martes, 25 de junio de 2013
Lutero y la Reforma (y 4)
(Viene de la entrada anterior)
En 1522, y ante las noticias que le llegaban de la situación en Wittenberg, Lutero decidió abandonar el castillo de Wartburg y dirigirse a aquella localidad. A partir de ese momento, la Reforma se convirtió en una realidad fáctica que trascendió de las simples formulaciones teológicas. Lutero comenzó por suprimir la confesión, los ayunos o las misas privadas, en la convicción de que no se contemplaban en las Sagradas Escrituras y de que regresar a la pureza de un cristianismo como el del Nuevo Testamento era una meta alcanzable. Sin embargo, su optimismo al respecto no le acompañaría mucho tiempo.
Quizá haya que datar en el año 1523 su renuncia a lograr una plena restauración del cristianismo primitivo tal y como él la entendía. En uno de sus escritos menos conocidos, "Acerca del tercer orden del culto", Lutero señala lo que, a su juicio, sería una Iglesia realmente reformada que hubiera vuelto al auténtico espíritu del Nuevo Testamento. Se trataría de una congregación donde la gente se reuniera para orar, escuchar la Biblia y celebrar la Eucaristía y donde, además, existiera un fondo de ayuda para los necesitados.
La descripción, conmovedora en su sencillez, recuerda mucho a la de las comunidades primitivas que aparecen en las cartas del apóstol Pablo. Sin embargo, Lutero indica a continuación que, por desgracia, no conoce gente que esté dispuesta a formar parte de un grupo de esas características y deja entender que, a la fuerza, la Reforma tendría que ser muy limitada en sus logros espirituales. Curiosamente, el hombre que propugnaba la fe en contraposición a las obras muertas manifestaba en ese escrito su carencia de fe en una reforma total. Desde luego, a partir del año siguiente, en que contrajo matrimonio con la antigua monja Catalina Bora, Lutero llegó a la conclusión, de manera más o menos consciente y con un sentido muy providencialista, de que su futuro estaba ligado al triunfo de los príncipes.
No resulta por ello sorprendente que apoyara la terrible represión que estos nobles realizaron contra los campesinos alemanes y de la que vamos a hablar a continuación. Y es que la postura de Lutero encerraba un peligro tan grande como el de continuar viviendo con una Iglesia corrupta. Pasar a depender de los príncipes implicaba ratificar ciegamente el orden social que ellos representaban, un orden social que necesitaba cambios y reformas tanto como el clerical.
Una de las consecuencias de todo este complejo proceso socio-religioso apareció en 1524: la explosión ideológica provocada por la protesta luterana se mezcló con el descontento económico, dando como resultado una rebelión campesina. No era de extrañar. Era difícil separar un ataque contra un aspecto concreto de la autoridad -en este caso la Iglesia- de un desafío a otro -el poder político. Fue precisamente esta tendencia al caos y la anarquía que habían exhibido con frecuencia los reformistas, lo que arruinaba la misma reforma que exigían. Esa fue una de las razones por las que la Iglesia había permanecido tanto tiempo sin ser reformada.
En 1524 los campesinos alemanes estaban agobiados por sus condiciones sociales y económicas. Encontraron una voz en Thomas Münzer, cuyos primeros sermones se dirigían contra la Iglesia y especialmente contra el clero. Aunque influido por las ideas de Lutero, este sacerdote alemán fue mucho más lejos y llegó a verse a sí mismo como una especie de profeta del Antiguo Testamento. Habiendo roto con Lutero, Münzer trató de persuadir a algunos de los príncipes alemanes para que usaran su poder militar para reforzar sus ideas religiosas. Más tarde, desesperó de obtener el apoyo incluso de los príncipes más favorables declarando: “Los grandes hacen lo que pueden para impedir que el pueblo perciba la verdad”. El paso siguiente fue denunciar la propiedad privada y predicar la revolución.
En 1525, Münzer condujo a 6.000 campesinos pobremente equipados contra las fuertemente armadas tropas del duque Jorge de Sajonia, convencido de que aquella era la “última batalla”, en la que Dios le concedería la victoria. Pero Münzer fue pronto capturado y, habiéndose retractado de sus “errores”, fue decapitado en Muelhausen el 27 de mayo. Los comentaristas han debatido el hecho de si Münzer era un político radical, al morir como un mártir en los albores de la Revuelta de los campesinos en 1525; o si era un simple fanático que se preocupaba poco del coste humano en aras de las verdades religiosas.
¿Y qué pintó Lutero en este lamentable asunto? Lutero quiso apartarse de aquel movimiento, temiendo que su Reforma quedara comprometida al asociársela con el radicalismo de Münzer. Entendió que podía salvarla únicamente sacrificando a los campesinos. Por consiguiente, no sólo se diferenció de los milenaristas y los extremistas, sino que incluso ordenó a los príncipes que los aplastasen. En su terrible escrito “Contra las hordas asesinas y ladronas de campesinos”, se identificó totalmente con el orden vigente y conservador y con la contrarrevolución. Pidió a los príncipes “que blandiesen sus espadas, para liberar, salvar, ayudar y compadecer a las pobres gentes obligadas a unirse a los campesinos, pero con respecto a los perversos, aplastad, apuñalad y masacrad a todos los que podáis”. “Estos tiempos son tan extraordinarios que un príncipe puede ganar el cielo más fácilmente mediante el derramamiento de sangre que con la plegaria” “No es posible razonar con un rebelde: la mejor respuesta es golpearle en la cara hasta que le brote sangre por la nariz”.
Mediante esta implacable defensa de la cruzada anticampesina, Lutero evitó el callejón sin salida al que habían llegado anteriores movimientos milenaristas, y demostró que su buena fe social como reformador conservador lo convertía en un hombre con quien los príncipes podían negociar. Después, Lutero siempre se mantuvo cerca de sus apoyos seculares.
Esa dependencia del poder político que iba a manifestar el luteranismo –no, por cierto, otras ramas del protestantismo- quedó reforzada cuando la Dieta de Spira (1526) estableció el derecho de los príncipes a organizar iglesias nacionales. Sin embargo, no iba a tardar en hacer acto de presencia uno de los males congénitos del protestantismo: su terrible tendencia hacia la fragmentación. En 1529, en el Coloquio de Marburgo, Lutero y Zwinglio, un teólogo seguidor de Erasmo que había comenzado la reforma en Suiza, quedaron definitivamente separados por su distinta comprensión de la Eucaristía. El principio de libre examen, de no sujeción a jerarquía alguna, acentuaba la autonomía individual y subrayaba la libertad de conciencia, pero, al mismo tiempo, alimentaba un subjetivismo que llevaría al protestantismo a dividirse una y otra vez en los siglos siguientes sin posibilidad de conciliación confesional. Dos años después, la sanción del matrimonio bígamo de Felipe de Hesse resaltó la dependencia cada vez mayor que Lutero tenía de la protección de los príncipes.
En 1529, los príncipes reformadores presentaron su “protesta” contra los poderes católicos en la Dieta de Spier; dos años más tarde el movimiento protestante adquirió una organización militar mediante la formación de la Liga Schmalkáldica, ampliada en 1539 de modo que incluyera una amplia región de Alemania. A partir de este momento ya no fue posible exterminar al movimiento luterano; el papado y sus aliados seculares afrontaron la necesidad de elegir el compromiso o el cisma permanente.
El consenso abrumador de los estadistas seculares era que podía concertarse un compromiso para llegar a la reconciliación y que para obtenerlo debía convocarse a un concilio universal. Ésta fue la política del emperador Carlos V desde el principio de la controversia. Su propósito principal fue la reunificación de Alemania, y advirtió que esto podría realizarse únicamente mediante la restauración de la unidad religiosa. Sin embargo, para la corona francesa el propósito era la división permanente de Alemania y por consiguiente la Francia aplicó toda su influencia para imposibilitar la realización de un concilio satisfactorio. Clemente VII y su sucesor, Pablo III, también estaban decididos a evitar un concilio que, como ellos advertían, debía terminar con la destrucción del poder papal; y su táctica de dar largas tuvo éxito.
Hacia 1599, Lutero y su Iglesia estaban seguros, y el propio Lutero ya no tenía interés en un compromiso, o más bien no creía que el papado pudiese ser persuadido de ello bajo ninguna circunstancia. Los protagonistas principales se habían retirado del diálogo. Pero en ambos bandos había muchos que aún creían que era posible salvar la distancia. Según ellos veían las cosas, en ciertos aspectos Lutero era más católico que muchos de sus antagonistas católicos romanos.
Como resultado de presiones de ambas partes, durante el período que va de 1539 a 1541 se celebró una serie de coloquios. En todo caso, éstos aportaron la respuesta a la pregunta: ¿la escisión de la Reforma era inevitable?
El primer encuentro, celebrado en Hagenau en 1540, fracasó a causa de una preparación inadecuada. Hubo otra reunión en Worms; allí la discusión fue transferida a una Dieta reunida en Regensburgo en marzo de 1541. El coloquio fue inaugurado por Carlos V en persona, que expresó la esperanza de que fuera posible restablecer rápidamente la unidad en presencia de la renovada presión turca. Lutero no estaba presente en Regensburgo; creía que el esfuerzo para unirse con Roma a medio camino, en una solución de compromiso, era inútil y boicoteó los coloquios. Carlos V había estado dispuesto a aceptar una sencilla declaración de compromiso, al igual que el grupo de príncipes alemanes. Pero los extremistas de ambos bandos se impusieron.
Los factores políticos –los franceses, los duques bávaros y el papado por una parte, y por otra la Liga Schmalkáldica de Lutero y el Elector de Sajonia- tuvieron tanto que ver como la teología con este fracaso. Fue la última oportunidad de concertar un compromiso. Cuando cinco años más tarde el concilio general se reunió en Trento, los moderados se habían dispersado, la Iglesia católica era un cuerpo desafiante e intransigente que ya no pensaba en otra cosa que en el fuego y la espada, y Carlos V desesperaba de la unidad. Lutero falleció durante la primera sesión, en 1546, y el hecho apenas llamo la atención, salvo para motivar brutales expresiones de pesar porque ya no era posible quemarlo.
Además, por esa época y como ya hemos apuntado, el propio movimiento protestante estaba irremediablemente dividido: ya no había un frente unido con el cual el catolicismo pudiese negociar. Zwinglio, Martín Bucer, Juan Calvino… A mediados del siglo XVI había tres formas de religión oficial en Occidente: el catolicismo papal, la cristiandad estatal (luteranismo) y la teocracia calvinista.
El cisma estaba consumado.
¿Logró Lutero lo que pretendía, es decir, el regreso de la Iglesia a la pureza del cristianismo descrito en el Nuevo Testamento? Por mucha simpatía que se pueda sentir hacia los esfuerzos del reformador, debe responderse de manera negativa. Difícilmente podría considerarse que una iglesia que dependía del apoyo del príncipe para sobrevivir y cuyo grado de reforma era, según propia confesión de Lutero, limitado, respondiera a un modelo neotestamentario. Por otro lado, la referencia al principio de Sola Scriptura creaba las bases ideales para una atomización creciente del protestantismo. Si para los católicos Lutero era el culpable de desgarrar la túnica ya dividida de Cristo, para muchos protestantes lo sería de no llevar la Reforma hasta sus últimas consecuencias.
El protestantismo que acababa de nacer muy pronto quedaría articulado en torno a tres ejes fundamentales: el que consistía en afirmar que la Biblia era la única regla infalible de fe y conducta (sola Scriptura); el que insistía en que sólo Cristo era salvador y mediador entre Dios y los hombres (solo Christo) y el que sostenía que la salvación no podía obtenerse por los méritos propios sino mediante la fe en el sacrificio de Cristo (sola fide).
Pero además proporcionaría un extraordinario armazón ideológico a la crítica de las instituciones y de cualquier idea aceptada por razones de autoridad desde la teología a las ciencias de la Naturaleza. No resulta extraño que de él partieran a fin de cuentas fenómenos como la revolución científica del siglo XVI, los primeros derechos reconocidos como inalienables por los gobernantes o la democracia moderna. En apenas unos años, el protestantismo controlaría media Europa y estaría llamado a reunir prácticamente a la mitad de los miembros de todas las confesiones cristianas del mundo. Sin duda, se trató de una gigantesca labor para un movimiento que dio sus primeros pasos el día que un monje decidió, de manera respetuosa y sometida a la jerarquía, quejarse de algunos abusos relacionados con la venta de indulgencias. El escrito que entonces redactó sirvió para cambiar la Historia.
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