span.fullpost {display:none;} span.fullpost {display:inline;} saber si ocupa lugar: Las pinturas rupestres …. Y el hombre aprendió a pintar.

sábado, 23 de agosto de 2014

Las pinturas rupestres …. Y el hombre aprendió a pintar.


Durante veinte mil años, los seres humanos que habitaron las cavernas desarrollaron el movimiento pictórico más duradero y enigmático de la historia. Pero, ¿qué impulsó al artista prehistórico a decorar las paredes de sus cuevas con obras, en ocasiones, de tan extraordinaria belleza? A pesar de las múltiples teorías, la respuesta sigue siendo un enigma.

Cuando en el verano de 1879, el ingeniero y arqueólogo aficionado Marcelino Sanz de Sautuola, acompañado de su hija pequeña, María, descubrió casi por casualidad las pinturas que cubrían las paredes y el techo de la cueva de Altamira, apenas podía creer lo que estaba viendo.

No fue el único, porque, cuando poco después dio a conocer al mundo su descubrimiento, tuvo que afrontar la acusación de falsario y embaucador por parte de los más prestigiosos historiadores de la época. En la mentalidad de la comunidad científica de finales del XIX no se podía concebir la idea de que los seres humanos que vivieron durante el Paleolítico fueran capaces de confeccionar un arte tan elaborado y de tanta perfección formal y estética.

Tuvieron que pasar más de dos décadas y varios descubrimientos de pinturas similares en otras cuevas, esta vez francesas, para que la autenticidad de Altamira fuera por fin unánimemente admitida. Para entonces, Sautuola ya había fallecido.

El arte rupestre –del latín rupes: “roca”- es el que se realiza pintando o esculpiendo directamente sobre la roca de techos y paredes de cuevas o bien en abrigos rocosos exteriores, normalmente de difícil acceso. Las más antiguas manifestaciones rupestres encontradas hasta el momento datan de unos 30.000 años antes de nuestra Era, en el Paleolítico inferior. Las últimas muestras importantes de pinturas y grabados sobre roca, casi siempre en abrigos exteriores, corresponden a la época de transición entre el Paleolítico y el Neolítico, aproximadamente unos 5.000 años antes de nuestra era.

Varias culturas prehistóricas han utilizado la pintura rupestre o parietal (de “pared”) como modo de expresión, aunque sin duda las mejores y más variadas muestras coincidieron con la última glaciación, durante el Paleolítico medio y el superior, localizándose muy especialmente en torno a la cornisa cantábrica y el sur de lo que hoy es Francia. En estas zonas, el arte rupestre alcanzó su máximo apogeo con pinturas como las encontradas en las cuevas de Lascaux, en la Dordoña francesa, o en Altamira, en Cantabria.

Sin duda, las pinturas de Altamira –calificadas unánime y tópicamente como la Capilla Sixtina del
arte rupestre- suponen el punto culminante en cuanto a perfección artística y técnica de todo el arte parietal, pues sus figuras de animales expresan con total realismo la fuerza y el movimiento. La cueva contiene cerca de 300 pinturas, agrupadas principalmente en dos salas o estancias. No muy lejos de la entrada, se halla una gran sala, decorada con figuras polícromas, entre las que destacan una cierva de gran tamaño junto a un jabalí, una cabeza de caballo, una figura antropomorfa y varios bisontes, algunos de los cuales aprovechan los salientes de la roca para sugerir la idea de relieve. La segunda estancia, de acceso más difícil, está decorada con grabados y figuras negras de bisontes, bóvidos, caballos e, incluso, un alce, un mamut y un gran felino. Éstas últimas son las pinturas más antiguas, posiblemente del magdaleniense inferior (14.000 a. de C.); pudiéndose datar las pinturas polícromas de la gran sala en el magdaleniense medio y superior, entre el 13.000 a.de C y el final del Paleolítico.

En 1940, fueron halladas –como no es raro, por casualidad- las pinturas rupestres de la gruta de Lascaux, en la Dordoña francesa. Desde el primer momento, los historiadores fueron conscientes de que se encontraban ante uno de los hallazgos más importantes del arte Paleolítico, tanto por la cantidad de pinturas y grabados encontrados –que se mantenían, además, en un magnífico estado de conservación-, cuanto por la riqueza y variedad de sus formas. Como en la mayoría de las cuevas importantes, existen testimonios de su ocupación durante varios miles de años, aunque las investigaciones más recientes coinciden en fechar la mayoría de las pinturas en el magdaleniense inferior y medio, en torno a los 14.000 años a.de C..

En Lascaux, los investigadores han podido catalogar más de 800 pinturas, distribuidas en varias salas
en prácticamente toda la extensión de la cueva. Destaca la sala principal o Rotonda de los Toros, en la que vacas y toros blancos de colosal tamaño (hasta cinco metros) se complementan con caballos y bóvidos rojos mucho más pequeños, entre los que resalta la extraña presencia de un fantástico unicornio. En otra de las salas se encuentra una de las más bellas representaciones de caballos de todo el arte Paleolítico. Y al fondo de la cueva se localiza el pozo, en el que está la famosa y extraña escena que representa a un cazador que cae abatido ante la embestida de un bisonte herido.

Uno de los enigmas más importantes que nos han dejado las pinturas rupestres es el de su motivación o su utilidad. ¿Para qué servían? ¿Eran una forma de decoración creada para agradar el gusto estético de los habitantes de las cavernas o, en cambio, tenían un sentido mágico o religioso?

Las primeras teorías apuntaban que se trataba de una manifestación ornamental, sin más utilidad que la meramente estética. Según esta hipótesis, el hombre del Paleolítico, dedicado a la caza y a la recolección de vegetales en un clima ya relativamente favorable, disponía de tiempo libre para dedicarlo a la decoración de las cuevas en las que pasaba largas temporadas.

Numerosos datos demostraron pronto que esta teoría del arte por el arte carecía de consistencia; entre otros, el hecho de que la mayoría de las pinturas aparecen en lugares casi inaccesibles de la cueva, donde apenas llega la luz natural y, desde luego, muy alejados de la entrada y de los espacios destinados a vivienda. No es, por tanto, un arte para ser contemplado por todo el grupo, sino tan sólo por unos pocos iniciados.

Surgió entonces una interpretación mágica que explica las pinturas como manifestaciones de diversos rituales destinados fundamentalmente a propiciar la caza o a favorecer la fertilidad en las especies más deseables. Todavía en ciertos pueblos primitivos del centro de África los cazadores clavan sus lanzas contra la silueta de un animal dibujada sobre la tierra como augurio de buena suerte durante la caza.

De igual manera, los artistas del Paleolítico bien pudieron tener una motivación parecida para pintar
durante generaciones las figuras de los animales que deseaban cazar que, en muchas ocasiones, aparecen con flechas y lanzas clavadas o en actitud de dirigirse hacia lo que parece una trampa. Esa misma magia ritual serviría para atraer la fertilidad sobre algunas especies, como parece demostrar la abundancia de hembras preñadas o de machos en celo o en claras actitudes sexuales, en un deseo de ahuyentar el fantasma de una futura escasez de alimentos.

Los estudiosos no se ponen de acuerdo a la hora de afirmar si el hecho mismo de pintar un animal constituía parte del ritual –como una especie de posesión del alma a través de su representación- o si, por el contrario, se trataba simplemente de una imagen ante la cual el hechicero de la tribu realizaba sus ritos y conjuros, de los que, obviamente, no nos ha quedado ningún testimonio definitivo.

Algunos investigadores consideran la teoría del arte rupestre como ritual propiciatorio demasiado simplista como para abarcar su significado más profundo, por lo que aventuran otras hipótesis que consideran las pinturas y su colocación en la cueva como manifestaciones de una forma primitiva de religión o, al menos, como una manera de entender la vida espiritual por parte de los habitantes del Paleolítico.

Según los defensores de esta teoría, los diferentes tipos de animales y dibujos abstractos, simbolizarían elementos masculinos o femeninos, interpretándose como símbolos masculinos animales, como el caballo, la cabra o el ciervo, y signos tales como puntos o bastones; mientras que el elemento femenino estaría representado básicamente por el bisonte, el toro o el mamut, así como por signos triangulares u ovales –en clara alusión al pubis y la vulva femeninos. Estas figuras, además, parecen distribuirse según un riguroso patrón, en el que es frecuente la presencia de elementos que simbolizan lo masculino a la entrada y al final de la cueva, mientras en la parte central se mezclan símbolos masculinos y femeninos. Tras un estudio detallado de muchas de estas cuevas, se ha llegado a la conclusión de que este tipo de distribución y composición se produce con demasiada frecuencia como para tratarse de una casualidad.

No sólo las pinturas estarían, pues, empapadas de esta simbología sexual, sino también la cueva
misma en la que se desarrolla el arte parietal tendría, desde este punto de vista, un marcado carácter simbólico femenino. Tal interpretación, por tanto, concede a las pinturas rupestres un significado mucho más amplio que el de mero vehículo de una magia ritual, elevándolo prácticamente a la categoría de explicación filosófica del mundo espiritual en el que se movía el hombre cavernícola.

Sea cual fuere la explicación acerca de la finalidad del arte rupestre del Paleolítico, lo cierto es que se basa fundamentalmente en la representación del mundo animal. En pocas ocasiones aparece la figura humana –siempre pintada de forma esquemática y desprovista del realismo que se aplicaba a las imágenes animales- y nunca el paisaje.

La iconografía empleada en estas pinturas nos muestra un amplio catálogo de las especies animales contemporáneas del hombre de Cromagnon. Se trata, por lo general, de grandes herbívoros adaptados al clima frío y estepario de la última era glacial del Cuaternario. Animales como el mamut o el rinoceronte lanudo, muy comunes en la Europa de aquella época, que se extinguieron coincidiendo con el final de la última glaciación o que, como en el caso del reno o el bisonte, emigraron hacia latitudes más septentrionales.

A lo largo de todo el periodo, pero sobre todo durante el magdaleniense medio y superior –entre los
14.000 y los 12.000 años a. de C., época de máximo esplendor del arte rupestre-, se da un esfuerzo por representar la imagen del animal de una forma naturalista, aunque empleando una gama limitada de colores –normalmente negro, ocre y rojo y, en raras ocasiones, blanco o púrpura- y atendiendo lo que parecen ciertos convencionalismos de la época. Por ejemplo, la práctica totalidad de las figuras aparecen de perfil; aunque, en el caso de toros o bisontes, en muchas ocasiones la figura se descompone, en una perspectiva imposible, para mostrarnos de frente su cornamenta. De la misma manera, aunque la mayoría de los dibujos representan animales en estado de reposo, algunos de ellos tratan de plasmar el movimiento por medio de la postura o mediante algún artificio, tal como la superposición de trazos de diferente solidez en las patas. Frecuentemente, el artista aprovecha los huecos y salientes de la pared rocosa para sugerir una cierta corporeidad que añade mayor realismo a la pintura.

Se puede decir que las pinturas rupestres del Paleolítico suponen la escuela pictórica más longeva de la historia, ya que se emplearon básicamente los mismos procedimientos y convenciones durante más de 20.000 años, toda una eternidad si lo comparamos, por ejemplo, con la infinidad de estilos artísticos cultivados en poco más de quinientos años, desde el Renacimiento hasta nuestros días.

No obstante, se puede observar una evolución en el estilo desde las primeras y esquemáticas muestras pictóricas, fechadas en el periodo auriñaciense, hace unos 30.000 años, y las pinturas de las últimas cuevas habitadas, del magdaleniense superior, hace unos 12.000 años.

La mayoría de los historiadores distingue al menos cuatro periodos en la pintura paleolítica: un estilo
primitivo, basado en líneas y motivos abstractos, en el que aparecen algunas cabezas de animales muy toscamente representadas; una segunda fase en la que surge la representación de animales completos, con sus contornos bien definidos por trazos todavía poco depurados; un tercer periodo, que se caracteriza por una delimitación más precisa de los contornos y por la aparición de la bicromía y las líneas interiores, que intentan definir el pelaje o la musculatura; y, por último, la fase que se podría llamar de auge pleno, que incluye las composiciones más logradas, en las que frecuentemente los animales pierden su hieratismo, para mostrarse en posturas complejas o, incluso, en movimiento.

La lenta evolución de esta escuela pictórica que abarcó los primeros veinte milenios de la cultura humana muestra bien a las claras que la pintura rupestre del Paleolítico supone un sistema de representación de unas creencias y una cultura bastante más complejas de lo que pensaban aquellos científicos del siglo XIX que negaron a Sautuola la autenticidad de las pinturas de Altamira.

El significado y la trascendencia de tan geniales obras posiblemente permanecerán durante mucho tiempo inaccesibles para nosotros, ocultos tras la belleza y la fuerza misteriosa que emanan de ellas y de las oscuras cuevas en las que se plasmaron.

No hay comentarios: