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lunes, 30 de marzo de 2015

La sociedad de consumo – Escaparates y cajas registradoras



“El dinero hace girar el mundo” cantaba Liza Minnelli en el clásico del cine musical “Cabaret”. El mercado se ha erigido en administrador único de energías fabulosas y la sociedad contemporánea asiste al nacimiento y a la hegemonía de la clase media portadora y portavoz de la cultura dominante. Medios y formas de vida reflejan la buena nueva: la era de la opulencia alcanzará hasta el último rincón. El estado de necesidad es historia, pero habrá que crear nuevas necesidades para que la rueda del bienestar no pare. Callejón de difícil salida: la subversión y lo alternativo tienen mercado si el marketing es bueno.



La vida agrícola se sustentaba en una estrecha economía de autoconsumo, donde apenas una pequeña parte de la producción llegaba a los raquíticos mercados locales. Con la industrialización del siglo XIX, la empresa, la factoría y el comercio pasaron al centro del proceso productivo. Atraídos por las promesas de la vida urbana, millones de campesinos abandonaron el mundo rural para hacinarse en los destartalados suburbios de las ciudades.

El antagonismo entre obreros y patronos, que protagonizó este periodo, se explica por las marcadas diferencias de poder adquisitivo que el nuevo orden ofrecía a unos y otros. Consumo de subsistencia para la clase obrera, que apenas alcanzaba a cubrir muy humildemente sus necesidades primarias –alimento, vestido y vivienda-, mientras la clase propietaria del capital accedía al lujo y a la ostentación.

Pronto comprendieron los más avispados que la mejor vía para crecer era desarrollar el mercado interno, es decir, ampliar el acceso al consumo a toda la población, a la clase obrera. Esto permitiría acelerar el ciclo de rotación del producto –desde su fabricación a su venta- y, por tanto, del capital –desde que se invierte hasta que se recupera la inversión-, lo cual redunda en un incremento de rentabilidad.

El máximo exponente práctico de esta nueva orientación fue Henry Ford (1863-1947), fundador del gigante estadounidense del automóvil. Ford pensaba que su empresa progresaría sólo si sus operarios podían comprar sus coches. Gracias a la reducción de costes obtenida por la fabricación en cadena y la estandarización de componentes, los precios de venta bajaron, pero, además, Ford dobló en poco tiempo los salarios, ofreció incentivos a la productividad ligados a los beneficios de la empresa y concedió créditos baratos a sus trabajadores para comprar sus coches. Todo a cambio de una férrea disciplina: en realidad, se obligaba a comprar los coches, amenazando con el despido –controlaba quién usaba el transporte público para ir al trabajo- y se prohibía absolutamente el consumo de alcohol, muy extendido incluso dentro de las horas de trabajo.

Este modelo de crecimiento empresarial –estandarización y consumo masivo- se extendió
ampliamente y, a partir de los años treinta, coincidió con la implantación de políticas económicas expansivas y del llamado Estado del Bienestar. Se pensaba que el fuerte crecimiento económico elevaría el nivel de vida medio, más si se acompañaba con medidas de redistribución fiscal de la riqueza y seguridad social. El impacto social de estas tendencias fue enorme. La grave tensión política y social que sufrió el mundo occidental –incluida Rusia- en las primeras décadas del siglo XX se atemperó gracias al sueño de prosperidad e igualitarismo que ofrecía el chapuzón en la nueva clase media. El nuevo empleado de “cuello blanco” con cierta formación pasó a ser la estrella; atrás quedaba el odio recíproco entre el mono de trabajo y el frac, el cigarro y la chistera.

Así, el hombre medio –el “hombre-masa” de Ortega y Gasset- se convirtió en el nuevo héroe, el arquetipo, el modelo que había que seguir. Todos querían ser clase media –incluso la clase alta- y adoptar su estilo de vida –sus costumbres, actitudes y aspiraciones-. El lema “ser diferente es indecente” parece ser la consigna. Este cambio de valores es imprescindible para el acceso democrático al consumo de bienes, que pasa por obtener costes y precios de venta asequibles para la mayoría, sólo posibles si se obtienen las economías de escala derivadas de fabricar grandes series de productos poco
diferenciados para grandes mercados. La tendencia a la concentración de las empresas productoras, a menudo multinacionales, y las acciones publicitarias a través de los modernos medios de comunicación han permitido la homogeneización cultural, necesaria para que los mismos bienes y servicios puedan ser consumidos en cualquier lugar del planeta.

¿Cuál es el ajuar del ciudadano medio? Su apartamento o vivienda unifamiliar, su automóvil, los electrodomésticos que le facilitan las tareas hogareñas y la tecnología necesaria para comunicarse con el exterior. Pronto, estas necesidades estuvieron cubiertas y el sistema dio otra vuelta de tuerca para salvar la saturación de los mercados: ¿quién dijo que todos somos iguales? Cada vual tiene sus propias necesidades: la producción cede su protagonismo a la comercialización y a la diferenciación del producto.

La “marca” –un nombre, una imagen gráfica- se carga con un haz de valores y sensaciones que
los omnipresentes y persuasivos medios de comunicación –prensa, radio, televisión, cine, Internet- se encargan de transmitir. Nunca antes se habían ofrecido tantas posibilidades de acceso a la información y a la cultura. La contrapartida es que su difusión universal se ha hecho a costa de rebajar el contenido intelectual de los mensajes, que, siguiendo esquemas publicitarios, son cada vez más simples, repetitivos y dirigidos a excitar las emociones más básicas del individuo.

Aguijoneados por cientos de mensajes publicitarios cada día, los ciudadanos se lanzan a la compra de productos impensables hace apenas unas décadas por su variedad y especificidad. Desde un punto de vista social, todo parece indicar que “consumes, luego existes”, y realmente el no acceso al consumo sume al individuo en la marginación, pues la posesión de bienes se ha convertido en un valor en sí mismo.

El cliente es el gran protagonista, las asociaciones de consumidores alcanzan influencia social y las empresas crean departamentos de atención al cliente. Sin embargo, la realidad del proceso de producción-comercialización –las técnicas de marketing- consiste más bien en una mezcla de detección y manipulación de los deseos y las necesidades. Las empresas tratan de crear o adaptar productos a nuevos segmentos o nichos de mercado –grupos de consumidores con características personales y económicas comunes- para conseguir mayores ventas y fidelizar al cliente frente al acoso de productos y marcas competidoras.

Aparece así en escena un actor despreciado pero cada vez más tenido en cuenta: la basura.
Cada día se producen millones de toneladas de desperdicios de diverso origen y composición en todo el mundo. Deshacerse de ellos sin deteriorar el ambiente es un problema acuciante. El funcionamiento del sistema resulta especialmente revelador en este punto: se puede medir el grado de desarrollo económico de un país por el volumen de basura y de agentes contaminantes que genera.

No sólo aumenta la producción, sino que, debido al número de intermediarios por los que pasa cada unidad de producto y al deseo del fabricante de atraer al posible cliente en el escaparate o la estantería del supermercado, su empaquetado es más sofisticado y costoso. Además, los productos se diseñan y fabrican pensando en que duren cada vez menos y en que resulte más fácil comprar algo nuevo que reparar lo averiado. La obsolescencia tecnológica acentúa esta tendencia, los avances técnicos se dosifican de manera que el producto quede anticuado –e incluso inútil- después de un determinado periodo de uso.

Ante esta avalancha de acontecimientos, mensajes y consumibles, surge en algunos sectores la
contestación. Puesto que cualquiera puede tener cualquier cosa, como todo el mundo lo tiene ya, lo elegante es poseer lo inimitable o lo artesano: el “hecho a mano” vende. La artesanía, los productos fabricados sin componentes contaminantes, el turismo alternativo… son parte de la nueva filosofía ecológica que surge en oposición al consumismo desaforado. El reciclaje de los bienes, e incluso el no consumo, se ofrece como alternativa natural para el ser humano atrapado por el neón, las letras mensuales y el hechizo de las ofertas, el pago aplazado y las rebajas.

Sin embargo, la fortaleza del engranaje consumista es capaz también de engullir esta disidencia, adaptándola lo suficiente para convertirla en un nuevo producto y a sus practicantes, en un rentable nicho de mercado.

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