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domingo, 3 de mayo de 2015

Fordlandia






Una ciudad fantasma, abandonada en mitad de un lugar donde resalta como una Disneylandia en mitad del Polo norte, surgió de la megalomanía y la falta de previsión de un poderoso hombre de negocios, el equivalente de Preston Tucker, pero en la marca Ford: Henry Ford.

Su ciudad, Ford Land, fue construida a principios de los años 30 a orillas del río Tapajós, afluente del Amazonas, en mitad de la selva, donde Henry Ford había establecido más de 20.000 hectáreas de cultivos de planta de caucho a fin de satisfacer la demanda de caucho de la marca Ford.

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miércoles, 4 de marzo de 2015

¿Dañan los cigarrillos el medio ambiente?




La cuestión es que el humo no es el único deshecho del tabaco. Éste ha de cultivarse y este proceso puede tener consecuencias para el medio ambiente. La planta es muy exigente y absorbe seis veces más potasio que la mayoría de cultivos. En algunos países en desarrollo, los agricultores cultivan tabaco hasta que el suelo se agota y luego talan los bosques para obtener tierra virgen. En estas regiones, 600 millones de árboles se talan y se queman cada año para secar y curar las hojas de tabaco. Además, cada hora se usan 6,4 km de papel del ancho de cigarrillo para envolver y empaquetar el tabaco.

Dejando de lado la contaminación que genera el proceso de fabricar cigarrillos, solo la pérdida de estos árboles que absorben dióxido de carbono deja en la atmósfera al menos unas 22 millones de toneladas netas de CO2, que más o menos equivale a quemar 10.600 millones de litros de gasolina.

Pero no solo se daña el aire. Según las estimaciones generales, las empresas de tabaco producen anualmente unos 5,5 billones de cigarrillos, más o menos 900 por cada persona del planeta. De ellos, 4,5 billones tienen filtros no biodegradables que van a parar a los vertederos, lo que representa una quinta parte de los objetos que se desechan. Se necesitan meses e incluso años para que los filtros de descompongan, y mientras tanto contaminan el suelo con casi 600 productos químicos.

De modo que, a pesar de que la mayoría de los científicos creen que el acto de fumar por sí mismo no tiene consecuencias en el calentamiento global, el humo de los fumadores es un mal menor comparado con el daño que los cigarrillos hacen al planeta.

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domingo, 1 de febrero de 2015

¿Cómo funciona el jabón?


Una pastilla de jabón constituye un milagro químico: un bloque aromatizado que desencadena fuerzas moleculares cuando se sumerge en agua.

Las moléculas de jabón tiene la propiedad particular de que a uno de sus extremos lo atrae el agua mientras que al otro lo repele. Esto aporta al jabón dos propiedades clave a la hora de conseguir limpiar las cosas: en primer lugar, reduce la atracción que las moléculas de agua sienten unas por otras, haciendo que éstas se distribuyan de manera más efectiva sobre aquello que se ha introducido en el agua jabonosa, y, en segundo lugar, permite que las moléculas de jabón se introduzcan en la suciedad, la arranquen y la saquen junto con montañas de moléculas, cosa que también evita que la suciedad vuelva flotando a la ropa.

Curiosamente, aunque fueron los babilonios los que elaboraron jabón por primera vez hace unos 4.800 años (y probablemente por error), éstos lo utilizaban sobre todo para tratar afecciones de la piel. El poder del jabón para eliminar la suciedad no se asimiló hasta la época medieval. Dado que muchas infecciones bacteriológicas y víricas (en especial, los resfriados) se transmiten por contacto, la invención del jabón debe considerarse como uno de los mayores logros médicos de la historia.

Su efecto sobre las moléculas de agua viene muy bien para limpiar los espejos empañados cuando las diminutas gotas de agua condensada impiden que refleje bien las imágenes. Una ligera capa de jabón sobre el espejo rompe la tensión superficial de las gotas, de manera que éstas se separan y nos dejan ver nuestro reflejo, suponiendo que queramos, claro.

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sábado, 17 de enero de 2015

¿Cuál es la manera más rápida de encontrar a alguien que se ha perdido?


El método obvio consiste en acordar de antemano un lugar al que acudir inmediatamente en caso de pérdida para explicar al personal encargado lo sucedido y para que lo anuncien.

Aun así, cualquiera con hijos (o perros) sabrá que hasta los mejores planes se tuercen, así que nunca está de más contar con un plan B. Personalmente recomiendo un método que data de la caza de submarinos de la Segunda Guerra Mundial. Ideado por el profesor Lyn Thomas, de la Universidad de Southampton, se basa en que, cuanto mayor es el tiempo de búsqueda, mayor es la posibilidad de éxito, pero también el riesgo de perder tiempo buscando a alguien que ya ha sido encontrado. El truco de los buscadores está en acordar un límite de tiempo inicial –pongamos quince minutos- durante el que buscarán a la persona antes de volver a juntarse para comparar sus notas. Si la búsqueda inicial es infructuosa, se inicia entonces una nueva búsqueda durante menos tiempo –por ejemplo, doce minutos-, y así sucesivamente. De este modo se optimiza el tiempo de búsqueda disponible y, según mi experiencia, funciona extremadamente bien, en especial si se ha escogido de manera adecuada el punto de encuentro.

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martes, 4 de noviembre de 2014

¿Por qué con el aftershave se nota frescor en la piel?


Por lo general, las lociones y los perfumes contienen un contenido en alcohol superior al 80%. Dicho alcohol actúa como disolvente de los aceites esenciales. Sin embargo, además de ser un disolvente extraordinario, el alcohol es extremadamente volátil, de manera que sus moléculas se evaporan a la primera de cambio. A medida que se elevan de nuestra piel se llevan consigo parte de nuestro calor, y es así como experimentamos ese frescor en los días calurosos.

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martes, 2 de septiembre de 2014

Las superurbes modernas – Dinámicas y problemas de la ciudad actual




Las superurbes modernas presentan como características principales la concentración de gran número de instancias con poder de liderazgo, así como una población muy importante y una extensión espacial también considerable. Sin embargo, es preciso distinguir entre las superurbes de los países desarrollados y las de los países en vías de desarrollo, pues presentan unas características distintas, tanto en demografía como en morfología urbana. La contaminación, las altas densidades o la terciarización de las zonas centrales son sólo algunos de los problemas que afectan a estas áreas.

Sólo desde una perspectiva mundial pueden entenderse muchos de los fenómenos económicos y sociales actuales. En efecto, la globalización es un aspecto que influye en la ciudad de forma notable; sin embargo, esta globalización, lejos de homogeneizar las ciudades, las diferencia aun más, ya que las instancias con capacidad de liderazgo, ya sea en forma de gobiernos, organismos internacionales o grandes multinacionales, tienden a localizarse en unas ciudades determinadas.

Estas ciudades son, en consecuencia, auténticos centros de referencia mundial, por lo que la atracción de población hacia estos puntos resulta inevitable. Esto, unido a la población urbana ya existente en estas zonas, generó auténticas megalópolis, cuyas dimensiones superficiales iban a ser enormes.

Las superurbes poseen unas características específicas y propias que las diferencian de las demás ciudades. Como se ha mencionado, las instancias con capacidad de liderazgo atraen a un número muy importante de población, y precisamente la población es el elemento fundamental que explica la mayoría de los fenómenos propios de estas ciudades.

Gracias al desarrollo de las infraestructuras de transporte y de telecomunicaciones, la superurbe ha tenido la posibilidad de crecer espacialmente. Este crecimiento ha determinado la formación de grandes regiones urbanas –centro de Europa, Los Ángeles-, en las cuales es muy difícil determinar dónde acaba una ciudad y empieza otra debido a la multitud de asentamientos descentralizados de las ciudades que se localizan en torno a éstas, y que se integran entre sí gracias a una compleja infraestructura de transporte y de telecomunicaciones.


Este fenómeno de salida tanto de población como de equipamientos de las ciudades, denominado exurbanización, se ha ido produciendo por varias razones. En primer lugar, la salida de población y de equipamientos se debe a una política de descongestión que fue aplicada, a mediados del siglo XX, por los gobiernos de muchos países en sus grandes ciudades para, por un lado, equilibrar su territorio y, por otro, mejorar la calidad de vida de estas áreas, que sufrían graves problemas ambientales. En segundo lugar, en la década de 1970, se produjo una crisis en el modelo metropolitano, que propició la emigración de la ciudad hacia zonas próximas de gran número de población, que, con el desarrollo de los medios de transporte, ya no necesitaba vivir cerca de su ámbito de trabajo.

Todo esto iba a generar un territorio muy complejo en el que se iban a mezclar zonas semirurales y urbanas, llamadas conurbaciones, y que se iban a ubicar en torno a estas superurbes, siendo, en muchos casos, parte de ellas al ser muy difícil determinar sus límites.

Como se ha comentado, las grandes ciudades poseen unas características comunes inconfundibles; sin embargo, presentan rasgos muy distintos en función de si se trata de urbes de países desarrollados o de países en vías de desarrollo.

Las grandes ciudades de los países desarrollados presentan una población relativamente estable, que no sólo no crece de forma muy acusada, sino que, incluso, puede reducirse. Estas ciudades se caracterizan por poseer un crecimiento guiado férreamente por unos planes estratégicos de ordenación que determinan y clasifican todos los usos del suelo, lo que evita problemas de crecimiento espontáneo.

La deslocalización de la industria, así como de otros usos no deseados por la ciudad, está provocando
una terciarización –uso mercantil casi exclusivo- de las áreas centrales de estas ciudades y su consiguiente despoblamiento. En parte de estas áreas centrales se sitúan los cascos históricos, que, al ser espacios muy degradados, están siendo crecientemente ocupados por inmigrantes extranjeros, quienes se agrupan por etnias formando un gran mosaico cultural.

En general, se trata de ciudades donde los usos y las clases sociales están muy segregados, y en las que la ordenación urbana guía un crecimiento racional del territorio. Las clases altas tienden a situarse en zonas periféricas, pero bien comunicadas con el centro y con las áreas de negocios de la ciudad.

Por su parte, las superurbes de países en vías de desarrollo presentan, por el contrario, unas características muy distintas, ya que, aunque en número de habitantes y extensión superficial no varían mucho, la ocupación del territorio y, en consecuencia, la ciudad son muy distintas con respecto a las superurbes de los países desarrollados.

En este tipo de ciudades, no se aplica, por lo general, una planificación del territorio, dominando el crecimiento espontáneo, con muchas viviendas de autoconstrucción –chabolas y favelas-, y donde el crecimiento de la ciudad es muy importante debido no sólo a la alta tasa de natalidad, sino también a las migraciones que provienen de zonas agrícolas deprimidas.

La congestión, así como la mezcla de clases sociales, es mucho mayor que en las superurbes de los
países desarrollados, siendo en estos últimos la población mucho menos joven que en las ciudades en vías de desarrollo. En estas grandes áreas urbanas de los países en vías de desarrollo, el crecimiento está tan descontrolado que incluso se edifica en zonas correspondientes a parques naturales protegidos colindantes a la ciudad, como en el caso de Ciudad de México. Si bien en las superurbes de los países desarrollados son pocas las zonas de crecimiento incontrolado, como las urbanizaciones ilegales, se puede decir que, en el caso de las grandes ciudades de los países en vías de desarrollo, la situación es completamente distinta.

Actualmente son varios los problemas que se plantean estas grandes urbes. En primer lugar, se trata de ciudades en las que el proceso de pérdida de población en los cascos históricos y en las áreas centrales es muy importante. Esta pérdida, motivada por la degradación de estas zonas y sus espacios pequeños y poco atractivos, ha motivado un grado de deshumanización muy importante, con lo que la población residente tiende a marcharse a otras zonas más periféricas y con más y mejores espacios abiertos; mientras las zonas centrales quedan como zonas de segregación de las clases más bajas y pobres que no tienen otro lugar a donde ir, convirtiéndose en focos de marginalidad y delincuencia.

Hoy en día, en la mayoría de estas ciudades, se están llevando a cabo programas para la recuperación de las zonas centrales y de los cascos antiguos con el objetivo de evitar la deshumanización e integrar a las clases marginadas. Se está dando, además, en los últimos años, un movimiento de retorno de población joven al centro –fenómeno llamado gentrificación-, en el que se trata de aprovechar las condiciones de accesibilidad que ofrecen estas zonas.

Pero, desde luego, no es éste el único problema que afecta a las superurbes. El del medio ambiente,
centrado en la contaminación, es otro de los grandes retos que se están afrontando. Las restricciones del transporte privado en ciudades como México o la sustancial mejora del transporte público y la reducción de plazas de aparcamiento en Portland son sólo algunas de las medidas que se han puesto en marcha.

Como se indicó con anterioridad, la exurbanización ha supuesto un crecimiento espacial muy importante de las superrbes o grandes ciudades; sin embargo, esto ha conllevado inevitablemente un gran consumo de suelo, además de un gran contraste, ya que ha supuesto la segregación de determinados usos y clases sociales, dándose ejemplos de espacios de
gran nivel económico junto a zonas de chabolas y de extremada pobreza. Esto ha sido posible por el crecimiento espacial, que ha permitido la segregación y, en consecuencia, la delimitación de usos y de clases.

Quizá sea el control del crecimiento urbano el reto más importante para las superurbes de los países en vías de desarrollo. Sin embargo, dicho control está muy ligado al crecimiento demográfico; crecimiento que es muy difícil de frenar o al menos controlar y que, por extensión, hace muy complicado que cualquier política de ordenación urbana pueda aplicarse con eficacia en este tipo de superurbes modernas.

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sábado, 9 de agosto de 2014

Las ciudades preindustriales y postindustriales – La revolución urbana




En el siglo XVIII, con la Revolución Industrial, la ciudad empezó a transformarse y a adquirir una morfología completamente distinta a la que había tenido hasta entonces, que provenía de épocas previas a la Edad Media. La gran transformación causada por la Revolución Industrial, así como el escaso cambio ocurrido en la ciudad antes de la misma, permite abarcar con la expresión “ciudad preindustrial” a cualquier ejemplo anterior. Evidentemente, existen elementos distintos entre, por ejemplo, la ciudad renacentista y la medieval, pero, a grandes rasgos, mantienen las mismas características. Con la ciudad industrial y postindustrial se perdieron estas características, pues apareció el urbanismo en respuesta a los nuevos problemas que planteó la nueva ciudad.

La Revolución Industrial supuso el fin de una época y el comienzo de una nueva era para la Humanidad gracias a la mecanización industrial y su aplicación a numerosos campos, como el de los transportes. Es inevitable, en consecuencia, que estos descubrimientos afectaran y modificaran, además, el marco en el que fueron creados y desarrollados: la ciudad.

En la actualidad, la ciudad está sometida a constantes cambios. Estos cambios vienen sucediéndose desde la Revolución Industrial, aunque, en los últimos cincuenta años, las transformaciones han sido mayores y más rápidas. Esta situación contrasta claramente con la ciudad preindustrial, la cual no sólo no sufrió muchas transformaciones hasta la Revolución Industrial, sino que muchas de sus estructuras fueron heredadas de la época clásica.

Uno de los elementos más característicos de la ciudad preindustrial eran las murallas, siendo claves para que en una sociedad rural como la de la Edad Media las ciudades no se despoblaran, al ser ellas un elemento defensivo capaz de atraer población. Sin embargo, las murallas no sólo suponían un obstáculo para los posibles enemigos, sino que, además, constituían una verdadera barrera para los propios habitantes y para el desarrollo de la propia ciudad, cuya morfología interna se vio claramente afectada por la presencia de murallas.

En primer lugar, la muralla jerarquizó el entramado de calles de la ciudad, alcanzando una mayor
importancia aquellas que conducían a las puertas de las murallas. Además, hicieron imposible el crecimiento superficial de la ciudad, con lo que se produjo una densificación muy fuerte, reduciéndose al mínimo los espacios abiertos y acentuándose el crecimiento espontáneo en las zonas colindantes a la muralla. Este crecimiento –que muchos autores denominan orgánico, al no estar planificado- implica la aparición de calles de trazado laberíntico –como las de la ciudad de Toledo-, donde los espacios abiertos –como plazas y espacios verdes- no tenían sentido, al ser la calle un lugar de paso y no un lugar donde poder estar.

Si bien el crecimiento espontáneo y la irregularidad eran característicos del trazado urbano de estas ciudades, no siempre era así. En determinados casos, la zona principal de la ciudad donde se ubicaba la nobleza y el clero tenía unas características distintas, apareciendo plazas en torno a edificios importantes como las catedrales, y, en general, una trama algo más regular y planificada, que iba difuminándose hasta llegar a la zona de las murallas, donde, además de ubicarse las clases sociales más bajas, se encontraban las áreas dedicadas a la agricultura, siendo esta presencia de zonas de cultivo en el interior de las murallas otra de las características de estas ciudades preindustriales. Aunque había una segregación social y de usos, ésta siempre se producía en las zonas periféricas, y nunca fuera de ella, ya que el escaso desarrollo de los transportes no lo permitía

El Renacimiento supuso un cambio muy importante de mentalidad con respecto a la Edad Media; sin
embargo, la vuelta renacentista hacia lo clásico no pudo plasmarse en las ciudades de la misma forma que los autores de la época lo habían reflejado en numerosos tratados sobre cómo debía ser la ciudad. Por primera vez, se pensaba en una ciudad planificada, con un plano regular y grandes espacios libres en forma de plazas. Este nuevo pensamiento suponía crear prácticamente una ciudad nueva, algo inviable en Europa, donde sólo en pequeñas ciudades planeadas como fortificaciones –es el caso de Naarden, en Holanda-, en pequeños núcleos levantados en sitios reales –como Aranjuez-, o bajo determinadas circunstancias –como el incendio de Londres de 1666- se llevaron a la práctica algunas de las teorías propuestas por estos autores.

Sólo España, en su colonización del continente americano, pudo llevar a la práctica esta nueva concepción urbana al crear ciudades nuevas de planta regular y plano ortogonal, donde, en torno a una gran plaza que reunía los edificios más importantes, se articulaba la ciudad, con un conjunto de plazas de menor importancia unidas entre sí.

En definitiva, la etapa renacentista hizo pequeñas reformas en las ciudades, las plazas y los jardines, pero no supuso un cambio radical con respecto a la ciudad medieval.

La Revolución Industrial produjo urbanización: en otras palabras, se puede decir que el grado de urbanización de una ciudad tuvo a partir de entonces mucho que ver con la industrialización de la misma, ya que la industria demanda gran cantidad de mano de obra. Esta llegada de nuevos trabajadores procedentes sobre todo de zonas rurales, incrementó considerablemente la población de la ciudad, que gracias a la aparición del ferrocarril y del tranvía, iba a crecer superficialmente, haciendo necesario derribar, en consecuencia, la muralla preindustrial.

Actualmente, algunas ciudades –como Ávila y Ferrara- conservan su muralla o parte de ella debido a que su crecimiento no fue tan grande como para derribarla, mientras que, en las que ya no quedan restos de muralla, elementos como las primeras estaciones de ferrocarril, situadas justo en la muralla al no poder entrar el tren a la ciudad, nos indican el antiguo trazado de las fortificaciones.

El crecimiento derivado de la Revolución Industrial iba a suponer la aparición de nuevas tramas
urbanas y de una segregación social que, con el aumento espacial de la ciudad, se hizo mayor. Por un lado, e inmediatamente después del casco antiguo, apareció el ensanche, con calles de gran calidad que trazaban manzanas regulares, donde se asentaba la burguesía. El ensanche realizado por Haussmann entre 1853 y 1859 en París es uno de los mayores y más significativos de los realizados en Europa. En contraste con estos espacios de calidad, aparecerían barrios destinados a la clase obrera, espacios de muy baja calidad próximos a las industrias, con condiciones sanitarias muy deficientes y con una organización caótica.

El crecimiento de la ciudad iba a traer consigo una serie de problemas a los que intentó poner solución el urbanismo, que apareció precisamente como respuesta a los nuevos problemas de la ciudad. El urbanismo utópico, que intentó generar ciudades más pequeñas y fáciles de gobernar, o la arquitectura funcional son ejemplos de esta preocupación surgida a raíz del gran crecimiento que adquirieron las ciudades.

A partir del siglo XX, comenzaron a tomarse medidas para corregir los problemas de las grandes concentraciones urbanas. La deslocalización industrial hacia zonas con suelos más baratos implicó, por un lado, la aparición de nuevos espacios vacíos en la ciudad, que, en la mayoría de los casos, han sido rehabilitados como espacios abiertos y zonas verdes.

Junto con esta deslocalización industrial se produjo un incremento en las ciudades-satélite y ciudades-dormitorio, mientras que, en las ciudades principales, se producía un estancamiento e, incluso, una pérdida de población desde principios de la década de los ochenta, sobre todo en las zonas centrales de la ciudad, que están perdiendo su uso
residencial a favor del sector terciario. La proliferación de espacios multifuncionales y peatonales es otra de las características de las zonas centrales.

En la actualidad, las únicas ciudades en crecimiento son las de los países en vías de desarrollo, aunque tal crecimiento es espontáneo y no planificado, todo lo contrario a las ciudades de los países desarrollados, donde la planificación urbana mediante planes de ordenación dirige el crecimiento y las transformaciones de la ciudad.

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sábado, 24 de mayo de 2014

Espadas y Espadachines



Gladiadores, Caballeros y Mosqueteros convirtieron la espada y la esgrima en algo más que ataque y defensa. Armas como la Joyeuse de Carlomagno, o la Tizona del Cid fueron símbolos de majestad que enaltecieron la práctica de esta forma de lucha con arma blanca y su modalidad más ritual, los duelos singulares. Un itinerario completado por los samuráis, para los que el arte de manejar la espada era el camino hacia la sabiduría a través del combate.

Tras saludar a su adversario, el tirador iniciará su ataque con un golpe ligero contra el hierro de este, para que los aceros se calienten. A continuación, lanzará su primera acometida, que el defensor deberá parar sin que tenga derecho a ejecutar respuesta hasta que el lance haya concluido. Cuando el atacante vuelva a la posición en garde, el reposteur podrá empezar su maniobra o, si es su voluntad, desestabilizar el ritmo de su enemigo postergando su golpe unos segundos, en una respuesta à temps perdu. El buen tirador siempre situará adelantado su pie importante, no avanzará ni retorcerá más de unos centímetros, volteará su muñeca con soltura y no portará daga en la otra mano.

Así más o menos hablaba, en 1686, uno de los mejores maestros de esgrima, el francés André de Liancour, profesor de caballeros y reyes. Era el momento en que alboreaba un nuevo mundo para la milenaria espada, el arma que habían mitificado el rey Arturo y el Cid. Ya en el siglo XVII, los violentos enfrentamientos callejeros entre espadachines comenzaron a transformarse en la esgrima deportiva, no menos mortífera –sobre todo mientras duraron los duelos- pero mucho más noble y bella. Era el tránsito entre las dos grandes épocas que han marcado la historia de la espada, arma de caballeros y reyes pero también de gladiadores y rufianes.

El primer forjador de espadas martilleó una hoja metálica en la Creta minoica hacia los años 1500-1100 a.de C. Las referencias más tempranas sobre su uso corresponden a lugares tan distintos como el Egipto de Ramsés III (donde aparece en varios relieves); la guerrera Asiria (país en el que se instituyó la esgrima como deporte), e incluso se habla de ella en la gran obra épica hindú, el Mahabharata, que narra la formación de los sacerdotes guerreros de Brahma: “Diestras y certeras son las estocadas y paradas de sus armas, que flamean y fulguran”.

Entre las civilizaciones clásicas, los griegos no dieron demasiada importancia a la espada, que era un
arma secundaria para la infantería hoplita. Los infantes recurrían a ella tras arrojar su lanza o cuando ésta se había roto. Los primeros momentos de gloria debieron esperar al invento de los combates de gladiadores por los romanos en el 264 a. de C. Los luchadores llamados mirmillones portaban escudo como protección y espada para el ataque; con ella debían enfrentarse a los reciarios, pertrechados con red y tridente, y a los tracios, que usaban la daga. Se los entrenaba concienzudamente en escuelas creadas a tal efecto, todo para divertir al pueblo y a la aristocracia; los mejores gladiadores eran auténticas estrellas de la época. Los peores ya se sabe cómo acababan.

Al emperador Carlomagno siempre lo acompañaba su espada Joyeuse (“gozosa”). Fue el primer monarca para el que el arma, más allá de su valor práctico como instrumento de ataque o defensa, adquirió categoría de símbolo: se lo representaba portándola y legó a sus tres hijos sus preferidas. En la Edad Media, la espada dejó de ser una simple herramienta de trabajo para los guerreros y se transformó en un emblema de poder y majestad, dotada de cualidades místicas que en algunos casos evolucionaron hasta reflejar la verdadera valía de un hombre.

Hombres como el Cid, que tanto en la gloria como en el destierro llevaba su inseparable Tizona, situaron la espada en el centro del código de honor medieval. Se le atribuyó nobleza a ella misma y a quien la portaba y se la dotó de conexiones religiosas: un caballero besaba la cruz de su espada antes de combatir y el propio título de caballero se otorgaba haciendo una señal de la cruz con ella al aspirante. Excalibur, la mágica espada del rey Arturo, es el máximo ejemplo de la entronización de esta arma convertida en privilegio de aquel que tuviera las cualidades para unir un reino escindido entre señores feudales enfrentados, en una clara simbología política que también lo es religiosa, ya que el reinado del legendario monarca de Camelot sirve como alegoría del tránsito del paganismo al triunfo de la cristiandad en la Inglaterra céltica.

La formación de este espíritu caballeresco tuvo como corolario la irrupción de justas y torneos en la
sociedad medieval a partir del año 1056. En ellos, la espada era el arma predilecta y decisiva en el llamado combate singular, que solía seguir al enfrentamiento inicial a caballo con lanzas. El primer golpe era prerrogativa del desafiado. De todas formas, aunque exista una imagen del caballero andante medieval como experto espadachín, su técnica guerrera era más tosca que la esgrima ortodoxa que se iba a imponer en los siglos XVI y XVII. Y es que los combatientes del Medievo utilizaban pesadas espadas, que excedían del kilo y medio, e iban equipados con resistentes armaduras metálicas que, en su conjunto, podían sumar 25 kilos de peso repartidos por todo el cuerpo. Por tanto, las estocadas con la punta del arma hubieran resultado poco eficaces contra un enemigo tan protegido y la espada se utilizaba primordialmente para aporrear al oponente a base de mandobles asestados con el filo o, incluso, a golpes de pomo.

Caso aparte constituyen los samuráis, para quienes la espada era la sabiduría, el medio del lograr la satori, la perfección espiritual. El manejo de la espada purificaba a quien lo dominaba y lo libraba de toda mácula moral. Los samurái –el nombre significa originalmente “criado”- eran guerreros profesionales a cuenta de un señor que surgieron en Japón a finales del siglo XIII, tras el intento de invasión del país por los gobernantes mongoles de China. Ellos formaron una de las cinco clases sociales en que se organizó la civilización nipona medieval (las otras cuatro eran las de los nobles, granjeros, artesanos y mercaderes).

Su ascenso social llegó a la cima a finales del siglo XVI, cuando los samuráis se convirtieron en la casta dominante al ser desarmados todos los campesinos por orden del sogún (“generalísimo”) de Japón y quedar ellos con el monopolio de la espada. Los samuráis ya conformaban una casta cerrada en 1603, situada en lo más alto del escalafón social, como salvaguarda militar de un poder político que era una suerte de feudalismo centralizado. Mantuvieron esta posición hasta la llamada Rebelión Satsuma de 1876, en la que 25.000 samuráis se alzaron contra el gobierno Meiji, durante veinte días y fueron derrotados tras una dura batalla.

Los samuráis cultivaban la práctica de la esgrima como una doctrina del guerrero, el bushido,
conectada al budismo, el sintoísmo y la filosofía confuciana tan tempranamente arraigados en Japón. El bushido es la subyugación del yo, la capacidad de soportar el dolor de un entrenamiento extenuante cultivando la serenidad mental cuando uno se enfrenta a la certeza de la muerte. Estos principios morales pasaban directamente a la esgrima mediante el kendo, la doctrina de la espada, en la que se empezaba a educar a los samuráis al cumplir los 5 años. Además de una disciplina rigurosa y austera, se exigía al maestro sumergirse en aspectos existenciales hasta alcanzar un estado casi místico llamado munen (“sin pensamiento”). Lo explicaba un epigrama de una de las mejores escuelas de esgrima del período samurái: “La victoria es para aquel que, incluso antes del combate, no piensa para nada en sí mismo”.

Volvamos a Occidente. El progreso en el uso de la espada se asentó, y mucho, sobre los llamados maestros que, a partir de la invención de la imprenta en 1450, redactaron multitud de tratados sobre el tema, consumidos por el público de la época como auténticos best sellers. Pero la primera aportación importante no fue obra de un especialista sino del polifacético Camillo Agrippa –conocido por ser el autor del obelisco de la plaza de San Pedro en Roma- que escribió “Tratado sobre la ciencia de las armas con un diálogo filosófico”, ilustrado con unos grabados atribuidos a Miguel Ángel, amigo del autor y también esgrimista habitual. Camorrista y rufián, Agrippa señaló las ventajas de la estocada sobre el golpe y definió las cuatro posiciones de guardia básicas (prima, secunda, terza y quarta), que aún hoy siguen siendo estudiadas. También, muy en la línea del entusiasmo científico del renacimiento, estudió los movimientos de cabeceo de los gallos de pelea para inventar nuevas fintas de espada.

Poco a poco desaparecieron las pesadas armaduras y los caballeros se apearon de sus cabalgaduras,
pero las espadas siguieron siendo parte fundamental del atuendo, evolucionando en medida y peso para adaptarse a las nuevas formas de vestir. Con el final del siglo XVII, Europa se convirtió en un gigantesco escenario de duelos, “sacramentos del asesinato”, como se los llamó. En el momento de la pelea, el uso de la espada se complementaba con el de una daga en la otra mano, lo que daba lugar a duelos en los que el juego sucio estaba a la orden del día. Es la esgrima del capitán Alatriste, que con tanta propiedad narra Arturo Pérez-Reverte en todas las aventuras de este personaje del Siglo de Oro español.

En este punto es conveniente distinguir las diferentes armas de la época. La espada es la más antigua arma metálica de mano fabricada por el hombre. Primero de bronce, luego de hierro y finalmente de acero con un alma de hierro puro, se han hecho de todas las longitudes y formas, desde la espada muy corta y ancha de doble filo de los gladiadores romanos hasta la alargada y curva katana japonesa.

La demanda de las emociones de un duelo, pero sin arriesgarse a las heridas que comportaba, llevó a que durante el reinado de Luis XIV apareciera un arma ligera, de sección rectangular y con un botón que cubría la punta de la hoja. Así, el florete fue la primera arma deportiva de la historia y su introducción en los salones de Versalles vino pareja a una serie de exigentes reglas que incluyeron la limitación de los tocados.

Descendiente de la cimitarra turca, el sable se introdujo en Europa en el siglo XVIII como un arma pesada y curva que permitía golpes de filo. Se convirtió en la favorita de militares y esgrimistas húngaros y fue adoptada por estadistas como Napoleón, que llevaba habitualmente una cimitarra de los mamelucos, traída de Egipto.

En el teatro isabelino inglés de principios del siglo XVII, la correcta representación de los
enfrentamientos entre espadachines era fundamental. El público, que tenía bastante práctica en el asunto, no dudaba en abuchear a los actores menos convincentes o diestros a la hora de ejecutar estocadas. William Shakespeare –que tuvo problemas con la ley en 1589 cuando fue sorprendido en una reyerta callejera empuñando una espada- se esmeró muchísimo en conseguir dramáticos encuentros de espada y sus obras fueron aclamadas también en este aspecto. Ahí están el duelo entre Hamlet y Laertes, para el que el primero confesará haberse “ejercitado de forma continua”, y el dramático combate que, en Romeo y Julieta, enfrenta a Mercucio y Tibaldo. Shakespeare también aborda otro aspecto mítico del mundo de la espada, el de su fabricación, cuando subraya el origen toledano del arma que utiliza Otelo, el celoso moro de Venecia.

Y es que Toledo, donde ya se forjaban armas blancas en la Edad de Bronce, adquirió una fama mundial en el Renacimiento cuando las tropas españolas dieron a probar a más de un enemigo las espadas que enseñaron a forjar artesanos sirios venidos durante la época musulmana a la ciudad de las tres culturas. Esta dominación permitió importar la técnica de los herreros de Damasco, otra de las grandes forjas de la historia. Así surgieron las famosas jinetas, espadas árabes que adoptaron los cristianos. Los toledanos fueron expertos en la obtención de acero a partir de hierro combinado con elementos como carbono o azufre, que dotaron a sus espadas de la mezcla de dureza y flexibilidad tan valorada por los caballeros.

Pero, en ese siglo XVII que fue, sin duda, la gran centuria de la esgrima, Francia destacó sobre cualquier otro país. Fue la época de los mosqueteros, bajo el reinado de Luis XIII, quien durante su largo mandato de 33 años (1610-1643) se debatió entre su reconocimiento racional de que sería deseable proscribir los duelos y su romántica nostalgia de los
lejanos días de la caballería. El predominio galo se asentó sobre los principios establecidos por la Academia de Esgrima Francesa, que había sido creada por el rey Carlos IX en 1567 y que, en 1605, produjo su primer código de normas esgrimísticas compilado por el maestro Le Perché de Coudray.

Los mosqueteros fueron creados en 1605 como guardia personal del rey Enrique IV; originalmente se los llamaba carabineros porque iban equipados con carabinas. Luis XIII los rearmó con mosquetes, y de ahí su nombre. Sobre Dartagnan, el famoso héroe de Alejandro Dumas, ya hablamos en otra entrada.

La Revolución Francesa cambió el curso de la esgrima, que fue prácticamente borrada del mapa por los jacobinos y muchos de sus principales maestros murieron en la guillotina. Así, el escenario predilecto de su práctica en Occidente se trasladó a los dos grandes Estados monárquicos del continente: Inglaterra y Austria. Los duelos con sangre derramada fueron decayendo desde que empezaran a ser prohibidos en la mayoría de los países durante el siglo XVIII,
aunque en Alemania pervivieron durante mucho tiempo; de hecho, aún se practican en cierta medida hoy en día. Bajo el nombre de mensur, su escenario predilecto eran las universidades y enfrentaban a las fraternidades de estudiantes, que se encontraban en las tabernas para enzarzarse en duelos a cara descubierta, lo cual provocaba frecuentes cicatrices, motivo de orgullo. Uno de los aficionados a estos encuentros fue el pendenciero estudiante de la universidad de Gotinga Otto von Bismarck, llamado a ser el Canciller de Hierro.

Más allá de las tabernas germanas, la esgrima se fue circunscribiendo, durante el siglo XIX, al ámbito deportivo, y alcanzó categoría olímpica desde los primeros juegos modernos de 1896. También mantuvo su valor simbólico, aunque cada vez más centrado en torno al Ejército y la mística castrense, ya que el poder político caminaba hacia la esfera civil. La espada continuó siendo un arma oficial de varios ejércitos hasta la Primera Guerra Mundial. Y en fecha tan tardía como 1942, los soldados americanos eran instruidos en la lucha contra un adversario armado con florete o espada, como demuestran las fotografías de manuales militares de la época. Tras la derrota de Japón y Alemania en
1945, a ambos países se les prohibió fabricar o poseer espadas.

Algún temor ritual debe producir aún la espada, una suerte de atavismo arcano que se pierde en las leyendas de Excalibur y llega hasta el curioso empeño de Franco por hacerse con la Tizona del Cid durante la dictadura. Seguramente porque, de Toledo a Versalles, de los samuráis hasta los mosqueteros, muchos esgrimistas subscribirían la frase del novelista Eiji Yoshikawa: “La espada habría de ser muchísimo más que una simple arma; tenía que ser la respuesta a los interrogantes de la vida”.

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domingo, 30 de marzo de 2014

Las geishas – samuráis de la danza




En la tradición japonesa, los samuráis representan la ética guerrera por excelencia, las “geishas” encarnan el ideal estético femenino tradicional. Tanto ellos como ellas estaban sujetos desde muy temprana edad a una férrea disciplina mental y corporal, derivada en gran parte de la filosofía budista zen. Durante siglos, han sido los iconos más universales de la cultura nipona.

En occidente, la palabra geisha suele asociarse con una mujer sumisa de refinada sensualidad, experta en materia sexual. No obstante, las profesionales del sexo es Japón han sido desde hace siglos las llamadas yujo, mientras que las geishas, aunque pueden mantener relaciones sexuales con sus clientes, sobre todo si se convierten en sus mecenas, tienen como función entretener con su presencia y habilidades al os hombres ricos que asisten a los salones de té. El maquillaje blanco, las peinetas y horquillas del peinado y el kimono de seda le confieren una estampa de muñeca escultórica que –junto con el dominio del arte de la danza, de la música tradicional y de la conversación culta- está asociada a cierto ideal aristocrático difícil de encajar en el mundo democrático actual, como no sea a título de reliquia cultural elitista.

La asociación entre la prostitución y la actividad de las geishas surgió en Japón desde que estas empezaron a desarrollar la profesión, a finales del siglo XVII.

En un principio, el término se aplicaba a varones y mujeres que hacían de bufones en las fiestas entre hombres y prostitutas. Comediantes y músicos divertían a la concurrencia y pronto se ganaron el nombre de geishas (que vendría a significar artistas). Con el tiempo, pasaron a integrar un cuerpo autónomo únicamente femenino, diferenciado de las yujo. De las antiguas bailarinas feudales (odoriko) surgieron las geishas machi (“de ciudad”) a finales del siglo XVIII. En 1779 se abrió una oficina de registros para imponerles normas de conducta, según las cuales no debían quitarles clientes a las prostitutas, aunque, al existir diferentes tipos de geishas (urbanas o rurales, afincadas en casas más o menos sofisticadas, etc), las leyes japonesas han resultado históricamente ambiguas con respecto a las competencias de ambos grupos.

A mediados del siglo XIX, las geishas estaban oficialmente establecidas en Gion, Kamishichiken y
Pontocho, tres distritos de Kioto –capital de Japón hasta finales del siglo XIX- destinados al ocio, mientras que Shimabara poseía el monopolio de la prostitución legal. En la práctica, en los salones de té más famosos había de todo, pero, a partir de la década de 1860, las yujo empezaran a considerarse pasadas de moda y las geishas adquiriesen una reputación de mujeres con estilo, que hasta demostraron su valor y coraje arriesgando sus vidas por los disidentes políticos, los últimos samuráis, en una época en que la industria y el ejército japoneses se estaban modernizando a marchas forzadas. Y más aún que los samuráis, los intérpretes del kabuki, teatro popular japonés, fueron quienes desde un principio sostuvieron una relación más estrecha con las geishas. Al principio, cuando los estudiantes pobres aún podían visitar los aposentos de las geishas, el kabuki era también un entretenimiento de dudosa reputación. Poco a poco, el disfrute de ambas artes se convirtió en un pasatiempo más refinado.

Las medidas legales promovidas por el Gobierno Meiji mejoraron la condición de las geishas en las últimas décadas del siglo XIX. A la ley de emancipación –por la que dejaron de trabajar en régimen de esclavitud, como hacían las prostitutas-, se sumó la de estandarización de honorarios: no solo se cobraría el mismo precio a todos los clientes sino que todas las geishas recibirían el mismo salario sin que la belleza, la experiencia o la popularidad influyeran. El modelo sigue vigente. Ello contribuyó a que las geishas adquiriesen un prestigio que acentuó su exclusivismo, pues pasaron a ser un entretenimiento destinado a las clases dirigentes y a la gente más rica. Fue entonces cuando se consolidaron los locales destinados a este mundo de élite, a medio camino entre el arte y la diplomacia, tanto en lo que se refiere e los salones de ´te (ochaya), donde los clientes contratan sus servicios, como a las casas de geishas (okiya), donde aprenden el oficio y a las que están vinculadas durante toda su carrera.

Entre 1920 y 1930, la penetración en Japón del estilo y del vestir occidentales hizo que algunas
geishas se cortaran el pelo o se hicieran la permanente, con el fin de intentar seguir siendo líderes de la moda. Sin embargo, pronto se dieron cuenta de que con ello perdían aquello que las hacía especiales. La profesión sufrió entonces un cambio crucial, pues las geishas dejaron de ser innovadoras y se convirtieron en garantes de la tradición. Esta función conservadora sigue manteniéndose hasta nuestros días.

Tras la Segunda Guerra Mundial, las geishas pasaron a ser una atracción turística, sobre todo para los yanquis que ocuparon el país. Pero, a medida que la economía japonesa fue estabilizándose, las geishas, sobre todo en Kioto y también en la capital, Tokio, recuperaron su esplendor y se convirtieron en uno de los iconos de la prosperidad del país.

Los empresarios japoneses solían celebrar sus reuniones celebrar sus reuniones con personalidades extranjeras en las casas de té de Gion, en Kioto También los gobernantes nipones acostumbraban a invitar a las geishas más famosas a las recepciones y los encuentros con altos cargos políticos y miembros de las casas reales.

Desde principios de la década de los 80 hasta hoy en día, la modernización de la sociedad japonesa (la emancipación de la mujer liberalización de los hábitos en el vestir y el comportamiento, etcétera) hizo que las juventud pasara a considerar a las geishas como algo obsoleto. Ahora bien al convertirse las geishas en figuras meramente decorativas, el fenómeno ha adquirido una dimensión comercial, ya que siguen vinculadas a los círculos de poder japoneses pero también al mundo de la moda y el pop (Madonna se vistió de geisha en uno de sus videoclips más famosos).

En 1989, el primer ministro japonés Sosuke Uno tuvo que dimitir porque su geisha lo acusó
públicamente de ser tacaño y arrogante, un caso que tuvo una amplia publicidad. Nunca hasta entonces, en la vida política de Japón, un dirigente casado había sido tachado de mujeriego por mantener relaciones con una geisha, lo cual indica que las mujeres japonesas ya no son tan sumisas como antes. En 1989, una maiko (aprendiz de geisha) descontenta demandó a la casa de geishas donde había recibido su aprendizaje, y acusó a la dueña de haberla explotado. Tras resolverse el caso extrajudicialmente, la chica abrió un centro de enseñanza a distancia para maiko. Tanto la denuncia como el surgimiento de estos nuevos negocios demuestran lo mucho que han cambiado las cosas.

En Kioto, a las geishas se las llama geiko. Entre todos los distritos del ocio (kariukai) de la ciudad, el de Gion es el que cuenta con las geiko más refinadas, las más disciplinadas y las que suelen recibir a los extranjeros más ilustres que visitan Japón. Nos centraremos, pues, en este distrito, para describir a grandes trazos la vida de una geisha.

Gion está regido por un consorcio constituido por tres grupos: la kabukai (asociación de artistas), la asociación de salones de té y la de geiko. Tradicionalmente, las casas de geishas reclutaban niñas de 5 o 6 años y las formaban para que, antes de los 15, se convirtieran en maiko. Las niñas solían provenir de familias humildes numerosas que necesitaban desprenderse de algunas de sus hijas para poder mantenerse. Los padres recibían una compensación a cambio de renunciar a partir de entonces a relacionarse con la hija, que adoptaba el nombre del ochaya que la había adquirido. El trauma infantil era, pues, una constante en la vida de las geishas, como se refleja en la novela “Memorias de una geisha”, best seller de Arthur Golden. A pesar de ello, también había geishas hijas de geishas, que eran criadas en los propios ochaya donde sus madres habían vivido.

En Gion, las geiko suelen empezar la educación primaria y las clases de baile a los 6 años. La escuela
de danza del distrito está dirigida por una maestra (iemoto), que no es solo una autoridad en el baile, sino también el árbitro del buen gusto dentro de la comunidad. En japonés hay dos términos que significan baile. Uno es mai y el otro, odori. El mai proviene de las danza sagradas que las doncellas del os santuarios interpretaban desde la antigüedad como ofrenda a los dioses; solo lo bailan personas especialmente formadas para hacerlo. El odori, en cambio, es la danza que celebra los avatares de la vida humana, que conmemora las alegrías y solemniza las tristezas. Es el tipo de danza que suele verse en los festivales japoneses y puede interpretarlo cualquiera.

La escuela Inoue de Kioto enseña en especial el llamado noh mai, modalidad de la que las alumnas
han de superar un examen alrededor de los 15 años para poder convertirse en maiko. Las jóvenes aprendizas pasan entonces a ser minarai, esto es, “observadoras”, por espacio de uno o dos meses. Asisten todas las noches a los banquetes para familiarizarse con el funcionamiento de los ochaya. Allí observan los matices de la conducta, el porte y las dotes conversacionales que ellas mismas deberán desarrollar para convertirse en geikos. Vestida con el traje profesional, una maiko va ataviada como una princesa del periodo Heian (siglo XI). La cara debe ser un óvalo perfecto, con la tez blanca inmaculada y el cabello negro azabache. Las cejas conforman una medialuna y la boca dibuja un sutil pimpollo. El cuello, largo y sensual. La figura, suave y redondeada.

Antes de los 18 años, las maiko pasan por la ceremonia del mizuage, que las convertirá en geiko. Los cambios de peinado, básicamente el corte del moño, simbolizan el acceso a la edad adulta. No obstante, las prestaciones de las geiko siguen un patrón de continuidad con respecto a la iniciación de las maiko, pues se trata de asistir todas las noches a los salones de té y entretener a los clientes que hayan requerido su presencia.

La estética de los ochaya representa lo más sublime de la decoración y arquitectura japonesas, ambas relacionadas con la ceremonia del té, un intrincado ritual de normas prefijadas cuyo único fin es tan simple como disfrutar de una taza de té en compañía de amigos. Los objetos que se utilizan en el acto son todos ellos exquisitas obras artesanales, con los que el anfitrión procederá a servir las tazas con movimientos coreografiados. Este ritual suele ir acompañado de una cena en la que se sirve la mejor cocina japonesa, un banquete (ozashiki) al que las geiko asisten sin comer. En los ochaya no se cocina, de modo que se encargan los platos a un prestigioso servicio de comida preparada. Un banquete en un salón de té de Gion Kobu no suele bajar de los 1.600 euros.

Uno de los principales retos de la profesión es aprender a ocultar lo que les gusta o les disgusta bajo
una apariencia amable. Se las contrata para complacer a los clientes, manteniendo conversaciones que sean de su agrado, normalmente relacionada con las artes o con la profesión de estos. Así pues, se espera que estén versadas en política y literatura, en tradiciones como la ceremonia del té o los arreglos florales y en disciplinas artísticas como la poesía, la pintura, la caligrafía, etcétera. En el momento oportuno de cada banquete, las maiko o geiko actúan: una de ellas baila y otra toca el shamisen (instrumento de cuerda tradicional) y canta.

Los honorarios de las geiko se calculan por unidades de tiempo, llamadas hanadai. Unos días después del banquete, los ochaya se los cobran a los clientes. Además, estos suelen entregar propinas en metálico a algunas geishas, pequeños sobres blancos que introducen en el obi o kimono de las elegidas. Finalmente el kenban, oficina de asuntos económicos de la asociación de geiko, se encarga de realizar las transacciones pertinentes entre los ochaya y las okiya de las geiko contratadas.

Las geishas deben ser el único grupo de mujeres de Japón que aún hoy llevan kimonos todos los días. Desde hace muchos siglos, el kimono ha sido el atuendo típico de los japoneses: de cáñamo y algodón para las clases bajas y medias, de seda para la clase alta. Las flores, los pájaros y los insectos son los motivos más usuales que decoran los kimonos. La representación de objetos naturales suele estar relacionada con las estaciones, y algunos están específicamente asociados a un mes del año: el pino a enero, las ciruelas a febrero, el lirio a mayo. Los cerezos en flor valen para toda la primavera, así como las truchas para el verano y las hojas de arce para el otoño. El kimono siempre ha ido con una faja, el obi, que, según la época, ha sido más ancha o más estrecha y se ha atado de distintas maneras. El obi actual es ancho y prácticamente cubre toda la barriga con un caparazón de tela rígida. Se ata justo debajo del pecho. El atuendo se completa con sandalias de madera o de piel. Los okobo, una especie de zuecos de madera cuya gran altura se debe a la longitud del obi, es otro elemento distintivo. No resulta fácil caminar con los okobo; obligan a andar con un paso menudo y afectado que añade atractivo a la maiko.

El tradicional maquillaje de la aprendiza de geisha es una de sus características más reconocibles.
Consta de una base blanca (originalmente hecha con plomo), lápiz labial rojo y adornos rojos y negros alrededor de los ojos y cejas. La aplicación del maquillaje es un proceso bastante complejo, que se realiza antes de vestir a la geisha para evitar ensuciar el kimono. Primero, se unta la piel con una sustancia de aceite o cera, llamada bintsuke-abura. Luego, se mezcla un polvo blanco con agua para formar una pasta que se aplica con una brocha de bambú. Las cejas y el borde de los ojos son pintados de negro, aunque las maiko usan además el rojo alrededor de los ojos. Los labios se pintan con una brocha pequeña. El color viene en un palo pequeño que es mezclado con agua. Se añade azúcar cristalizada para dar brillo a los labios. Durante los tres primeros años, una maiko usa su maquillaje casi constantemente.

Las geishas llevan el cabello recogido con un peinado llamado simada, un tipo de moño del que se pueden distinguir cuatro variedades: el taka simada, un gran moño utilizado generalmente por jóvenes solteras; el tsubushi simada, más aplastado, utilizado por mujeres mayores; el uiwata, vendado con un pedazo de cinta de color, y un estilo que representa un melocotón dividido, usado solo por las maiko. El pelo se recoge y decora con un kanzashi (“pasador”).

Según la tradición, las geishas no se pueden casar mientras ejercen su profesión. Viven en
comunidades de mujeres, entre madres y hermanas. Suelen tener experiencias sexuales ya de jóvenes, a menudo con clientes que les hacen de mecenas, pero no conviven con sus amantes. Cuando una mujer se convierte en geisha, se vuelve sibarita y derrochadora, y luego le cuesta mucho adaptarse a la sociedad normal, transformarse en una trabajadora diurna o en una ahorradora ama de casa. Una vez retiradas, no todas se casan o viven en pareja. La organización de una okiya recuerda la de un convento, y la comparación no es del todo desacertada, pues tienen en común el hecho de ser dos grupos marginales que poseen una imagen socialmente muy definida. Se han dado bastantes casos de geishas que se han retirado a conventos budistas.

Actualmente, las madres de los salones son muy conscientes de lo difícil que resulta encontrar chicas jóvenes que deseen convertirse en verdaderas geishas. Por eso se ha abandonado la férrea disciplina a la que antes eran sometidas ya desde la infancia, y en cambio se intenta que las experiencias resulten agradables para las aprendizas. El mimo ha reemplazado al sufrimiento: madres, clientes y hermanas mayores se desviven por seducir al a joven maiko para que esta no abandone la profesión. Antes incluso de que están preparadas, las madres de las okiya envían a las aprendizas a fiestas de las que asisten estrellas de cine o de kabuki a fin de que queden deslumbradas.

Conscientes de que sufrir por el arte no está de moda, los más viejos consideran que en el mundo de las geishas han desaparecido los modales, que la destreza artística ya no es la misma y que ya no se habla con un lenguaje refinado. Justo lo contrario de lo que piensan los japoneses modernos, que consideran que los geishas están sometidas a una disciplina espartana.

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