas provincias, y todas sus esperanzas se cifraban en el botín. Todo el resentimiento que Occidente había acumulado desde hacía tiempo contra la Cristiandad oriental facilitó la tarea de Dandolo y Bonifacio de inclinar a la opinión pública en apoyo de su proyecto.
La inquietud del Papa sobre la Cruzada no disminuyó cuando supo la decisión que se había tomado. Un plan tramado entre los venecianos y los amigos de Felipe de Suabia era poco probable que fuese admisible para la Iglesia. Además se había entrevistado con el joven Alejo y le parecía un muchacho sin valor. Pero era demasiado tarde para que pudiera hacer una protesta eficaz, y si el desvío pretendía asegurar realmente la ayuda bizantina contra el infiel y al mismo tiempo conseguir la unión de las Iglesias, estaría justificado. Se dio por satisfecho con la promulgación de una orden para que no fuese atacado ningún cristiano más, a menos que obstaculizara activamente la guerra santa. Habría sido más prudente, a la larga, que hubiese expresado, aunque en vano, su reprobación abierta y sin concesiones. A los bizantinos, siempre suspicaces de las intenciones papales e ignorantes de las complejidades de la política occidental, la tibieza de su condena les pareció una prueba de que era él el poder oculto en toda la intriga.
El 25 de abril, Alejo llegó a Zara procedente de Alemania, y pocos días después la expedición zarpó, deteniéndose algún tiempo en Durazzo, donde Alejo fue aceptado como emperador, y después en Corfú. Allí Alejo firmó solemnemente un tratado con sus aliados. La travesía prosiguió el 25 de mayo. La flota bordeó el Peloponeso y el 24 de junio llegaron ante la capital del Imperio.
El emperador Alejo III no hizo ningún preparativo para oponerse a su llegada. El ejército imperial nunca se había recobrado de desastres militares anteriores y, para colmo, se componía casi todo de mercenarios. Los regimientos francos eran evidentemente poco dignos de confianza en tal momento; los regimientos eslavos y pechenegos eran de fiar siempre que hubiese dinero contante y sonante para pagarles; la guardia varega, compuesta ahora principalmente por daneses e ingleses, era tradicionalmente leal a la persona del emperador, pero Alejo III no era un hombre que inspirase una gran lealtad personal. Era un usurpador que había ganado el trono no por méritos castrenses o políticos, sino debido a una mezquina conjura palaciega, y había demostrado ser poco apto para gobernar. No sólo desconfiaba de su ejército, sino también del ánimo general de sus súbditos. Le pareció más seguro no hacer nada. Constantinopla había pasado por muchas otras tormentas en los nueve siglos de su historia. Sin duda podría afrontar una más.
Después de atacar sin éxito Calcedonia y Crisópolis, en la costa asiática del Bósforo, los cruzados desembarcaron en Gálata, al otro lado del Cuerno de Oro. Ocuparon la ciudad y pudieron romper la cadena en la entrada del Cuerno de Oro y llevar sus barcos al puerto. El joven Alejo les había inducido a creer que toda Bizancio se levantaría para recibirlos. Se sorprendieron al ver cerradas las puertas de la ciudad y a los soldados guarneciendo las murallas. Sus primeros intentos de asalto, realizados desde los barcos adosados contra las murallas a lo largo del Cuerno de Oro, fueron rechazados; pero después de un combate tenaz, el 17 de julio, Dandolo y los venecianos abrieron una brecha. Alejo III, tan sorprendido como los cruzados de hallar defendida su ciudad, estaba pensando ya en la fuga; había leído en la Biblia cómo huyó David ante Absalón y que vivió para recuperar su trono. Llevándose a su hija favorita y una bolsa de piedras preciosas, se deslizó por las murallas terrestres y se refugió en Mosynópolis, en Tracia.
Los funcionarios del gobierno, que se habían quedado sin emperador, tomaron una rápida pero sutil decisión. Sacaron de la prisión al ex emperador Isaac, ciego, y lo colocaron en el trono, anunciando a Dandolo y a los cruzados que como había sido repuesto el padre del pretendiente, no había necesidad de seguir combatiendo. El joven Alejo había preferido hasta entonces ignorar la existencia de su padre, pero ahora no era fácil repudiarle. Convenció a sus aliados para que suspendieran el ataque. Los cruzados enviaron una embajada a la ciudad para decir que reconocerían a Isaac si su hijo era elevado a ser co-emperador y si ambos cumplían el tratado concertado entre ellos y Alejo. Isaac prometió cumplir sus peticiones. El 1 de agosto, en una solemne ceremonia en la iglesia de Santa Sofía, en presencia de los principales barones cruzados, Alejo IV fue coronado como emperador para reinar al lado de su padre.
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